Miércoles XVI Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 24 julio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ex 16, 1-5. 9-15: Yo haré llover pan del cielo
Sal 77, 18-19. 23-24. 25-26. 27-28: El Señor les dio pan del cielo
Mt 13, 1-9: Cayó en tierra buena y dio grano
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Éxodo 16, 1-5.9-15: Yo haré llover pan del cielo. El maná en el desierto como alimento del pueblo israelita. Cristo lo contrapuso al Pan que Él había de dar: la Eucaristía (Jn 6,58). Comenta San Agustín:
«El Señor se presentaba de tal forma que parecía superior a Moisés; jamás tuvo Moisés la audacia de decir que él daba un alimento que no perece, que permanece hasta la vida eterna. Jesús promete mucho más que Moisés. Este prometía un reino, una tierra con arroyos de leche y miel, una paz temporal, hijos numerosos, la salud corporal y todos los demás bienes temporales...; llenar su vientre aquí en la tierra, pero de manjares que perecen; Cristo, en cambio, prometía un manjar que, en efecto, no perece, sino que permanece eternamente» (Tratado 25,12, sobre el Evangelio de San Juan).
–Decimos con el Salmo 77: «El Señor les dio pan del cielo... Tentaron a Dios en sus corazones... Pero Dios hizo llover sobre ellos maná, les dio un trigo celeste. Y el hombre comió pan de ángeles...». La historia de Israel, resumida a grandes rasgos en este largo Salmo de 72 versículos, es, en último término, la historia de la alianza de Dios con su pueblo, marcada por la fidelidad inquebrantable de Dios y por las deficiencias humanas. Dios no se muda, pero el hombre puede endurecerse de tal modo en su obstinación que llegue un día a hacer infructuosos los infinitos dones de un Dios que es todo Amor.
La vida cristiana en el desierto de este mundo tiene mucho que ver con las infidelidades y conversiones del pueblo israelita. Sólo una fe viva puede mantener firme la alianza con Dios. Para llegar a vivir profundamente esta fe nada mejor que alimentarse con el verdadero maná llovido del cielo, el verdadero pan de los ángeles: la sagrada Eucaristía, que es la realización perfecta de la nueva Alianza, la Alianza entre Dios y su pueblo.
Cristo vino a llevar a cabo el cumplimiento de la liberación iniciada en Egipto y redimir de la esclavitud del pecado, no sólo a los israelitas, sino a todos los pueblos, haciéndolos pasar por medio de las aguas del bautismo a una vida nueva y sobrenatural (Jn 3,5.16-17). Él era la fuente de aguas vivas para apagar la sed de los hombres (Jn 4,10; 1 Cor 10,4). Él era la nube luminosa que debía guiar al pueblo a la salvación (Jn 8,12). Él era el Pan vivo bajado del cielo para alimentar a los hombres en la travesía por el desierto de este mundo (Jn 6,35). Él vino para aniquilar las potencias del mal, aplacar la cólera de Dios, tomando sobre Sí las plagas y el castigo debido a los hombres (Is 53,4-5).
–Mateo 13, 1-9: Cayó en tierra buena y dio grano. San Juan Crisóstomo dice:
«Habiendo, pues, dicho el Señor los modos de perdición, pone, finalmente la tierra buena, pues no quiere que desesperemos, y nos da esperanza de penitencia, haciéndonos ver que de camino y rocas y espinas puede el hombre pasar a ser tierra buena. Sin embargo, si la tierra era buena y el sembrador el mismo y las semillas las mismas, ¿cómo es que una dio ciento, otra sesenta y otra treinta? Aquí también la diferencia depende de la naturaleza de la tierra, pues aun donde la tierra es buena, hay mucha diferencia de un corro a otro. Ya veis que no tiene la culpa el sembrador ni la semilla, sino la tierra que la recibe, y no por causa de la naturaleza, sino de la intención y disposición. Mas también aquí se ve la benignidad de Dios que no pide una medida única de virtud, sino que recibe a los primeros, no rechaza a los segundos y da también lugar a los terceros. Mas si así habla el Señor, es porque no piensen los que le siguen que basta con oír para salvarse» (Homilía 44,4 sobre San Mateo).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Éxodo 16,1-5.9-15
a) El pueblo ya se ha olvidado de la victoria del Mar Rojo y de la fidelidad de Dios. Ahora le toca experimentar la dureza del desierto y empieza de nuevo a protestar.
El peor enemigo de Moisés, a la hora de conducir al pueblo hacia la libertad, es el pueblo mismo, no los egipcios al principio o los enemigos que encuentran en el camino.
Esta vez tienen hambre, porque el desierto es escaso en medios de subsistencia. Pero Dios, una vez más, se muestra cercano. Se sirve de dos fenómenos naturales que, por su oportunidad, fueron interpretados como actuaciones prodigiosas de Dios para con su pueblo. Una bandada de codornices que emigran y se ponen al alcance de los israelitas, y el maná, una especie de resina comestible de algún árbol o alguna clase de rocío alimenticio. El nombre le viene de la exclamación de los israelitas: «¿qué es esto?», que en su lengua suena: «man-hú»?
El salmo 77, que rezamos hoy, se hace eco del relato: «el Señor les dio pan del cielo... e hizo llover carne como una polvareda y volátiles como arena del mar». Dios siempre aparece dispuesto a ayudar a su pueblo.
b) Las diversas esclavitudes tienen también sus aspectos gratificantes. Y puede ser que, en nuestra vida, más o menos conscientemente, no queramos ser salvados. O que las personas a las que intentamos ayudar en su liberación ni siquiera sepan que necesitan ser salvadas. Más o menos como los israelitas, añoramos la «olla de carne» de Egipto y el pan «hasta hartarnos». Los ídolos, a pesar de la esclavitud, pueden resultar más interesantes. Porque el ponerse en marcha, y la aventura del desierto, y la incomodidad que lleva consigo la libertad, pueden infundir miedo.
También podemos reflexionar sobre nuestra capacidad de encajar las dificultades de la vida. ¿Cómo soportamos la dureza del camino? A todos nos pasa que, algunos días, todo nos sale mal y parece que se oscurece el sol y no sentimos ni la cercanía de Dios ni la de los demás. ¿Cómo reaccionamos: murmurando siempre, como el pueblo de Israel? ¿o sabemos ser fuertes ante las adversidades, sin culpar siempre a Dios, sin perder la confianza?
Para el camino de nuestro desierto tenemos un alimento especial. Fue el mismo Cristo quien relacionó la Eucaristía con el maná del desierto (Jn 6,31 ss). Los interlocutores de Jesús le dicen: «nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: pan del cielo les dio a comer». Y Jesús, que acaba de multiplicar los panes para dar de comer a la multitud, se presenta a sí mismo como el Pan: «en verdad os digo, no fue Moisés quien os dio el pan del cielo: es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo... Yo soy el pan de la vida. Y el pan que yo os voy a dar es mi carne por la vida del mundo».
El maná y las codornices que Dios nos regala para nuestro camino, hoy, son: su Palabra, la Eucaristía que es el Pan de vida (nosotros sí que podemos decir con el salmo 77: «nos dio pan del cielo»), y la ayuda de las demás personas que comparten nuestra vida y con las que hacemos camino en común.
2. Mateo 13,1-9
Desde hoy hasta el viernes de la semana siguiente vamos a leer el famoso capítulo 13 de san Mateo, el de las parábolas de Jesús: el sembrador y su semilla, el grano de mostaza, la levadura, el tesoro y la perla escondidos, la red que recoge peces buenos y malos.
Las parábolas son relatos inventados, pedagógicos, tomados muchas veces de la vida del campo o del ambiente doméstico, relatos fáciles de entender, porque se refieren a la vida de cada día. En labios de Jesús, contienen una intención religiosa y una lección para que sus oyentes comprendan las líneas-fuerza del Reino, con comparaciones llenas de expresividad.
Una intención que Mateo aplica a la comunidad que va a leer su evangelio, y que ya conoce las vicisitudes que se anuncian en estas parábolas.
a) La primera parábola es la del sembrador: Dios siembra con generosidad. La aplicación, en días sucesivos, se referirá más bien a la clase de terrenos, preparados o no, que acogen esta semilla. Pero, inicialmente, la página de hoy describe al sembrador mismo y la fuerza de la semilla que él siembra en terrenos diversos. Y a pesar de todas las dificultades (los pájaros o las piedras o las zarzas), su semilla al final produce fruto.
Aunque a veces la siembra parezca que ha sido inútil, Jesús nos dice que, a la larga, es fecunda y que no se pierde la semilla de Dios.
b) ¿Somos buenos sembradores? ¿tenemos fe en la fuerza interior de la semilla que sembramos, la Palabra de Dios, y confianza en que, a pesar de todo, Dios hará que dé fruto?
Dios es generoso en su siembra: generoso y universal. También los alejados y los que son víctimas de la secularización creciente de nuestra sociedad, y los que no han recibido formación religiosa, son hijos de Dios y están destinados a la salvación. Dios siembra en el corazón de todos. No va seleccionando de antemano los terrenos. Eso sí, no obliga ni fuerza a nadie a responder a su don.
Cuando Pablo estaba desanimado, porque los habitantes de Corinto, la ciudad pagana, no le hacían mucho caso, escucha la voz de Cristo que le dice: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles, porque yo estoy contigo... yo tengo un pueblo numeroso en esta ciudad» (Hch 18,9-10). Y, en efecto, Pablo se quedó en Corinto año y medio, «enseñando entre ellos la Palabra de Dios» o sea, sembrando en abundancia.
La comunidad cristiana -los pastores y los equipos de catequesis y las familias y todos los fieles- hemos recibido el encargo de que el mensaje de Cristo llegue a todos, a los campos preparados y también a los cubiertos de zarzas. La sociedad actual es claramente pluralista y tendremos que utilizar en nuestra «siembra» el lenguaje adecuado, para niños, jóvenes, mundo rural, ciudades, personas cultas o menos cultas. Lo importante es sembrar, porque la Palabra de Dios tiene una fuerza interior que germina y da fruto también en terrenos hostiles.
La parábola de hoy es una llamada a la esperanza y a la confianza en Dios. Porque la iniciativa la tiene siempre él, y él es quien hace fructificar nuestros esfuerzos. Nosotros tenemos que sembrar sin tacañería y sin desanimarnos fácilmente por la aparente falta de frutos.
«El Señor les dio pan del cielo» (salmo I)
«El resto cayó en tierra bueno y dio grano» (evangelio).