Viernes XXV Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 19 septiembre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Qo 3, 1-11: Todas las tareas bajo el cielo tienen su momento
Sal 143, 1a y 2abc. 3-4: Bendito el Señor, mi Roca
Lc 9, 18-22: Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Eclesiástico 3,1-11: Todo tiene su momento, pero es un momento lleno de vaciedad. Aquí nos viene bien reflexionar sobre el principio y fundamento de los Ejercicios de San Ignacio de Loyola:
«El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salva el alma. Y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que fue creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayudan para su fin y tanto debe quitarse de ellas cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y que no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce hacia el fin para el que somos creados».
–Fuera del Señor todo es vacío, por eso cantamos con el Salmo 143: «Bendito el Señor, mi Roca, mi bienhechor, mi alcázar, baluarte donde me pongo a salvo, mi escudo y mi refugio. Señor, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿Qué los hijos de Adán para que te fijes en ellos? El hombre es igual que un soplo, sus días una sombra que pasa». Tener fe para buscar primero el Reino de Dios y su justicia. Todo lo demás vendrá después.
–Lucas 9,18-22: Tú eres el Mesías de Dios. Pedro responde así a Cristo, que les pregunta acerca de su persona, y habla en nombre de todos los apóstoles. La opinión de las masas tiene su interés. Dice San Ambrosio:
«Aunque los demás apóstoles lo conocen, sin embargo, Pedro responde por los demás: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»... Cree, pues, de la manera en que ha creído Pedro a fin de ser feliz tú también, para oír tú también: «no ha sido la carne ni la sangre la que te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos». Efectivamente, la carne y la sangre no pueden revelar más que lo terreno; por el contrario, el que habla de los misterios en espíritu no se apoya sobre las enseñanzas de la carne ni de la sangre, sino sobre la inspiración divina... El que ha vencido a la carne es un fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar a Pedro, al menos puede imitarlo. Pues los dones de Dios son grandes: no solo ha restaurado lo que era nuestro, sino que nos ha concedido lo que era suyo (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VI,93-95).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Qohelet 3,1-11
a) Hoy leemos otra famosa página del Qohelet, el Predicador o Eclesiastés: "todo tiene su tiempo y su momento".
El sabio enumera catorce binomios opuestos, tomados de la vida, -tiempo de nacer y tiempo de morir, de plantar y recoger, de callar y de hablar, de guerra y de paz...- para indicarnos que debemos saber en cada momento lo que toca hacer, con sensatez. No son disyuntivas, sino situaciones complementarias, pero que cada una tiene su tiempo adecuado.
Vuelve a insistir en la visión escéptica: "¿qué saca el obrero de sus fatigas". Es tal la hermosura de lo creado y lo ha hecho tan bien Dios, "y a su tiempo", que no vale la pena esforzarse demasiado, porque "el hombre no abarca las obras que hizo Dios".
b) La sabiduría de un cristiano está hecha, sobre todo, de la Palabra de Cristo en el evangelio. Pero también puede beber sensatez y sentido común en las páginas de los sabios del AT, que no nos presentan altas teologías, pero sí la sensibilidad de un creyente que mira a Dios y a la vez tiene los pies bien puestos en el suelo.
Si supiéramos discernir, por ejemplo, cuándo es tiempo de llorar o de reír, de guardar o de arrojar, de destruir o de construir, nos irían bastante mejor las cosas en las opciones personales y en las comunitarias. Cada cosa tiene su tiempo, y nuestros disparates, pequeños o grandes, los solemos hacer porque no distinguimos estos tiempos.
No nos tendríamos que tomar tan en serio a nosotros mismos. Seríamos más felices si miráramos con humor lo que hacemos, sin subirnos a la altura cuando nos sale bien ni hundirnos cuando fracasamos. Lo cual no es una invitación al fatalismo o a no trabajar, sino a trabajar con más serenidad interior y exterior. Sin asustarnos de casi nada.
Santa Teresa, que tenía sentido común, supo expresar sabiamente esta disponibilidad serena ante lo que nos depare la vida: "cuando penitencia, penitencia; cuando perdices, perdices".
De nuevo se apunta en el salmo que lo único sólido es Dios: "bendito el Señor, mi Roca, baluarte donde me pongo a salvo, mi escudo y mi refugio". Mientras que "el hombre es igual que un soplo; sus días, una sombra que pasa".
2. Lucas 9,18-22
a) Ayer el interesado por saber quién era Jesús fue Herodes. Hoy la pregunta se la hace Jesús mismo a los suyos.
Primero, "¿quién dice la gente que soy yo?". La respuesta es la misma de ayer: Elías, o Juan, o un profeta. Pero en seguida Jesús les interpela directamente: "y vosotros, ¿quién decís que soy yo?". La respuesta viene, cómo no, de labios de Pedro, el más decidido del grupo: "El Mesías de Dios".
Mesías es palabra hebrea. En griego se dice Christós. En castellano, Ungido. Jesús es el Ungido de Dios, o sea, aquél sobre quien Dios ha enviado su Espíritu, ungiéndole con su fuerza, para que lleve a cabo una misión.
El breve diálogo termina con el anuncio de su muerte y resurrección, aunque aquí Lucas no nos diga qué clase de reacción hubo en los apóstoles ante este anuncio tan inesperado.
Esta vez Jesús se da a sí mismo el nombre de "Hijo del Hombre", que viene de aquella visión de Daniel. Este profeta, delante del Anciano sentado en el trono, rodeado por miríadas y miríadas de ángeles, vio venir "entre las nubes del cielo como un Hijo de Hombre" (Dn 7, 13), uno con apariencia de hombre, pero que claramente supera esta condición, porque Dios le da todo poder e imperio para siempre.
b) La pregunta se nos repite periódicamente a nosotros, y no es superflua: ¿quién es Jesús para nosotros? Claro que "sabemos" ya quién es Jesús. No sólo creemos en él como el Hijo de Dios y Salvador de la humanidad, sino que le queremos seguir con fidelidad en la vida de cada día.
Pero tenemos que refrescar con frecuencia esta convicción, pensando si de veras nuestra vida está orientada hacia él, si le aceptamos, no sólo en lo que tiene de maestro y médico milagroso, sino también como el Mesías que va a la cruz, que es lo que él añade a la confesión de Pedro. Esto último es lo que más les costaba a los apóstoles aceptar en su seguimiento de Jesús, porque el mesianismo que ellos tenían en la cabeza era más bien triunfalista y sociopolítico.
¿Quién es Jesús para mi ahora, en esta etapa concreta de la vida que estoy viviendo?
Porque puede haber una evolución -muchas voces saludable- en mi comprensión de la figura de Jesús. A no ser que me haya hecho una imagen a mi medida, con selección de aspectos del evangelio, en vez del Jesús auténtico, con la cruz incluida. Por ejemplo, el Jesús con quien comulgamos en cada Eucaristía es el "Cuerpo entregado por...": y debemos ir asimilando a lo largo de la jornada esa misma actitud de entrega nuestra por los demás.
La pregunta puede completarse en dirección a nuestro apostolado con los demás: en la catequesis, en la predicación, en la reflexión teológica, ¿a qué Jesús anuncio yo? ¿al Jesús del evangelio, o al que nos "gusta" porque lo presentamos más cómodo y según la tendencia ideológica de turno? La Buena Noticia no nos la inventamos. Nos viene de Cristo, consoladora y exigente al mismo tiempo.
"Ánimo, pueblo, que yo estoy con vosotros" (1ª lectura I)
"El hombre es igual que un soplo, sus días, una sombra que pasa" (salmo II)
"Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Eclesiastés 3,1-11
Qohélet está particularmente impresionado por el misterio del tiempo. Cada cosa tiene su duración y todo tiene su momento; todo sucede en el tiempo fijado, para cada cosa hay un momento oportuno. ¿Pero cómo conocer estos tiempos oportunos y cómo garantizárnoslos? Parece ser que el hombre no puede intervenir en el engranaje del tiempo. Este último tiene sus ritmos. En el fondo, la vida es sencilla, está hecha de unas cuantas actitudes básicas que continuamente se repiten: nacer y morir, amar y odiar, sufrir y gozar, unirse y separarse, callar y hablar, salvar y destruir, y otras así. El hombre, con todos sus afanes y sus deseos, está encerrado dentro de estos elementos, combinados de diferentes modos. La vida humana está como dentro de un círculo que el hombre no consigue romper.
Ciertamente, habrá un sentido («Todo lo hizo hermoso a su tiempo»), pero el hombre no lo comprende. Dios ha puesto en el hombre la exigencia del conjunto y la necesidad de interrogarse sobre la existencia más allá de cada momento particular. Sin embargo, es una necesidad que queda insatisfecha. El hombre -apenas sale de cada momento- advierte la contradicción. El presente no siempre corresponde al pasado. En efecto, a un pasado de justicia puede sucederle un presente de fracaso, y viceversa. El hombre anticipa el futuro, lo sueña y desearía alcanzarlo, pero le huye. Saliendo de él de vez en cuando y conectando el presente con el pasado, el hombre descubre que las cuentas no salen. ¿La conclusión? No nos queda más que fiarnos de Dios (en esto consiste el temor de Dios, según Qohélet), aunque es una medida de prudente sabiduría no perder el presente, el único tiempo que posee el hombre.
Evangelio: Lucas 9,18-22
Lucas vuelve al tema del evangelio de ayer. La pregunta es la misma. Sin embargo, ahora es el propio Jesús quien la dirige a sus discípulos. ¿Quién es Jesús? La respuesta de la gente es múltiple: en ellas se manifiesta la conciencia de un cierto «misterio», pero no van más allá de los esquemas religiosos comunes. Tampoco la respuesta de los discípulos es completa: por lo menos, puede ser entendida mal, y por eso Jesús «les prohibió terminantemente que se lo dijeran a nadie» (v. 21). No basta, en efecto, con reconocer que Jesús es el Mesías. ¿Qué Mesías? Es la cruz lo que suprime todos los malos entendidos. Estamos aquí en el centro de la fe: creer en un Mesías que será crucificado. El «es necesario» del texto es muy significativo: la cruz no es un incidente; es algo querido, forma parte del plan de Dios. Esta es la novedad inesperada, escandalosa para muchos. La presencia de Dios se manifiesta en el camino de la cruz, es decir, en la entrega de sí mismo, en el rechazo de toda imposición, en el amor que acepta ser contradicho y aparentemente derrotado. A buen seguro, si el don de sí mismo siguiera siendo inútil y quedara derrotado, no podría ser en modo alguno el signo de Dios; lo es, no obstante, porque el camino de la cruz conduce a la resurrección. Es precisamente en la entrega de sí mismo, que no se echa atrás ni siquiera frente a la muerte, donde está encerrada la victoria de Dios.
MEDITATIO
Qohélet prosigue su reflexión sobre la vanidad de las cosas aplicándola a la vanidad del hacer. Con la suerte de los hombres pasa como con los columpios: unas veces está arriba y otras abajo, un día se encuentra en la prosperidad y al siguiente en la desventura. Un día, exaltado; al otro, olvidado. Las pantallas de la televisión son el gran escenario de este tipo de vanidad: personajes aplaudidos y envidiados se ven echados al fango de un momento a otro. Los rostros aparecen y desaparecen. Los nuevos rostros hacen olvidar, y olvidan de buena gana, a los rostros viejos, que, probablemente, les han preparado el camino. De vez en cuando se oye que ha muerto algún personaje importante: uno o dos minutos de «conmovida» conmemoración y, a continuación, prosigue el espectáculo. El que asiste se pregunta si valía la pena aparecer tanto para desaparecer después con tanta rapidez. El circo de los medios de comunicación necesita mitos para exaltar y para olvidar: personajes siempre nuevos e interesantes, que respondan a los gustos del momento, y necesita cambiarlos cuando los gustos cambien. La movilidad del sentir marca asimismo la movilidad de la fortuna del que acaricia este sentir. Al volver a ver fragmentos evocadores del pasado, caemos en la cuenta de la falta de sentido del ridículo de muchos ídolos que habíamos admirado. Así ocurre con los otros, así ocurre conmigo, con mis actitudes y con mis poses del pasado. Sólo espero que, el día del juicio, no se me condene a volver a ver la película de mi vida, con mis vanidades y mi autocomplacencia.
Efectivamente, es bueno reflexionar sobre la fragilidad y fugacidad de las vicisitudes humanas, para aproximarnos un poco a la sabiduría del corazón.
ORATIO
Así las cosas, ¿vale la pena vivir, Señor, si, después, todo se resuelve en una pompa de jabón? Es ésta una pregunta que aflora algunas veces también en nosotros los creyentes, probablemente tentados a precipitarnos sobre las buenas ocasiones, a fin de arrancarle a esta breve vida lo poco que puede dar. Pero tú me indicas hoy una roca segura a la que puedo aferrarme, la roca del «Cristo de Dios», continuamente proclamada por Pedro en medio de las oleadas del tiempo, de las modas, de los pensamientos, de la variedad de las vicisitudes humanas. La suerte y la fortuna de la vida pueden cambiar, pero tu Hijo sigue siendo «el Cristo de Dios» y mirándole, puedo estar seguro de que vale la pena vivir. El es tu espejo, imagen del Dios invisible, punto de la eternidad plantado en el tiempo. El me habla siempre de tu amor, la medicina que cura las heridas y los insultos del tiempo.
Imprime en mi corazón la misma profesión de fe de Pedro, a fin de vencer mis ansias y mis miedos. Haz atento mi corazón al sonido y a la música del amor que canta continuamente, para no dejarme envolver por el inexorable fluir y por el imprevisible transcurrir de todas las cosas.
CONTEMPLATIO
Gran cosa es el amor; bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo pesado y lleva con igualdad todo lo desigual.
Pues lleva la carga sin carga y hace dulce y sabroso todo lo amargo.
El amor noble de Jesús nos impulsa a hacer grandes cosas y nos mueve a desear siempre lo más perfecto.
El amor quiere estar arriba y no ser detenido de ninguna cosa baja.
El amor quiere ser libre y ajeno a toda afición mundana, por que no se impida su vida interior ni se embarace en ocupaciones de provecho temporal o caiga por algún daño.
Nada hay más dulce que el amor, nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho, nada más alegre, nada más cabal ni mejor en el cielo ni en la tierra, porque el amor nació de Dios y no puede aquietarse con todo lo creado, sino con el mismo Dios.
El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no detenido.
Todo lo da por todo, y todo lo tiene en todo, porque descansa en un sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien. No mira a los dones, sino que se vuelve al Dador sobre todos los bienes.
El amor muchas veces no guarda modo, mas se enardece sobre todo modo.
El amor no siente la carga ni hace caso de los trabajos; desea más de lo que puede, no se queja de que le manden lo imposible, porque cree que todo lo puede y le conviene.
Para todo, pues, sirve, y muchas cosas cumple y pone por obra, en las cuales el que no ama desfallece y cae.
El amor siempre vela, y durmiendo no se duerme; fatigado, no se cansa; angustiado, no se angustia; espantado, no se espanta, sino como viva llama y ardiente antorcha, sube a lo alto y se remonta con seguridad (Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, III, 5, San Pablo, Madrid 1997, pp. 136-138).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Te bendigo, Señor, por el tiempo de tu gracia» (de la liturgia).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Señor, a cada uno de nosotros puede pasarle que no vea con claridad, que deje de sentir la seguridad de una referencia, porque todos los valores que nos rodean vacilan y pierden consistencia.
Señor, si un día todo me parece insensato, si ya no sé dónde echar la cabeza, a quién escuchar y dónde encontrar apoyo, dame la fuerza de dirigirme a ti como por un instinto visceral. A mi alrededor todo es misterio, y yo mismo lo soy en primer lugar. Pero tu misterio, Señor, es tan grande como satisfactorio en todas sus dimensiones. Lo que tú me ofreces supera por completo lo que los hombres pueden ofrecerme con sus ideologías, sus gnosis, sus sincretismos. Además, creer no supone comprenderlo todo: tu amor, tu perdón, tu mensaje, tu pasión, tu muerte, tu vida.
Todo puede desaparecer; basta con que tú permanezcas. Sólo tú das sentido a todo y, en primer lugar, a mí mismo. Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Y sé que es verdad porque lo he visto en tu vida y en la vida de los que viven de la tuya. Sin ti, yo no existiría. Que yo esté contigo, en ti (R. Latourelle, «L"infinito di senso, Gesú Cristo», en La cosa piú importante per la Chiesa del 2000, Bolonia 1999, pp. 37ss).