Miércoles XVI Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 18 julio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Jer 1, 1. 4-10: Te nombré profeta de los gentiles
Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. 15 y 17: Mi boca contará tu auxilio, Señor
Mt 13, 1-9: Cayó en tierra buena y dio grano
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Jeremías 1,1.4-10: Te nombré profeta de los gentiles. El profeta Jeremías relata cómo fue escogido por Dios para ser su portavoz ante todos los hombres. La palabra humana es totalmente incapaz de ser portadora de Dios. Jeremías lo hace constar. Esto es normal en la vocación de los profetas: Moisés tartamudea, Isaías tuvo necesidad de purificarse los labios (Is 6,1-6), y los mejores anunciadores de la salvación fueron víctima del «mutismo» o se les trababa la lengua (Mc 7,31-37). Estas dificultades vienen a subrayar la comunión entre Dios y su profeta y la iniciativa del primero en el ministerio del segundo.
«El Señor que dijo al profeta: Mira que hoy te pongo sobre naciones y reinos... (Jer 1,10), concede en todo tiempo a su Iglesia la gracia de que su cuerpo se mantenga íntegro por la paciencia y que no prevalezca el veneno de las doctrinas de los herejes. Cosa que vemos ahora cumplida» (Carta de Teófilo a Epifanio).
–En estos casos siempre es lo mejor confiar en el Señor como lo confirma el Salmo 70: «A Ti me acojo, Señor, no quede yo derrotado para siempre... Sé Tú la Roca de mi refugio... Líbrame de la mano perversa... Tú fuiste mi esperanza y mi confianza...» Comenta San Agustín:
«No temas ser abandonado en la flaqueza, en la vejez. ¿Pues qué? Tu Señor ¿no se debilitó en la cruz? ¿Por ventura, no movieron ante Él, como ante un hombre sin valimiento e indefenso, prisionero y abatido, sus cabezas los potentados, los toros fuertes?... ¿Qué te enseñó el que pendiente de la cruz no quiso bajar de ella? La paciencia entre los ultrajadores y que seas fuerte en tu Dios» (Comentario al Salmo 70).
Luego vino la victoria, la resurrección y el triunfo. Así también vendrá a nosotros.
–Mateo 13,1-9: Cayó en tierra buena y dio grano. San Juan Crisóstomo dice:
«Habiendo, pues, dicho el Señor los modos de perdición, pone, finalmente la tierra buena, pues no quiere que desesperemos, y nos da esperanza de penitencia, haciéndonos ver que de camino y rocas y espinas puede el hombre pasar a ser tierra buena. Sin embargo, si la tierra era buena y el sembrador el mismo y las semillas las mismas, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí también la diferencia depende de la naturaleza de la tierra, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de un corro a otro. Ya veis que no tiene la culpa el sembrador ni la semilla, sino la tierra que la recibe, y no por causa de la naturaleza, sino de la intención y disposición. Mas también aquí se ve la benignidad de Dios que no pide una medida única de virtud, sino que recibe a los primeros, no rechaza a los segundos y da también lugar a los terceros. Mas si así habla el Señor, es porque no piensen los que le siguen que basta con oír para salvarse» (Homilía 44,4 sobre San Mateo).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Jeremías 1,1.4-10
Durante más de dos semanas leeremos páginas del Libro del profeta Jeremías.
Jeremías era, cuando Dios le llamó a ser su profeta (hacia el año 627antes de Cristo), un joven que no había cumplido los veinte años. Le tocó vivir unos tiempos difíciles y trágicos para su pueblo: los asirios, que ya se habían anexionado el reino del Norte (Samaria), intentaban hacer otro tanto con el del Sur (Judá, Jerusalén), cosa que conseguirían con un primer destierro de las personas más importantes y, luego, con el segundo y definitivo, de todo el pueblo, a Babilonia. Estamos en el siglo VII antes de Cristo, un siglo después de Isaías, de Amós y de Miqueas.
En dos frentes tuvo que luchar Jeremías, intentando hacer oír voz de Dios: la conversión religiosa de Judá (en la que colaboró con el joven rey Josías mientras vivió), y el aspecto político, tratando de convencerles de que era mejor pactar con los poderosos ejércitos del Norte que hacer alianzas con Egipto.
En ninguno de esos frentes tuvo mucho éxito. Su vocación profética le creó enemigos que le persiguieron continuamente, y también atravesó crisis personales, porque no siempre veía clara la cercanía de Dios en su vida.
a) El joven Jeremías era de Anatot, un pueblecito cercano a Jerusalén. Era de familia acomodada, de temperamento pacifico, más inclinado a la dulzura y a la amistad que a lo que tuvo que hacer: anunciar los castigos de Dios e invitar a unas medidas impopulares.
La llamada de Dios a Jeremías es muy sencilla, en contraste con la solemne teofanía que acompañó a la de Isaías. Jeremías se defiende, porque intuye en seguida que lo que Dios le pide va a acarrearle complicaciones: «Ay, Señor mío, mira que no sé hablar, que soy un muchacho». Pero Dios le responde con la frase de siempre: «no tengas miedo, que yo estoy contigo».
b) Ser profeta es siempre incómodo. Profeta no es el que anuncia cosas futuras. En la Biblia, profeta es aquella persona que habla en nombre de Dios, que ayuda a los demás a interpretar la historia desde los ojos de Dios.
A nosotros nos ha tocado ser cristianos en unos tiempos también difíciles (¿hay alguno que no lo haya sido?). En muchas regiones, estamos en medio de una sociedad secularizada y pluralista. No tendremos la misión de influir en las opciones militares o políticas de nuestro país. Pero sí, la de dar testimonio de los valores de Dios y del mensaje de Cristo en el ámbito de nuestra familia, de nuestra comunidad, de nuestra parroquia, de nuestra sociedad.
Nuestra voz profética -hecha más de testimonio vivencial que de palabras- debería ser valiente, comprometida. Si tenemos dificultades, sentiremos un gozo especial en recitar el salmo de hoy: «A ti, Señor, me acojo... sé tú mi roca de refugio, el alcázar donde me salve...
Porque tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza desde mi juventud»...
2. Mateo 13,1-9
Desde hoy hasta el viernes de la semana siguiente vamos a leer el famoso capítulo 13 de san Mateo, el de las parábolas de Jesús: el sembrador y su semilla, el grano de mostaza, la levadura, el tesoro y la perla escondidos, la red que recoge peces buenos y malos.
Las parábolas son relatos inventados, pedagógicos, tomados muchas veces de la vida del campo o del ambiente doméstico, relatos fáciles de entender, porque se refieren a la vida de cada día. En labios de Jesús, contienen una intención religiosa y una lección para que sus oyentes comprendan las líneas-fuerza del Reino, con comparaciones llenas de expresividad.
Una intención que Mateo aplica a la comunidad que va a leer su evangelio, y que ya conoce las vicisitudes que se anuncian en estas parábolas.
a) La primera parábola es la del sembrador: Dios siembra con generosidad. La aplicación, en días sucesivos, se referirá más bien a la clase de terrenos, preparados o no, que acogen esta semilla. Pero, inicialmente, la página de hoy describe al sembrador mismo y la fuerza de la semilla que él siembra en terrenos diversos. Y a pesar de todas las dificultades (los pájaros o las piedras o las zarzas), su semilla al final produce fruto.
Aunque a veces la siembra parezca que ha sido inútil, Jesús nos dice que, a la larga, es fecunda y que no se pierde la semilla de Dios.
b) ¿Somos buenos sembradores? ¿tenemos fe en la fuerza interior de la semilla que sembramos, la Palabra de Dios, y confianza en que, a pesar de todo, Dios hará que dé fruto?
Dios es generoso en su siembra: generoso y universal. También los alejados y los que son víctimas de la secularización creciente de nuestra sociedad, y los que no han recibido formación religiosa, son hijos de Dios y están destinados a la salvación. Dios siembra en el corazón de todos. No va seleccionando de antemano los terrenos. Eso sí, no obliga ni fuerza a nadie a responder a su don.
Cuando Pablo estaba desanimado, porque los habitantes de Corinto, la ciudad pagana, no le hacían mucho caso, escucha la voz de Cristo que le dice: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles, porque yo estoy contigo... yo tengo un pueblo numeroso en esta ciudad» (Hch 18,9-10). Y, en efecto, Pablo se quedó en Corinto año y medio, «enseñando entre ellos la Palabra de Dios» o sea, sembrando en abundancia.
La comunidad cristiana -los pastores y los equipos de catequesis y las familias y todos los fieles- hemos recibido el encargo de que el mensaje de Cristo llegue a todos, a los campos preparados y también a los cubiertos de zarzas. La sociedad actual es claramente pluralista y tendremos que utilizar en nuestra «siembra» el lenguaje adecuado, para niños, jóvenes, mundo rural, ciudades, personas cultas o menos cultas. Lo importante es sembrar, porque la Palabra de Dios tiene una fuerza interior que germina y da fruto también en terrenos hostiles.
La parábola de hoy es una llamada a la esperanza y a la confianza en Dios. Porque la iniciativa la tiene siempre él, y él es quien hace fructificar nuestros esfuerzos. Nosotros tenemos que sembrar sin tacañería y sin desanimarnos fácilmente por la aparente falta de frutos.
«No les tengas miedo, que yo estoy contigo» (1ª lectura II)
«Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza desde mi juventud» (salmo II)
«El resto cayó en tierra bueno y dio grano» (evangelio)
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Jeremías 1,1.4-10
Comienza la lectura de los pasajes tomados del libro del profeta Jeremías. Este, de una familia sacerdotal que moraba no lejos de Jerusalén, desarrolló su ministerio profético durante el período más dramático de la historia del Reino de Judá: el que va desde el intento reformador del rey Josías a la toma de Jerusalén, con la consiguiente deportación a Babilonia (aproximadamente, 526-587 a. de C.).
Si bien no es posible la reconstrucción cronológica exacta de la vida de Jeremías, conocemos, no obstante, mucho de su trabajo interior y de su conciencia del ministerio profético que le había sido confiado, gracias a las páginas autobiográficas e introspectivas que se alternan, en el libro, con los oráculos y las narraciones. La vida misma del profeta tiene valor de oráculo: es palabra viva dirigida por Dios a su pueblo, a fin de que se enmiende y vuelva a caminar por sus sendas.
El relato de la vocación del profeta, que abre el libro y constituye el fragmento litúrgico de hoy, presenta elementos fundamentales característicos de su ministerio. La Palabra del Señor -central en la experiencia religiosa y profética- llega a Jeremías y lo llama a una profunda y comprometida relación con ella (vv. 4-9), habilitándolo para ser servidor autorizado de la misma, más allá de sus propias capacidades reconocidas (v. 6).
Jeremías no deberá temer ni la dura oposición ni la lucha que sostendrá para anunciar la Palabra de Dios: el Señor, que lo ama desde siempre, lo custodia, lo ha elegido (v. 5), lo sostendrá siempre y lo protegerá en su ardua misión (vv. 7ss). Se trata de una misión que no puede contar con el favor de los destinatarios, puesto que Jeremías estará obligado a anunciar, sobre todo, amenazas y castigos (v. 10cd; cf. capítulos 2-25; 46-51), tras los cuales será posible la reconstrucción (v 10e; cf capítulos 30-33).
Evangelio: Mateo 13,1-9
En el capítulo 13 de Mateo encontramos siete parábolas que tienen como objeto el misterio del Reino de Dios. El evangelista sitúa este discurso -el tercero de los cinco con que estructura la predicación de Jesús- detrás de la crisis originada por el conflicto que, poco a poco, se ha ido agudizando entre Jesús, por una parte, y los fariseos y los maestros de la Ley, por otra. Un conflicto condensado en torno a las cuestiones de la observancia del sábado y del origen del poder taumatúrgico de Jesús (cf. Mt 12,1-14.22-32).
Con la primera parábola propuesta en el fragmento litúrgico de hoy, llama Jesús la atención sobre una imagen bien conocida de la gente a la que está hablando, y que revela algo de su misma persona en relación con la Palabra que es él y que ha venido a anunciar. Así como el «sembrador» palestino esparce la semilla en la tierra sin escatimar, así también proclama Jesús la Palabra del Padre a todos, sin distinciones y sin reservas. Es Palabra de vida y ha sido enviado por el Padre para que todos «tengan la vida en abundancia» (cf. Jn 10,10). Ahora bien, del mismo modo que la semilla corre una suerte distinta según el terreno en el que cae, así también la Palabra recibe una acogida diferente según la disponibilidad del corazón de quien la escucha: la experiencia de la predicación realizada por Jesús hasta ahora lo confirma.
El relato de la parábola presenta una conclusión sorprendente, que es, a continuación, su mensaje central: el terreno fértil produce una cosecha abundantísima, más allá de cualquier expectativa razonable. De modo semejante ocurre con la Palabra anunciada por Jesús, que, aunque no despierta el interés esperado e incluso encuentra oposición, tendrá una fecundidad extraordinaria, cosa comprensible sólo por quien tiene fe, por quien reconoce en el Evangelio de Jesús la voluntad del Padre y está dispuesto a acogerla y ponerla en práctica (cf. Mt 12,50).
MEDITATIO
En virtud de nuestra propia experiencia sabemos la gran importancia que tiene la palabra: a través de ella tomamos conciencia de ser personas humanas, comunicamos lo que pensamos y sentimos, recibimos, a nuestra vez, la comunicación del otro, entramos en contacto con el patrimonio cultural del pasado, conocemos mundos alejados del nuestro... Nuestra misma experiencia de la fe pone en el centro la palabra, desde el mismo momento en que Dios, el inefable, se ha hecho Palabra para que nosotros pudiéramos entrar en relación con él. Ha aceptado los límites de la palabra humana a fin de «decirse» y revelarse de un modo comprensible para nosotros. Se ha hecho tan cercano a nuestra experiencia cotidiana que podemos terminar por confundir su voz con el rumor de la charla confusa y bulliciosa o con el estruendo de decenas de decibelios que marca nuestra «cultura» del ruido. El Señor sigue viniendo hoy a nuestro encuentro dirigiéndonos la Palabra a cada uno de nosotros de manera personal. Y es que incluso cuando Dios habla a la muchedumbre tiene presente a la persona, con su verdad individual.
Todos y cada uno de nosotros somos conocidos, amados, elegidos -de modo semejante a Jeremías-. Cada uno de nosotros es objeto de confianza, como el campo en el que el sembrador esparce la semilla sin parsimonia. A todos y a cada uno de nosotros le repite la invitación a la amistad, a la familiaridad confidente con él. Tal vez prefiramos considerar todo esto como algo imposible porque intuimos que acoger la propuesta de Dios es comprometedor: exige que nos dejemos transformar por esa misma Palabra y nos convirtamos en «palabra» para los otros. Dios se compromete el primero y nos dice: «No temas, yo estaré contigo». Su presencia garantiza la abundancia del fruto.
ORATIO
Me conmueve, Señor, tu ternura conmigo, la confianza que me demuestras y con la que me acompañas desde el primer momento en que empecé a existir. Me vienen a la mente las palabras del salmista: «Tú conoces lo profundo de mi ser, nada mío te era desconocido cuando me iba formando en lo oculto y tejiendo en las honduras de la tierra» (Sal 139,14-15). Gracias, Señor, por tanta atención: ése es tu estilo, tu modo de obrar. Ayúdame a no olvidarlo cuando, frente a ciertos acontecimientos de la vida, reacciono denunciando tu ausencia o incluso sintiéndote hostil.
Me tienes en tanta estima que me has llamado para colaborar contigo. Me confías lo más precioso que tienes, la Palabra, que está al comienzo de todo: de la creación, de la redención, de la santificación. Perdóname, te lo ruego, la superficialidad con que me pongo ante tu don y ante la misión que me propones. Perdóname las incertidumbres y las resistencias. Estas expresan que vivo más replegado en mí mismo que «capturado» en mi corazón por la gran benevolencia que me muestras.
CONTEMPLATIO
Imita a la tierra, oh hombre, y produce también tú tus frutos para no ser inferior a las cosas materiales. La tierra produce frutos, pero no puede gozarlos y los produce para tu beneficio. Tú, en cambio, puedes recoger para tu propio beneficio todo lo que vas produciendo. Si has dado al hambriento, se vuelve tuyo todo lo que le has dado; más aún: vuelve a ti incrementado. En efecto, del mismo modo que el trigo que cae en tierra actúa en beneficio de aquel que lo ha sembrado, así también el pan dado al hambriento reporta muchos beneficios. Que lo que constituye su fin para la agricultura sea, pues, para ti el criterio de la siembra espiritual. Tú no conoces más que una frase: «No tengo nada y no puedo dar nada, porque no tengo bienes». En efecto, eres verdaderamente pobre; es más, estás privado de todo verdadero bien. Eres pobre de amor, pobre de humanidad, pobre de fe en Dios, pobre de esperanza en las realidades eternas. Muéstrate activo en el bien. Entonces te aprobará Dios, te alabarán los ángeles, te proclamarán bienaventurado todos los hombres que han existido desde la creación del mundo en adelante (Basilio Magno, Homilía sobre la caridad 3, 6, en PG 266-267.275).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Tú me conoces, oh Dios, y me amas desde siempre» (cf. Jr 1,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
«Entré en aquella capilla por casualidad, sin angustias metafísicas, sin inquietudes, sin problemas personales, sin disgustos amorosos: no era yo más que un ateo tranquilo, marxista, un joven despreocupado y un poco superficial que tenía en su programa aquella noche un encuentro galante», me contó también a mí. «Salí de allí diez minutos después, tan sorprendido de encontrarme de repente católico como lo hubiera estado si me hubiera descubierto jirafa o cebra a la salida del zoo. Precisamente porque sabía que nadie me habría creído, callé durante más de treinta años, trabajé duro para hacerme un nombre como periodista y escritor y poder esperar así no ser tomado por loco cuando hubiera pagado mi deuda: contar lo que me había sucedido». Para algunos, este hombre [André Frossard] es un problema; para otros, un enigma: un periodista de éxito, uno de los más conocidos y temidos de Francia, que sale con un libro en el que anuncia, con una seguridad inexpugnable, que Dios es una evidencia, un hecho, una Persona encontrada de manera inesperada por el camino [...].
«La Cosa» tuvo lugar en Sudamérica, en un congreso: una caída sobre el borde de cemento de una piscina, una fractura, la larguísima espera de socorro. [Louis Pawels] añade: «Estaba solo, todos habían vuelto al albergue para la comida. Mientras me desplomaba en tierra, sentí que no estaba cayendo por casualidad: advertí con claridad que «Alguien» me había empujado. Y lo había hecho para decirme «algo». Yacía abandonado sobre el cemento, fracturado. El dolor era lancinante; sin embargo, me invadió una inmensa, una inexplicable alegría. Cuando, por fin, acudió alguien y me llevaron en camilla, mi cuerpo estaba herido, pero mi alma exultaba. Era como si aconteciera el nacimiento de Cristo para mí, en aquel mismo momento: era mi Navidad, una Navidad en septiembre. Por vez primera en mi vida, conocí la alegría» (V. Messori, Inchiesta sul cristianesimo, Turín 1987).