Miércoles XVII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 28 julio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Jer 15, 10. 16-21: ¿Por qué se ha vuelto crónica mi llaga? Si vuelves, estarás en mi presencia
Sal 58, 2. 4-5a. 10-11. 17. 18: Dios es mi refugio en el peligro
Mt 13, 44-46: Vende todo lo que tiene y compra el campo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Jeremías 15,10.16-21: ¿Por qué se ha vuelto crónica mi llaga? Si vuelves, estarás en mi presencia. Jeremías manifiesta su gran amargura y sufrimiento, por las contradicciones que tiene que soportar. Dios lo consuela y responde a sus plegarias prometiéndole una gran fuerza para continuar su misión profética.
Poner fin a la duda negando a Dios o rompiendo los compromisos contraídos con Él no es digno del misterio de Dios. Es menester permanecer firmes en las noches oscuras del sentido y del espíritu y ver venir la luz, tener confianza en Dios y esperar que la solución vendrá sin duda alguna. Estar en vela como aquellos centinelas de que trata el profeta Isaías.
–Un canto que inspira confianza es el Salmo 58 y de él se han escogidos algunos versos como Salmo responsorial: «Dios es mi refugio en el peligro... líbrame de mi enemigo, protégeme de mis agresores, líbrame de los malhechores y de los hombres sanguinarios.. Porque Tú, oh Dios, eres mi Alcázar». La verdadera felicidad del hombre sólo se encuentra en la fidelidad a Dios, que es Padre amoroso. Apartarse de Él, equivale a ir al dolor, a la angustia, a la muerte. Con Él tenemos seguridad en medio de los muchos peligros en que podemos encontrarnos y, de hecho, nos encontramos. Nada más doloroso que la pasión de Cristo, pero Él resucitó y está sentado a la derecha del Padre. A sus discípulos no les faltarán sufrimientos, pero del mismo modo también para ellos vendrán la gloria, la luz esplendorosa y el triunfo.
–Mateo 13,44-45: Vende todo lo que tiene y compra el campo. Son dos parábolas casi idénticas: perla y tesoro. Al hallar eso el buen mercader vende todo lo que tiene para comprar algo de mucho más valor. San Hilario de Poitiers escribe:
«Con la parábola del tesoro en el campo, Él muestra las riquezas de nuestra esperanza puesta en Él. Efectivamente, Dios ha sido encontrado en un hombre; para comprarlo deben ser vendidas todas las riquezas de este mundo. Así adquiriremos las riquezas eternas, el tesoro celestial, dando vestido, comida y bebida a quienes de ello tengan necesidad. Mas es necesario observar que el tesoro se ha encontrado escondido... El tesoro ha estado escondido porque debía ser comprado también el campo. En efecto, con el tesoro en el campo, como hemos dicho, se entiende Cristo encarnado, que se encuentra gratuitamente. La enseñanza de los Evangelios es de suyo completa. Pero no hay otro modo de utilizar y poseer este tesoro con el campo si no es pagando, ya que no se poseen las riquezas celestiales sin sacrificar el mundo» (Comentario al Evangelio de San Mateo 13,7).
San Agustín dice que la piedra preciosa es la caridad:
«También vuestra sociedad es un negocio de cosas espirituales, para ser semejante a los mercaderes que buscan la piedra preciosa. Esta no es otra que la caridad, que será derramada en vuestros corazones por el Espíritu Santo que os será dado» (Sermón 212,1).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Jeremías 15,10.16-21
a) Aquí Jeremías no sufre por su pueblo: atraviesa una crisis personal, una agitación muy profunda, que hace tambalear su fe y su fidelidad vocacional.
Tantos pleitos y persecuciones, tantas burlas y maldiciones hacia su persona, y tener que anunciar tantas desgracias a su pueblo -él, que es una persona pacifica, mucho más inclinada a la dulzura que a la violencia-, le han ido llenando de dudas y hasta de amargura.
Ha «devorado» la palabra que Dios le dirigía, ha adoptado un estilo de vida exigente y ha anunciado con valentía ante el pueblo lo que Dios ponía en sus labios. Pero todo, en medio de la soledad y la incomprensión.
Jeremías llega a dudar de Dios: «te me has vuelto arroyo engañoso, de aguas inconstantes». Pero Dios no está lejos. Le dirige su palabra, una vez más y le anima a seguir: «lucharán contra ti y no te podrán, porque yo estoy contigo».
b) La página de hoy es estremecedora, para Jeremías y tal vez para nosotros, en algún momento de nuestra vida.
Él se queja hasta de haber nacido («ay de mí, madre mía, que me engendraste»). Ya desde joven intentó ser fiel a la voz de Dios («tus palabras las devoraba, tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón»). Por su vocación profética renunció a los amigos y a la vida fácil en su pueblo («no me senté a disfrutar con los que se divertían»).
Pero hay momentos en que el mejor creyente, también uno que tiene vocación de profeta, se ve asaltado por dudas y oscuridades, y su entusiasmo se agota, y se cansa de ser bueno y de luchar contra corriente. Tal vez llegue, como Jeremías, a dudar de si en verdad Dios le llamaba, si Dios existía, si estaba o no cerca, o se trataba de «espejismos», «un arroyo engañoso, de aguas inconstantes».
La vocación cristiana no es siempre fácil. Hay días en que nos asalta el desánimo. Por problemas de fuera o de dentro. Son momentos en los que nos sale del alma la oración: «líbrame, Dios mío, líbrame de los malhechores, mira que me están acechando... porque tú, oh Dios, eres mi alcázar... yo cantaré tu fuerza, por la mañana aclamaré tu misericordia».
Tendremos que oír, una vez más, la palabra serenante de Dios: «estarás en mi presencia... lucharán contra ti y no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte y salvarte». Eso sí, en nuestra fidelidad a Dios debemos seguir sus caminos, y no, los del mundo: «que ellos se conviertan a ti, no te conviertas tú a ellos».
En los momentos de duda, nos salva la oración. Una oración a veces dramática, como la de Jeremías. O como la de Jesús: «aparta de mí este cáliz... ¿por qué me has abandonado?... pero no se haga mi voluntad, sino la tuya».
2. Mateo 13,44-46
a) Dos parábolas más, muy breves, y ambas coincidentes en su intención: la del que encuentra un tesoro escondido bajo tierra y la del comerciante que, entre las perlas, descubre una particularmente preciosa. Los dos venden cuanto tienen, para asegurarse la posesión de lo que sólo ellos saben que vale tanto.
Hoy Jesús hubiera podido añadir ejemplos como el del que juega en bolsa y sabe qué acciones van a subir, para invertir en ellas, o el de un coleccionista que descubre por casualidad un cuadro o una partitura o una moneda de gran valor. Y no digamos, un pozo de petróleo.
b) Es una sabiduría rara -la verdadera sabiduría- la de descubrir cuáles son los valores auténticos en esta vida, y cuáles, no, a pesar de que brillen más o parezcan más atrayentes.
¿Qué es más importante: el dinero, la salud, el éxito, la fuerza, el gozo inmediato? ¿o la felicidad, el amor verdadero, la cultura, la tranquilidad de conciencia?
Pero todavía es más necesaria la verdadera sabiduría cuando se trata de descubrir cuáles son los valores del Reino que Dios más aprecia, cuáles sus planes sobre nosotros, los que nos conducen a la verdadera felicidad. A veces, son verdaderamente un tesoro escondido o una perla única.
Muchos cristianos, jóvenes y mayores, tienen la suerte de poder agradecer a Dios el don de la fe, o de haber descubierto en una determinada vocación el camino que Dios les destinaba, o de haberse encontrado con Cristo Jesús, como Pablo cerca de Damasco, o como Mateo cuando estaba sentado a su mesa de impuestos, o como los pescadores del lago que oyeron la invitación de Jesús.
Y lo han dejado todo y han encontrado la alegría y el pleno sentido de sus vidas. En la vida religiosa. O en el ministerio sacerdotal. O en una vida cristiana comprometida y vivida con coherencia, para bien de los demás.
Es una buena inversión. Aunque no sea aplaudida por este mundo ni cotice en la Bolsa.
«Yo estoy contigo para salvarte» (1ª lectura II)
«Por la mañana aclamaré tu misericordia, porque has sido mi alcázar y mi refugio en el peligro» (salmo II)
«El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo» (evangelio)
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Jeremías 15,10.16-21
El texto litúrgico forma parte de una de las llamadas «Confesiones de Jeremías», fragmentos escritos en primera persona en los que vierte el profeta sus propios sentimientos y deja aflorar su ánimo, desahogándose con Dios por la dureza de la misión que le ha confiado y hasta por su misma existencia, cuyo fracaso percibe. Jeremías, que tanto hubiera deseado la paz, y que, sin embargo, a causa de la Palabra, es objeto de contiendas y de pleitos (v 10), deplora haber nacido. Recuerda el entusiasmo y la alegría del primer encuentro con la Palabra del Señor, convertida después en el centro y el sentido de toda su vida. A la iniciativa de Dios le había seguido la disponibilidad total de Jeremías, el compromiso de toda su persona en la decisión consciente de estar consagrado a Dios (v 16). La soledad, el distanciamiento de las compañías festivas, fueron la consecuencia de esta dedicación absoluta a una Palabra que va contra corriente y que sus contemporáneos rechazan e incluso combaten (v 17). De ahí procede el agudo sufrimiento que siente Jeremías sin posibilidad de curación y el grito de denuncia de su propia situación frente a Dios, que se le ha vuelto engañoso como un arroyo de aguas caprichosas.
Por toda respuesta (vv. 19-21), el Señor le confirma al profeta su arduo mandato, pidiéndole de nuevo su entera disponibilidad, renovándole la promesa del éxito final de su misión, garantizado por su misma presencia. La Palabra que le había seducido en un tiempo deberá «encarnarse» aún más en Jeremías. Fiel a ella, el profeta recibirá la fuerza necesaria para resistir a todos los adversarios.
Evangelio: Mateo 13,44-46
En el marco del sermón dirigido a los discípulos en casa (cf. Mt 13,36), las parábolas del tesoro encontrado por casualidad en el campo y de la perla largo tiempo buscada y por fin encontrada ponen el acento en la alegría de quien ha comprendido el valor del Reino de Dios. Se trata de una alegría tan penetrante y profunda que hace posible la venta de cualquier otro bien para comprar el campo donde está escondido el tesoro o adquirir la perla preciosa. Acoger la Palabra de Jesús y tener acceso al misterio del Reino de Dios no es, por tanto, únicamente una experiencia de contraste y de paciente tenacidad, como sugerían las parábolas del sembrador y de la cizaña, sino que es también y sobre todo una experiencia de alegría.
Junto a esta enseñanza principal, las parábolas plantean la exigencia del radicalismo en la opción por el Reino: no es posible llegar a soluciones de compromiso; es preciso darlo todo si queremos gozar del amor de Dios. El hombre experimenta esto como don inesperado y como fruto del empeño: Dios se ofrece en virtud de su libre iniciativa, más allá de cualquier posible mérito del hombre. Haciéndose buscar, dilata en él el espacio del deseo.
MEDITATIO
Hay dos tonalidades en las lecturas que hoy nos ofrece la liturgia. Está la alegría de quien ha encontrado el sentido de su vida en una palabra, la de Dios, que le ha abierto el corazón, y por la que no vacila en comprometer toda su vida renunciando a todo lo demás, y esta la desolación de quien siente la inutilidad de su vivir, el fracaso de sus esfuerzos, aunque sean sinceros. Con frecuencia coloreamos la vida con una u otra escala cromática. Tal vez empleamos con mayor frecuencia la segunda.
El Señor nos dice algo importante: la alegría del encuentro con él, saboreada en un momento preciso que ha iluminado nuestra existencia, constituye el fundamento que debemos redescubrir de continuo. Es la memoria que nos garantiza lo esencial: la certeza de que el Señor está vivo y presente junto a nosotros. La pesadez del vivir, la constatación de haber fracasado, son experiencias dolorosas y lancinantes, que desgarran por dentro, que estallan en un grito: «¡Basta!». Volver a encontrar la alegría del momento del descubrimiento, o bien desear proseguir la búsqueda si todavía no hemos encontrado, es la verdadera aventura de la vida, es su sentido más profundo. Vale la pena entregarlo todo por esto.
Dejémonos atraer por el Señor, que, como hizo con el profeta, nos dice hoy a nosotros: «Si vuelves a mí, haré que vuelvas y estés a mi servicio» (Jr 15,19).
ORATIO
Tengo necesidad de ti, Señor, de tu presencia, que da vigor a mis fuerzas e impulso a mi corazón. Necesito saborear la dulzura de tu amistad, dejarme deslumbrar por el esplendor de tu belleza. Tengo necesidad de apasionarme por tus cosas y de descubrir que sólo perteneciéndote soy de verdad yo mismo.
No es fácil encontrar a precio de saldo el coraje de arriesgar. Y -me doy cuenta de ello- no es el resultado de una operación lógica. El coraje necesario para apostarlo todo, toda la existencia, por ti, Señor, apoyados en tu Palabra, es algo que pertenece al orden del corazón, y es posible si acepto dejarme abrasar interiormente por el fuego del Espíritu, por tu amor creador. Que yo también pueda saborear, Señor, tu bondad y tu dulzura... Así, lo menos que podré hacer será dejarlo todo por ti y gritarte una vez más: «¡Aquí estoy, Señor!».
CONTEMPLATIO
Si Cristo habita en nuestros corazones por medio de la fe, como dice el divino apóstol, y todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento están escondidos en él, entonces todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento están escondidos en nuestros corazones y se revelan al corazón en la medida de la purificación alcanzada por cada uno mediante los mandamientos. Este es el tesoro escondido en el campo del corazón, y todavía no lo has encontrado a causa de tu pereza. Si, en efecto, lo hubieras encontrado, habrías vendido ya todo lo que tienes y habrías comprado este campo.
Como un labrador que busca un campo adecuado para trasplantar algún árbol silvestre y encuentra por casualidad un tesoro inesperado, así es todo asceta humilde y sencillo. El asceta experimentado es un agricultor espiritual que trasplanta como un árbol silvestre la contemplación de las cosas visibles orientada a la percepción sensible en la región de las realidades inteligibles, y encuentra un tesoro, es decir, la manifestación, por la gracia, de la sabiduría que hay en los seres
(Máximo el Confesor, La filocalia, II, Turín 1983, 107 y 116).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Tu Palabra es la alegría de mi corazón» (cf. Jr 15,16).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La alegría del Evangelio es propia de quien, tras haber encontrado la plenitud de la vida, queda suelto, libre, desenvuelto, sin temor, no cohibido. Ahora bien, ¿creéis acaso que quien ha encontrado la perla preciosa empezará a despreciar todas las otras perlas? En absoluto. Quien ha encontrado la perla preciosa se vuelve capaz de colocar las otras en una escala de valores justa, para relativizarlas, para juzgarlas en relación con la perla más bella. Y lo hace con extrema sencillez, porque, teniendo como piedra de toque la preciosa, es capaz de comprender mejor el valor de las otras.
A quien tiene la alegría del Evangelio, a quien tiene la perla preciosa, el tesoro, se le dará el discernimiento de los otros valores, de los valores de las otras religiones, de los valores humanos que hay fuera del cristianismo; se le dará la capacidad de dialogar sin timidez, sin tristeza, sin reticencias; más aún: con alegría, precisamente porque conocerá el valor de todo lo demás. Quien busca la alegría en seguridades humanas, en ideologías, en sutilezas, no puede encontrar esta alegría. La alegría del Evangelio es Jesús crucificado, que llena nuestra vida perdonando nuestros pecados, dándonos el signo de su amor infinito, llenándonos día y noche con su alegría profunda. Cuando carecemos de soltura, cuando estamos espantados, cuando somos perezosos, temerosos, cuando estamos preocupados por el futuro de la Iglesia y de nuestra comunidad, eso significa que no tenemos la alegría del Evangelio, sino sólo algunas sombras, algún eco lejano, intelectual, abstracto, del mismo. Acoger el Evangelio es acoger su fuerza y apostar por ella, confiarnos a Cristo crucificado, que quiere llenarnos de su alegría (Carlo Maria Martini, La gioia del vangelo, Casale M. 1988 [edición española: La alegría del evangelio, Sal Terrae, Santander 1996]).