Lunes X Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 6 junio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 R 17, 1-6: Elías sirve al Señor Dios de Israel
Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra
Mt 5, 1-12: Bienaventurados los pobres en el espíritu
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (06-06-2016)
lunes 6 de junio de 2016Para no perderse a lo largo del camino de la fe, los cristianos tienen un preciso indicador de dirección: las Bienaventuranzas. Ignorar las rutas que propone puede querer decir resbalarse por los tres escalones de los ídolos del egoísmo, la idolatría del dinero, y la vanidad, esa saciedad de un corazón que ríe de satisfacción propia ignorando a los demás.
El Evangelio de Mateo (5,1-12) nos muestra a Jesús adoctrinando a las gentes con el célebre Sermón de la Montaña. Enseñaba la nueva ley, que no borra la antigua, sino que la perfecciona llevándola a su plenitud. Esa es la ley nueva, la que llamamos las Bienaventuranzas. Es la nueva ley del Señor para nosotros. Son la hoja de ruta, el itinerario, los navegadores de la vida cristiana. Ahí vemos, en ese camino, según las indicaciones del navegador, cómo podemos avanzar en nuestra vida cristiana.
Podemos completar, por así decir, el texto de Mateo con le consideraciones que el evangelista Lucas (6, 24-26)[1] pone al final del análogo relato de las Bienaventuranzas, es decir, la lista de los cuatro ¡ay!: ay de los ricos, de los saciados, de los que ríen, y de los que todos hablan bien. He dicho muchas veces que las riquezas son buenas, y que lo que hace daño es el apego a las riquezas, que las convierte en idolatría. Esa es la anti-ley, el navegador equivocado. Es curioso: son como los escalones que llevan a la perdición, así como las Bienaventuranzas son los escalones que llevan a la vida. Y los escalones que llevan a la perdición son el apego a las riquezas, porque no necesito nada; la vanidad, que todos hablen bien de mí: me siento importante, demasiado incienso... y creo que soy justo, no como aquel, como el otro... Pensemos en la parábola del fariseo y el publicano: Te doy gracias porque no soy como ese... Gracias, Señor, porque soy tan buen católico, no como el vecino, la vecina... Todos los días pasa esto. Segundo la vanidad y, tercero, el orgullo que es la saciedad, las risas que cierran el corazón.
Entre todas las Bienaventuranzas, hay una que no digo que sea la clave de todas, pero nos hace pensar: Bienaventurados los mansos. La mansedumbre. Jesús dice de sí mismo: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29). La mansedumbre es un modo de ser que nos acerca mucho a Jesús. En cambio, la actitud contraria siempre procura enemistades, guerras... tantas cosas feas que pasan. Pero la mansedumbre, la mansedumbre de corazón que no es insensatez, no: es otra cosa; es la profundidad para entender la grandeza de Dios y la adoración.
[1] Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís! porque lamentaréis y lloraréis. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Reyes 17,1-6: Elías sirve al Señor Dios de Israel. En el tiempo del rey Ajab, en el Reino del Norte, la reina Jezabel pretende sustituir la religión por los cultos paganos de su país de origen. El profeta Elías es elegido por Dios para conservar en toda su pureza la ley de Moisés. Profetiza al rey la sequía como castigo de la infidelidad del pueblo. Luego, por orden de Dios, marcha cerca del Jordán y allí Dios lo alimenta milagrosamente. Comenta San Agustín:
«Por medio de un cuervo alimentó el Señor al profeta Elías. A quien los hombres perseguían le servían las aves» (Sermón 239,3).
– Por eso la Iglesia ha puesto a esta lectura como Salmo responsorial el Salmo 120: «el auxilio me viene del Señor».
La providencia de Dios protege cada uno de nuestros pasos. Esa providencia se ha hecho visible y tangible en Jesús de Nazaret «pastor y guardián de nuestras almas» (1 Pe 2,25). Caminando de su mano no hay miedo de perderse ni resbalar en el camino. Esta providencia paternal de Dios y de Cristo no quita para que vivamos vigilantes y no descuidemos de poner todos los medios a nuestro alcance para defendernos del mal, como dice el apóstol San Pedro: «estad alerta y velad, porque vuestro adversario el diablo anda rondando como león rugiente, y busca a quien devorar; resistidle firmes en la fe, considerando que los mismos padecimientos soportan vuestros hermanos dispersos por el mundo» (1 Pe 5,8-9).
–Mateo 5,1-12: Bienaventuranzas. San Juan Crisóstomo explica este pasaje del Evangelio:
«La muchedumbre no tenía otro afán que contemplar milagros; pero los discípulos quieren también oír una enseñanza grande y sublime; lo que, sin duda, movió al Señor a dársela y empezar su magisterio por estos razonamientos. Porque no curaba el Señor sólo los cuerpos, sino que enderezaba también las almas. Del cuidado de los unos, pasaba al cuidado de las otras. Con lo que no sólo era más variada la utilidad, sino que mezclaba la enseñanza de la doctrina con la demostración de las obras. De este modo también cerraba las bocas desvergonzadas a los futuros herejes, pues con el cuidado que ponía por una y otra sustancia de que consta el hombre, nos hace ver que Él es el artífice del viviente entero. De ahí que su providencia se distribuía por una y otra naturaleza, alma y cuerpo, enderezando ahora a la una, ahora a la otra...
«Escuchemos con toda diligencia sus palabras. Porque fueron sí, pronunciadas para los que las oyeron sobre el monte; pero se consignaron por escrito para cuantos sin excepción habían de venir después. De ahí justamente que mirara el Señor, al hablar, a sus discípulos, pero no circunscribe a ellos sus palabras. Las bienaventuranzas se dirigen sin limitación alguna a todos los hombres» (Homilía 15 sobre San Mateo 1).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: 1 Reyes 17,1-6
Reemprendemos hoy la lectura del libro Primero de los Reyes, que habíamos iniciado la cuarta semana del tiempo ordinario. En él se habla de la sucesión davídica, del reino de Salomón y del cisma político-religioso (931 a. de C.) entre las diez tribus del Norte (Israel, con capital en Samaria) y Judá y Benjamín (con capital en Jerusalén). El reino del Norte conoció la alternancia de una decena de casas reinantes, mientras que el del Sur fue regido siempre por la estirpe de David.
Las lecturas de los libros de los Reyes siguen con el «ciclo de Elías». Procedía éste de Galaad (Transjordania), donde estaba vigente un yahvismo vigoroso. El profeta había sido enviado al rey Ajab (874-853), esposo de la fenicia Jezabel, hija del rey de Tiro y Sidón. Ésta había introducido en Samaria el culto de Baal, el dios de Tiro propiciador de la lluvia (1 Re 18,19), que, sin embargo, no está en condiciones de asegurarla a sus devotos. Elías, cuyo nombre significa «el Señor es mi Dios», es puesto a salvo y protegido directamente por el cielo. Como los judíos en el desierto, se alimenta de manera milagrosa con pan y carne.
Los «profetas anteriores» (nuestros «libros históricos»), así llamados por la tradición judía, nos presentan una historia que se hace teología. En efecto, los libros de los Reyes constituyen una sección de la historia sagrada escrita con la intención de mostrar que la alianza entre Dios y su pueblo se rige por el principio de la retribución: si el pueblo es fiel, Dios lo bendice; si es infiel, lo abandona a un destino de muerte.
El lector de estas páginas está invitado, no obstante, a ver en las calamidades que se abaten sobre el pueblo infiel «castigos» divinos destinados a la conversión. En nuestro caso, la sequía es signo de la reprobación divina de los cultos cananeos patrocinados por Jezabel, que se convirtió en símbolo del sincretismo religioso (Ap 2,20). De hecho, Israel estuvo siempre amenazado por los cultos paganos arraigados en la tierra de la que tomó posesión bajo la guía de Moisés y de Josué.
Evangelio: Mateo 5,1-12
Los capítulos 5-9 de Mateo constituyen una sección compacta, como se desprende de las dos frases, sustancialmente idénticas, que les sirven de marco (4,23 y 9,35). La sección abarca el «sermón del monte», verdadera carta magna del Reino (capítulos 5-7), y la narración de diez milagros (capítulos 8-9), presentándonos, por consiguiente, a Cristo maestro, cuya divina Palabra no sólo está dotada de autoridad, sino que es también eficaz.
El evangelista Mateo considera a Cristo como el nuevo Moisés, como aquel que comunica la «nueva Ley» en el monte de las bienaventuranzas -el monte-, cuya imagen anticipadora era el Sinaí. El que estamos examinando es el primero de los cinco grandes discursos pronunciados por el Señor y comienza con la proclamación de las ocho bienaventuranzas del «Reino» (palabra que se repite en la primera y en la última), a las que se añade otra más. La inminencia del Reino apela a la conversión; la perspectiva escatológica que parece dominar la proclamación de las bienaventuranzas se traduce en un mensaje de salvación y se resuelve como imperativo moral, puesto que traza «un modo perfecto de vida cristiana» (Agustín).
La expresión «pobres en el espíritu», si bien no se encuentra en el Antiguo Testamento (aunque aparece en los textos de Qumrán), refleja un aspecto fundamental: la espera del Reino por parte de los últimos. A ellos está reservada la posesión de la tierra prometida (Sal 37,11) y, por consiguiente, del Reino, cuya instauración, según la esperanza bíblica, está destinada a registrar por lo menos un arranque ya desde aquí abajo: «... suyo es el Reino de los Cielos».
El consuelo está presentado como un rasgo característico de Dios y como don mesiánico por excelencia (Is 61,2; cf. Lc 2,25). El mismo Cristo se considera un Consolador, y con este título anuncia el don del Espíritu Santo (Jn 14,26; 15,26; 16,7). La «justicia» (término que se repite cinco veces en el sermón del monte) indica el recto cumplimiento de la voluntad divina, perseguido con impulso y determinación (hambre y sed), y, por consiguiente, connota el acceso a la salvación y constituirá la razón misma de la encarnación del Verbo: su nombre será «Señor-nuestra-Justicia» (Jr 23,6). De ahí se sigue el imperativo: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). La misericordia pasa a ser, de prerrogativa divina, aspecto cualificativo del discípulo: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6,36). La misericordia, en efecto, prevalecerá sobre el juicio (cf. Sant 2,23).
«Corazón puro» es una expresión que se repite en las Escrituras (Sal 24,3ss; 51,12; 73,13; Prov 22,11, etc.) y es sinónimo de «corazón sencillo» (cf. Sab 1,1; Ef 6,5), que no tiene doblez (Sant 4,8). Esta es la condición que hace posible la visión de Dios, visión que no se concede al hombre en esta tierra (Ex 33,20), sino que está preparada para el cielo, cuando «lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,2), «cara a cara» (1 Cor 13,12). «Constructor de la paz» es Dios mismo (Col 1,20), definido repetidamente por Pablo como «el Dios de la paz». A Cristo, su Enviado, se le anuncia como el rey mesiánico pacífico (Zac 9,9), «Príncipe de la paz» (Is 9,15), una paz que da a sus discípulos (Jn 14,27; 16,33; cf. Lc 2,14). La paz constituye, por último, un «fruto del Espíritu» (Gal 5,22; Rom 14,17). Los «hijos de la paz» (cf. Lc 10,6) no podrán dejar de ser, por consiguiente, «hijos de Dios».
La persecución «a causa de la justicia» (Lc 6,22 precisa: «a causa del Hijo del hombre») no es otra cosa que el precio que hay que pagar por la coherencia y por el testimonio evangélico. La invitación a alegrarse en medio de la tribulación y en medio de las pruebas ha sido ampliamente recibida en la experiencia apostólica (Hch 5,41; 2 Cor 1,5; 12,10; Sant 1,2-4; 1 Pe 1,6; 4,12-16, etc.). La participación en los sufrimientos de Cristo, acogidos en beneficio de su Iglesia (Col 1,24), nos asocia a la gloria de la resurrección (F1p 3,10ss).
MEDITATIO
El Verbo no nos habla ya a través de intermediarios, sino en persona («abriendo su boca»), y con su enseñanza restituye el hombre a sí mismo, lo hace más humano. La Ley nueva empieza sustituyendo el orgullo, triste herencia del pecado original, por la humildad, que es «principio de la bienaventuranza» (Glosa). Aquí reside la paradoja que atraviesa todo el sermón del monte, verdadero código de liberación, rechazado por el «hombre natural incapaz de percibir las cosas de Dios» (cf. 1 Cor 2,14). En efecto, «la bienaventuranza empieza allí donde para los hombres comienza la desventura» (Ambrosio). Las bienaventuranzas evangélicas abarcan el obrar y el padecer del creyente, que, por eso mismo, recibe el título real de «hijo de Dios».
Me planteo algunas preguntas. ¿Me reconozco como un «mendigo» respecto al Señor? ¿Me considero antes que nada a mí mismo «tierra prometida», de la que debo «tomar posesión» a través de un camino de interioridad y de dominio de mí mismo? Y con respecto a la humanidad, ¿«hago duelo» por los males que la afligen? ¿Dejo aflorar esta triple actitud del espíritu que caracteriza al pueblo de las bienaventuranzas...?
ORATIO
Señor Jesucristo, tú subiste al monte con tus discípulos para enseñar las cimas más altas de las virtudes, y desde allí, al transmitirnos las bienaventuranzas, nos enseñaste a llevar una vida virtuosa a la que prometiste el premio. Concédeme a mí, frágil criatura, escuchar tu voz, así como ejercitarme en la práctica de las virtudes, conseguir su mérito y, por tu misericordia, recibir el premio.
Haz que pensando en la recompensa celestial no rechace su precio, sino que la esperanza de la salvación eterna mitigue en mí el dolor de la medicina terrena e inflame mi ánimo con el luminoso cumplimiento de obras buenas. Concédeme a mí, miserable criatura, la bienaventuranza fruto de la gracia en esta vida, para poder gozar de la bienaventuranza de la gloria en la patria celestial (Landulfo de Sajonia, Vita Jesu Christi).
CONTEMPLATIO
Escuchemos con extrema atención las palabras del Señor. Fueron dichas, entonces, para todos los que estaban presentes, pero está claro que fueron escritas para todos aquellos que vendrían a continuación. Por eso se dirige Jesús en su sermón a los discípulos, pero no restringe lo que dice a sus personas; hablando en general y de modo indeterminado, declara «bienaventurados» a todos (Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de Mateo, 15, 1).
«Dichosos los pobres en el espíritu.» Jesús precisa: «en el espíritu». Quiere hacernos comprender que aquí se trata de la humildad, no de la pobreza material. Dichosos aquellos que, gracias a un don del Espíritu Santo, han perdido su propia voluntad. Es a este tipo de pobres a quienes se dirige el Salvador, hablando por la boca de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Nueva a los pobres» (Is 61,1) (Jerónimo, Comentario al evangelio de Mateo).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos los pobres en el espíritu» (Mt5,3).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
También el mundo, Señor,
proclama sus bienaventuranzas,
diametralmente opuestas a las tuyas:
dichosos los ricos
que no se fijan en la miseria de los otros,
sino que acumulan riquezas sólo para sí mismos.
Hazme comprender, Señor,
dónde está la verdadera riqueza,
esa que prometes a quienes te siguen.
También el mundo, Señor,
alardea sus promesas,diametralmente opuestas a las tuyas:
dichosos los poderosos
que no piensan en el débil necesitado de ayuda,
sino que avanzan seguros por su camino.
Hazme comprender, Señor,
cuál es la fuerza invencible que das a tus fieles.
También el mundo, Señor,
ostenta su justicia,
diametralmente opuesta a la tuya:
dichosos los listos
que no piensan en Ios otros,
sino que los explotan para su propio éxito.
Hazme comprender, Señor,
dónde puedo encontrar la sensatez
que tú garantizas a quien la busca.
También el mundo, Señor,
presenta su manifiesto,
diametralmente opuesto al tuyo:
dichosos los vividores
que no se preocupan del mañana,
sino que buscan arrebatar el momento fugaz.
Hazme comprender, Señor,
cuáles son las verdaderas alegrías,
esas que no permites que falten a tus hijos.
(C. Ghidelli, Beatitudine evangeliche e spiritualitó laicale, Brescia 1996, pp. 21 ss).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. I Reyes 17,1-6
Durante tres semanas leeremos, en los Libros de los Reyes, unas páginas muy agitadas de la historia del pueblo de Dios. Una historia que abarca desde el cisma que siguió a Salomón (hacia el año 935) hasta la destrucción de Jerusalén y el destierro (año 586). Malos tiempos. Tiempos de deterioro social y religioso. La lenta destrucción de un pueblo y de sus mejores valores por culpa, muchas veces, de reyes decadentes. Las páginas que leemos son como una meditación sobre la debilidad del pueblo elegido de Dios, infiel, olvidadizo y voluble.
Dios suscita en este tiempo profetas como Elías y Eliseo, defensores valientes de los derechos de Dios y también de los del pueblo. Profetas de fuego, sobre todo Elías, que subraya su predicación con signos milagrosos, para que el pueblo le haga caso.
a) Empezamos hoy la lectura del «ciclo de Elías», uno de los personajes principales de la historia de Israel. Su nombre significa «Yahvé es mi Dios». En la escena evangélica de la Transfiguración, aparece juntamente con Moisés acompañando a Jesús y hablando de lo que sucederá en Jerusalén. Elías es figura de Jesús, sobre todo por las contradicciones que sufrió debido a la valentía de sus denuncias.
Hoy se enfrenta a Ajab, un rey débil, manejado por su esposa Jezabel, fenicia, que ha empujado al pueblo a la idolatría. A la vez, es un rey que falta clamorosamente a la justicia social, aprovechándose del poder en beneficio propio.
Elías le anuncia una gran sequía, que, por otra parte, era frecuente en las tierras de Palestina. Pero él la interpreta como castigo a sus pecados. Hay una clara ironía en el relato, porque el dios fenicio Baal, al que se habían pasado muchos israelitas, era considerado precisamente como el dios de la lluvia y la fertilidad.
El tiene que huir, porque le persiguen. Se esconde junto a un torrente y hará vida de ermitaño, ayudado milagrosamente por Dios en ese tiempo de sequía y hambre.
b) Los cristianos siempre han tenido algo de profetas. Han vivido en medio de una sociedad a la que no le gusta oír palabras exigentes contra la idolatría o la injusticia.
Seguramente, nos toca sufrir, viendo cómo se van perdiendo ciertos valores y constatando la corrupción reinante en diversos niveles. La sequía es un símbolo: cuando se abandona el pozo del agua buena, Dios, aparecen la sed y la esterilidad, en nuestra vida personal y en la comunitaria. Un cristiano debe ser valiente y dar testimonio, como Elías, a pesar de las dificultades que supone ir contra corriente y mantener la fidelidad a los valores que nos ha enseñado Jesús.
Como eso no nos resultará fácil, el salmo nos dice dónde está la fuente de nuestra fuerza: «¿de dónde me vendrá el auxilio? el auxilio me viene del Señor... no permitirá que resbale tu pie... el Señor te guarda de todo mal...».
2. Mateo 5,1-12
Durante tres meses -de la semana X a la XXI del Tiempo Ordinario-, vamos a seguir diariamente el evangelio de Mateo, después de haber leído durante nueve semanas el de Marcos.
Empezamos en su capítulo 5, con el sermón de la montaña, porque los cuatro primeros -la infancia y la manifestación de Jesús, con la llamada de los primeros discípulos- los escuchamos ya en la Navidad y semanas siguientes.
El sermón de la montaña -capítulos 5-7 de este evangelio- es el primero de los cinco grandes «discursos» que Mateo reproduce en su evangelio, recogiendo así, para bien de sus lectores, las enseñanzas que Jesús dirigió a sus discípulos a lo largo de su ministerio.
Los otros serán el de la misión (cap. 10), las parábolas (cap. 13), las enseñanzas sobre la vida comunitaria (cap. 18) y el discurso escatológico (caps. 24-25).
a) Empezamos bien, con las bienaventuranzas, la «carta magna» del Reino. Jesús anuncia ocho veces a sus seguidores la felicidad, el camino hacia el proyecto de Dios, que siempre ha sido proyecto de vida y de felicidad. Como Moisés, desde el monte Sinaí, anunció de parte de Dios el decálogo de la Alianza a su pueblo, ahora Jesús, el nuevo y definitivo Moisés, en la montaña propone su nuevo código de vida.
Ahora bien: este camino que nos enseña Jesús es en verdad paradójico: llama felices a los pobres, a los humildes, a los de corazón misericordioso, a los que trabajan por la paz, a los que lloran y son perseguidos, a los limpios de corazón. Naturalmente, la felicidad no está en la misma pobreza o en las lágrimas o en la persecución. Sino en lo que esta actitud de apertura y de sencillez representa y en el premio que Jesús promete.
Los que son llamados bienaventurados por Jesús son los «pobres de Yahvé» del AT, los que no son autosuficientes, los que no se apoyan en sí mismos, sino en Dios. A los que quieran seguir este camino, Jesús les promete el Reino, y ser hijos de Dios, y poseer la tierra.
b) Todos buscamos la felicidad. Pero, en medio de un mundo agobiado por malas noticias y búsquedas insatisfechas, Jesús nos la promete por caminos muy distintos de los de este mundo. La sociedad en que vivimos llama dichosos a los ricos, a los que tienen éxito, a los que ríen, a los que consiguen satisfacer sus deseos. Lo que cuenta en este mundo es pertenecer a los VIP, a los importantes, mientras que las preferencias de Dios van a los humildes, los sencillos y los pobres de corazón.
La propuesta de Jesús es revolucionaria, sencilla y profunda, gozosa y exigente. Se podría decir que el único que la ha llevado a cabo en plenitud es él mismo: él es el pobre, el que crea paz, el misericordioso, el limpio de corazón, el perseguido. Y, ahora, está glorificado como Señor, en la felicidad plena.
Desde hace dos mil años, se propone este programa a los que quieran seguirle, jóvenes y mayores, si quieren alcanzar la felicidad verdadera y cambiar la situación del mundo. Las bienaventuranzas no son tanto un código de deberes, sino el anuncio de dónde está el tesoro escondido por el que vale la pena renunciar a todo. Más que un programa de moral, son el retrato de cómo es Dios, de cómo es Jesús, a qué le dan importancia ellos, cómo nos ofrecen su salvación. Además, no son promesa; son, ya, felicitación.
Pensemos hoy un momento si estamos tomando en serio esta propuesta: ¿creemos y seguimos las bienaventuranzas de Jesús o nos llaman más la atención las de este mundo? Si no acabamos de ser felices, ¿no será porque no somos pobres, sencillos de corazón, misericordiosos, pacíficos, abiertos a Dios y al prójimo?
Empezamos el evangelio de Mateo oyendo la bienaventuranza de los sencillos y los misericordiosos, y lo terminaremos escuchando, en el capitulo 25, el éxito final de los que han dado de comer y visitado a los enfermos. Resulta que las bienaventuranzas son el criterio de autenticidad cristiana y de la entrada en el Reino.
«Si recibimos aliento, es para comunicaros aliento» (1ª lectura I)
«Gustad y ved qué bueno es el Señor» (salmo I)
«El auxilio me viene del Señor» (salmo II)
«Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (evangelio)