Sábado XII Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 27 junio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Gn 18, 1-15: ¿Hay algo difícil para Dios? Cuando vuelva a visitarte Sara habrá tenido un hijo
Lc 1, 46-47. 48-49. 50 y 53. 54-55: El Señor se acuerda de su misericordia
Mt 8, 5-17: Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Génesis 18,1-15: La visita de los tres a Abrahán junto a la encina de Mambré. Anuncio del nacimiento de Isaac, importante para la historia de la salvación. San Jerónimo explica que:
«Abrahán era rico en oro, plata, ganado, posesiones y vestidos, y tenía tanta familia que, al recibir una noticia inesperada, pudo armar un ejército de jóvenes escogidos y alcanzar junto a Dan y dar muerte a cuatro reyes, de quienes antes habían huido otros cinco. Y sin embargo, después que, habiendo cumplido muchas veces el deber de hospitalidad, mereció recibir a Dios cuando él pensaba acoger a hombres, no encomendó a criados y criadas que sirvieran a los huéspedes ni disminuyó, por encomendarlo a otros, el bien que practicaba; sino que él solo con su mujer Sara se entregó a aquel servicio de humanidad, como si hubiera dado con una presa. Él mismo les lavó los pies, él mismo trajo sobre sus hombros un lucido becerro del rebaño, permaneció en pie como un criado mientras los peregrinos comían, y sin comer él, les fue poniendo los manjares que Sara había cocido con sus manos» (Carta 66,11 a Panmaquio).
Muchos Santos Padres y la liturgia tanto oriental como occidental han visto en esto una figura de la Santísima Trinidad. San Hilario de Poitiers dice que «vio a tres y adoró a uno»:
«...Cuando Abrahán ve a un hombre y adora a Dios. La antigua liturgia romana tenía un responsorio en el que se decía: «tres vidit et unum adoravit»» (Tratado sobre los Misterios 2,13-14).
–Por eso se ha escogido como salmo responsorial el Magnificat. «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
Del himno de la Virgen María se ha escrito que no es ni una respuesta a Isabel, ni propiamente una plegaria a Dios. Es una elevación y un éxtasis. La gran hora de la Virgen María es también la gran hora de su pueblo. Al comienzo de su cántico habló María de la salud que Dios le había preparado, al final habla de la salud que alborea para su pueblo. Lo que sucedió en la Virgen María se realiza en la Iglesia de Dios. En la Virgen María está representado el pueblo de Dios.
El siervo de Dios es aquí el Pueblo de Israel: «Pero tú, Israel, eres mi siervo, yo te elegí. Jacob, progenie de Abrahán, mi amigo. Yo te traeré de los confines de la tierra, y te llamaré de las regiones lejanas, diciéndote: Tú eres mi siervo, yo te elegí y no te rechacé» (Is 41,8s.). Ahora va a tener cumplimiento la misericordia de Dios y la fidelidad a las promesas. La Virgen María se reconoce una con el pueblo de Dios. Ella fue fiel. En Ella se cumplen las promesas. Es un gran misterio el rechazo de Israel a Cristo, el Mesías. «Vi-no a los suyos y los suyos no le recibieron».
–Mateo 8,5-17: Vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob. La fe del centurión romano logra la salud de su criado. Jesús ve en ellos el augurio de la conversión de los pueblos paganos. Luego curó a la suegra de San Pedro. Se cumplen las profecías: «Tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades». Comenta San Agustín sobre este milagro que Jesús hace en favor del centurión:
«Podemos nosotros medir la fe de los hombres, pero en cuanto hombres. Cristo, que veía el interior, Cristo a quien nadie engañaba, dio testimonio sobre el corazón de aquel hombre, al escuchar las palabras de humildad y pronunciar la sentencia de la sanción.
«El Señor, aunque formaba parte del pueblo judío, anunciaba ya la Iglesia futura en todo el orbe de la tierra, a la que había de enviar a sus apóstoles. Los gentiles no lo vieron y creyeron; los judíos lo vieron y le dieron muerte. Del mismo modo que el Señor no entró con su cuerpo en la casa del centurión, y, sin embargo, ausente en el cuerpo y presente por su majestad, sanó su fe y su casa, de idéntica manera el mismo Señor sólo estuvo corporalmente en el pueblo judío; en los otros pueblos ni nació de una Virgen, ni sufrió la pasión, ni caminó, ni soportó las debilidades humanas, ni hizo las maravillas divinas. Ninguna de estas cosas realizó en los restantes pueblos. Él se había dicho: El pueblo, al que no conocí, ése me sirvió. ¿Cómo si faltó el conocimiento? Tras haber oído me obedeció (Sal 17,45). El pueblo judío lo conoció y lo crucificó; el orbe de la tierra oyó y creyó» (Sermón 62,4).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Génesis 18,1-15
a) La escena que leemos hoy es la famosa aparición de Dios a Abrahán junto a la encina de Mambré, la escena que inmortalizó Rublev en su icono trinitario.
Son tres hombres, pero, a veces, parece que es uno solo. Son ángeles, pero en algunos momentos del diálogo parece que es el mismo Dios. Abrahán les dedica su mejor hospitalidad y escucha en recompensa de nuevo, y ya como inminente, la promesa de la descendencia.
Si ayer se sonreía Abrahán, hoy la que se ríe es Sara. Es lógico que acojan con un cierto escepticismo, entre la duda y la alegría, la promesa de su descendencia, dada su edad. Sara, además, muestra su curiosidad escuchando la conversación de su marido con los huéspedes, y aparece un poco mentirosa, negando que se haya reído, asustada por haber sido descubierta.
Pero el que sonríe con bondad es Dios. Isaac significa «la sonrisa de Dios», o «Dios ríe».
b) Abrahán sigue siendo modelo de fe y de acogida de la voluntad de Dios.
En Barcelona se ha creado, después de los Juegos Olímpicos de 1992, la parroquia de san Abrahán. Como retablo, detrás del altar, aparecen los símbolos de la encina de Mambré y los tres platos que el patriarca dispuso para sus visitantes. Es bueno que lo tengamos como un santo al que imitar. En el NT, tanto Pablo como el mismo Jesús, lo ensalzan por su fe y descartan que todos fuéramos descendientes suyos en disponibilidad ante Dios.
Dios nos visita misteriosamente. Saberlo descubrir en los peregrinos o en las personas o en los acontecimientos es todo un arte y una sabiduría de fe cristiana. También nosotros nos llevaremos sorpresas como Abrahán cuando oigamos: «estaba hambriento y me diste de comer», porque Jesús se nos acerca ahora en la persona del prójimo.
Por otra parte, Dios parece que tiene un gusto particular en elegir para su obra salvadora a personas débiles, a matrimonios ancianos y estériles: la madre de Sansón, la de Samuel, la de Juan el Bautista, y aquí, Sara. Pero a estas personas les pide una actitud de entrega y fe total. Entonces, por débiles que sean sus fuerzas humanas, Dios hace cosas grandes.
Por eso el «salmo» de hoy es nada menos que el Magníficat de María de Nazaret, que alaba a Dios y recuerda la promesa hecha a Abrahán: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque ha mirado la humildad de su sierva... como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abrahán y su descendencia para siempre».
El Catecismo aproxima a María a la figura de Abrahán: «Abrahán es el modelo de obediencia que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma» (CEC 144). Los «testigos de la fe son Abrahán, que creyó, esperando contra toda esperanza; la Virgen María que, en la peregrinación de la fe, llegó hasta la noche de la fe» (CEC 165). «Abrahán, por su fe, se convirtió en bendición para todas las naciones de la tierra. Por su fe, María vino a ser madre de los creyentes» (CEC 2676).
Si acogemos la visita de Dios, también a nosotros nos nacerán hijos, y la Iglesia progresará en su maternidad y tendrá vocaciones y su evangelización de este mundo tendrá éxito, lo mismo que Abrahán y Sara tuvieron a su esperado hijo Isaac, y María de Nazaret dio al mundo al Mesías anunciado por los siglos.
2. Mateo 8,5-17
a) Ayer leíamos la curación del leproso, cuando Jesús bajaba del monte del sermón. Hoy escuchamos dos milagros más: en favor del criado (o, tal vez, del hijo) de un centurión y de la suegra de Pedro.
El militar es pagano, romano, o sea, de la potencia ocupante. Pero la gracia no depende de si uno es judío o romano: sino de su actitud de fe. Y el centurión pagano da muestras de una gran fe y humildad. Jesús alaba su actitud y lo pone como ejemplo: la salvación que él anuncia va a ser universal, no sólo para el pueblo de Israel. Ayer curaba a un leproso, a un rechazado por la sociedad. Hoy atiende a un extranjero. Jesús tiene una admirable libertad ante las normas convencionales de su tiempo. Transmite la salvación de Dios como y cuando quiere.
Con la suegra de Pedro no dice nada, sencillamente, la toma de la mano y le transmite la salud: «se le pasó la fiebre».
b) Jesús sigue ahora, desde su existencia de Resucitado, en la misma actitud de cercanía y de solidaridad con nuestros males. Sigue cumpliendo la definición ya anunciada por Isaías y recogida en el evangelio de hoy: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades».
Quiere curarnos a todos de nuestros males. ¿Será un criado o un hijo el que sufre, o nosotros los que padecemos fiebre de alguna clase? Jesús nos quiere tomar de la mano, o decir su palabra salvadora, y devolvernos la fuerza y la salud. Nuestra oración, llena de confianza, será siempre escuchada, aunque no sepamos como.
Antes de acercarnos a la comunión, en la misa, repetimos cada vez las palabras del centurión de hoy: «no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». La Eucaristía quiere curar nuestras debilidades. Ahora no nos toma de la mano, o pronuncia palabras. El mismo se hace alimento nuestro y nos comunica su vida: «el que come mi Carne permanece en mí y yo en él... el que me come vivirá de mí, como yo vivo de mi Padre».
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (salmo I)
«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo: basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano» (evangelio).