Miércoles XXIV Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 12 septiembre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 Co 12, 31—13, 13: Quedan la fe, la esperanza, el amor; pero la más grande es el amor
Sal 32, 2-22: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
Lc 7, 31-35: Tocamos y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Corintios 12,31-13,13: La mayor de todas es el amor. El gran himno de la caridad. La lección esencial de este pasaje consiste en la manera en que San Pablo supera todas las definiciones humanas del amor, comprendidas también aquéllas que están más espiritualizadas y hasta las que son más heroicas.
Si San Pablo canta un amor tan distinto de los comportamientos humanos y que, sin embargo, es un acto humano, es porque nuestra conducta no se apoya en un catálogo de actos o en una obligación meramente legal, sino en la presencia activa de Jesucristo en nosotros, con todo lo que esto supone en el cumplimiento de su amor. Comenta San Agustín:
«Quien abandona la unidad, viola la caridad, y quien viola la caridad, tenga lo que tenga, es nada. Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, aunque conozca todos los misterios, aunque tenga toda la fe hasta transplantar los montes... si no tiene caridad nada es y de nada le vale. Inútilmente posee cuanto posee, quien carece de aquella única cosa que hace útil todo lo demás. Abracémonos, pues, a la caridad, esforcémonos en guardar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz» (Sermón 88,21).
San Gregorio Magno enseña:
«El amor es paciente, porque lleva con ecuanimidad los males que le infligen. Es benigno porque devuelve bienes por males. No es envidioso porque como no apetece nada en este mundo, no sabe lo que es envidiar las prosperidades terrenas. No obra con soberbia, porque anhela con ansiedad el premio de la retribución interior y no se exalta por los bienes exteriores. No se jacta, porque solo se dilata por el amor de Dios y del prójimo e ignora cuanto se aparta de la rectitud. No es ambicioso, porque, mientras con todo su ardor anda solícito de sus propios asuntos internos no sale fuera de sí para desear los bienes ajenos. No busca lo suyo, porque desprecia como ajenas cuantas cosas posee transitoriamente aquí abajo, ya que no reconoce como propio más que lo permanente.
«No se irrita, y, aunque las injurias vengan a provocarle, no se deja conmover por la venganza, ya que por pesados que sean los trabajos de aquí, espera para después premios mayores. No toma en cuenta el mal, porque ha afincado su pensamiento en el amor de la pureza, y mientras que ha arrancado de raíz todo odio, es incapaz de alimentar en su corazón ninguna aversión. No se alegra por la injusticia, ya que no alimenta hacia todos sino afecto y no disfruta con la ruina de su adversarios. Se complace con la verdad, porque amando a los demás como a sí mismo, cuanto encuentra de bueno en ellos le agrada como si se tratara de un aumento de su propio provecho» (Morales sobre el libro de Job 10,7,8,10).
–«Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad». Así cantamos con el Salmo 32. «Demos gracias a Dios con la cítara. Toquemos en su honor con el arpa de diez cuerdas, cantémosle un cántico nuevo acompañando los vítores con bordones. Él nos ha enseñado el camino recto del amor. La palabra del Señor es sincera y todas sus acciones son leales. Él ama la justicia y el derecho y su misericordia llena la tierra. Somos pueblo del Señor. Él nos rescató de la esclavitud. Su misericordia es eterna».
–Lucas 7, 31-35: Cristo se duele de la incredulidad del pueblo. No creyó ni en Juan Bautista ni en Él. Se escandalizan de Él. Comenta San Ambrosio:
«Aunque no es incongruente con el carácter de los niños que, no teniendo aún la sabia gravedad de la edad madura, agitan y mueven su cuerpo a la ligera, sin embargo, pienso que se puede entender esto en un sentido más profundo: es que los judíos no han creído primero en los Salmos, ni luego en las lamentaciones de los profetas: los Salmos invitaban a las promesas, las lamentaciones los apartaban de los errores... Toma tú la cítara, a fin de que tocado por el plectro (o palillo) del Espíritu, la cuerda de tus fibras interiores den el sonido de la buena obra. Toma el arpa, a fin de que produzca el acorde armoniosos de vuestras palabras y vuestros actos. Coge el tamborín, para que el espíritu haga cantar interiormente el instrumento de tu cuerpo y que el ejercicio de tu actividad traduzca la amable dulzura de nuestras costumbres» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. VI, 5-10).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: 1 Corintios 12,31-13,13
En el centro de los capítulos dedicados a la relación entre carismas y ministerios, Pablo pone el llamado «Himno al amor», una de las páginas más bellas de sus cartas y, tal vez, también de todo el Nuevo Testamento. El apóstol, en primer lugar, lleva buen cuidado en presentar el amor como el carisma más grande, como el camino mejor, como el que supera a todos. Por consiguiente, está claro que el «Himno al amor» no es para Pablo un puro desahogo espiritual y evasivo, sino que quiere que sea considerado en lo concreto de una vida cristiana, individual y comunitaria, que necesita un centro, además de un fundamento. Pablo recomienda a los primeros cristianos que aprendan a amar como Dios ama: por los mismos motivos, con la misma intensidad, de un modo lineal e incondicionado, con una carga afectiva inagotable. En segundo lugar, el apóstol deja entender que los cristianos deben amar como Cristo ama: con la disponibilidad total de sí mismos, con una plena apertura a los otros, con el deseo de ca-minar juntos. Por último, Pablo demuestra que, por su propia naturaleza, el amor cristiano -cuyo nombre es más exactamente «caridad»- está ligado indisoluble-mente a la fe y a la esperanza (con ellas forma una tría-da de fundamental importancia: las llamadas «virtudes teologales»), pero, comparada con ellas, la caridad es netamente superior, precisamente por su origen divino, por su participación cristológica y por su destino comunitario.
Evangelio: Lucas 7,31-35
Tras haber comparado a Jesús con el profeta Elías, ahora Lucas lo considera en relación con Juan el Bautista. Las diferencias entre ambos son evidentes y significativas, pero el objetivo principal del evangelista consiste en dar a conocer el favor con el que el pueblo, tras haber seguido a Juan, acoge ahora a Jesús, y en desmantelar la actitud falaz e incrédula de los fariseos y de los maestros de la Ley. De ahí que sea necesario leer también los vv. 29ss, que preceden a este fragmento evangélico.
Jesús, para censurar a sus contemporáneos, se vale de una comparación que deja entrever su duro juicio. La pregunta del v 31 es, a buen seguro, retórica, y debemos referirla no a todos los contemporáneos de Jesús, sino sólo (cf vv 33ss) a aquellos que no han escuchado al precursor y ahora no quieren prestar oído a la predicación del Nazareno. La comparación presenta a algunos niños obstinados en su negativa a participar tanto en la alegría de las bodas como en la tristeza de los funerales. Semejante obstinación hace pensar en aquella otra con la que algunos judíos rechazaron la Palabra de Dios, personificada en Jesús. No es la diferente actitud de Juan y de Jesús lo que justifica su reacción, sino únicamente su corazón, que se ha vuelto impermeable a toda invitación a la penitencia y a la conversión.
Desde un punto de vista histórico, merecen atención dos expresiones; la primera se refiere a Juan: «Está endemoniado» (v. 33), y la otra a Jesús: «Ahí tenéis a un comilón y a un borracho, amigo de los publicanos y pecadores» (v. 34). Son dos modos un tanto expeditivos, aunque claramente reveladores de una mentalidad cerrada en sí misma y únicamente capaz de condenar sin piedad. La expresión final, relativa a la sabiduría «acreditada por todos los que son sabios» (Mateo escribe: «por sus obras»), nos hace pensar en otra categoría, diametral-mente opuesta, de personas. Se trata de esas que andan a la búsqueda de la verdad, se dejan interpelar por toda predicación auténtica y se abren al Espíritu de Dios, que obra a través de las palabras y las obras de Jesús.
MEDITATIO
Tras haber analizado el «Himno al amor», queremos preguntarnos ahora sobre el valor de las palabras con las que lo introduce Pablo: «Aspirad a los carismas más valiosos. Pero aún os voy a mostrar un camino que supera a todos».
Nos preguntamos: ¿por qué presenta Pablo el amor como «un camino que supera a todos»? En primer lugar, porque contempla a contraluz la caridad con la que Jesús nos amó hasta morir y resucitar. Nos encontramos de nuevo ante el misterio pascual, que, como ya hemos dicho, se halla en el vértice de toda la enseñanza de Pablo en esta carta suya. Se trata, por tanto, de la via crucis, que se vuelve también via lucis para quien, con todas sus fuerzas, se mantiene fiel a las reglas del discipulado y, por consiguiente, a la ley fundamental del amor. También Lucas, discípulo de Pablo, en los Hechos (9,2; 22,4; 24,22), pretendiendo caracterizar con una imagen dinámica el cristianismo como seguimiento de Cristo, lo presenta como «el camino» y no como una doctrina, aunque algunas traducciones van en este sentido. La imagen orienta necesariamente a la realidad, y ésta, según Lucas, puede ser caracterizada como la comunidad de los que han elegido ir por los caminos del mundo para recordar a todos que sólo Cristo Jesús es el camino que hemos de recorrer para llegar a la salvación.
En este marco general podemos comprender con mayor facilidad la carga de significado inserta en la auto-definición de Jesús: «Yo soy el camino», referida por Juan (14,6). De este modo, la reflexión teológica del Nuevo Testamento llega a su cima, sobre todo porque el evangelista Juan deja entender con claridad que Jesús es «el camino» por ser «la verdad y la vida».
ORATIO
¡Oh Señor, libéranos de un corazón endurecido! Así eran los corazones de los fariseos y de los maestros de la Ley, encerrados en su testarudez y en su presunta justicia, cegados por el poder, por la ambición y por el orgullo de no ser segundos de nadie.
¡Oh Señor, abre nuestro corazón a tu luz! Sólo así nuestra inteligencia, activada por un bien superior, des-cubierto pero no experimentado aún, podrá remover los obstáculos que la bloquean en su egoísmo, y nuestra voluntad podrá orientarse hacia ti, sin perder tiempo o sin esconderse detrás de miedos injustificados.
¡Señor, danos un corazón sencillo! Sólo de este modo no se nos comparará con los niños caprichosos que rechazan toda invitación; al contrario, como niños intrépidos podremos aventurarnos en el mundo de tus maravillas, encantados de tu amor misterioso, imposible de catalogar, y de seguir descubriendo siempre cosas nuevas con renovado ardor.
¡Oh Señor, haz que nuestro corazón sea semejante al tuyo! No es, a buen seguro, una pretensión ni siquiera una veleidad lo que te pedimos. Hay en nosotros un vivo deseo de conocer tus pensamientos, de compartir tus proyectos y de andar por tus caminos.
CONTEMPLATIO
El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios. La acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales. No hay duda de qué acequia se trata, pues dice el salmista: El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios. Y el mismo Señor dice en los evangelios: Al que beba del agua que yo le daré, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva, que salta hasta la vida eterna. Y en otro lugar: El que cree en mí, como dice la Escritura, de sus entrañas manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él. Así pues, esta acequia está llena del agua de Dios. Pues, efectivamente, nos hallamos inundados por los dones del Espíritu Santo, y la corriente que rebosa del agua de Dios se derrama sobre nosotros desde aquella fuente de vida. También encontramos ya preparado nuestro alimento.
¿Y de qué alimento se trata? De aquel mediante el cual nos preparamos para la unión con Dios, ya que, mediante la comunión eucarística de su santo cuerpo, tendremos, más adelante, acceso a la unión con su cuerpo santo. Y es lo que el salmo que comentamos da a entender cuando dice: Preparas los trigales, porque este alimento ahora nos salva y nos dispone además para la eternidad.
A nosotros, los renacidos por el sacramento del bautismo, se nos concede un gran gozo, ya que experimentamos en nuestro interior las primicias del Espíritu Santo cuando penetra en nosotros la inteligencia de los misterios, el conocimiento de la profecía, la palabra de sabiduría, la firmeza de la esperanza, los carismas medicinales y el dominio sobre los demonios sometidos. Estos dones nos penetran como llovizna y, recibidos, proliferan en multiplicidad de frutos (Hilario de Poitiers, Comentario al salmo 64, en CSEL 22, 245ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero la más excelente de todas es el amor» (1 Cor 13,13).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Debemos amar a Dios, éste es nuestro «primer deber»... Amarle significa obedecerle: «Quien me ama guardará mi Palabra». Si Dios nos manda, mediante la voz de sus representantes, seguirle en su vida pública y ser obreros evangélicos junto a él, sigámosle en este trabajo, obedezcamos, obedezcamos siempre, e imitémosle en esta vida de evangelización, seamos también en ella pobres, abyectos, recogidos como él, seamos su imagen en todos los aspectos, tan pequeños, tan rebajados como él, «no más grandes que nuestro Maestro». Pero si no se nos llama a la vida del apóstol, entonces abstengámonos bien de darnos a nosotros mismos una vocación que sólo a Dios corresponde conceder, no nos arroguemos sus derechos y estemos atentos a no escogernos, a no enviarnos a nosotros mismos. Permanezcamos entonces juntos allí donde él, con su ejemplo, nos enseña a estar hasta que no seamos llamados a la vida de la evangelización, permanezcamos junto a él en la humilde casa de Nazaret como obreros, artesanos, viviendo con el trabajo de un humilde oficio, pobres, abyectos, despreciados, oscuros, escondidos, recogidos en este retiro, en esta soledad, en este silencio, en esta sepultura que la pobreza tanto ayuda a obtener (Ch. de Foucauld, Opere spirituali: antologia, Milán 1961, pp. 171 ss [edición española: Obras espirituales, San Pablo, Madrid 1998]).