Sábado XXVIII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 9 octubre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Ef 1, 15-23: Dio a Cristo como Cabeza a la Iglesia, que es su cuerpo
Sal 8, 2-3a. 4-5. 6-7: Diste a tu Hijo el mando sobre las obras de tus manos
Lc 12, 8-12: El Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
?Efesios 1,15-23: Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo místico. Seamos iluminados con la Luz de Dios para conocer lo más profundamente posible la obra que Dios ha llevado a cabo en nuestro favor. Comenta San Agustín:
«Volvamos los ojos a nosotros mismos y consideremos que nosotros somos su Cuerpo y Él es nosotros; porque si nosotros no fuéramos Él, no sería verdad lo que dijo: ?lo que hicísteis a uno de estos mis pequeñuelos a Mí lo hicísteis? (Mt 25,40). Si nosotros no fuéramos Él no sería verdadero lo de ?Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?? (Hch 9,4). Luego nosotros somos Él, porque somos sus miembros, porque somos su Cuerpo, por ser Él nuestra Cabeza; por ser el Cristo total: la Cabeza y el Cuerpo (Ef 1,22)» (Sermón 133,8).
?Dios dio a Cristo el mando de todas las obras de sus manos. El hombre ha llegado a ser en Cristo el verdadero señor del universo. Todo fue creado por Él y para Él. Con el Salmo 8 cantamos al Señor, Dueño nuestro, y le decimos: «¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los cielos; de la boca de los niños de pecho has sacado una alabanza. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos». Esto es el hombre, y más aún con la gracia de Jesucristo y en Jesucristo, que es su Cabeza y nosotros su Cuerpo.
?Lucas 12,8-12: El Espíritu Santo os enseñará lo que tenéis que decir. Hemos de proclamar con plena confianza nuestra fe ante quienes nos acusan. No tenemos por qué temer a nadie, pues el mismo Espíritu Santo nos enseñará lo que tenemos que decir. Así ha sucedido siempre en la Iglesia, como nos lo muestra la historia de las persecuciones en todos los tiempos. Él nos ilumina y no debemos eclipsar esa luz con nuestro amor propio, con la autosuficiencia, con la vanidad y el orgullo, sino que debemos, con toda humildad y sencillez, esperar el momento de la gracia de Dios en nuestras almas que, ciertamente, llegará con todo su esplendor. Oigamos a San Agustín:
«Con todo, tengo que deciros, hermanos míos, lo siguiente: quienquiera que seas, comienza a vivir cristianamente, y mira si no te lo echan en cara, precisamente aquellos cristianos que solo lo son de nombre, pero no cristianos por su vida y costumbres. Nadie se da cuenta de ello, sino quien ha tenido que experimentarlo. Así, pues, fíjate, considera lo que oyes. ¿Quieres vivir como cristiano? ¿Quieres seguir los pasos de tu Señor? Se te echa en cara eso mismo, comienzas a avergonzarte y te echas atrás. Has perdido el camino... Si quieres caminar por el camino del Señor, pon tu esperanza en Dios, incluso en presencia de los hombres, es decir, no te avergüences de tu esperanza» (Comentario al Salmo 30,11,7).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Efesios 1,15-23
a) Después del himno al plan salvador de Dios, Pablo dirige su saludo a la comunidad, con los deseos que suele incluir en sus varias cartas.
La comunidad de Éfeso es famosa por su fe y su amor a todos, lo que a Pablo le llena de satisfacción. Pero en su oración pide que progresen más: que Dios les conceda sabiduría para conocerle mejor, que ilumine sus ojos, que les llene de esperanza, en vistas a la riqueza de gloria que Dios concederá en herencia a los suyos.
Centra el tema en Cristo, con una cristología llena de vigor. Dios ha "desplegado una fuerza poderosa en Cristo, resucitándolo, sentándolo a su derecha, poniendo todo bajo sus pies, constituyéndolo Cabeza de la Iglesia". El salmo nos hace aplicar hoy a Cristo lo que en principio se decía del hombre: "lo hiciste (en apariencia) poco inferior a los ángeles, (pero) lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos".
A la Iglesia se la puede llamar rebaño de Cristo, pueblo de Dios, familia santa, reino de Dios, esposa de Cristo, templo del Espíritu, nuevo Israel. Todos son nombres complementarios que ayudan a entender su rica identidad. Aquí Pablo la llama "Cuerpo de Cristo", y a Cristo, "Cabeza de la Iglesia". Es una de las imágenes más profundas de todo el N.T. para entender la estrecha relación que existe entre Cristo Jesús y su comunidad.
b) Si tuviéramos una visión de Cristo y de la Iglesia como la que tenía Pablo, no necesitaríamos muchas más motivaciones para intentar vivir como cristianos y ser sus testigos en el mundo.
Nosotros ya conocemos a Cristo, y le seguimos. Pero podemos profundizar mucho más en esta fe, hasta que llegue a ser motor de nuestro amor y fuente de esperanza que ilumine nuestra vida, hasta el punto de poderla comunicar a los que entren en contacto con nosotros. Como Pablo.
En torno al Jubileo del año 2000 hemos centrado nuestra vida más claramente en torno a Cristo Jesús, puestos nuestros ojos en él, razón de ser de nuestra existencia. La lectura de hoy habla, en griego, de "epignosis", "superconocimiento": no sólo "conocerlo", sino conocerlo más profundamente, llegando a la convicción de quién es Cristo, de cómo lo ha glorificado Dios, "con la fuerza poderosa que desplegó en él", y de cómo es Cabeza de todo y de todos. Nunca conoceremos suficientemente a Cristo. Y cuanto más lo conozcamos, más nos impulsará a vivir en él y como él.
2. Lucas 12,8-12
a) Ayer nos animaba Jesús a ser valientes a la hora de dar testimonio de él, porque Dios nunca se olvida de nosotros: si lo hace con los pajarillos y los cabellos de nuestra cabeza, ¡cuánto más con cada uno de nosotros, que somos sus hijos!
Hoy nos da otro motivo para ser intrépidos en la vida cristiana: él mismo, Jesús, dará testimonio a favor nuestro ante la presencia de Dios, el día del juicio.
Y todavía otro protagonista en estos nuestros ánimos: el Espíritu de Dios. Así se completa la cercanía del Dios Trino. El Padre que no nos olvida, Jesús que "se pondrá de nuestra parte" el día del juicio, y el Espíritu que nos inspirará cuando nos presentemos ante los magistrados y autoridades para dar razón de nuestra fe.
Sólo hay una clase de personas sin remedio, los que "blasfeman contra el Espíritu Santo", o sea, los que, viendo la luz, la niegan, los que no quieren ser salvados. Son ellos mismos los que se excluyen del perdón y la salvación.
b) Nosotros ya estamos empeñados, hace tiempo, en este camino de vida cristiana que no sólo sucede en nuestro ámbito interior, sino que tiene una influencia testimonial en el contexto en que vivimos.
Para este camino necesitamos ánimos, porque no es fácil. Jesús nos asegura el amor de Dios y la ayuda eficaz de su Espíritu. Y además, nos promete que él mismo saldrá fiador a nuestro favor en el momento decisivo. No se dejará ganar en generosidad, si nosotros hemos sido valientes en nuestro testimonio, si no hemos sentido vergüenza en mostrarnos cristianos en nuestro ambiente.
En los momentos en que sentimos miedo por algo -y a todos nos pasa, porque la vida es dura- será bueno que recordemos estas palabras de Jesús, afirmando el amor concreto que nos tiene el Dios Trino para ayudarnos en todo momento. Jesús calmó tempestades y curó enfermedades y resucitó muertos. Era el signo de ese amor de Dios que ya está actuando en nuestro mundo. También nos alcanza a nosotros. No tenemos motivos para dejarnos llevar del miedo o de la angustia.
"He oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todo el pueblo santo" (1a lectura II)
"Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también yo me pondré de su parte ante los ángeles de Dios" (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Efesios 1,15-23
Tras haber contemplado el gran misterio de la voluntad redentora del Padre, Pablo se alegra porque, informado de la fe de los destinatarios de su carta, los ve como partícipes de la magnífica herencia adquirida por Cristo, una herencia que se hace visible ya ahora en la caridad activa de estas Iglesias.
Para que sigan firmes en la vida nueva pide Pablo incesantemente al Padre el don del «espíritu de sabiduría y una revelación» que les permita penetrar cada vez más en su misterio. «El Espíritu, en efecto, lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios. [...] Del mismo modo, sólo el Espíritu de Dios conoce las cosas de Dios» (1 Cor 2,10b. 11b). Ahora bien, el Espíritu Santo es amor: el amor engendra, por consiguiente, el conocimiento, y el conocimiento engendra el amor.
La cima de este conocimiento amoroso es el saberse amado: la experiencia de este amor hace que podamos percibir qué grandes son los bienes que esperamos («la esperanza a la que habéis sido llamados»: v. 18a), qué espléndida es la dignidad de la que Dios nos hace partícipes («la inmensa gloria otorgada en herencia a su pueblo»: v. 18b), qué poderosamente eficaz es la acción salvífica de Dios, que obra en nosotros lo que ya ha realizado en Cristo al resucitarlo y poner todo ser bajo su dominio (vv. 20ss).
Sometida a Cristo, la cabeza, está la Iglesia, que recibe de su Señor la vida y todos los bienes y que, en cuanto cuerpo, aunque esté sometida a los límites de sus miembros, debe crecer para alcanzar «en plenitud la talla de Cristo» (4,13b).
Evangelio: Lucas 12,8-12
El pasaje que nos propone la liturgia de hoy está constituido por un conjunto de dichos de Jesús reunidos por Lucas probablemente con la intención de animar a los cristianos frente a las persecuciones y a los desafíos del mundo y con la finalidad de proporcionarles criterios de comportamiento.
El evangelista recuerda de nuevo que es preciso considerar el presente con una perspectiva escatológica, ya que el hoy determina la eternidad. Y puesto que «nadie más que él puede salvarnos, pues sólo a través de él [Jesús] nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra» (Hch 4,12), Dios hace depender la salvación del reconocimiento público de Jesús. Esto podría dar la impresión de contradecir lo que se afirma en el versículo siguiente (v. 10). Se impone una distinción.
Algunos autores piensan que Lucas comprende la dificultad que supone reconocer en el Jesús terreno al Salvador, por lo que sería incluso admisible que haya quien «hable mal del Hijo del hombre». Pero no puede haber perdón para quien «blasfeme contra el Espíritu Santo», o sea, cuando la libertad humana rechaza la propia adhesión a la verdad que le ha sido interiormente revelada por la gracia de Dios. En ese caso, hasta la falta de reconocimiento ante los hombres se convierte en deliberada infidelidad y motivo de condena. Sin embargo, cuando la acción del Espíritu es acogida por el creyente, éste puede estar seguro del apoyo eficaz del Espíritu en el momento en que sea llamado a dar testimonio.
MEDITATIO
La Carta a los Efesios y el evangelio de Lucas reclaman nuestra atención sobre el «papel» insustituible del Espíritu Santo. Tal vez sea el Espíritu la Persona más «desconocida» de la Trinidad, aunque, en comunión con el Padre y el Hijo, está actuando constantemente en la Iglesia y en el mundo. Por ser el amor personal con el que se aman recíprocamente el Padre y el Hijo, conoce toda la intimidad de la vida divina y, por morar en las almas que le acogen, les transmite el conocimiento amoroso que es él mismo. Ahora bien, su modo de instruirnos y de actuar es de una naturaleza completamente distinta a lo que estamos acostumbrados. Nos enseña dando la vuelta a nuestros mecanismos: mientras que en la experiencia humana, por lo general, acogemos lo que antes hemos comprendido y consentido, el Espíritu se comunica al hombre en la medida en que encuentra una acogida confiada. De ahí que comprendamos las cosas del Espíritu sólo en la medida en que estemos dispuestos a adherirnos.
Cuando el Espíritu encuentra en un alma obediencia a la verdad y disponibilidad para hacer lo que Dios quiere, lleva a cabo los prodigios de los que ya ha sembrado la historia de la salvación: desde la transformación de doce hombres atemorizados en columnas de la Iglesia universal, sobre la que «no prevalecerán las puertas del infierno», al animoso testimonio de los miles de mártires de la fe y de la caridad de nuestro siglo... al testimonio, menos llamativo aunque no menos audaz, que la coherencia con nuestra fe nos pide frente a los continuos desafíos de una sociedad y de una cultura cada vez más descristianizadas.
ORATIO
Señor, quién sabe si nuestra fe se vuelve caridad para con nuestros hermanos y supone para alguno ocasión de una plegaria de agradecimiento. Quién sabe si nuestra fe y nuestra caridad hablan de ti a la gente de nuestro tiempo o bien no dicen nada. Tal vez hayamos renegado de ti no con las palabras, sino con los hechos. Si ha sido así, perdónanos. Estamos enfermos de individualismo y no siempre nos sentimos responsables de nuestros hermanos. Haz crecer en nosotros el sentido de la comunión para que podamos descubrir la belleza de vivir nuestra fe con los otros y hacer juntos cada vez más atrayente el rostro de tu Iglesia. Que tu Espíritu ilumine nuestros ojos para que sean capaces de mirar más allá de nuestra existencia y ver ya desde ahora en nuestra historia los signos de tu amor, que se manifestará en su esplendor totalizador cuando también nosotros queramos recibir nuestra herencia.
CONTEMPLATIO
Si no habláis en mi favor, me convertiré en palabra viva de Dios para anunciar su gloria con mi muerte. No queráis ofrecerme un beneficio mayor que éste: que yo sea inmolado a Dios, ahora que el altar está dispuesto, a fin de que -formando un coro en la caridad perfecta-cantéis un himno al Padre en Cristo. ¡Bello es que el sol de mi vida, saliendo del mundo, trasponga en Dios, a fin de que en él yo amanezca. Por lo que a mí respecta, escribo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco que yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios con tal de que vosotros no me lo impidáis. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Prefiero morir por Cristo que reinar sobre todo el mundo. Busco a aquel que murió por nosotros, quiero a aquel que por nosotros resucitó. Quiero ser por completo de mi Dios. Dejadme ascender a la luz pura; cuando llegue a ella seré hombre de verdad. Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio, un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: «Ven al Padre» (Ignacio de Antioquía, "Carta a los Romanos", en Padres apostólicos, ed. D. Ruiz Bueno, BAC, Madrid 21968, pp. 474-481 passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Tu gloria, Señor, es el hombre vivo» (de la liturgia).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Precisamente esta ínsita vocación a la totalidad exige que el acto de fe no se quede en un puro acto de conciencia, sino que se exprese en todos los ámbitos de la fe y de la vida. El hombre que cree busca por fuerza -y al final debe encontrar de algún modo- una conducta nueva, una diferente capacidad de juzgar, un estilo original de obrar, de amar, de asociarse, de educar, de luchar, de morir. «Si alguien está en Cristo, es una nueva creación»: si todo sigue como antes, hay que dudar de la autenticidad de su acto de fe.
Todo esto se aplica no sólo a nivel individual, sino también comunitario. Un grupo de creyentes debe dar, necesariamente, principio a nuevas formas de comunidades humanas: no es posible que un verdadero acto de fe no tenga ninguna repercusión sociológica y permanezca encerrado en el ámbito de la vida del individuo. Tanto más por el hecho de que el acto de fe es, por naturaleza, comunitario: siempre tiene su origen, de uno modo u otro, en la comunidad, que es portadora del anuncio salvífico y abre en cada caso al hombre a una vida de comunión con los hermanos.
De ahí que toda verdadera profesión de fe cristiana requiera encarnarse y expresarse en alguna «cristiandad». El discípulo de Jesús es la sal de la tierra, por eso no debe -y, por otra parte, tampoco puede- vivir separado, en un mundo construido sólo para él. Al contrario, precisamente para no desnaturalizarse hasta la insipidez y dar sabor de una manera eficaz a toda la realidad terrestre, debe aspirar siempre a instaurar alguna forma de sociedad cristiana. Un cristianismo que no esté diversificado sociológicamente es un cristianismo difunto (G. Biffi, Sullo Spirito di Dio. Soliloquio, Milán 1986).