Martes IX Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 29 mayo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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2 Pe 3, 12-15a. 17-18: Esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva
Sal 89, 2. 3-4. 10. 14 y 16: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación
Mc 12, 13-17: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–2 Pedro 3,12-15.17-18: Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. Hay que aguardar con una vida santa el día de la venida del Señor, cuando será renovada la creación y reinará la justicia. Necesitamos de una fe profunda, que mantenga siempre viva la esperanza. Solo el pecado nos separa de Dios y nos mantiene alejados del día del Señor. El amor, la justicia, la libertad, la igualdad... son valores que aportamos a un orden definitivo y eterno. Por tanto, en medio de muchas dificultades, con la ayuda de la gracia, debemos ejercitar el bien con toda esperanza. Así lo exhorta San Juan Crisóstomo:
«No desesperéis nunca. Os lo diré en todos mis discursos, en todas mis conversaciones; y si me hacéis caso, sanaréis. Nuestra salvación tiene dos enemigos mortales: la presunción, cuando las cosas van bien, y la desesperación después de la caída; éste segundo es mucho más terrible» (Homilía sobre la penitencia).
Y San Gregorio Magno:
«Estáis viendo en la Iglesia a muchos cuya vida no debéis imitar; pero tampoco habéis de desesperar de ellos. Hoy vemos lo que son, pero ignoramos lo que será cada uno el día de mañana. A veces, vemos que el que viene detrás de nosotros, llega por su industria y agilidad, ayudado por la gracia divina, a adelantarnos en las obras buenas, y apenas podemos seguir mañana al que nos parecía aventajar ayer. Cuando Esteban murió por la fe, Saulo guardaba los vestidos de los que lo apedreaban» (Homilía 19 sobre los Evangelios).
–Ante la seguridad de la venida del Señor meditamos la brevedad de la vida, con el Salmo 89: «Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre, tú eres Dios. Tú reduces al hombre a polvo, diciendo: «retornad, hijos de Adán». Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna. Aunque uno viva setenta años y el más robusto hasta ochenta, la mayor parte son fatiga inútil, porque pasan aprisa y vuelan. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo; que tus siervos vean tu acción y sus hijos, tu gloria».
–Marcos 12,13-17: Lo que es del César pagádselo al César, y lo que es de Dios, a Dios. Los enemigos de Jesús le ponen trampas para cogerlo; pero Él hace caer a sus adversarios en la misma trampa que le han tendido. El Maestro nos enseña que debemos obedecer a los que nos gobiernan, cuando lo hacen según la ley moral.
San Hilario de Poitiers comenta:
«¡Oh respuesta verdaderamente admirable y claridad absoluta de la palabra celestial! Todo está allí medido, entre el desprecio del mundo y la ofensa al César (Mt 22,21). Declarando que es necesario «dar al César lo que es del César», libra a los espíritus consagrados a Dios de toda preocupación y deber humano. En efecto, si nada de lo que pertenece al César se retiene en nuestras manos, nosotros no quedamos ligados por la obligación de devolverle las cosas que son suyas.
«Si, por el contrario, nos dedicamos a sus cosas y nos sometemos al cuidado del patrimonio ajeno, no es injusticia devolver al César lo que es del César, y tener que dar a Dios las cosas que son suyas: el cuerpo, el alma, la voluntad.
«Es Dios, en efecto, quien da y acrecienta todos los bienes que tenemos y, por consiguiente, es completamente justo devolver todo esto a Él; a quien, según se nos recuerda, debemos su origen y progreso» (Comentario al Evangelio de San Mateo 23,2).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. II Pedro 3,12-15.17-18
a) Acabamos hoy esta breve selección de la carta de Pedro.
Y lo hacemos con una mirada hacia delante: el cristiano vive en una tensión hacia el futuro. La venida del Señor -sea próxima o lejana- ilumina y da sabiduría a nuestro camino.
El lenguaje es apocalíptico («cielos consumidos por el fuego y derretidos los elementos»), pero no pesimista, sino al contrario, optimista: «nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva».
Eso sí, debemos estar preparados, de modo que «os encuentre en paz con él», «irreprochables», «no os arrastre el error y perdáis pie», «creced en la gracia y el conocimiento de Jesucristo».
b) Nos hace sabios mirar al futuro. Como le conviene al viajero recordar de cuando en cuando el destino de su billete. Como le anima al sembrador la esperanza de la cosecha. Como le estimula al estudiante pensar en el examen final. Como le motiva al deportista la meta final de la carrera.
A los cristianos, tanto ayer como hoy, Pedro nos invita a «crecer», a seguir adelante con esmero, que «no nos arrastre el error» que nos amenaza continuamente a nuestro alrededor. Que no «perdamos pie» en las trampas de este mundo. La vida cristiana está llena de alegría y a la vez de estímulo y exigencia.
La Eucaristía que celebramos es alimento, luz y fuerza para el camino, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Con la mirada puesta en la Pascua de Jesús, hace dos mil años, y a la vez en su manifestación final definitiva.
Celebrando mientras tanto, con densidad, el hoy de cada día, en el que sentimos su presencia y su fuerza.
2. Marcos 12,13-17
a) Una comisión de fariseos y partidarios de Herodes viene a Jesús, no para saber, sino para tenderle una trampa. Aunque la apariencia sea de preguntar con sinceridad:
«Sabemos que enseñas el camino de Dios sinceramente».
El asunto de los impuestos pagados a Roma era espinoso, porque venían a ser como el símbolo y el recordatorio de la potencia ocupante: si decía que había que pagarlos, se enemistaba con el pueblo; si decía que no, podían acusarle de revolucionario.
Jesús respondió saliendo con elegancia por la tangente. A veces, ante preguntas de economía o política, o cuando veía que la pregunta no era sincera, prefería no contestar o lo hacía a su vez con otras preguntas. Aquí ni afirma ni niega lo de los tributos, sino que les da una lección sobre la relación entre lo político y lo religioso: «Dad al César lo del César y a Dios lo de Dios».
b) Es bueno distinguir los planos. Los judíos tenían la tendencia a confundir lo político con lo religioso. En el AT, por la estructura de la monarquía, todo parecía conducir a esta confusión. La espera mesiánica -de la que Pedro y los otros discípulos son buenos ejemplares- identificaba también la salvación espiritual con la política o la económica, cosa que una y otra vez Jesús tuvo que corregir, llevándoles a la concepción mesiánica que él tenía.
El César es autónomo: Cristo a su tiempo pagará el tributo por sí y por Pedro. La efigie del emperador romano en la moneda (en su tiempo, Tiberio) lo recuerda.
Pero Dios es el que nos ofrece los valores fundamentales, los absolutos. Las personas hemos sido creadas «a imagen de Dios»: la efigie de Dios es más importante que la del emperador. Jesús no niega lo humano, «dad al César», pero lo relativiza, «dad a Dios».
Las cosas humanas tienen su esfera, su legitimidad. Los problemas técnicos piden soluciones técnicas. Pero las cosas de Dios tienen también su esfera y es prioritaria. No es bueno identificar los dos niveles. Aunque tampoco haya que contraponerlos. No es bueno ni servirse de lo religioso para los intereses políticos, ni de lo político para los religiosos. No se trata de sacralizarlo todo en aras de la fe. Pero tampoco de olvidar los valores éticos y cristianos en aras de un supuesto progreso ajeno al plan de Dios.
También nosotros podríamos caer en la trampa de la moneda, dando insensiblemente, contagiados por el mundo, más importancia de la debida a lo referente al bienestar material, por encima del espiritual. Un cristiano es, por una parte, ciudadano pleno, comprometido en los varios niveles de la vida económica, profesional y política. Pero es también un creyente, y en su escala de valores, sobre todo en casos de conflicto, da preeminencia a «las cosas de Dios».
El magisterio social de la Iglesia, antes y después de la «Gaudium et Spes» del concilio Vaticano II, nos ha ayudado en gran manera a relacionar equilibradamente estos dos niveles, el del César y el de Dios, de modo que el cristiano pueda realizar en sí mismo una síntesis madura entre ambos.
«No se abatió ni se rebeló contra Dios por la ceguera» (1ª lectura, I)
«No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor» (salmo, I)
«Que os encuentre en paz con él, irreprochables» (1ª lectura, II)
«Por la mañana sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo» (salmo, II)
«Él os mantenga íntegros en la fe, inconmovibles en la esperanza y, en medio de las dificultades, perseverantes hasta el fin en la caridad» (bendición del I de enero)
«Tú no te fijas en apariencias, sino que enseñas el camino de Dios sinceramente» (evangelio)
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: 2 Pedro 3,12-15a.17-18
El fragmento de hoy es una reflexión sobre el estado del cristiano que «espera la venida del día de Dios» (cf v. 12), día que pertenece a Dios por excelencia. El autor de la carta pretende recordar a los creyentes el objeto y el sentido de esta espera. En primer lugar, lo que esperamos son «unos cielos nuevos y una tierra nueva» (cf. Is 65,17; 66,22), en los que se manifestará Cristo y se manifestará en todos los ámbitos -en la «justicia»- el proyecto de Dios, que ahora es sólo un deseo. Ahora bien, esta espera es algo completamente distinto a una espera pasiva. Quien vive ya desde ahora en medio de la piedad y la santidad puede apresurar incluso la venida del día del Señor, puesto que realiza ya en esta tierra, en la pequeñez de su historia, lo que será la justicia típica del día de Dios. Por eso invita el autor de la carta a sus destinatarios «limpios», como las víctimas ofrecidas a Dios en el culto del Antiguo Testamento, e «irreprochables ante él», «en paz con Dios» (v. 14), como ocurrirá en el domingo sin ocaso de la vida futura.
En estas circunstancias, se vuelve secundario el problema del «cuándo» vendrá este «día de Dios». Lo que cuenta es la magnanimidad del Señor, que organiza los tiempos y la historia siguiendo una amorosa perspectiva de salvación. Ese designio es desconocido para los impíos, mientras que es objeto de conocimiento progresivo por parte del creyente. Este último sabe que aún tiene que seguir descubriendo a Cristo hasta la manifestación completa del día del Señor. A él sea la gloria, ahora y tal como aparecerá en aquel día. El «amén» final indica que el escrito debe ser leído en la asamblea dominical de los cristianos.
Evangelio: Marcos 12,13-17
En el centro del evangelio de hoy figura una pregunta hipócrita. Los herodianos y los fariseos no buscan ninguna respuesta; lo que quieren sobre todo es poner a Jesús en una situación embarazosa, haciéndolo odioso para la autoridad romana o para la muchedumbre. La respuesta de Jesús, sin embargo, evita la trampa de la rígida alternativa y aprovecha la pregunta para brindar un criterio decisivo para la vida cristiana.
Dios y el César no se contraponen entre sí, no se encuentran en el mismo plano: existe un primado de Dios, pero que no priva al Estado de sus derechos. En virtud de este principio, el cristiano aprende a obedecer no sólo a Dios, sino también a los hombres, porque la raíz de toda autoridad deriva en última instancia del Eterno. Precisamente de este principio dimana la libertad de conciencia, al amparo de toda idolatría del poder y acogiendo la respectiva soberanía de la Iglesia y el Estado.
«Esta respuesta les dejó asombrados» (v. 17b): los que antes querían cazarlo en alguna palabra quedan asombrados ahora por el mensaje de libertad contenido en las palabras de Jesús.
MEDITATIO
Esperar y apresurar el día del Señor. Dar a Dios y al césar lo que le corresponde a cada uno. En estas imágenes encontramos descrita la vida del cristiano. Esta es, antes que nada, acontecimiento de espera, anuncio de que el Esposo no ha llegado todavía, nostalgia de un amor más grande que todo afecto humano, como un deseo extinguido... Pero, al mismo tiempo, el creyente vive y celebra cada día como día del Señor, indica en él la presencia misteriosa del Esposo, expresa la alegría del encuentro con él, del deseo inextinguible. Algo así como una espera que se realiza y se vuelve cada vez más intensa y acelera en cierto modo la venida del Señor. Por eso el cristiano no se evade del mundo ni de la historia, sino que está bien implantado en ellos, precisamente para indicarle al mismo mundo lo que hay en él de Dios y debe volver a El, o bien, lo que en el corazón humano pertenece al Altísimo y sólo en él encuentra la paz, y también lo que es corruptible y tiene que ser abandonado; lo que es bello, pero con una belleza que pasa; aquello que tal vez pueda atraer al corazón hecho de carne, pero no lo puede llenar del todo después. No por desprecio a lo humano, sino -al contrario- para darle a todas las realidades su justo peso y mantener viva la esperanza del «día de Dios», en el que todo lo terreno (afectos y esperanzas, debilidades y angustias...) se fundirá en el fuego del amor eterno. Y habrán «unos cielos nuevos y una tierra nueva»...
ORATIO
Señor, Dios de la historia, Eterno sin tiempo, te alabo porque has creado también nuestra historia y nuestro tiempo. Ambos te pertenecen y están repletos de ti. De ti proceden y a ti deben volver, del mismo modo que nuestra persona, con todo lo más humano que posee, como el deseo de vivir y de amar... Cuando llevamos a cabo tal recorrido y confesamos que, verdaderamente, tú eres la fuente y el término de lo que somos y tenemos, nuestro tiempo entra en tu eternidad y nuestra historia se convierte en historia de salvación, al tiempo que la vida celebra tu soberanía y la muerte es como una vuelta a casa.
Perdóname, Dios, que haces nuevas todas las cosas, por todas las veces que he pretendido apropiarme de mi tiempo y no he sabido esperar la novedad de tu día; por todas las veces que no he sabido reconocer tu imagen en las cosas y he dirigido hacia mí lo que hubiera debido «devolverte». En esas ocasiones, en vez de soñar con «unos cielos nuevos y una tierra nueva» y reconocer el alborear de tu día, he preferido ilusiones inmediatas y satisfacciones más seguras en apariencia, gustos y sabores ya conocidos y ya viejos, aunque sólo para encontrar al final aburrimiento y frustración, o ese regusto doloroso del placer que se repite por inercia, tristemente semejante a sí mismo.
«Maestro, tú que eres sincero», enséñame a esperar el día de Dios y, mientras lo espero, «a dar a Dios lo que es de Dios»: todos los latidos de mi corazón, cada aliento de mi vida.
CONTEMPLATIO
También tú, si enciendes el candil, si recurres a la iluminación del Espíritu Santo y ves la luz en la luz, encontrarás la dracma en ti: ya que ha sido puesta en ti la imagen del Rey celestial.
Cuando Dios, al principio, hizo al hombre, lo hizo «a su imagen y semejanza», y puso esta imagen no en el exterior, sino dentro de él [...]. El Hijo de Dios es el pintor de esta imagen; y puesto que el pintor es tal y tan grande, su imagen puede ser oscurecida por la desidia,
aunque no puede ser cancelada por la maldad. En efecto, la imagen de Dios permanece siempre, aunque le sobrepongas la imagen de lo terreno (Orígenes, Homilías sobre el Génesis, XIII, 4).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Nosotros esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva» (2 Pe 3,13).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Que venga el alba, oh Dios, el día de tu sonrisa
Dios de todos los nombres y de todos los pueblos,
Madre y Padre nuestro, Señor de la historia, Señor del amor,
alfa y omega de los tiempos.
Te hablo en nombre de los perdedores,
de parte de los que ya ni siquiera tienen nombre [...].
Te hablo de parte de aquellos que ni siquiera representan
una cifra en las frías estadísticas.
Amo, oh Dios, las alegrías del fotón, del tiempo y del espacio;
amo la lente que lanza su insistente mirada al universo;
amo la magia sagrada que alivia el dolor y difiere la muerte;
amo las manos de quien penetra en el misterio mismo de la vida.
Amo la forma, el sonido, el color.
Amo el don de la palabra que has puesto en mi boca.
Pero ya te hablarán otros de la alegría del Arte
y de la magia de la Ciencia.
Yo te hablo del dolor. Te hablo del hambre, oh Dios, de la muerte.
Te hablo de parte de quienes sembraron sueños
y han muerto con un bocado de esperanza amarga en la garganta.
Te hablo de parte del que resiste en medio de la noche.
Te hablo, oh Dios, de los que velan.
Desde aquí saludo los tiempos venideros.
Saludo el tiempo en el que por fin encuentre las manos
que construyan contigo «un cielo nuevo y una tierra nueva».
Manos nuevas para poblar el mundo de colores.
(Micaela Najlis, poetisa nicaragüense).