Sábado XII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 20 junio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Lm 2, 2. 10-14. 18-19: Sus corazones claman al Señor sobre la muralla de la hija de Sion
Sal 73, 1-2. 3-5a. 5b-7. 20-21: No olvides sin remedio la vida de los pobres
Mt 8, 5-17: Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Lamentaciones 2,2.10-14.18-19: Grita al Señor, levántate, Sión. Después de haber descrito el desastre de la ciudad santa, el autor del libro de las Lamentaciones llora su dolor ante las ruinas. Echa en cara a los profetas el que no le revelaran a Israel su pecado, para provocar su penitencia y perdón divino. Finalmente invita a los supervivientes a que oren con fervor. San Jerónimo explica:
«Jeremías se lamenta sobre un pueblo que no hace penitencia... Llora a quienes salen de la Iglesia por sus crímenes y pecados y no quieren volver a ella arrepintiéndose de sus pecados. Por eso, dirigiéndose a los hombres de Iglesia, a los que son llamados muros y torres de la Iglesia, la palabra profética dice: «Muros de Sión, derramad lágrimas» (Lam 2,18), como cumpliendo con el precepto del Apóstol de «alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran» (Rom 12,15).
«Así, con vuestras lágrimas incitaréis a llanto a los duros corazones de los que pecan para que no tengan que oír, obstinados en su malicia: «Yo te planté como viña fructífera, de simiente legítima. ¿Cómo has degenerado en amarga vid silvestre?...» No han querido volverse a Mí para hacer penitencia, sino que por la dureza de su corazón me han vuelto la espalda para injuriarme... Cuánta es la clemencia de Dios, cuánta nuestra dureza, que después de tantos pecados nos llama a la salvación. Y ni aun así queremos convertirnos al Bien» (Carta 122,1-2, a Rústico).
–Con el Salmo 73 decimos: «No olvides sin remedio la viña de tus pobres. El enemigo ha arrancado del todo el Santuario... prendieron fuego a tu Santuario, derribaron y profanaron la morada de tu nombre».
Este Salmo apasionado, como las mismas Lamentaciones, refleja una época trágica, si las ha habido en la historia de Israel. El templo destruido, los profetas dispersos, Dios mismo parece haber abandonado a su pueblo. Pero el salmista no desespera, sino que se vuelve a Dios suplicante y Dios otorga el perdón. Todo se restaura. Esto se repite constantemente en la historia de Israel, como hemos visto en diversas ocasiones.
Tiene aplicación en nosotros, porque el cristiano en gracia es templo vivo de Dios. Por el pecado ese templo queda destruido, profanado, como nos decía San Jerónimo en su Carta anterior. Dios nos aguarda, como el Padre del hijo pródigo. Espera de nosotros el arrepentimiento y siempre está dispuesto a la misericordia y al perdón.
–Mateo 8,5-17: Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob. La fe del centurión romano logra la salud de su criado. Jesús ve en ellos el augurio de la conversión de los pueblos paganos. Luego curó a la suegra de San Pedro. Se cumplen las profecías: «Tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades». Comenta San Agustín sobre este milagro que Jesús hace en favor del centurión:
«Podemos nosotros medir la fe de los hombres, pero en cuanto hombres. Cristo, que veía el interior, Cristo a quien nadie engañaba, dio testimonio sobre el corazón de aquel hombre, al escuchar las palabras de humildad y pronunciar la sentencia de la sanción.
«El Señor, aunque formaba parte del pueblo judío, anunciaba ya la Iglesia futura en todo el orbe de la tierra, a la que había de enviar a sus apóstoles. Los gentiles no lo vieron y creyeron; los judíos lo vieron y le dieron muerte. Del mismo modo que el Señor no entró con su cuerpo en la casa del centurión, y, sin embargo, ausente en el cuerpo y presente por su majestad, sanó su fe y su casa, de idéntica manera el mismo Señor sólo estuvo corporalmente en el pueblo judío; en los otros pueblos ni nació de una Virgen, ni sufrió la pasión, ni caminó, ni soportó las debilidades humanas, ni hizo las maravillas divinas. Ninguna de estas cosas realizó en los restantes pueblos. Él se había dicho: El pueblo, al que no conocí, ése me sirvió. ¿Cómo si faltó el conocimiento? Tras haber oído me obedeció (Sal 17,45). El pueblo judío lo conoció y lo crucificó; el orbe de la tierra oyó y creyó» (Sermón 62,4).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Lamentaciones 2,2.10-14.18ss
Una vez terminada la lectura de los libros de los Reyes, la mejor reflexión sobre el sentido que tienen los acontecimientos narrados es esta página de las Lamentaciones atribuidas a Jeremías (es la única lectura de este libro que se realiza durante el tiempo ordinario). El texto, resumido en la versión litúrgica -texto alfabético de 22 versículos en el original-, está constituido por la totalidad del capítulo 2 de las Lamentaciones y representa una sufrida meditación sobre el exilio, sobre la responsabilidad de los falsos profetas y de las prácticas idolátricas, sobre el inevitable hundimiento de Jerusalén y de su templo. Este conjunto de acontecimientos conduce al arrepentimiento y a la súplica. La lejanía de la patria es la imagen palpable de la lejanía de Dios. Es el Dios que domina sobre los acontecimientos de la historia y revela su significado íntimo y providencial por medio de sus mensajeros. Tras haber hablado de la infausta suerte corrida por el rey, por los sacerdotes y los profetas, los ancianos y los jóvenes, el canto se dirige a Sión, le recuerda los engaños de los que fue víctima y la invita a llorar sobre su propia suerte.
Evangelio: Mateo 8,5-17
El milagro del centurión aparece también en Lc 7,1-10 y en Jn 4,46-54. Mateo nos habla de un hijo-criado (páis), Lucas de un criado (dúlos) y Juan de un hijo (huiós). De hecho, se trata de un prodigio en el que confluyen el poder taumatúrgico de Cristo, que obra de inmediato («en aquel momento») incluso a distancia, y la fe del funcionario, elogiada por el Maestro. Esto brinda a Cristo la ocasión de condenar el rechazo de sus paisanos y describir su triste desenlace. El «llanto» y el «rechinar de dientes» es una expresión idiomática que indica una gran desesperación con plena conciencia del mal realizado.
Cristo se hospeda en Cafarnaún en la casa de Pedro, cuya suegra tiene fiebre. Aquí -único caso en Mateo-es Jesús quien toma la iniciativa y realiza el milagro, con el mismo toque reservado al leproso. Es interesante señalar los diferentes rasgos con que narran el episodio los sinópticos (el realismo de Mc 1,33 y los matices de Lc 4,39). Los tres concuerdan en el hecho de que, inmediatamente después de ser curada, la mujer se puso a servir, es la primera «diaconisa» de la historia cristiana.
Los vv. 16ss resumen la obra desplegada por Cristo hasta aquí en favor de los endemoniados (de los que, sin embargo, no ha hablado Mateo todavía) y de los enfermos. Y puesto que Cristo ha venido a cumplir las Escrituras, se cita al profeta Isaías (53,4), adaptándolo, no obstante, al nuevo contexto: en vez de los sufrimientos y dolores con los que habría de cargar el Siervo de YHWH, se habla aquí de flaquezas y enfermedades. Se trata de una expiación liberadora.
MEDITATIO
Entrar en contacto con leprosos, paganos y mujeres no era conveniente para un rabí y, en todo caso, podía producir un estado de impureza legal. A pesar de todo, Jesús no se sustrae a las peticiones de curación (según Lucas, también le pidieron que curara a la suegra de Pedro) e infringe los tabúes que habrían contradicho la lógica misma de la encarnación. Si Dios asume un cuerpo humano es para comunicarse con el cuerpo del hombre: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo», dirá Pablo (1 Cor 6,13). Jesús interviene en consideración a la fe del enfermo (el leproso) o de la comunidad (en el caso de la suegra de Pedro), pero tiene palabras de elogio sobre todo para la fe que un pagano ha manifestado en su palabra. Una fe de la que dice Jesús: «Jamás he encontrado en Israel una fe tan grande», una fe que nadie había sido capaz de igualar hasta entonces.
Hoy no es ya el toque taumatúrgico que el Señor despliega en la eucaristía lo que pretendo experimentar, sino la «simple» fuerza de su palabra. Traigo a mi mente las palabras de vida que me ha transmitido el Señor, y me interrogo sobre el impacto curador que estas han producido y siguen produciendo todavía en mi persona.
ORATIO
Tú, oh Señor, nos has enseñado que «se redime sólo aquello que se asume» (cf. Ad gentes, 3). Por eso «tomaste nuestras flaquezas y cargaste con nuestras enfermedades», y no buscaste un «chivo expiatorio» sobre el que cargar el mal que aflige el corazón del hombre, sino que cargaste tú mismo con él.
Reavivo en mí la certeza de que tú pretendes restituir el género humano a la condición originaria de belleza y sanidad con que salió de las manos del Creador. Y, mientras pretendo secundar en mí tu obra taumatúrgica, acojo las penas y los sufrimientos que la vida me reserva, a fin de asociarme a tu pasión redentora en favor de la santa Iglesia y de toda la humanidad (cf. Col 1,24).
CONTEMPLATIO
¿Qué dice, pues, el centurión? Señor, no soy digno de que entres en mi casa... Oigámosle cuantos hemos aún de recibir a Cristo, porque es posible recibirle también ahora. Oigámosle e imitémosle y recibamos al Señor con el mismo fervor que el centurión; porque cuando a un pobre recibes hambriento y desnudo a Cristo recibes y alimentas. Pero di una sola palabra y mi criado quedará sano. Mira cómo este centurión, a la par que el leproso, tiene de Cristo la opinión conveniente. Porque tampoco el centurión dijo: «Suplícalo a Dios», ni: «Haz oración y ruega», sino: Mándalo solamente.
El centurión no busca, en efecto, la presencia física de Jesús para salvar a su siervo, ni lleva el enfermo al médico: su comportamiento atestigua que no tiene una idea limitada de Cristo. Como le tiene, efectivamente, una estima digna de su divinidad, le pide: Di una sola palabra. Y, al comienzo, ni siquiera le manifiesta su petición, sino que se limita a exponer la enfermedad del criado. Su gran humildad le impide pensar que Cristo consentirá concederle de inmediato la curación y accederá a visitar su casa.
Sin embargo, con tener una fe tan grande, todavía se consideraba indigno a sí mismo. Cristo, empero, para mostrar que era digno de que él entrara en su casa, hizo mucho más que entrar: admirarle y proclamarle y darle más de lo que había venido a pedir. Porque había venido a pedir la salud corporal para su criado y se fue con el Reino de Dios en las manos. Mirad cómo ya aquí se cumple lo de «buscad el Reino de los Cielos y todo eso se os dará por añadidura». Pues por haber dado muestras de una fe y una humildad tan grandes, no sólo le dio el Señor el cielo, sino la salud de su criado por añadidura (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 26, 1-4 [edición de Daniel Ruiz Bueno, BAC, Madrid 1955]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Di una sola palabra y quedaré sano» (cf. Mt 8,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Preguntas qué has de hacer cuando sientes que te asaltan por todas partes tuerzas aparentemente irresistibles, por oleadas que te cubren y pretenden arrancarte del suelo. En ocasiones, estas oleadas proceden del sentimiento de ser rechazado, olvidado, mal entendido. Algunas veces proceden de la rabia, del resentimiento o incluso dge un deseo de venganza; otras veces, de la autocompasión o del desprecio a nosotros mismos. Estas oleadas te hacen sentirte como un niño impotente, abandonado por sus padres.
¿Qué debes hacer? Toma la opción consciente de desplazar la atención desde tu corazón ansioso por estas oleadas para dirigirlo hacia aquel que camina sobre las olas y dice: «Soy yo. No tengáis miedo» (Mt 14,27; Mc 6,50; Jn 6,20). Continúa teniendo tu mirada fija en él, con la confianza de que él llevará la paz a tu corazón. Míralo y dile: «Señor, ten piedad». Dilo una vez y otra, pero no con ansiedad, sino con la confianza en que él está muy cerca de ti y llevará tu alma al reposo (H. J. M. Nouwen, La voce dell"amore, Brescia 21997, pp. 131 ss [edición española: La voz interior del amor, Promoción Popular Cristiana, Madrid 1997]).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Lamentaciones 2,2.10-14.18-19
a) La última página del repaso histórico que hemos ido escuchando estas semanas la tomamos del Libro de las Lamentaciones, y es verdaderamente triste.
Se trata de un canto patético de dolor: la ciudad destruida, los ancianos silenciosos, las lágrimas en los ojos de todos, los niños desfallecidos de hambre. Pero el autor del libro invita al pueblo a dirigirse a Dios con su oración y sus manos alzadas al cielo.
La oración se la pone en los labios el salmo, que, por una parte, sigue describiendo con trazos plásticos la desgracia del pueblo y, a la vez, le invita a elevar a Dios estas palabras: «no olvides sin remedio la vida de tus pobres... acuérdate de la comunidad que adquiriste desde antiguo, que el humilde no se marche defraudado».
b) Muchas veces, tenemos que levantar nuestras manos hacia Dios y «lamentarnos», como los judíos, de situaciones que nos pueden parecer dramáticas.
Cuando interpretamos nuestra historia personal de dolor o las desgracias de la comunidad cristiana o de la sociedad humana desde la fe, nos volvemos más humildes, y acudimos con mayor confianza a Dios, que es el único que tiene las claves de la historia y el que sigue queriendo nuestra salvación. Muchos de los salmos que rezamos, tomados de la historia del AT, nos sirven para expresar, también ahora, nuestros sentimientos, ayudándonos a leer la historia con sentido religioso, sin perder nunca del todo la esperanza.
La oración universal de la misa es una letanía en la que pronunciamos, delante de Dios, las deficiencias de nuestro mundo, y decimos con confianza: «te rogamos, óyenos». La de Israel era una situación límite. Las nuestras tal vez también nos lo parezcan. ¿Es que Dios se olvida de nosotros? ¿es que su salvación se aleja o era un espejismo? La oración nos hace recapacitar sobre nuestras debilidades y sobre la grandeza y la bondad de Dios. Israel encontró en él la salvación. También nosotros. Y «decir» nuestra triste historia en la presencia de Dios no es dejarle a él todo el trabajo, sino que nos compromete a colaborar, con su ayuda, en la solución de los males de nuestro mundo.
2. Mateo 8,5-17
a) Ayer leíamos la curación del leproso, cuando Jesús bajaba del monte del sermón. Hoy escuchamos dos milagros más: en favor del criado (o, tal vez, del hijo) de un centurión y de la suegra de Pedro.
El militar es pagano, romano, o sea, de la potencia ocupante. Pero la gracia no depende de si uno es judío o romano: sino de su actitud de fe. Y el centurión pagano da muestras de una gran fe y humildad. Jesús alaba su actitud y lo pone como ejemplo: la salvación que él anuncia va a ser universal, no sólo para el pueblo de Israel. Ayer curaba a un leproso, a un rechazado por la sociedad. Hoy atiende a un extranjero. Jesús tiene una admirable libertad ante las normas convencionales de su tiempo. Transmite la salvación de Dios como y cuando quiere.
Con la suegra de Pedro no dice nada, sencillamente, la toma de la mano y le transmite la salud: «se le pasó la fiebre».
b) Jesús sigue ahora, desde su existencia de Resucitado, en la misma actitud de cercanía y de solidaridad con nuestros males. Sigue cumpliendo la definición ya anunciada por Isaías y recogida en el evangelio de hoy: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades».
Quiere curarnos a todos de nuestros males. ¿Será un criado o un hijo el que sufre, o nosotros los que padecemos fiebre de alguna clase? Jesús nos quiere tomar de la mano, o decir su palabra salvadora, y devolvernos la fuerza y la salud. Nuestra oración, llena de confianza, será siempre escuchada, aunque no sepamos como.
Antes de acercarnos a la comunión, en la misa, repetimos cada vez las palabras del centurión de hoy: «no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». La Eucaristía quiere curar nuestras debilidades. Ahora no nos toma de la mano, o pronuncia palabras. El mismo se hace alimento nuestro y nos comunica su vida: «el que come mi Carne permanece en mí y yo en él... el que me come vivirá de mí, como yo vivo de mi Padre».
«¿Por qué, oh Dios, nos tienes siempre abandonados? No olvides sin remedio la vida de tus pobres» (salmo II)
«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo: basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (evangelio).