Lunes XVI Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 24 julio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ex 14, 5-18: Sabrán que yo soy el Señor, cuando me haya cubierto de gloria a costa del Faraón
Ex 15, 1-2. - 3-4. 5-6: Cantemos al Señor: sublime es su victoria
Mt 12, 38-42: Cuando juzguen a esta generación, la reina del Sur se levantará
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Éxodo 14, 5-18: Sabrán que yo soy el Señor, cuando me haya cubierto de gloria a costa del Faraón. En el momento en que los israelitas ponen el mar y el desierto entre ellos y Egipto, creen llegada la hora de medir el peso de esta decisión y, en particular, la significación y esta emancipación de su servicio al Faraón, para ponerse al servicio de Dios. Orígenes,
«La quinta etapa es Mará, que se traduce por amargura. No podían llegar a los torbellinos del mar Rojo, para ver cómo perecía Faraón con su ejército, hasta que tuvieron palabras de nobleza en su boca, es decir, hasta que confesaron las maravillas del Señor, y confiaron en el Señor y en su siervo Moisés y oyeron de él: «El Señor combatirá por vosotros y vosotros guardaréis silencio» (Ex 4,14)» (Sobre el Éxodo 4).
–Respondemos a la lectura con el cántico de Moisés después del paso del mar Rojo: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria» (Ex 15). «Caballos y carros ha arrojado en el mar... Los carros del Faraón los lanzó al mar, ahogó en el mar Rojo a sus mejores capitanes. Las olas los cubrieron, bajaron hasta el fondo como piedras». Por eso, se acogen a Dios solo. En El ponen su confianza: «Él es mi Dios; yo lo alabaré, el Dios de mis padres, yo lo ensalzaré... Tu diestra, Señor, es fuerte y terrible; tu diestra, Señor, tritura al enemigo». Es una lección para nosotros. Israel, no obstante ver las maravillas que Dios ha obrado en su favor, le fue rebelde muchas veces. Así puede encontrarse el cristiano muchas veces y, de hecho, se encuentra, como nos lo manifiesta la vida ordinaria, pese a que el Señor, como lo comentan los Santos Padres, ha hecho con nosotros mayores maravillas.
–Mateo 12, 38-42: La reina del Sur se levantará contra esta generación en el juicio. A los que piden una señal espectacular de que Él es el Mesías, Jesús les asegura de que no se les dará otra señal que la de Jonás, el profeta de la penitencia y símbolo de la resurrección. San Agustín comenta:
«El mismo Salvador mostró que el profeta Jonás, arrojado al mar y engullido en el vientre de un monstruo marino y vomitado vivo al tercer día, es figura del mismo Salvador. Era denunciado el pueblo judío por comparación con los ninivitas, pues cuando fue enviado a ellos para fustigarlos el profeta Jonás, hicieron penitencia, aplacaron la cólera de Dios y merecieron misericordia. Dijo: «y aquí hay uno más que Jonás» (Mt 12,41), refiriéndose a Sí mismo. Los ninivitas oyeron al siervo y consiguieron sus caminos; los judíos oyeron al Señor y no sólo no se corrigieron, sino que además lo asesinaron... » (Sermón A,1).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Éxodo 14, 5-18
a) El sábado leíamos cómo el pueblo de Israel salía de Egipto, pero hoy vemos que el Faraón se arrepiente de haberles dejado escapar -un pueblo numeroso, mano de obra barata- y emprende su persecución.
Por otra parte, qué poca memoria la del pueblo israelita. Acaban de ser liberados de la esclavitud y ya se han olvidado de Dios. Empiezan a murmurar contra Moisés, nada más ver que les persiguen los egipcios. No le ven salida a la situación, acorralados como están entre el mar y los perseguidores. Moisés les tiene que animar: «no tengáis miedo, veréis la victoria que el Señor os va a conceder». Y les invita a seguir adelante con decisión, hacia la libertad.
El relato del paso del Mar Rojo, que continuará mañana, tiene mucho relieve en el Libro del Éxodo. Es explicable: se trata del acontecimiento clave y el mejor símbolo de la liberación. Aunque el camino hacia la tierra prometida esté lleno de dificultades, la travesía del Mar Rojo es el hecho constituyente del pueblo de Israel.
No es una historia científica, imparcial, sino un relato religioso, en el que continuamente aparece el hilo conductor: Dios es fiel a su promesa, salva a su pueblo y lo guía. Cuanto más se exageren las cifras de los adversarios y el carácter épico del paso del Mar, tanto más claramente se proclama la grandeza de Dios y su bondad para con el pueblo.
El salmo no podía ser otro que el cántico que entonó el pueblo al verse ya salvado a la otra orilla del Mar Rojo: «Cantemos al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado al mar... El Señor es un guerrero, su nombre es el Señor... Tu diestra, Señor, es fuerte y terrible».
b) Nosotros cantamos ese mismo cántico en la Vigilia Pascual, después de haber proclamado el relato del Éxodo.
En nuestra noche pascual, vemos el sentido pleno de la primera Pascua judía: no sólo admiramos la cercanía que tuvo Dios para con su pueblo, sino, sobre todo, el poder que mostró al resucitar a Cristo de entre los muertos, haciéndole «pasar» (=Pascua) a través de la muerte hacia la nueva existencia, a la que también nos conduce a nosotros por medio de las aguas del Bautismo.
En el Bautismo nos introdujo Dios en la nueva comunidad de los salvados. Y a lo largo de toda nuestra vida -camino de desierto, nos quiere liberar de todos los faraones y de todos los peligros que nos acechan. También a nosotros se nos tiene que repetir: «no tengáis miedo». La Pascua de Cristo es el inicio de nuestra victoria. Con nosotros no hará prodigios cósmicos ni podremos contar hazañas milagrosas. Pero sí somos conscientes de cómo Dios, por los sacramentos de su Iglesia, nos concede la fuerza para nuestro camino y nos quiere liberar de toda esclavitud.
Por desgracia, nos puede pasar lo que a los israelitas, que no estaban muy convencidos de querer ser salvados: ¿no se estaba mejor en Egipto? Esta queja la repetirán a medida que experimenten las dificultades del desierto. ¿Queremos de verdad que Dios nos libere de nuestros males, de nuestras pequeñas o grandes esclavitudes, o nos sentimos a gusto en nuestro Egipto particular? ¿o, tal vez, ni nos hemos enterado de que somos esclavos?
2. Mateo 12, 38-42
a) A Jesús no le gustaba que le pidieran milagros. Los hacía con frecuencia, por compasión con los que sufrían y para mostrar que era el enviado de Dios y el vencedor de todo mal. Pero no quería que la fe de las personas se basara únicamente en las cosas maravillosas, sino, más bien, en su palabra: «si no véis signos, no creéis» (Jn 4,48).
Además, los letrados y fariseos que le piden un milagro ya habían visto muchos y no estaban dispuestos a creer en él, porque cuando uno no quiere oír el mensaje, no acepta al mensajero. Le interpretaban todo mal, incluso los milagros: los hacía «apoyado en el poder del demonio». No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Jesús apela, esta vez, al signo de Jonás, que se puede entender de dos maneras. Ante todo, por lo de los tres días: como Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días, así estará Jesús en «el seno de la tierra» y luego resucitará. Ese va a ser el gran signo con que Dios revelará al mundo quién es Jesús. Pero la alusión a Jonás le sirve a Jesús para deducir otra consecuencia: al profeta del AT le creyeron los habitantes de una ciudad pagana, Nínive, y se convirtieron, mientras que a él no le acaban de creer, y eso que «aquí hay uno que es más que Jonás» y «uno que es más que Salomón», al que vino a visitar la reina de Sabá atraída por su fama.
b) Nosotros tenemos la suerte del don de la fe. Para creer en Cristo Jesús no necesitamos milagros nuevos. Los que nos cuenta el evangelio, sobre todo el de la resurrección del Señor, justifican plenamente nuestra fe y nos hacen alegrarnos de que Dios haya querido intervenir en nuestra historia enviándonos a su Hijo.
No somos, como los fariseos, racionalistas que exigen demostraciones y, cuando las reciben, tampoco creen, porque las pedían más por curiosidad que para creer. No somos como Tomás: «si no lo veo, no lo creo». La fe no es cosa de pruebas exactas, ni se apoya en nuevas apariciones ni en milagros espectaculares o en revelaciones personales. Jesús ya nos alabó hace tiempo: «dichosos los que crean sin haber visto».
Nuestra fe es confianza en Dios, alimentada continuamente por esa comunidad eclesial a la que pertenecemos y que, desde hace dos mil años, nos transmite el testimonio del Señor Resucitado. La fe, como la describe el Catecismo, «es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida» (CEC 26).
El gran signo que Dios ha hecho a la humanidad, de una vez por todas, se llama Cristo Jesús. Lo que ahora sucede es que cada día, en el ámbito de la Iglesia de Cristo, estamos recibiendo la gracia de su Palabra y de sus Sacramentos, y, sobre todo, estamos siendo invitados a la mesa eucarística, donde el mismo Señor Resucitado se nos da como alimento de vida verdadera y alegría para seguir su camino.
«No tengáis miedo, estad firmes y veréis la victoria del Señor» (1a lectura I)
«Cantemos al Señor, sublime es su victoria» (salmo I)
«Los habitantes de Nínive se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás» (evangelio).