Viernes XXVII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 2 octubre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ga 3, 7-14: Son los hombres de fe los que reciben la bendición con Abrahám el fiel
Sal 110, 1-2. 3-4. 5-6: El Señor recuerda siempre su alianza
Lc 11, 15-26: Si yo echo los demonios con el dedo de Dios entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
?Gálatas 3,7-14: Los que tienen fe reciben la bendición del Señor. La justificación de Dios se recibe por obra de la fe. San Pablo recurre siempre al hecho fundamental de la redención humana: el misterio pascual del Señor. De la Cruz a la Luz. Considera San Juan Crisóstomo:
«Pretende [el Apóstol] señalar que la ley no reclama solo fe, sino también obras, en tanto que la gracia salva y justifica por la fe. ¿Ves cómo demostró que los que confiaron en la ley, por la imposibilidad de cumplirla, estuvieron sujetos a la maldición y cómo la fe tiene el poder de justificar? Lo había afirmado y demostrado anteriormente con mucha fuerza. La ley no pudo conducir al hombre a la justificación, por lo que la fe aportó un remedio no pequeño, es decir, gracias a ella fue posible lo que no lo era por la ley. ?El justo vivirá gracias a la fe?, desconfiando de que la salvación venga a través de la ley, y puesto que Abrahán fue justificado por la fe, es evidente que la fuerza de la fe es grande» (Comentario a la Carta a los Gálatas 3,7-14).
?Con el Salmo 110 damos gracias al Señor de todo corazón, en la asamblea litúrgica con todos los hermanos en la fe, pues son grandes las obras del Señor y dignas de alabanza por todos los que hemos sido librados del pecado y de la muerte. Si en el Antiguo Testamento se admiraba el esplendor y la belleza de las obras de Dios y su generosidad, mucho más hemos de admirarnos nosotros, pues las maravillas de su piedad para con nosotros son aún mayores. Él alimentó a los israelitas con el maná en el desierto, pero a nosotros con el Cuerpo y Sangre de Jesús en la eucaristía, donde muestra mucho más su fuerza y su amor. Ella es verdadera bendición y preciosa herencia.
?Lucas 11,15-20: Jesús expulsó a los demonios. Esto es signo de la venida del Reino de Dios. Cristo rebate con gran fuerza a sus opositores. Y San Ambrosio comenta:
«Aquellos que no ponen su esperanza en Cristo, sino que creen que los demonios son arrojados en nombre del príncipe de los demonios, niegan ser súbditos de un reino eterno. Lo cual se aplica al pueblo judío, que en esta clase de males piden la ayuda de un demonio para echar a otro. Pero ¿cómo puede permanecer en pie un reino dividido, cuando se ha perdido la fe?... Resulta una gran insensatez, unida a un furor sacrílego, el hecho de que, habiéndose encarnado el Hijo de Dios para desterrar a los espíritus inmundos y habiendo dado también a los hombres el poder de destruir esos malos espíritus, despojándoles de su botín, que es la señal ordinaria de los vencedores, algunos invoquen en su favor la ayuda y la defensa del poder diabólico, cuando precisamente los demonios son arrojados por el dedo de Dios o, como dice Mateo, con el Espíritu de Dios (12,28)» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,91-92).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Gálatas 3,7-14
a) Pablo recurre al ejemplo de Abrahán, que pueden entender muy bien sus interlocutores de Galacia. Los judaizantes se sentían orgullosos de ser hijos de Abrahán. Pablo revuelve el argumento a favor de su evangelio, el de Jesús.
Abrahán recibió de Dios una misión universalista: "previendo que Dios aceptaría a los gentiles por la fe, le dijo a Abrahán: por ti serán benditas todas las naciones". Parece que los judíos han olvidado este universalismo que era rasgo de su identidad ya desde el principio.
Lo mejor de Abrahán fue su fe. Para Pablo, la ley del AT no salva a nadie -la llama "maldición" varias veces- si se entiende meramente como un cumplimiento de leyes y de obras. Incluso los que se salvaron antes de Cristo, se salvaron por su fe, no por sus obras. Y desde la venida de Cristo, mucho más.
b) El dilema, para Pablo es: apoyarnos en nuestros propios méritos o en la bondad de Dios, centrar nuestra espiritualidad en las obras cumplidas o en nuestra apertura a la gracia de Dios. Un dilema que puede ser de actualidad en nuestra vida.
La fe de Abrahán es modélica. Era pagano cuando fue llamado a una misión que no acababa de entender. Pero se fió totalmente de Dios y emprendió su peregrinación. Eso es lo que le hace modelo de los creyentes. Dios no le eligió por sus obras, sus méritos anteriores. Dios actúa con gratuidad. Pero él creyó en Dios.
A nosotros también nos pide una fe absoluta en su Hijo Jesús, una fe que ciertamente comportará obras de fe y una conducta coherente: pero no es la conducta la que nos salva, sino la gracia de Cristo. No llevamos contabilidad de las cosas buenas que estamos haciendo por Dios. ¿Lleva contabilidad un padre o una madre por lo que hace por la familia? ¿pasa factura un amigo por un favor que ha hecho? A nosotros no nos salvará "la ley" que hemos cumplido, aunque seguramente la hemos cumplido, y con amor, sino la gratuita generosidad de Dios.
Tampoco nos salvará el pertenecer "a la raza de Abrahán": para nosotros, el formar parte de la Iglesia, o de una familia cristiana, o de una comunidad religiosa. Es la respuesta de cada uno ante el amor y la gracia de Dios la que decidirá. Son "hijos de Abrahán", no los que provienen de él por lazos de raza, sino los que le imitan en su actitud de fe.
2. Lucas 11,15-26
a) La oposición contra Jesús, por parte de sus enemigos, llegó a extremos curiosos: "algunos dijeron: si echa los demonios, es por arte de Belcebú, el príncipe de los demonios". ¿Cómo se puede luchar contra el demonio precisamente en nombre del demonio?
Jesús responde con ironía, preguntando si es que había guerra civil en los dominios de Satanás, y también, en nombre de quién echaban los demonios los que en Israel ejercían el ministerio de exorcistas, que también los había. Lo que pasaba es que los enemigos de Jesús no querían llegar a la conclusión que hubiera sido la más lógica: "el Reino de Dios ha llegado a vosotros".
Pero también nos avisa de que puede haber recaídas en el mal y en la posesión diabólica: "cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, vuelve con siete espíritus peores y el final resulta peor que el principio".
b) Todos estamos implicados en la lucha entre el bien y el mal. El mal -el Malo- sigue existiendo y nos obliga a no permanecer neutrales, sino a posicionarnos en su contra, junto a Cristo.
Al leer cómo Jesús libera a los posesos y cura a los enfermos, estamos convencidos de que "el Reino de Dios ya ha llegado a nosotros", que su fuerza salvadora ya está actuando.
A nosotros no se nos ocurrirán las excusas ridículas de los que no querían aceptar a Jesús.
Pero sí podemos caer en una actitud de pereza o de miedo, o bien no ser conscientes de que en efecto existe el mal, dentro de nosotros y en el mundo y en la Iglesia.
Jesús es "el más fuerte" que ha vencido al poder del mal, en su Pascua, y ahora nos invita a que nos unamos a él en esa lucha: "el que no está conmigo, está contra mí". No podemos ser meros espectadores en la gran batalla.
También haremos bien en escuchar su advertencia: no estamos seguros de haber vencido al mal y al pecado. Puede venir ese espíritu maligno "con otros siete espíritus peores" y "meterse a vivir" en nosotros. Lo que sería una ruina peor. La llamada a la vigilancia es evidente. Cada uno sabe qué demonios le pueden tentar desde dentro y desde fuera. Haremos bien en decir humildemente, con el Padrenuestro, "no nos dejes caer en la tentación".
Cuando comulgamos, se nos invita a participar de Cristo Jesús, que es "el que quita el pecado del mundo". La Eucaristía es la mejor fuerza que Dios nos da en la lucha contra el mal.
"Hijos de Abrahán son los hombres de fe" (1a lectura II)
"El que no está conmigo, está contra mí" (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Gálatas 3,7-14
Inmediatamente antes de las cosas que dice aquí, Pablo ha recordado a los gálatas que el hecho de habercreído en Dios, por parte de Abrahán, «le fue tenido en cuenta para alcanzar la salvación» (3,6). Es el pasaje de Gn 13,6 el que, a modo de fundamento de la fe israelita, se recuerda tanto aquí como en Rom 4,3. En efecto, Abrahán es «padre en la fe» precisamente porque aceptó peregrinar con Dios fiándose por completo y exclusivamente de su palabra; de este modo, se convirtió en instrumento de la bendición de Dios no sólo para su pueblo, sino para todas las naciones (v. 8). Está claro, por consiguiente, que todos aquellos que, como los gálatas, se llaman «hijos de Abrahán» (v. 7) deberían fundamentar como él su propia vida únicamente en la fe en Dios; por tanto, en su Palabra escuchada y vivida.
Con el rigor de quien conoce a fondo la Escritura, Pablo no tiene miedo de remachar que serán malditos aquellos que piensen salvarse comprometiéndose de una manera voluntarista en la observancia de la Ley (cf. Dt 27,26). Ahora bien, la maldición no tiene lugar a buen seguro por el hecho de querer hacer cosas positivas y santas, escritas en la Ley y queridas por Dios, sino solamente por buscar realizarlas de modo autónomo, como si el Señor estuviera al margen de nuestra existencia, como un frío espectador y juez remunerador.
De hecho, como dice Pablo en Rom 7,7ss, nos descubrimos incapaces por nosotros mismos de realizar el bien al advertir la profunda divergencia que media entre nuestras aspiraciones y nuestras insuficientes posibilidades para darles cumplimiento. Y no sólo en el sentido más pleno, el que leíamos ya en el profeta Habacuc (2,4), confirmado aquí y presentado por Pablo en Rom 1,17: el hombre justo vivirá en virtud de la fe (cf v. 11), es decir, vivirá santamente sus días por haberse fiado plenamente de un Dios que es «autor y perfeccionador» de su fe (Heb 12,2).
En los vv. 13ss, Pablo profundiza ulteriormente en su argumentación, tocando la ardiente profundidad del misterio cristiano. Cristo nos ha liberado de la maldición que supone vivir el clima opresor de la sola Ley, tomando sobre sí, en la cruz, la maldición del pecado. En otro lugar dirá Pablo que Jesús, la inocencia infinita, se hizo pecado por nosotros (cf. 2 Cor 5,21). Nos amó verdaderamente hasta ese punto, abriendo las puertas de par en par a todas las naciones a la antigua bendición de Abrahán y a la promesa del Espíritu.
Evangelio: Lucas 11,15-26
Lucas nos hace entrar aquí en el encarnizamiento contra Jesús no sólo por parte de sus enemigos, sino también del Adversario por excelencia: Satanás, llamado aquí con un término de origen sirofenicio, Belzebú (Beelzebul significa «el señor del monte», mientras que la acepción de Beelzebub significaría «rey de las moscas»). El hecho del que parte toda la argumentación es la expulsión del demonio llevada a cabo por Jesús. De modo malicioso, sus adversarios insinúan la idea de que Jesús habría obtenido el poder de curar del mismo jefe de los demonios. Otros, agudizando la fricción, pretenden que realice un milagro como «señal del cielo» (v 16) para confirmar su pertenencia a Dios. Es la acostumbrada trampa-tentación en la que, totalmente ofuscados, quisieran coger a Jesús: al margen de todo itinerario de fe auténtica.
«Sabiendo lo que pensaban» (v. 17), Jesús los desbarata con una lógica inequívoca: ¿cómo podría permitirle Satanás combatir a los demonios a él sometidos? Sería como si quisiera el hundimiento de su mismo reino. Además, si fuera verdadera esta acusación, iría también contra los exorcistas judíos, porque -dice Jesús con ironía- quizás expulsarían a los demonios con la ayuda de su propio jefe. Pero la apretada argumentación del Señor encuentra su baricentro cuando advierte a los interlocutores que, si él expulsa a los demonios con el poder de Dios («dedo» significa «poder»: cf. Sal 8,13), eso quiere decir que su presencia equivale a la presencia del Reino en medio de ellos (cf. 11, 17-26).
Viene a continuación la pequeña parábola del hombre fuerte y del otro más fuerte, donde se pone de manifiesto la victoria de Cristo sobre Satanás. Quien no le reconoce y se pone de su lado, se pone en contra. Y es que, respecto a Jesús, no hay sitio para la neutralidad. O estás con él y recoges para la vida eterna, o estás contra él y desparramas todos los verdaderos bienes.
Aparece, por último, una llamada a la vigilancia. Satanás no es alguien que encuentre reposo dándose por vencido, sino que allí donde ve la casa «barrida y adornada» (v. 24), esto es, a una persona decidida a seguir a Jesús, lanza un ataque total (expresado por el número siete: v 26), porque, por envidia (cf. Sab 2,24), le apremia la ruina del hombre.
MEDITATIO
Hay una reviviscencia de lo demoníaco en nuestra realidad sociocultural. En ciertos ambientes se habla de esto cultivando miedos inútiles, en otros se tiende a ridiculizar el tema. Hay también grupos que realizan incluso prácticas satánicas. Nuestra certeza es que con el «dedo de Dios» (Lc 11,20), es decir, con el poder del Altísimo, Jesús, vivo en la Palabra y en las realidades sacramentales de la Iglesia, sigue saliendo vencedor sobre el maligno. Por consiguiente, quien de manera decidida está de su parte y vive con él, nada tiene que temer.
Con todo, es preciso salir de toda mentalidad ambigua, porque o estás con él o contra él. Satanás está «bien armado», pero Dios es mucho «más fuerte» que él, con todas las consecuencias que ello implica (Lc 11,23). «Como león rugiente anda rondando, buscando a quién devorar» (1 Pe 5,8), pero sigue siendo siempre una criatura a la que el «dedo de Dios» somete y destroza como una pajuela. Belzebú es el desesperado por excelencia, que «anda por lugares áridos» y no encuentra paz (Lc 11,24), de ahí que su estrategia de «mono de Dios» -como le llamaban los Padres antiguos- sea hacerse semejante a él. Dios hace al hombre semejante a su ser amor y alegría; Satanás, si no consigue hacernos desesperados como él, pone todos los medios para conseguir echarnos al menos en el desánimo. En virtud de la muerte y resurrección de Jesús, ha perdido la guerra, pero es en este tipo de batallas donde todavía puede vencer. En consecuencia, hemos de estar atentos a la casa de nuestro corazón. Aunque esté «barrida y adornada», Satanás la asedia continuamente con sus ejércitos. Las armas para resistirle son la fe y la oración en la que se expresa la fe.
Creer que Jesús ha aceptado ser «por nosotros maldición, pues dice la Escritura: Maldito todo el que cuelga de un madero» (Gal 3,13) es pedir la gracia de ser fortificados y salvados por él: ésa es nuestra certeza. «El príncipe de este mundo [uno de los nombres de Satanás] va a ser arrojado fuera. Y yo [ha dicho Jesús], una vez que haya sido elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). En consecuencia, es mirándole a él, crucificado y resucitado, con confiados ojos de fe, como se abren horizontes de paz para nosotros, bendecidos por Dios (Gal 3,9). Por el contrario, el conjunto de nuestras obras no vivificadas ni dinamizadas por el Espíritu mediante la fe se convierte en terreno propicio para las artes del maligno.
ORATIO
Señor Jesús, que mi fe en ti sea, por gracia del Espíritu Santo, un fiarme de ti en el abandono más total. Haz que te elija a ti en todos los instantes de mi jornada: a ti y al «dedo de Dios», o sea, el poder del Altísimo con el que obras. No permitas que me detenga en lo que no eres tú y tu Reino. No permitas tampoco, Señor, que me quede a veces en zonas de neutralidad respecto a ti, en connivencia, en cierto modo, con lo que es astucia de seguridades mundanas y, por tanto, terreno del maligno: pretensión de salvarme exclusivamente con mis fuerzas.
Tú, que me dices repetidamente: «No temas, yo estoy contigo», concédeme mirar a la cara, con lúcida conciencia, a las tentaciones del maligno, especialmente cuando me sugiere que exija «signos» de lo alto. Y concédeme también caminar sólo contigo: no con la pretensión de hacer por mí mismo el bien, ni tampoco con la demanda de «signos» milagrosos de tu bondad. Creer que tú me amaste primero: que esto baste para mi paz. Amén.
CONTEMPLATIO
Ante todo, acostúmbrate a expulsar al maligno con la fuerza de la oración, como con tu primer y verdadero bien, y fija en ella toda la atención de tu mente. Con la oración, mientras reposa el cuerpo del que ora, son vencidos los furiosos principados y potestades del aire: con ella se superan las tentaciones; con ella se alejan los pensamientos molestos como moscas fastidiosísimas; con ella huyen las densas tinieblas y resplandece en la mente la luz invisible; con ella escruta el ojo del corazón, todavía velado por la pesadez carnal, las cosas de Dios; con ella contempla el espíritu humano, en la medida en que ello es posible al hombre, al mismo Espíritu no creado y creador de todo (Pedro el Venerable, Elogio de la vita solitaria, Magnano 1999, p. 29).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Contigo, Jesús, contigo venceré al mal».
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Vivir la vida cristiana significa vivir en el mundo sin ser del mundo. Es en la soledad donde esta libertad interior puede crecer y desarrollarse. Jesús se marchó a un lugar solitario para orar, es decir, para hacer crecer en él la conciencia de que todo el poder que poseía le había sido conferido; de que todas las palabras que profería venían de su Padre, y de que todas las obras que realizaba no eran realmente suyas, sino obras de aquel que le había enviado. En aquel lugar donde reinaba la soledad, Jesús fue dejado libre de fracasar.
Una vida que no conozca un ámbito de soledad —es decir, una vida privada de un centro de quietud— se vuelve fácilmente presa de dinámicas destructivas. Cuando nos aferramos a los resultados de nuestras acciones convirtiéndolos en nuestro único medio de autoidentificación, nos volvemos posesivos, proclives a mantenernos a la defensiva, a considerar a nuestro prójimo más como un enemigo al que debemos mantener a distancia que como un amigo con el que compartir los dones de la vida.
En la soledad, en cambio, vamos adquiriendo gradualmente la capacidad de desenmascarar la naturaleza ilusoria de nuestro carácter posesivo y de descubrir, en lo hondo de nuestro ser, que no somos algo que podamos conquistar, sino algo que nos ha sido dado. En la soledad podemos escuchar la voz de aquel que nos habló antes de que nosotros pudiéramos proferir una sola palabra, que nos sanó antes de que nosotros pudiéramos hacer un solo gesto de ayuda a los otros, que nos liberó mucho antes de que nosotros estuviéramos en condiciones de liberar a otros, que nos amó mucho antes de que nosotros pudiéramos amar a cualquier otro. En esta soledad es donde descubrimos que ser es más importante que tener, y que nuestro valor consiste en algo más importante que los meros resultados de nuestros esfuerzos. En la soledad descubrimos que nuestra vida no es una obsesión que debamos defender, sino un don para compartir [...], que el amor que consigamos expresar forma parte de un amor más grande (H. J. M. Nouwen, Forza dalla solitudine, Brescia 1998, pp. 19-21).