Sábado XIV Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 12 julio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Gn 49, 29-33; 50, 15-24: Dios cuidará de vosotros y os sacará de esta tierra
Sal 104, 1-2. 3-4. 6-7: Humildes, buscad al Señor, y vivirá vuestro corazón
Mt 10, 24-33: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Génesis 49, 29-33; 50,15-24: Dios cuida de vosotros y os sacará de esta tierra. Muere Jacob en Egipto. José vuelve a asegurar el perdón a sus hermanos y les revela cómo Dios se ha servido de sus pruebas para salvar la vida de su pueblo. «Por la fe, José, moribundo, evocó el éxodo de los hijos de Israel» (Heb 11,22).
El futuro del pueblo de Dios no depende de la autoridad del «patriarca», sino de la buena voluntad entre los hermanos y sus tribus respectivas. José es el primero en esta necesidad de la concordia y fraternidad. Sus motivos para esto son profundos; el mal que hicieron con él se ha convertido en bien de todos. Está lejos de la venganza, pues reconoce en todos estos sucesos la providencia de Dios. Es ocasión para reflexionar sobre el perdón de las ofensas, como tantas veces aparece en la Sagrada Escritura, principalmente en el Nuevo Testamento.
No es necesario que ocurran grandes injurias para que nos ejercitemos en esta prueba de caridad. Mal viviríamos nuestra vida cristiana si al menor roce se enfriase nuestra caridad y nos sintiéramos rencorosos y vengativos. Escuchemos un testimonio de San Cipriano:
«Es imposible alcanzar el perdón que pedimos de nuestros pecados, si nosotros no actuamos de modo semejante con los que nos han hecho alguna ofensa» (Tratado sobre la oración 23-24).
Pero no tenemos necesidad de textos patrísticos. Son bien expresivos los textos evangélicos de Mt 18,21-35; Lc 6,36-37.
–El responsorio recoge algunos versos del Salmo 104, ya expuesto en días anteriores. En esta ocasión se indica el estribillo: «humildes, buscad al Señor y vivirá vuestro corazón».
La humildad consiste esencialmente en la conciencia del puesto que ocupamos frente a Dios y frente a los hombres y en la sabia moderación de los deseos de gloria. Cristo nos dejó como lección especial para que la aprendiéramos de Él: la humildad (Mt 11, 29). Por eso escribió San Gregorio Magno:
«Dígase a los humildes, que al par que ellos se abajan, aumentan su semejanza con Dios y dígase a los soberbios, al par que ellos se engríen, descienden, a imitación del ángel apóstata» (Regla Pastoral 3,18).
Y San Agustín:
«Cuanto más se abaja el corazón por la humildad, más se levanta hacia la perfección» (Sermón sobre la humildad).
Y también:
«Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: primero la humildad, segundo la humildad y tercero la humildad» (Carta 118)
–Mateo 10,24-33: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo. Cristo da ánimo a sus discípulos para el tiempo de la persecución, de las contrariedades y de las pruebas. Proclamemos sin temor nuestra fe en todos los lugares y ante todos los hombres, con nuestras palabras y con nuestras obras. San Juan Crisóstomo dice:
«Mirad cómo los pone por encima de todo. Porque no les persuade a despreciar sólo toda solicitud y la maledicencia y los peligros y las insidias, sino a la muerte misma, que parece ser lo más espantoso de todo. Y no sólo la muerte en general, sino hasta la muerte violenta... Como lo hace siempre, también aquí lleva su razonamiento al extremo opuesto. Porque, ¿qué es lo que viene a decir? ¿Teméis la muerte y por eso vaciláis en predicar? Justamente porque teméis la muerte, tenéis que predicar, pues la predicación os librará de la verdadera muerte. Porque, aun cuando os hayan de quitar la vida, contra lo que es principal en vosotros, nada han de poder, por más que se empeñen y porfíen...
«De suerte que si temes el suplicio, teme el que es mucho más grave que la muerte del cuerpo. Mirad cómo tampoco aquí les promete el Señor librarlos de la muerte. No; permite que mueran; pero les hace merced mayor que si no lo hubiera permitido. Porque mucho más que librarlos de la muerte es persuadirlos que desprecien la muerte. Así, pues, no los arroja temerariamente a los peligros, pero los hace superiores a todo el dogma de la inmortalidad del alma y cómo, plantada en ella esa saludable doctrina, pasa a animarlos por otros razonamientos...
«No los temáis, pues. Aun cuando lleguen a dominaros, sólo dominarán lo que haya de inferior en vosotros, es decir, vuestro cuerpo. Y éste, aun cuando no lo mataran vuestros enemigos, la naturaleza vendrá sin remedio a arrebatároslo. De manera que ni aun en eso tienen vuestros enemigos verdadero poder, sino que se lo deben a la naturaleza. Y si eso temes, mucho más es razón que temas lo que es más que eso; que temas al que puede echar alma y cuerpo en el infierno» (Homilía 34, 2-3 sobre San Mateo).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Génesis 49,29-33; 50.15-24
a) Están abreviadas, hoy, las despedidas de los dos últimos patriarcas, Jacob y José, con lo que se cierra el ciclo de Abrahán.
Es nuestra última página del Génesis (el lunes iniciaremos la lectura del libro del Éxodo).
Jacob siente que va a morir, que va a «reunirse con los suyos», y encarga que sin falta, cuando vuelvan a la tierra de Canaán, lleven sus restos mortales a Hebrón, a la cueva de Macpela que había comprado Abrahán y donde están enterrados sus antepasados. La muerte está contada con unos rasgos sencillos y emocionantes: «recogió los pies en la cama, expiró y se reunió con los suyos».
Queda José con sus hermanos y sus familias. Una vez más, aparece la magnanimidad de José y su perdón: «no tengáis miedo, ¿soy yo acaso Dios?». Es Dios quien juzga y premia y castiga. De nuevo José interpreta lo sucedido desde la visión providencial de Dios: «vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien, para dar vida a un pueblo numeroso».
También José les hace prometer que, cuando abandonen Egipto, llevarán sus restos a la tierra prometida por Dios a Abrahán. En efecto, así lo hicieron y fue enterrado en la cueva de Macpela, en Hebrón, la llamada «tumba de los patriarcas».
b) La muerte de nuestros seres queridos es buena ocasión para reflexionar: nos recuerda la caducidad de la vida, nos invita a reconciliarnos los que permanecemos aquí, nos ayuda a echar una sabia mirada hacia atrás y hacia delante, nos sitúa en la presencia de Dios como Señor de la vida y de la muerte, nos consuela al pensar que «los nuestros», nuestros seres queridos ya fallecidos, se mantienen en comunión con nosotros de un modo misterioso y nos esperan hasta que también a nosotros nos llegue la hora final...
En nuestra Eucaristía, recordamos, no sólo a la Virgen y a los Santos, sino también a nuestros difuntos, con quienes nos sentimos unidos y para quienes pedimos a Dios que les conceda contemplar la luz de su rostro y participar de su felicidad. Cuando nosotros, en nuestra muerte, pasemos también a la nueva existencia, «nos reuniremos con los nuestros» en un reencuentro gozoso y definitivo.
Además, como para la familia de José, esos momentos son los mejores para la reconciliación y la amnistía, momentos en que hay que saber olvidar y empezar de cero, reparando brechas y tensiones y dejando el juicio último a Dios. José renueva su perdón con sencillez, sin darse importancia: «y los consoló hablándoles al corazón». Los hermanos renuevan su arrepentimiento. Todos maduran y la historia sigue. Sería bueno que, cuando nos asaltan sentimientos de venganza, repitiéramos la frase de José: «¿soy yo acaso Dios?», y tuviéramos el valor de perdonar y seguir con naturalidad la vida.
2. Mateo 10,24-33
a) Sigue el sermón misionero de Jesús a sus apóstoles, en el que les da oportunos avisos para su trabajo de evangelizadores.
Insiste de nuevo en el anuncio de las persecuciones. Esta vez la comparación es del mundo de la enseñanza: si a Jesús, el Maestro, le habían calumniado y tramaban su muerte, lo mismo pueden esperar sus discípulos.
Pero no tienen que dejarse acobardar:
- «nada hay escondido que no llegue a saberse»: el tiempo dará la razón a los que la tienen;
- todos estamos en las manos de Dios: si él se cuida hasta de los gorriones del campo, cuánto más de sus fieles;
- y el mismo Jesús saldrá en ayuda de los suyos: «si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo».
b) «No tengáis miedo». Es la frase que más se repite en el pasaje de hoy.
Jesús avisó muchas veces a los suyos de que iban a tener dificultades en su misión. No les prometió éxitos fáciles o que iban a ser bien recibidos en todas partes. Al contrario, les dijo -nos dijo- que el discípulo no será más que el maestro. Y el Maestro había sido calumniado, perseguido, condenado a la cruz.
Pero este anuncio va unido a otro muy insistente: la confianza. «No tengáis miedo». No es el éxito inmediato delante de los hombres lo que cuenta. Sino el éxito de nuestra misión a los ojos de Dios, que ve, no sólo las apariencias, sino lo interior y el esfuerzo que hemos hecho. Si nos sentimos hijos de ese Padre, y hermanos y testigos de Jesús, nada ni nadie podrá contra nosotros, ni siquiera las persecuciones y la muerte.
El ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, que fue objeto de contradicciones y acabó en la cruz. Pero nunca cedió, no se desanimó y siguió haciendo oír su voz profética, anunciando y denunciando, a pesar de que sabía que incomodaba a los poderosos. Y salvó a la humanidad y fue elevado a la gloria de la resurrección.
Las pruebas y las dificultades de la vida -las que nacen dentro de nosotros mismos, o en el seno de la comunidad o fuera de ella- no nos deben extrañar ni asustar. La comunidad de Jesús lleva un mensaje que, a veces, choca contra los intereses y los valores que promueve este mundo. Nos pueden perseguir, pero la fuerza del Espíritu de Dios nos asiste en todo momento. No nos cansemos, ni nos avergoncemos de dar testimonio de Cristo, y sigamos anunciando a plena luz, a los cercanos y a los lejanos, la buena noticia de la salvación que Dios nos ofrece.
«Recurrid al Señor, buscad continuamente su rostro. Dad gracias al Señor, invocad su nombre» (salmo I)
«No tengáis miedo» (evangelio).