Martes XVI Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 18 julio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Miq 7, 14-15. 18-20: Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos
Sal 84, 2-4. 5-6. 7-8: Muéstranos, Señor, tu misericordia
Mt 12, 46-50: Señalando con la mano a los discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Miqueas 7,14-15.18-20: Arrojará en lo hondo del mar todos nuestros delitos. Una plegaria, pidiendo la piedad del pueblo precede a un Salmo que glorifica al Señor. Dios no es indiferente al pecado, pero, no por ello deja de ser fiel a la alianza. Dios no deja de amar a su pueblo. El descubrimiento más importante de los israelitas en el exilio es que Dios les sigue siendo fiel y fundamentalmente benévolo. La fidelidad Dios se convierte de esta forma en misericordia, en perdón y en gracia. Escribe San Jerónimo:
«Habla Dios Padre a su Hijo, esto es, a nuestro Señor Jesucristo, para que, como Buen Pastor que da la vida por su ovejas (Jn 10,17), apaciente a su pueblo con su cayado y a las ovejas de su heredad. Y no pensemos que las ovejas y los pueblos son los mismos; en otro lugar vemos: «nosotros somos su pueblo, el rebaño que él guía» (Sal 94,7). El pueblo se refiere a aquéllos que son razonables, las ovejas a aquellos que, no usando aún su razón, se contentan con su simplicidad y se dice que son la heredad de Dios» (Comentario a este pasaje de Miqueas).
–La permanencia del amor de Dios hacia su pueblo a pesar de la infidelidad de éste es el motivo principal del Salmo 84 escogido como Salmo responsorial de la lectura anterior. Contra lo que se ha escrito, el hombre moderno es muy sensible a la misericordia y al perdón. La misericordia de Dios invita a la conversión, al cambio de mentalidad e impulsa a quien de ella se beneficia a practicar a su vez la misericordia. No tiene nada de alienante, sino que es una llamada a asumir responsabilidades precisas. Esto es muy necesario en nuestros días.
Este salmo es uno de los más bellos del Salterio: «Muéstranos, Señor, tu misericordia... Has sido bueno con tu tierra, has restaurado la suerte de Jacob, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados, has suprimido tu cólera...» Todo esto se cumplió de modo especialísimo con la venida de Cristo. Por esto tiene tanto relieve este Salmo en el tiempo litúrgico de Adviento-Navidad. Allí se exalta con fervor la misericordia divina, pues jamás se ha manifestado tan grande y sublime.
–Mateo 12,46-50: Estos son mi madre y mis hermanos, dijo Jesús señalando a sus discípulos. La primacía espiritual está sobre la carne. San Agustín ha comentado muchas veces este evangelio:
«Mientras trataba algunas cosas del reino de los cielos con sus discípulos, la madre estaba fuera y se le dijo que estaba allí. Digo que le anunciaron que su madre con sus hermanos, esto es, con sus parientes, estaba fuera. ¿Qué madre? Aquella madre que le concibió por la fe, aquella madre que, permaneciendo virgen, le dio a luz, aquella madre fiel y santa, estaba fuera y se lo anunciaron. Si Él hubiera interrumpido las cosas que trataba y hubiera salido a su encuentro, habría edificado en su corazón un afecto humano, no divino.
«Para que tú no escucharas a tu madre, cuando te retrae del reino de los cielos, Él, por hablar del reino de los cielos, desdeñó hasta a la buena María. Si Santa María, queriendo ver a Cristo, es desdeñada, ¿qué madre habrá de ser oída cuando impide ver a Cristo? Recordemos lo que entonces respondió cuando le anunciaron que su madre y sus hermanos, esto es, los parientes de su familia, estaban fuera. ¿Qué respondió?... extendiendo la mano a sus discípulos, estos son, dijo, mis hermanos. «Quien hace la voluntad de mi Padre que me envió es para Mí un hermano, hermana y madre» (Mt 12,48-50). Rechazó la sinagoga de la que fue engendrado, y encontró a los que Él engendró. Y si los que hacen la voluntad del que le envió son madre, hermano y hermana, queda comprendida su Madre María» (Sermón 65,A,6).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Miqueas 7,14-15.18-20
a) Esta tercera y última página de Miqueas es más esperanzadora que las anteriores.
Es una mezcla de afirmaciones proféticas y de súplica ante Dios, ensalzando su misericordia. La confianza del profeta se basa en que Dios seguirá siendo fiel a las promesas que había hecho, ya desde Abrahán, y que pastoreará al pueblo de su heredad.
Pero, sobre todo, se basa en que Dios seguirá haciendo lo que sabe hacer mejor: perdonar.
Es un retrato entrañable: «¿qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado?... se complace en la misericordia... arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos».
b) Los que hemos escuchado, además de la voz de los profetas, lo que nos dice Jesús sobre el amor de Dios -describiéndolo como el padre del hijo pródigo o como el pastor que busca la oveja descarriada- tenemos todavía más motivos para dejarnos llenar de esperanza y alegrarnos con esta noticia de la misericordia de Dios.
Si tenemos a mano la encíclica de Juan Pablo II «Dives in misericordia» «Rico en misericordia» (de 1980), nos haría mucho bien releerla.
Para nosotros mismos, también necesitamos oir esta buena noticia, porque todos somos débiles y nos alegramos del perdón de Dios. La Eucaristía la solemos empezar con la invocación «Señor, ten piedad». Y, sobre todo, en el sacramento de la Reconciliación participamos de la victoria que Jesús consiguió en su cruz contra el pecado y el mal.
Y para los demás, porque no tenemos que cansarnos de proclamar esta bondad de Dios para con los débiles y pecadores. Dios deja siempre abierta la puerta a la misericordia y a la rehabilitación de las personas y de los pueblos.
El salmo refleja bien la idea del profeta y nuestros sentimientos de confianza: «Señor, has sido bueno con tu tierra, has perdonado la culpa de tu pueblo, has sepultado todos sus pecados... muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación».
La última palabra de la historia no es nuestro pecado, sino, como nos dice Miqueas, el amor perdonador de Dios.
2. Mateo 12,46-50
a) El episodio es sencillo: la madre y los parientes de Jesús quieren saludarle, y alguien se lo viene a decir.
Jesús, quien, seguramente, luego les atendería con toda amabilidad, aprovecha para anunciarnos el nuevo concepto de familia que se va a establecer en torno a él. No van a ser decisivos los vínculos de la sangre: «el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre».
Naturalmente, no niega los valores de la familia humana. Pero aquí le interesa subrayar que la Iglesia es suprarracial, no limitada a un pueblo, como el antiguo Israel. La familia de los creyentes no se va a fundar en criterios de sangre o de raza. Los que creen en Jesús y cumplen la voluntad de su Padre, ésos son su nueva familia. Incluso a veces, si hay oposición, Jesús nos enseñará a renunciar a la familia y seguirle, a amarle a él más que a nuestros propios padres.
b) Jesús habla de nosotros, los que pertenecemos a su familia por la fe, por el Bautismo, por nuestra inserción en su comunidad. Eso son nuestro mayor titulo de honor.
Pero también podemos aceptar otra lección: pertenecer a la Iglesia de Jesús no es garantía última, ni la prueba de toque de que, en verdad, seamos «hermanos y madre» de Jesús. Dependerá de si cumplimos o no la voluntad del Padre. La fe tiene consecuencias en la vida. Los sacramentos, y en particular la Eucaristía, piden coherencia en la conducta de cada día, para que podamos ser reconocidos como verdaderos seguidores y familiares de Jesús.
Como María, la Madre, que entra en pleno en esta nueva definición de familia, porque ella sí supo decir -y luego cumplir- aquello de «hágase en mi según tu palabra». Aceptó la voluntad de Dios en su vida. Los Padres decían que fue madre antes por la fe que por la maternidad biológica. Es el mejor modelo para los creyentes.
Cuando acudimos a la Eucaristía, a veces no conocemos a las personas que tenemos al lado. Pero también ellas son creyentes y han venido, lo mismo que nosotros, a escuchar lo que Dios nos va a decir, a rezar y cantar, a celebrar el gesto sacramental de la comunión con el Resucitado. Ahí es donde podemos acordarnos de que la familia a la que pertenecemos como cristianos es la de los creyentes en Jesús, que intentan cumplir en sus vidas la voluntad de Dios.
Por eso, todos con el mismo derecho podremos elevar a Dios la oración que Jesús nos enseñó: «Padre nuestro, que estás en el cielo...».
«Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos» (1ª lectura II)
«Muéstranos tu misericordia y danos tu salvación» (salmo II)
«El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (evangelio)
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Miqueas 7,14-15.18-20
Este pasaje constituye la conclusión del libro de Miqueas, pero se remonta en realidad, según el parecer concorde de los exégetas, al período postexílico. El pueblo vuelve a la tierra de Canaán, pero la encuentra inhóspita, muy diferente de la anhelada por los oráculos proféticos, que habían sostenido la esperanza del retorno entre los exiliados. A los repatriados les han dejado las zonas menos fértiles y más inaccesibles, mientras que los pueblos vecinos ocupan lo mejor del territorio que una vez había pertenecido a Israel. De ahí la invitación dirigida a YHWH para que, como pastor, conduzca al pueblo -su rebaño- a pastos mejores, como lo hizo en otro tiempo, cuando los guió desde la esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra prometida, obrando signos maravillosos.
La nueva evocación de las mirabilia Dei en tiempos del Exodo conduce de nuevo al acontecimiento de la alianza, que hizo conocer a Israel, por una parte, el amor del Señor y, por otra, su propia identidad de pueblo, y de pueblo de Dios. Eso es precisamente lo que los repatriados necesitan encontrar y experimentar de nuevo.
El pasaje concluye alabando la misericordia de Dios, que perdona las culpas con facilidad (v. 18), porque él mismo se ha dado a conocer como «lento a la ira y rico en benevolencia» (Ex 34,6). El Dios del Exodo se había manifestado como alguien que goza dispensando dones a los hombres y no busca su castigo, sino su conversión al amor. Por eso está seguro el orante de que Dios echará las culpas en el fondo del mar (v. 19), del mismo modo que serán precipitados al mar los enemigos del pueblo.
La oración se vuelve explícita: Dios es fiel a la alianza estipulada ya en los tiempos antiguos con los patriarcas, aunque declarada válida y eficaz para las generaciones futuras (v. 20; cf. Gn 15,18).
Evangelio: Mateo 12,46-50
Jesús estaba hablando a la gente cuando llegan sus familiares a hablar con él. Y Jesús, al plantear la cuestión de quiénes son sus parientes, declara la condición de los nuevos vínculos de los que son engendrados de Dios, y no de la carne y de la sangre (cf. Jn 1,13): la escucha y la puesta en práctica de su Palabra. Los fariseos y los maestros de la Ley, que no creen en él, quedan encerrados en la búsqueda de un signo y no se dan cuenta de que está presente la realidad misma, mucho mayor que cualquier signo (cf. Mt 12,38-42). Los discípulos, que escuchan su Palabra, se abren a la comunión más profunda posible con él, según la experiencia humana: la que mantenemos con nuestra madre y nuestros consanguíneos.
Jesús mismo es la Palabra: quien le recibe llega a ser en él hijo del Padre. Hacer la voluntad del Padre es la condición que debe cumplir el hijo auténtico; como él, que ha venido al mundo no para hacer su propia voluntad, sino la del Padre, que le ha enviado (cf. Jn 6,38). Al decir esto, pone Jesús de relieve la grandeza de su madre, María, que lo engendró según la carne precisamente haciéndose discípula, acogiendo la voluntad del Padre: «Aquí está la esclava del Señor, que me suceda según dices» (Lc 1,38).
MEDITATIO
La maravilla más grande es que Dios nos considere «de su casa», como familia suya. Tal vez estemos demasiado poco habituados a esta verdad y dejemos perder sus implicaciones, como un muchacho al que le parece que le son debidas las atenciones de sus padres y, en consecuencia, sólo adelanta pretensiones. Dios, a buen seguro, es fiel a su don de amor: nos ofrece en todo momento el perdón y la salvación. Ahora bien, ¿cómo nos situamos nosotros en la relación con él? Jesús dice con toda claridad que quien cumple la voluntad del Padre entra en comunión con él. Vale la pena preguntarse cuánto nos interesa la voluntad del Padre y cómo intentamos conocerla. Es preciso que estemos muy atentos a no confundir la voluntad de Dios con nuestro punto de vista personal, con nuestro propio modo de sentir. Dios nos ha dado a conocer su voluntad, en primer lugar, comunicándonos su Palabra. En Jesús nos ha dicho todo lo que quería decirnos. ¿Conocemos la Sagrada Escritura? ¿Cómo hacemos para conocer cada vez mejor esta «carta de Dios a los hombres»? Conocer implica «hacer»: ¿cómo hacemos para crecer en la coherencia? ¿Examinamos nuestra vida a la luz de la Palabra del Señor, tal vez con alguien que nos acompañe en el camino de la fe?
ORATIO
Cuando rezo con las palabras que Jesús nos enseñó, repito: «Hágase tu voluntad». Te pido -¿pero me doy cuenta de verdad?- que tú, oh Dios, realices tu voluntad, que es amor, que es salvación para todos nosotros. Sin embargo, pienso poco que esta voluntad tuya me interpela también a mí, porque quieres implicarme en tu designio de salvación. Y no como a un extraño, sino como a un familiar. Te confieso, Dios mío, la indiferencia de que hago gala ante todo esto: ni siquiera me doy cuenta de que soy «de los de tu casa». Perdona esta torpeza mía, ten piedad de mi mezquindad.
El mayor prodigio que puedes realizar, mayor incluso que los que llevaste a cabo en el Éxodo, es continuar llamando a mi puerta, rozar las cuerdas de mi corazón hasta que brote la nostalgia de la comunión contigo, de la intimidad familiar contigo, de la amistad contigo, que colma cualquier abismo interior. Entonces, Dios mío, no encontraré nada más deseable que tu voluntad, exigente también, pero bella. Y te gritaré, con insistencia, hasta que me hayas respondido: Señor, ¿qué quieres que haga?
CONTEMPLATIO
No debemos ser sabios y prudentes según la carne; debemos ser más bien sencillos, humildes y puros. Nunca debemos desear estar sobre los otros; antes bien, debemos ser siervos y estar sometidos a toda criatura humana por amor a Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que se comporten de este modo, siempre que hagan tales cosas y perseveren en ellas hasta el final, reposará el Espíritu del Señor, y en ellos establecerá su habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, y harán sus obras, como esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se desposa con Jesucristo mediante la acción del Espíritu Santo. Somos hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo. Somos madres cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo por medio del amor y la pura y sincera conciencia, y lo engendramos por medio del santo obrar, que debe resplandecer como ejemplo para los otros. ¡Oh, cuán glorioso y santo, consolador, bello y admirable es tener semejante Esposo! ¡Oh, cuán santo, cuán delicioso, agradable, humilde, pacifico, suave y amable y deseable por encima de cualquier cosa es tener tal hermano e hijo! (Francisco de Asís, Carta a todos los fieles).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«El que cumple la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (cf. Mt 12,50).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Entre las palabras duras que tienen un sello de autenticidad, encontramos un episodio rara vez recordado, porque es así insoportable para nuestra mentalidad moderna, y tal vez lo fuera también para los espíritus antiguos. Los parientes de Jesús, tras enterarse de lo que estaba pasando, llegaron para llevárselo con ellos diciendo: «¡Está loco!». Y los escribas, venidos de Jerusalén, dijeron: «Está poseído por el demonio». Sobrevinieron su madre y sus hermanos. Estos, quedándose aparte, lo mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor. Le dijeron: «¡Oye! Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que quieren hablar contigo». El respondió: «¿Quién es mi madre, quiénes son mis hermanos?».
Para comprender este pasaje debemos recordar que Moisés había mandado condenar a muerte a los falsos profetas, a los magos que hacían milagros. Además, en aquellos tiempos estaba admitida la responsabilidad colectiva, de suerte que los padres eran responsables si no denunciaban a su hijo como falso profeta. Desde esos presupuestos, podemos comprender el comportamiento de la gente de Nazaret. Es preciso volver inocuo a Jesús, impedir que se pierda. Y no sólo él, sino también los suyos, posiblemente todo el pueblo. De ahí que los hermanos de Jesús, llevando con ellos a la Virgen, le pidan que renuncie a su locura, o sea, a su misión.
Jesús es abandonado por sus paisanos. Es sospechoso frente a las autoridades, que han venido hasta su tierra para desarrollar una investigación. Pero eso no es nada aún. Lo más duro es que los suyos quieren aislarlo, hacerlo pasar por un extravagante. Jesús sufre al ver que su misión no es comprendida por aquellos que le son más próximos, por aquellos que, durante treinta años, le han visto vivir en un pueblo donde nada queda oculto. Entonces Jesús, posando la mirada sobre aquellos que estaban en círculo a su alrededor, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Nunca se ha negado la dureza de estas palabras. En realidad, equivalen a aquellas otras de san Juan al comienzo de su evangelio: «Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios» (J. Guitton, Il Vangelo nella mia vita, Brescia 1978).