Sábado XVIII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 6 agosto, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ag 1, 12—2, 4: El justo vivirá por su fe
Sal 9, 8-9. 10-11. 12-13: No abandonas, Señor, a los que te buscan
Mt 17, 14-20: Si tuvierais fe, nada os sería imposible
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Habacuc 1,12–2,4: El justo vivirá por su fe. El profeta Habacuc, coetáneo de Jeremías, exalta la potencia de Dios y se lamenta del espantoso poderío del rey de Asiria. Seguidamente el profeta aguarda la visión que tiene que esperar con paciencia. Comenta San Agustín:
«Igualmente si dijéramos que carecemos en absoluto de justicia, carecemos también de fe; y si no tenemos fe, ni siquiera somos cristianos. Si tenemos fe, algo de justicia poseemos. ¿Quieres conoces la medida de ese algo? El justo vive por la fe... puesto que cree lo que no ve» (Sermón 158,4).
–Con el Salmo 9 decimos: «No abandonas, Señor, a los que te buscan... Él será el refugio del oprimido... Él venga la sangre. Él recuerda y no olvida el grito de los humildes». La acción de gracias y la alabanza es un modo de manifestar la fe en Dios. Pero la fe es, además, la más pura fuente de alegría; más aún, de una alegría desbordante. Este tema de la fe se repite muchas veces en el Salterio. Hay que vivir según la fe. El que vive como un pagano, el avaro, el intrigante, el malhechor, el opresor, ha negado la fe en la práctica y no tardará de abandonarla por completo; porque, si el corazón está corrompido, pronto se nublará la vista para no ver claro las cosas de la fe.
–Mateo 17,14-19: Si tuvierais fe, nada os será imposible. Con ocasión de la curación del epiléptico, Jesús recomienda siempre la fe. La incredulidad no puede hacer milagros. Pero la fe es capaz de obtener de Dios grandes cosas. San Juan Crisóstomo dice:
«La Escritura nos muestra que este hombre era muy débil en la fe, Muchas circunstancias nos patentizan esta debilidad de fe: el haberle dicho Cristo «para el que cree todo es posible»; la respuesta misma del hombre a Cristo «Señor, ayuda a mi incredulidad»; el haber mandado al demonio que no volviera a entrar en el enfermo. Y otra prueba de poca fe es haber dicho el hombre a Cristo: «Si puedes»...
–«Mas si la falta de fe del padre –me dirás– fue la causa de que el demonio no saliera del enfermo, ¿cómo es que el Señor reprende a sus discípulos?
–«Porque quiere hacerles ver que podían ellos mismos, sin contar con los que se les acercaban, curar en muchas ocasiones con sola su fe. Porque así como muchas veces ha bastado la fe del suplicante para recibir la gracia aun de taumaturgos inferiores, así otras muchas ha bastado la fuerza del taumaturgo, aun sin la fe de los que se les llegaban, para obrar el milagro... De uno y otro caso se muestran ejemplos en la Escritura» (Homilía 57,3 sobre San Mateo).
San Agustín comenta:
«Nuestro Señor Jesucristo... reprochó la infidelidad hasta en sus mismos discípulos... Si los apóstoles eran incrédulos, ¿quién puede llamarse creyente?... No obstante, ni siquiera cuando eran incrédulos los abandonó la misericordia del Señor, sino que los censuró, los nutrió, perfeccionó y coronó. Pues también ellos, conscientes de su debilidad le dijeron: «Señor, auméntanos la fe» (Lc 17,5). La primera cosa útil era la ciencia, saber de qué estaban escasos; la gran felicidad saber a quien lo pedían... Ved si no llevaban sus corazones como a la fuente y llamaban para que se les abriera y los llenara. Quiso que se llamase a la puerta, no para rechazar a los que lo hicieran, sino para ejercitar sus deseos» (Sermón 80,1).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Habacuc 1,12 -2,4
a) Otro profeta poco conocido: Habacuc. No sabemos casi nada de él. Pero sus palabras están llenas de consuelo y de interesante reflexión sobre la historia.
Es un profeta que se atreve a interpelar a Dios y «pedirle cuentas» de por qué permite el mal en el mundo. La situación política es ésta: a la calda de Nínive ha seguido la opresión, igualmente cruel, de los babilonios, que son ahora el terror de los israelitas. ¿Cómo puede ser que Dios lo consienta?
Dios se había servido de los babilonios para destruir a los asirios («has destinado al pueblo de los caldeos para castigo»). Pero ahora, ¿cómo permite que ellos, los babilonios, sigan haciendo el mal? («¿por qué contemplas en silencio a los bandidos, cuando el malvado devora al inocente?... ¿seguirán matando pueblos sin compasión?»). Orgullosos de sí mismos y de sus propias redes y malas artes, ¿van a salirse con la suya?
El profeta resume la respuesta de Dios, que invita a la paciencia y a la confianza, porque la historia seguirá su curso: «la visión espera su momento, se acercará su término y no fallará... el injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe».
b) La misma pregunta nos viene a la mente con frecuencia, también ahora: ¿por qué Dios permite el mal, por qué consiente que los malvados se salgan con la suya y prosperen en sus planes?
Es un lenguaje que los salmos nos enseñan a usar en nuestra oración. Continúa la lucha entre el bien y el mal, entre los malvados y los humildes y débiles. En esta lucha, Dios está ciertamente de parte de los débiles: «Tú no eres un Dios que ame la maldad, ni el malvado es tu huésped. Detestas a los malhechores, al hombre sanguinario y traicionero lo aborrece el Señor».
Pero es hasta cierto punto lógico que los creyentes pierdan la paciencia e interpreten el silencio de Dios como olvido: «¿hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿hasta cuándo va a triunfar tu enemigo?». «Despierta, Señor, no te estés callado, mira que tus enemigos se agitan y los que te odian levantan cabeza». Es la queja y la oración de Habacuc, que podemos hacer nuestra, al ver los males de nuestro mundo: el narcotráfico, el terrorismo, la venta de armas, los genocidios, las injusticias contra los débiles...
Habacuc no nos da todas las respuestas. Pero sí nos recuerda que Dios se preocupa de los pobres y que, de un modo misterioso, sigue estando cerca de los atribulados. Como dice el salmo, «No abandonas, Señor, a los que te buscan. El juzgará el orbe con justicia y regirá las naciones con rectitud... no olvida los gritos de los humildes».
También nos enseña a tener una visión más global de la historia: «se acercará su término y no fallará: si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse». Una vez más, los cínicos caerán en su propia trampa, porque «el injusto tiene el alma hinchada», mientras que a los «pobres los llenará de bienes», porque «el justo vivirá por su fe».
No sabemos cómo, pero la cizaña algún día será separada del trigo, y los peces malos no tendrán la misma suerte que los buenos. Dios le enseña a su profeta -y a nosotros- a respetar los tiempos: a seguir luchando contra el mal, pero sin perder el ánimo ni querer quemar etapas.
2. Mateo 17,14-19
a) Al bajar del monte, después de la escena de la transfiguración -que no hemos leído-, Jesús se encuentra con un grupo de sus apóstoles que no han sido capaces de curar a un epiléptico.
Jesús atribuye el fracaso a su poca fe. No han sabido confiar en Dios. Si tuvieran fe verdadera, «nada les sería imposible». Después, «increpó al demonio y salió, y en aquel momento se curó el niño».
b) ¡Cuántas veces fracasamos en nuestro empeño por falta de fe! Tendemos a poner la confianza en nuestras fuerzas, en los medios, en las instituciones. No planificamos con la ayuda de Dios y de su Espíritu.
Jesús nos avisó: «sin mí no podéis hacer nada». Apoyados en él, con su ayuda, con un poco de fe, fe auténtica, curaríamos a más de un epiléptico de sus males. El que cura es Cristo Jesús. Pero sólo se podrá servir de nosotros si somos «buenos conductores» de su fuerza liberadora. Como cuando Pedro y Juan curaron al paralítico del Templo.
La de cosas increíbles que han hecho los cristianos (sobre todo, los santos) movidos por su fe en Dios. Tener fe no es cruzarse de brazos y dejar que trabaje Dios. Es trabajar no buscándonos a nosotros mismos, sino a Dios, motivados por él, apoyados en su gracia.
«El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe» (1ª lectura II)
«Si vuestra fe fuera como un grano de mostaza, nada os seria imposible» (evangelio)
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Habacuc 1,12-2,4
El enigma de la presencia del mal en la historia y, aún más, el hecho de que prevalezca sobre el bien es algo que ha atormentado a los creyentes desde siempre. Es el problema que atormenta también al profeta Habacuc. La historia personal de este profeta nos es desconocida, pero su escrito se presenta a todo el mundo como paradigma de lectura de la historia.
La pregunta crucial tiene que ver, precisamente, con la relación entre el mal y Dios: ¿por qué calla Dios frente a la maldad y al atropello (1,12ss)? La duda que se insinúa es la de que pueda existir una especie de connivencia entre Dios mismo y el mal, como si Dios fuera enemigo del hombre, como si estuviera aliado con los que se convierten en instrumentos de la maldad (1,14). Habacuc expresa esta idea con la imagen del pescador que, de un modo sádico, se complace con los peces que captura y mata (1,15-17). En el ánimo del profeta se abre camino una hipótesis inquietante: ¿acaso tiene fundamento la insinuación de la serpiente respecto a ciertos celos de Dios en relación con el hombre (cf. Gn 3,4)? Abandonando la búsqueda de respuestas verificables sobre las intenciones de Dios, Habacuc se agita por dentro, despertando su corazón a la fe (2,1). El silencio «obstinado» de Dios a sus preguntas ya no le asusta: sabe que puede apoyar su propia vida en la promesa divina, que es segura y no está ligada a un tiempo preciso, porque es válida para siempre (2,3).
El creyente reconoce en Dios su centro vital y la razón de los acontecimientos, aunque sean contradictorios, de la existencia: Habacuc comprende que esta fe es la raíz profunda que garantiza tanto la vida como la estabilidad. Por el contrario, el que presume de erigirse como centro y fin de su propio vivir queda prisionero de su orgullo, que, encerrándolo en sí mismo, lo hace inestable (2,4). Es ésta una verdad que todo el mundo debe conocer (2,2).
Evangelio: Mateo 17,14-20
La petición de un padre para que cure a su hijo epiléptico brinda a Jesús el motivo para dirigir a los discípulos una última llamada sobre la necesidad de creer en él. Los discípulos no son capaces de llevar a cabo la curación (vv. 16.19), puesto que el poder taumatúrgico no les pertenece: es un don que el Maestro concede como participación en su misma misión (cf. 10,1). Los discípulos, por su parte, deben adherirse a él por medio de la fe.
La exclamación de Jesús (v 17: «¡Generación incrédula y perversa!») expresa la resistencia que le opone la dureza de corazón de sus contemporáneos, puesta ya de manifiesto por el evangelista en otras ocasiones (cf. 11,16ss.39ss). Es Jesús quien proporciona explícitamente la enseñanza: los discípulos, si están animados por una fe cierta en él, pueden realizar el gran signo de comunicar a los hombres la salvación otorgada por Dios (v. 20; cf. Jn 14,12; Hch 3,16); por el contrario, la falta de fe, que los separa de la comunión con Jesús, hace prácticamente imposible la liberación del mal (v. 17).
MEDITATIO
La Palabra de Dios me provoca hoy a proceder a una comprobación de mi fe. Creer en Dios, en su bondad, en su amor por mí y por todas las criaturas, es algo que se dice muy pronto. Pero existe el dolor del mundo, existe el mal en todas sus perversas manifestaciones, y, ante los atroces «espectáculos» de injusticias evidentes o de tragedias que producen víctimas entre los inocentes, la sensibilidad y la inteligencia sufren un duro contragolpe. ¿Cómo es posible que Dios, si es bueno, permita que sufra tanta gente?
Jesús me dice que mi fe, por muy pequeña que sea, lo puede todo; el profeta me habla de una vida que la fe garantiza. Creer en Dios, lejos de ser un analgésico, un remedio para la pena producida por el dolor personal y ajeno, me abre a la acción: voy a él, no me detengo en mí mismo; proyecto en él mi esperanza y acojo su promesa. ¿No empieza a obrar así en mí y a mi alrededor lo imposible, lo inesperado?
ORATIO
A veces siento el corazón y la garganta cerrados por una mordaza de por qué... por qué... por qué...
¿Por qué, Dios mío, esta infinita letanía de muerte? ¿Dónde está tu providencia generosa, oh Señor del tiempo y de la historia? ¿Dónde está tu amor? Tú lo sabes, Dios mío: si denuncio tu contumacia es porque he experimentado sobre mi piel que vivir sin ti es condenarse al vacío.
Y me parece como si ahora estuvieras preguntándome: ¿Qué Dios estás buscando? ¿Un Dios que resuelva tus problemas? ¿Un Dios que te regala soluciones prefabricadas? Yo soy el Dios amor. Quien ama no crea títeres o niños eternos, sino hombres libres, pero el precio de la libertad es el dolor. Si el juego de las libertades puede transformar el vivir humano en un crisol, tú eres siempre para mí ese metal precioso que -purificado- se vuelve luminoso. Puedes creer en mi amor, por el que yo, el crisol del vivir humano, lo he atravesado hasta el final. Puedes creer en mi amor, por el que te he unido a mí en lo «imposible» de la resurrección.
CONTEMPLATIO
¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia de donde sacó las criaturas era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando en ella algo que no convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para hacer algo y no más bien usar de su omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O podía ella existir contra su voluntad? Y si era eterna, ¿por qué la dejó por tanto tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le agradó tanto después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que repentinamente quiso hacer algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente, hacer que no existiera aquélla, quedando él solo, bien total, verdadero, sumo e infinito? Y si no era justo que, siendo él bueno, no fabricase ni produjese algún bien, ¿por qué, quitada de delante y aniquilada aquella materia que era mala, no creó otra buena de donde sacase todas las cosas? Porque no sería omnipotente si no pudiera crear algún bien sin ayuda de aquella materia que él no había creado.
Tales cosas revolvía yo en mi pecho, apesadumbrado con los devoradores cuidados de la muerte y de no haber hallado la verdad. Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina, mas con todo no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más con ella (san Agustín, Las confesiones, VII, 5, 7, BAC, Madrid 51968, pp. 25-276).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«El justo vivirá por su fidelidad» (Hab 2,4).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El mal consiste en una falta de fe y en la oposición al perseguimiento del Punto Omega. Esto está presente desde siempre porque es autónomo, personal, trascendente: en él encontrará la humanidad una nueva forma de vida, una especie de éxtasis: se trata del éxtasis en Dios.
El mal, en todas sus modalidades, existe en un mundo que se encuentra en vías de formación precisamente porque la unión creadora no está consumada aún y el mundo no ha salido aún del despego y, por consiguiente, del desorden. El mal es una condición inevitable del universo, que está sometido de continuo a un retorno a lo múltiple. Ha estado presente en el mundo desde el primer instante de la creación. El pecado original es, según Teilhard de Chardin, no un acto aislado, sino una condición que marca a todos los hombres a causa de infinitas culpas diseminadas a lo largo de toda la historia humana, y aparece plenamente consciente cuando nace el pensamiento y el hombre se descubre también libre de rebelarse contra Dios. Con todo, el mal y el pecado acaban por ayudar a la evolución; ambos están presentes en el mundo para que el hombre los supere libremente en el proceso evolutivo. Así pues, el pecado más grande hoy es el que se comete contra la humanidad en su proceso de unificación. La historia humana es la manifestación de un plan divino. Cristo redentor compensa al mundo por la existencia del mal, y atrae y guía el progreso hacía sí. El Cristo resucitado es el Cristo cósmico: el Punto Omega. La cosmogénesis tiene su punto culminante en la neogénesis, que culmina a su vez en la Cristogénesis.
He aquí, pues, el mal, el gran escándalo del universo. El dolor de los niños... ¿Habrías creado, se pregunta Dostoievski, si hubieras sabido que uno solo de estos pequeños habría de sufrir? El mal, la muerte... el mal como dolor, el mal como error, el mal como culpa. ¿Cómo se concilia, en la visión cristiana, con la bondad y con el plan de Dios? Escribe Teilhard de Chardin: «A un observador absolutamente clarividente, que mirara desde hace mucho tiempo y desde una gran altura la Tierra, nuestro planeta le parecería, primero, azul, por el oxígeno que lo rodea; después, verde, por la vegetación que lo recubre; después, luminoso –cada vez más luminoso–, por el pensamiento que se intensifica en su superficie, pero también oscuro –cada vez más oscuro– por un sufrimiento que crece en cantidad y en agudeza al mismo ritmo que asciende la conciencia a lo largo de las edades... En efecto, cuanto más hombre se vuelve el hombre, más se incrusta y se agrava, en su carne, en sus nervios, en su mente, el problema del mal: el mal de comprender, el mal de padecer...» (R. Doni, Le grandi domande, Milán 1987, pp. 141 ss).