Viernes XIX Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 14 agosto, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Jos 24, 1-13: Tomé a vuestro padre del otro lado del río; os saqué de Egipto; os di una tierra
Sal 135, 1. 3. 16. 18. 21. 22. 24: Porque es eterna su misericordia
Mt 19, 3-12: Por lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres; pero al principio no era así
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Josué 24,1-3: Os saqué de Egipto. Os dí una tierra. El Señor habla al pueblo por boca de Josué y le recuerda las maravillas obradas en su favor.
El relato de la asamblea de Siquem ilustra de forma interesante el contenido de la Alianza, que no se reduce, en primer término, al hecho de Dios que reconoce a su pueblo. Es ante todo, la constitución de un pueblo en torno a una fe común y a un culto común. Israel reconoció a su Dios. Nacionalidad y religión son inseparables en Israel. Todo es comunitario. Dios no quiso la santificación ni la salvación de unos cuantos individuos considerados aisladamente, sino la constitución de un pueblo, de un reino, de una nación, donde se santifiquen y se salven los individuos. Esto en el Antiguo Testamento, en el Nuevo y en la vida de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. De ahí el sentido comunitario de la liturgia que no parte del «yo» sino del «nosotros».‘
–Esto da ocasión para que, con el Salmo 135, demos gracias al Señor, «porque es eterna su misericordia; dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su siervo y lo libró de sus opresores». En este salmo se desarrolla el tema en forma de grandiosa letanía que, a través de las obras de Dios que se conmemoran, dejada grabada en el corazón una sola idea: que la misericordia de Dios es eterna, cosa que se repite veintiséis veces.
Recordando que este salmo lo recitó Cristo después de la institución de la Eucaristía, es un buen momento para agradecer a Dios tan inmenso don en el que se manifestó su misericordia, como en ninguna otra obra suya. Este Salmo es llamado el Gran Hallel, o la Gran Alabanza. La obra de la creación y toda la historia de la salvación no es más que una sola y grande manifestación del inmenso amor de Dios para con los hombres. Esto exige de nosotros una incesante correspondencia de amor.
–Mateo 19,3-12: Matrimonio indisoluble y exaltación del celibato. Dios quiere que marido y mujer estén unidos como una sola carne. Nadie es quien para cambiar el sentido de unas palabras tan claramente enunciadas: «lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre», aunque este hombre fuese Moisés. San Juan Crisóstomo dice:
«Mirad la sabiduría del Maestro. Preguntado si es lícito abandonar a la mujer, no responde a bocajarro: «No, no es lícito», con lo que podían alborotarse y turbarse sus preguntantes. No; antes de pronunciar su sentencia, pone la cuestión en evidencia por el hecho mismo de la Creación, haciendo así ver que el mandato venía también de su Padre, y que, si Él mandaba aquello, no era por oponerse a Moisés. Pero mirad cómo no lo afirma solo por el hecho mismo de la Creación, sino por el mandamiento mismo de su Padre. Porque no solo dijo que Dios hizo un solo hombre y una sola mujer, sino que mandó también que uno solo se uniera con una sola. Si Dios, en cambio, hubiera querido que el hombre pudiera dejar a una y tomar a otra, después de hacer un solo varón, hubiera formado muchas mujeres. Pero, la verdad es que tanto por el modo de la Creación como por los términos de su Ley, Dios demostró que uno solo ha de convivir con una sola para siempre y que jamás puede romperse la unión» (Homilía 62,1, sobre San Mateo).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Josué 24,1-13
a) Saltándonos bastantes capítulos del Libro de Josué -en los que se cuentan las dramáticas aventuras de la ocupación de Canaán-, nos enteramos, hoy y mañana, de la gran asamblea de las tribus judías en Siquén, en el centro de Palestina, el mismo lugar donde Abrahán había erigido el primer altar a Dios y donde Jacob había tenido su misteriosa experiencia. Esta asamblea constituye el punto culminante del libro de Josué y, también, de la historia del pueblo de Israel, porque en ella renuevan la Alianza que la generación anterior había hecho en el Sinaí.
Josué aprovecha para hacer una larga catequesis, un repaso de la historia del pueblo, desde la llamada de Abrahán hasta el momento presente, pasando por las peripecias de la ida y la vuelta a Egipto. Una catequesis que a nosotros nos sirve también para recordar lo que hemos ido leyendo como primera lectura de la misa durante las últimas semanas.
En toda esta historia Josué ve la mano de Dios y quiere que el pueblo así lo recuerde para siempre. Naturalmente, la conquista de Canaán se ve, al cabo de varios siglos, bastante más pacífica y providencialista de lo que fue en realidad. Está muy bien elegido el salmo 135, que litánicamente va comentando: «porque es eterna su misericordia», porque Dios «guió por el desierto a su pueblo, les dio su tierra en heredad, y nos libró de nuestros opresores...».
b) A esta catequesis histórica los cristianos tenemos que añadirle varios capítulos: Cristo Jesús y los dos mil años de historia que ya lleva su comunidad, la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo.
Nuestra fe cristiana es histórica. No se reduce a unas verdades que creer o a unos deberes que cumplir. Es la historia de cómo ha actuado y sigue actuando Dios, y cómo le ha respondido la humanidad, unas veces bien y otras, mal.
Nuestra catequesis -la predicación, los cantos, el lenguaje de nuestra reflexión teológica- ganaría fuerza si fuera más «histórica». Es la mejor manera de presentar a Dios. No hecha de definiciones filosóficas, sino a partir de lo que ha obrado por su pueblo. Ahí aparecerían el amor y la fidelidad de Dios y también, las esclavitudes, los éxodos, los procesos de liberación, las idolatrías, las infidelidades, los valores y los fallos de la humanidad de entonces y de siempre. Y, en medio, se vería cómo, en Cristo, Dios se nos ha acercado definitivamente y cómo, en él, tenemos acceso confiado al Padre.
2. Mateo 19,3-12
a) Terminado ya el «discurso eclesial» del cap. 18, siguen unas recomendaciones de Jesús en su camino a Jerusalén: esta vez, la célebre cuestión del divorcio.
La pregunta no es acerca de la licitud del divorcio, que era algo admitido. Sino sobre cuál de las dos interpretaciones era más correcta: la amplia de algunos maestros como Hillel, que multiplicaban los motivos para que el marido pudiera pedir el divorcio (no aparece que lo pueda pedir la mujer), o la más estricta de la escuela de Shammai, que sólo lo admitía en casos extremos, por ejemplo el adulterio.
Jesús deja aparte la casuística y reafirma la indisolubilidad del matrimonio, recordando el plan de Dios: «ya no son dos, sino una sola carne: así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre». Al mismo tiempo, negando el divorcio, Jesús restablece la dignidad de la mujer, que no puede ser tratada, como lo era en aquel tiempo, con esa visión tan machista e interesada. La excepción que admite («no hablo de prostitución») no se sabe bien a qué se puede referir. Pero lo que sí queda muy claro es el principio de que «lo que Dios ha unido el hombre no lo separe».
b) Cristo toma en serio la relación sexual, el matrimonio y la dignidad de la mujer. No con los planteamientos superficiales de su tiempo y de ahora, buscando meramente una satisfacción que puede ser pasajera. En el sermón de la montaña (lo veíamos el viernes de la semana décima) ya desautorizaba el divorcio. Aquí apela a la voluntad original de Dios, que comporta una unión mucho más seria y estable, no sujeta a un sentimiento pasajero o a un capricho.
El plan es de Dios: él es quien ha querido que exista esa atracción y ese amor entre el hombre y la mujer, con una admirable complementariedad y, además, con la apertura al milagro de la vida, en el que colaboran con el mismo Dios.
Lo cual nos recuerda la necesidad de que lo tomemos en serio también nosotros, dentro de la comunidad eclesial: la preparación humana y psicológica del matrimonio, su celebración, su acompañamiento después... El amor que quiere Dios es estable, fiel, maduro.
Si el matrimonio se acepta con todas las consecuencias, no buscándose sólo a sí mismo, sino con esa admirable comunión de vida que supone la vida conyugal y, luego, la relación entre padres e hijos, evidentemente es comprometido, además de noble y gozoso. Como era difícil lo que nos pedía Jesús ayer: perdonar al hermano. Como es difícil tomar la cruz cada día y seguirle.
Podríamos completar hoy nuestra escucha de la Palabra bíblica leyendo lo que el Catecismo dice sobre «el matrimonio en el Señor» (CEC 1612-1617); valora el matrimonio cristiano desde su simbolismo del amor de Dios a Israel y de Cristo a su Iglesia, y alude también, con la cita de ese pasaje de Mt 19, a la cuestión del divorcio.
La lección de la fidelidad estable vale igualmente para los que han optado por otro camino, el del celibato. De eso habla hoy Jesús cuando afirma que hay quien renuncia al matrimonio y se mantiene célibe «por el Reino de los Cielos». Como hizo él. Como hacen los ministros ordenados y los religiosos: no para no amar, sino para amar más y de otro modo. Para dedicar su vida entera -también como signo-, a colaborar en la salvación del mundo. El celibato lo presenta Jesús como un don de Dios, no como una opción que sea posible a todos.
«Haré contigo una alianza eterna, cuando yo te perdone todo lo que hiciste» (1a lectura II)
«Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (evangelio).