Lunes XVI Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 18 julio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Miq 6, 1-4. 6-8: Te ha explicado, hombre, lo que Dios desea de ti
Sal 49, 5-6. 8-9. 16bc-17. 21 y 23: Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios
Mt 12, 38-42: Cuando juzguen a esta generación, la reina del Sur se levantará
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Miqueas 6,1-4.6-8: Te he explicado, hombre, lo que Dios desea de ti. Al revisar el proceso de su pueblo, recuerda Dios con amargura todos los beneficios que le ha prodigado. Entonces el fiel interroga al profeta que le indique cuál es el camino preferido de Dios. Clemente de Alejandría dice:
«Todo el que se convierte del pecado a la fe, se convierte de las costumbres de pecador, que son como una madre, a la vida; así me lo dirá el testimonio de uno de los doce profetas cuando dice: «Habré de dar a mi primogénito por causa de mi impiedad, el hijo de mi vientre por causa de los pecados de mi alma» (Miq 6,7)» (Stromata, III,16,100).
El profeta es bien claro: «Pueblo mío, ¿qué te hice o en qué te molesté? Respóndeme. Te saqué de Egipto, de la esclavitud te redimí, y envié delante de ti a Moisés, Aarón y Miriam». Esto nos evoca los llamados Improperios del Viernes Santo en la liturgia romana. Es una lección para nosotros, pues nos ha hecho mayores dones. ¿Cómo correspondemos? Sigue el profeta: «Te he explicado, hombre, el bien, lo que Dios desea de ti: simplemente que respetes el derecho, que ames la misericordia y que andes humilde con tu Dios».
–El Salmo 49 reza: «Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios». «Congregadme a mis fieles que sellaron mi pacto con un sacrificio. Proclame el cielo su justicia: Dios en persona va a juzgar. No te reprocho tus sacrificios, pues siempre están tus holocaustos ante Mí. Pero no aceptaré un becerro de tu casa ni un cabrito de tus rebaños. ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos? Esto haces, ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara. El que me ofrece acción de gracias, ése me honra, al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios».
–Mateo 12,38-42: La reina del Sur se levantará contra esta generación en el juicio. A los que piden una señal espectacular de que Él es el Mesías, Jesús les asegura de que no se les dará otra señal que la de Jonás, el profeta de la penitencia y símbolo de la resurrección. San Agustín comenta:
«El mismo Salvador mostró que el profeta Jonás, arrojado al mar y engullido en el vientre de un monstruo marino y vomitado vivo al tercer día, es figura del mismo Salvador. Era denunciado el pueblo judío por comparación con los ninivitas, pues cuando fue enviado a ellos para fustigarlos el profeta Jonás, hicieron penitencia, aplacaron la cólera de Dios y merecieron misericordia. Dijo: «y aquí hay uno más que Jonás» (Mt 12,41), refiriéndose a Sí mismo. Los ninivitas oyeron al siervo y consiguieron sus caminos; los judíos oyeron al Señor y no sólo no se corrigieron, sino que además lo asesinaron... » (Sermón A,1).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Miqueas 6,1-4.6-8
a) El sábado pasado dimos comienzo a la lectura de Miqueas, con una denuncia muy seria de los fallos de las clases dirigentes.
La página de hoy nos presenta una querella judicial de Dios contra su pueblo. Un pleito en el que Dios no se presenta como juez -no tendría más remedio que condenar al pueblo-, sino como parte querellante, poniendo como testigos a los montes y a la tierra. La queja de Dios es bien explicable: ha liberado al pueblo de la esclavitud, le ha ayudado siempre, y ahora sólo recibe ingratitud y distracción.
El profeta pone en boca del pueblo un tímido intento de conversión, pero con poco acierto, porque pretende calmar a Dios con holocaustos de animales, o incluso sacrificándole a sus propios primogénitos. El profeta les recuerda lo que han de hacer según la alianza que había pactado con Dios: «que respetes el derecho, que ames la misericordia, que andes humilde con tu Dios». En resumen, que sean misericordiosos con el prójimo y humildes ante Dios.
El salmo insiste en la misma idea: «no te reprocho tus sacrificios, pero no aceptaré un becerro de tu casa... ¿Por qué tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza y te echas a la espalda mis mandatos?».
b) Este pleito de Dios contra su pueblo nos recuerda las «lamentaciones» que cantamos el Viernes Santo mientras vamos pasando a adorar la Cruz: «Pueblo mío, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!».
No tenemos que pensar siempre en el pueblo judío y su ingratitud, sino en nosotros mismos, que hemos sido favorecidos aun más que ellos y podemos merecer la queja de Dios.
Tal vez necesitamos que nos recuerden que ser misericordiosos con los demás y humildes en la presencia de Dios es la mejor actitud que se nos pide como personas creyentes.
2. Mateo 12, 38-42
a) A Jesús no le gustaba que le pidieran milagros. Los hacía con frecuencia, por compasión con los que sufrían y para mostrar que era el enviado de Dios y el vencedor de todo mal. Pero no quería que la fe de las personas se basara únicamente en las cosas maravillosas, sino, más bien, en su palabra: «si no véis signos, no creéis» (Jn 4,48).
Además, los letrados y fariseos que le piden un milagro ya habían visto muchos y no estaban dispuestos a creer en él, porque cuando uno no quiere oír el mensaje, no acepta al mensajero. Le interpretaban todo mal, incluso los milagros: los hacía «apoyado en el poder del demonio». No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Jesús apela, esta vez, al signo de Jonás, que se puede entender de dos maneras. Ante todo, por lo de los tres días: como Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días, así estará Jesús en «el seno de la tierra» y luego resucitará. Ese va a ser el gran signo con que Dios revelará al mundo quién es Jesús. Pero la alusión a Jonás le sirve a Jesús para deducir otra consecuencia: al profeta del AT le creyeron los habitantes de una ciudad pagana, Nínive, y se convirtieron, mientras que a él no le acaban de creer, y eso que «aquí hay uno que es más que Jonás» y «uno que es más que Salomón», al que vino a visitar la reina de Sabá atraída por su fama.
b) Nosotros tenemos la suerte del don de la fe. Para creer en Cristo Jesús no necesitamos milagros nuevos. Los que nos cuenta el evangelio, sobre todo el de la resurrección del Señor, justifican plenamente nuestra fe y nos hacen alegrarnos de que Dios haya querido intervenir en nuestra historia enviándonos a su Hijo.
No somos, como los fariseos, racionalistas que exigen demostraciones y, cuando las reciben, tampoco creen, porque las pedían más por curiosidad que para creer. No somos como Tomás: «si no lo veo, no lo creo». La fe no es cosa de pruebas exactas, ni se apoya en nuevas apariciones ni en milagros espectaculares o en revelaciones personales. Jesús ya nos alabó hace tiempo: «dichosos los que crean sin haber visto».
Nuestra fe es confianza en Dios, alimentada continuamente por esa comunidad eclesial a la que pertenecemos y que, desde hace dos mil años, nos transmite el testimonio del Señor Resucitado. La fe, como la describe el Catecismo, «es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida» (CEC 26).
El gran signo que Dios ha hecho a la humanidad, de una vez por todas, se llama Cristo Jesús. Lo que ahora sucede es que cada día, en el ámbito de la Iglesia de Cristo, estamos recibiendo la gracia de su Palabra y de sus Sacramentos, y, sobre todo, estamos siendo invitados a la mesa eucarística, donde el mismo Señor Resucitado se nos da como alimento de vida verdadera y alegría para seguir su camino.
«Pueblo mío, ¿qué te hice o en qué te molesté?» (1ª lectura II)
«Los habitantes de Nínive se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás» (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Miqueas 6,1-4.6-8
Este oráculo profético tiene la forma literaria del proceso judicial. Todo el orden creado está llamado a ser testigo, mientras que el imputado es el pueblo elegido (v 2). La acusación que formula YHWH tiene el tono de un lamento repleto de ternura. Israel es el pueblo de Dios; le pertenece porque Dios mismo lo ha elegido y constituido como tal (Dt 32,6), lo ha guiado a la libertad y ha cerrado con él un pacto eterno. Y lo ha hecho sólo porque lo ama (cf. Dt 7,7ss). ¿Que acto malo, por tanto, se le puede reprochar (v 3)? Dios no se cansa de recordarle al pueblo infiel sus orígenes, para que tome conciencia de su identidad y la manifieste con un comportamiento coherente. El pueblo reconoce implícitamente, a través de su portavoz, sus propias responsabilidades y, con una serie de preguntas, busca cómo aplacar la indignación de YHWH. Se pregunta en el oráculo si podrán agradar a Dios los sacrificios cruentos de animales apreciados y en gran número, o abundantes sacrificios incruentos. Se llega incluso a preguntar, sobre la base de un uso común en el mundo pagano -desterrado por la Ley, aunque practicado a veces y nunca desaparecido del todo en Israel-, si el pecado podrá ser expiado" mediante el rito de la inmolación de los hijos primogénitos.
Ahora es cuando interviene el profeta, a quien corresponde ejercer el servicio de intermediario entre Dios y el pueblo. Este reafirma la voluntad que Dios mismo ha manifestado y que siempre habían anunciado los profetas. Esa voluntad interpela a cada hombre, que, por esa misma razón, está llamado a dar una respuesta personal. La propuesta de Dios, en la línea de la alianza sinaítica, ha sido sintetizada por Miqueas en tres puntos: justicia social, amor (cf. Ex 20,12-17; Dt 5,16-21) y sumisión obediente y dócil a Dios, viviendo las ocupaciones diarias «en su compañía». El orgullo y la altivez alejan de Dios y separan del prójimo. El amor y la humildad recomponen la armonía de la comunión.
Evangelio: Mateo 12,38-42
En el contexto de la diatriba entre Jesús y sus interlocutores que siguió a la curación del endemoniado ciego y mudo (cf. Mt 12,22-37), se presenta la petición de un signo por parte de los maestros de la Ley y de los fariseos.
Jesús responde sacando a la luz la naturaleza de tal petición: es una pretensión formulada por gente malvada e incrédula (v 39a). No piden el signo para apoyo de su fe, porque los maestros de la Ley y los fariseos han demostrado ya en otras ocasiones que no creen en Jesús, que no reciben su palabra y, con ella, la revelación de los misterios del Reino de Dios, de modo diferente a lo que han hecho «los pequeños» (cf. Mt 11,25-27).
Al negar el signo pedido, Jesús declara una vez más que la fe no es fruto de la evidencia, no es resultado de un cálculo lógico, sino disponibilidad para recibir el don de Dios, que es el mismo Jesús. De ahí que el signo de Jonás siga siendo incomprensible para quienes no tienen esta disponibilidad, porque sólo la fe en Jesús y en su palabra puede permitir reconocer, en su muerte y resurrección, la verdad de la filiación divina y de la redención del hombre. Sólo por la fe nos convertimos.
La permanencia de Jonás en el vientre del pez y la acogida positiva de la invitación a la conversión por parte de los ninivitas paganos son pálidas prefiguraciones de lo que está sucediendo, dice Jesús. El será sepultado durante un breve tiempo, como preludio de su glorificación salvífica, y los paganos se dispondrán a acoger la Palabra de Dios que se les anuncie (vv. 40ss). Se trata de un signo que sigue siendo ineficaz -como el brindado por el largo viaje realizado por la reina del sur para escuchar la sabiduría de Salomón (v 42)- para una generación que, por no estar dispuesta a cumplir la voluntad de Dios, no sabe reconocer en Jesús a su enviado -más aún, a su Hijo- y por no creer en sus palabras no acoge la sabiduría de Dios.
MEDITATIO
Cuántas veces nos las damos de acreedores de Dios, reivindicamos cuentas pendientes con él, como si no fuera él nuestro Creador, el que nos ha dado y nos sigue dando la vida. «Dios no me escucha, no hace lo que le pido, no me concede esto o aquello, después de todo lo que he hecho por él, sacrificios, renuncias, oraciones...»: son palabras que oímos con cierta frecuencia. En ellas se revela que tenemos la imagen de un Dios dispuesto a satisfacer nuestros caprichos de una manera mecánica...
Sin embargo, Dios, puesto que siente por nosotros una altísima estima y un amor auténtico, nos llama a mantener con él una relación personal en un clima de libertad y de responsabilidad. Dios quiere hacernos crecer, nos desea adultos en el espíritu. A menudo nosotros, que tanto deseamos quemar etapas en el crecimiento humano y, de pequeños, nos las damos de grandes (salvo cuando seguimos siendo infantiles después en la edad adulta), no nos mostramos preocupados con la misma intensidad por madurar en la fe, en la relación con el Señor. De este modo, permanecemos anclados en el «ver», en el «tocar» con los sentidos, y nos mostramos dispuestos a correr detrás de magias y supersticiones aun cuando eso comporte un notable dispendio de tiempo y dinero.
Reflexionemos sobre la seriedad de nuestra creencia en Dios: la actitud que mantenemos al tratar con los hermanos y al vivir los momentos del culto expresa lo que hay en nuestro corazón. Dios se ha hecho en Jesús compañero de viaje de cada hombre. Abramos, con humildad, los ojos de la fe.
ORATIO
Perdona, Señor, mi arrogancia frente a ti, una arrogancia hecha de pretensiones y nunca saciada de tus dones. Me muestro ridículo en mi necia pretensión de desafiarte a que me brindes siempre nuevas pruebas de tu presencia amorosa, cuando en realidad yo no estoy en absoluto disponible para acoger ninguna. Perdona los «delirios de omnipotencia» que me atrapan y que me llevan a intentar mirarte de arriba abajo.
Pero tú no te espantas ni te cansas de mí, oh Dios. Más aún, eres tú el que se hace pequeño. De este modo me das ejemplo y me demuestras que recorriendo el camino del amor, de la humildad, de la confianza, llegamos a ser personas verdaderamente humanas, se nos reconoce como hijos del Padre y somos capaces de ver el signo de tu presencia en el mundo. Por eso, Señor, nunca acabaré de bendecirte.
CONTEMPLATIO
¿Queréis que os hable de los caminos de la reconciliación con Dios? Son muchos y variados, pero todos ellos conducen al cielo. El primero es la condena de los propios pecados. El segundo es el perdón de las ofensas. El tercero consiste en la oración; el cuarto en la limosna, y el quinto en la humildad. No te quedes, por tanto, sin hacer nada; más aún, intenta avanzar cada día por todos estos caminos, porque son fáciles. Aun cuando te encuentres viviendo en una situación de miseria más bien grave, siempre podrás deponer la ira, practicar la humildad, orar de continuo y reprobar los pecados. Una vez adquirida de nuevo la verdadera sanidad, gozaremos con confianza de la sagrada mesa e iremos con gran gloria al encuentro de Cristo (Juan Crisóstomo, Homilía sobre el diablo tentador 2,6, en PG 49, 263ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Tú eres, Señor, el "signo" del Padre» (cf. Mt 12,38ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Conozco dos tipos de creyentes. Los que necesitan milagros para creer y aquellos a quienes el milagro no añade ni una onza de fe; más aún, casi les supone una mortificación. No hace falta escarnecer a los primeros; están en buena compañía, puesto que el mismo san Agustín dice con ellos: «Sin los milagros no sería cristiano». A los segundos no les hace falta creer demasiado: si bajara a una plaza cualquiera, en una hora de tráfico o de mercado, gritando que a una milla de allí se había aparecido la Virgen, en un abrir y cerrar de ojos se quedaría desierta la plaza, estoy seguro de ello. Y los primeros en correr detrás de mí serían tal vez los materialistas, los llamados incrédulos, pero inmediatamente después, no menos jadeantes, vería a muchos de esos amigos que solían decirme: «El milagro es para mí algo superfluo, mi fe no necesita milagros».
La verdad para todos nosotros es sólo esta: que somos milagros, venimos del milagro y estamos hechos por milagros. Hasta el hombre que lo tiene todo invoca el milagro, porque el milagro, antes de ser un socorro benéfico, antes de ser un don útil y resolutivo contra la pena, es la exaltación de la infancia que vuelve a encantarnos, la revancha de aquella primera sabiduría inocente sobre la falaz sabiduría de después.
El Evangelio es el campo de los milagros. Sin embargo, hay una cosa que aparece clara de inmediato: que Cristo fue enemigo de los milagros. El milagro, para él, es lo que debería brotar como consecuencia, algo para cuya obtención cedió a hacerse brujo y que, sin embargo, sólo en rara ocasión consiguió: la fe. «Más adelante vio a otros dos hermanos: Santiago, el de Zebedeo, y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo reparando las redes. Les llamó también, y ellos, dejando al punto la barca y a su padre, le siguieron». Nosotros nos hemos quedado reparando las redes, aunque él nos ha mirado en más de una ocasión; tranquilos en la barca con nuestro padre y los mozos, hemos hecho fracasar el milagro rarísimo, ése ante el cual la resurrección de Lázaro es un juego. El milagro que le sale una vez de cada mil y que nadie ha sido capaz de contar: Seguirle (L. Santucci, Volete andarvene anche voi? Una vita di Cristo, Milán 1974).