Miércoles VIII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 23 mayo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 Pe 1, 18-25: Fuisteis liberados con una sangre preciosa, como la de un cordero sin mancha, Cristo
Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20: Glorifica al Señor, Jerusalén
Mc 10, 32-45: Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Pedro 1,18-15: Os rescataron al precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto. Hemos de corresponder al inmenso amor que Cristo tuvo para con nosotros que nos redimió con su pasión y su muerte. Oigamos a San Ambrosio:
«El precio de nuestro rescate no se ha calculado en dinero, sino en sangre, pues Cristo murió por nosotros. Él nos ha librado con su preciosa sangre, como recuerda también San Pedro en su Carta (1 Pe 1,18). Preciosa, porque es la sangre de un Cordero inmaculado, porque es la sangre del Hijo de Dios, que nos ha rescatado no sólo de la maldición de la ley, sino también de la muerte perpetua, a la que lleva la impiedad» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. VII,117).
–Con el Salmo 147 cantamos a Jerusalén, imagen de la Iglesia y del alma cristiana: «Glorifica al Señor, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión; que ha reforzado los cerrojos de tus puertas y ha bendecido a tus hijos dentro de ti. Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina; Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz. Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a entender sus mandatos».
Esta solicitud conmovedora de Dios con Israel llega a su plenitud en la Iglesia con la Palabra divina, con la altísima doctrina revelada, con la guía pastoral de los obispos, con los sacramentos y la liturgia.
–Marcos 10,32-45: Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del Hombre va a ser entregado. Cristo es el verdadero Siervo de Yavé, anunciado por el profeta Isaías. Él vino para «dar su vida en rescate por nosotros», todos los hombres. Parece increíble la torpeza de los hijos de Zebedeo, que, ante tal anuncio, reaccionan preocupándose por obtener los primeros puestos en un Reino del que aún apenas saben nada. Pero es igualmente lamentable la indignación de los demás apóstoles por esa petición.
La mayor aspiración que en realidad podemos tener los cristianos es conseguir, según la expresión de San Pablo, «un carisma mejor», que es la caridad (1 Cor 12,31). Entre tanto, en el camino de esta vida, es necesario «beber el cáliz» del Señor, para poder sentarse en el «trono»; «bautizarse» en la prueba del dolor, para juzgar la tierra; y servir a todos, para reinar con Cristo. El sufrimiento entra con pleno derecho en la vida de los que siguen a Cristo. Comenta San Agustín:
«Buscaba la altura, pero no veía el peldaño. El Señor se lo mostró: «¿podéis beber?... Los que buscáis las cimas más altas, ¿podéis beber el cáliz de la humildad?» Por eso no dice simplemente: «niéguese a sí mismo y sígame», sino que añade: «tome su cruz y sígame». ¿Qué significa «tome su cruz»? Soporte lo que le es molesto» (Sermón 96,3-4).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: 1 Pedro 1,18-25
Ésta es la Palabra que os ha sido proclamada como Buena Noticia.
Algunas verdades sobre la relación de Jesucristo con nosotros y de nosotros con él llaman hoy la atención. El Padre, en su presciencia (v. 1) y en su gran misericordia (v. 3), ya antes de la fundación del mundo lo eligió, cordero sin mancha, para que con su sangre preciosa liberara a la humanidad «de la conducta idolátrica heredada de vuestros mayores» (v 18).
Jesús se ha manifestado en nuestra era de salvación, que, por esto mismo, es central en toda la historia; Pablo la califica de «plenitud de los tiempos» (cf. Gal 4,4): a él converge todo y en él todo llega a su plenitud. Gracias a su misión, a su resurrección y glorificación, creemos nosotros en Dios, creemos que lo resucitó de entre los muertos, y nos ha dado la posibilidad de anclar nuestra fe y nuestra esperanza en el Padre. Entramos en relación con Jesús a través de la obediencia a la predicación del Evangelio. Esta predicación es fuente de novedad de vida, de existencia vivida en la caridad, o sea, no de impulsos emotivos transitorios, sino de relaciones que estructuran el dinamismo y la misión de la comunidad.
La cristología de la primera Carta de Pedro es rica y profunda. Esta carta constituye un himno de bendición a la obra que el Padre, en el Espíritu, realiza en Cristo (cf., por ejemplo, 1,18b-21; 2,21-25: un himno sublime; 3,18-22 y 4,5ss, elementos de una antigua profesión de fe). Jesús «padeció una sola vez por los pecados, el inocente por los culpables, para conduciros a Dios. En cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu» (3,18). Sus llagas curadoras hacen que quienes gozamos de ellas, «muertos al pecado, vivamos por la salvación» (cf. 2,24). La historia ha sido invadida en él por la sed ardiente de la alianza nueva y eterna con el Padre, y los que le obedecen han sido injertados en este movimiento de conversión que califica a todo dinamismo humano recto y lo convierte en expresión de nostalgia y de inventiva de salvación universal. La parénesis petrina está penetrada por este deseo que es fuente y cima de las iniciativas del pueblo de Dios. La vida en Cristo es vida en misión de comunión en el Misterio.
Evangelio: Marcos 10,32b-45
La extensa lectura evangélica de hoy nos refiere diferentes episodios acaecidos en el recorrido hacia Jerusalén. Jesús va delante. Le siguen unos discípulos asombrados y personas atemorizadas. Habla a los Doce por tercera vez de su próxima pasión y lo hace con muchos detalles (vv. 33ss). Sin embargo, parece que la incomprensión de los discípulos es total. Esto es algo que resalta en Marcos, que atribuye a los mismos hijos de Zebedeo (y no a su madre, como hace, en cambio, Mateo 20,20) la petición correspondiente a su ubicación en el Reino: uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús (v. 37). Su reacción a la respuesta de Jesús y la de los otros respecto a los hermanos manifiestan que el círculo de los discípulos estaba inmerso en preocupaciones completamente diferentes a las del Señor. Jesús, en este momento culminante de su presencia entre nosotros, nos revela aspectos centrales relacionados con el seguimiento. Este se desarrolla por completo en el marco de la complacencia del Padre. Jesús vive inmerso en él, no es el árbitro del mismo. El Padre nos atrae hacia Jesús, en él nos admite a la participación en el Reino y decide la posición que va a ocupar cada uno en el mismo. Mateo 20,23 nombra al Padre, mientras que Marcos alude a él como Alguien que establece las condiciones para conseguirlo.
Vivir en Jesús es crecer en docilidad al Padre, compartir la misión para la que el Padre le ha enviado: beber su mismo cáliz, ser sumergidos con él en su mismo bautismo. Seguir a Jesús es recorrer con él el camino del Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12), convertir a través de él nuestra propia vida en un servicio, entregarla en él por la salvación para rescate (lytron) de muchos, de la humanidad. Sólo Marcos, con estas palabras -y con las que dice en 14,24 sobre el cáliz-, nos refiere el motivo de la muerte violenta del Señor y nos abre los horizontes del misterio del seguimiento.
MEDITATIO
En el centro de la Palabra de hoy figura la revelación del lenguaje vigoroso que emplea la divina pedagogía de la salvación para empujarnos a la conversión y a lo que es central en ella: seguir el ejemplo que nos ha dejado Jesús, caminar tras sus huellas (1 Pe 2,21). Dado que Jesús ha sido enviado por el Padre para revelar su misericordia y las vías por las que se abre camino hacia los corazones de los hombres, su Palabra nos remite al misterio escondido del Padre. Este busca a la humanidad y hace que éste le busque, pero lo hace a través del ejemplo de Cristo y de los que viven en él, obra a través del consenso del amor antes que venciendo por la constricción; influye a través del servicio y no por medio del poder. El camino de Jesús no es débil, pero su fuerza es la del amor que vence a la muerte, la fuerza de la resurrección y no la de la huida de la muerte y la cruz. El Reino del Padre es un Reino de personas cuya creatividad y carácter inventivo están inspirados por la misericordia que no se deja vencer por el mal, sino que lo vence con la humildad y la docilidad, que implora, se muestra activa y desenmascara con su lógica la ignorancia de la necedad.
ORATIO
«¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones e inescrutables sus caminos!», dice tu apóstol Pablo (Rom 11,33). Tú mismo, oh Señor, no sólo bendijiste al Padre porque mantuvo escondidos los secretos del Reino «a los sabios y a los inteligentes» y se los reveló «a los pequeños», sino que también diste testimonio de que permanecer en ti es hacerse cargo del peso de los débiles y de los oprimidos, es cargar con tu yugo, con tu carga, aunque los calificaste de ligeros y suaves (c f. Mt 11,35ss).
No te canses, Señor, de nuestras resistencias a tu lógica de resurrección y de cruz, de nuestros vanos razonamientos tendentes a disfrazar nuestras defensas y nuestros prejuicios. Continúa revelándonos el recorrido de nuestras vidas y envíanos testigos que nos hagan conocer tus caminos, que nos ayuden a perseverar en ellos. Perdona nuestros cansancios y nuestras dudas. Es duro amar a los enemigos, pero tú lo has hecho conmigo, con nosotros, y sigues haciéndolo. Que nuestros oídos no sean sordos al gemido de la creación (Rom 8,18), que nuestros ojos no se muestren distraídos ante el sufrimiento en el que estamos inmersos, que nuestros corazones no se muestren incapaces de compartir la alegría y la esperanza que acompañan el servicio que tú pides al hombre. Que el amor y la solicitud por el bien de tu Iglesia no queden resquebrajados y paralizados por cálculos, prejuicios, rencores. Amanos en tu Espíritu, para gloria del Padre.
CONTEMPLATIO
Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor. [...]
Hoy se cumplen los ocho días de vuestro renacimiento, y hoy se completa en vosotros el sello de la fe, que entre los antiguos padres se llevaba a cabo en la circuncisión de la carne a los ocho días del nacimiento carnal.
Por eso mismo, el Señor, al despojarse con su resurrección de la carne mortal y hacer surgir un cuerpo, no ciertamente distinto, pero sí inmortal, consagró con su resurrección el domingo, que es el tercer día después de su pasión y el octavo contando a partir del sábado y, al mismo tiempo, el primero.
Por esto también vosotros, ya qué habéis resucitado con Cristo -aunque todavía no de hecho, pero sí ya con esperanza cierta, porque habéis recibido el sacramento de ello y las arras del Espíritu-, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Habéis muerto, en efecto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vida vuestra, se manifieste, entonces también vosotros os manifestaréis con él en la gloria (Agustín de Hipona, Sermones VIII, 1,4; en PL 46, 838.841; tomado de la Liturgia de las horas, volumen II, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1993, pp. 540, 541, 542).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«El Hijo del hombre ha venido para servir» (cf. Mc 10,45).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Cuenta un autor polaco un episodio que tuvo lugar a finales de enero de 1941, cuando Rawicz y otros deportados polacos a Siberia fueron trasladados de un campo de trabajos forzados a otro, en las proximidades de Yakutsk. En la marcha a pie desde Irkutsk, localidad que era el punto de partida, tras haber atravesado el río Lena, una tormenta de nieve les obligó a refugiarse durante algunos días en una floresta. Dado que el camión de la escolta policial no podía seguir a los deportados entre los árboles, los comandantes requisaron a un grupo de ostyak, habitantes de raza mongola de aquella zona, con sus renos y sus trineos.
«Aquellos pequeños hombres -cuenta Rawicz- llegaron con saquitos de alimentos y se sentaban con nosotros junto al fuego cuando recibíamos nuestra ración de pan y de té. Nos miraban con compasión. Hablé con uno de ellos en ruso. [...] Como todos los otros ostyak, nos llamaba "los desgraciados". Era una antigua palabra de su lengua. Desde la época de los zares, nosotros éramos, a los ojos de aquel pueblo, "los desgraciados": trabajadores forzados, obligados a extraer las riquezas de Siberia sin recibir salario. [...] "Nosotros siempre hemos sido amigos de "los desgraciados", me dijo una vez. "Desde hace ya mucho tiempo, tanto como alcanza nuestra memoria, antes de mí y de mi padre, e incluso antes de mi abuelo y de su padre, teníamos la costumbre de dejar un poco de alimento fuera de nuestras puertas, por la noche, para los posibles "desgraciados" huidos, evadidos de los campos, que no sabían a dónde ir." Ellos, como hermanos, se ponían a nuestro servicio» (I. Silone, L"aventura di un povero cristiano, Milán 1974, p. 50).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. I Pedro 1,18-25
a) Pedro recuerda a los recién bautizados la suerte que han tenido, porque ahora creen en Cristo Jesús, han sido rescatados de su antigua vida y han vuelto a nacer de Dios.
Ser rescatados significa que alguien ha pagado el precio, la fianza por su liberación. Ese alguien ha sido Cristo, que no ha pagado con una cantidad de dinero, sino con su propia sangre.
Con eso ha cambiado la situación de estos neófitos: ahora ponen su fe y su esperanza en Dios, que ha resucitado a Cristo de la muerte. Han vuelto a nacer, no de un padre mortal, sino de Dios mismo, de su Palabra viva y duradera, el evangelio.
Pedro quiere que los cristianos saquen de esta convicción una consecuencia concreta: «Amaos unos a otros de corazón». Si todos hemos nacido del mismo Dios, todos somos hermanos.
b) Una perspectiva tan optimista debería motivar nuestra vida cristiana. De nosotros se tendría que poder decir que «habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza».
Tenemos motivos abundantes para esta confianza. Hemos vuelto a nacer, esta vez del amor de Dios mismo, no del amor de unos padres mortales. Hemos sido rescatados por la sangre de Cristo: debemos valer mucho, cada uno de nosotros, a los ojos de Dios, porque ha pagado un precio muy alto por nosotros.
Una primera consecuencia es que nuestra vida queda cambiada radicalmente. Esa Palabra viva de Dios que escuchamos y acogemos, nos quiere regenerar día tras día, infundiéndonos su fuerza transformadora. Otras palabras y doctrinas que nos pueden gustar son caducas, «como flor campestre: se agosta la hierba, la flor se cae, pero la Palabra del Señor permanece para siempre». La Palabra de Dios es firme: si construimos sobre ella edificamos para siempre.
Hay otra consecuencia que se deriva de la anterior: los mismos dones que yo, los han recibido también los demás. Debo considerarlos hermanos míos, hijos del mismo Dios. La invitación de Pedro va para nosotros, cada uno en su ambiente: «habéis llegado a quereros sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente».
¿Cuántas veces nos enseña Dios, a través de las lecturas bíblicas, esta doble dirección de nuestra vida cristiana: la unión gozosa con él y la caridad sincera con el prójimo?
2. Marcos 10,32-45
a) En el camino hacia Jerusalén -lo cual no es un dato geográfico, sino un símbolo teológico de su marcha hacia la pasión y la muerte- sitúa Marcos varias escenas programáticas. Jesús «sube» a la pasión, muerte y resurrección, y el evangelista quiere dejar bien claro que los discípulos han de seguir el mismo camino. Jesús va decidido y se adelanta un poco a los demás. Marcos dice que «los discípulos se extrañaban y los que seguían iban asustados».
Jesús les anuncia por tercera vez su muerte. Marcos subraya cada vez que los discípulos no querían entender nada. La primera vez fue Pedro el que tomó aparte a Jesús y le echó en cara que hablara de muerte y fracaso. La segunda vez que Jesús anunció su muerte, los discípulos se pusieron a discutir sobre los primeros puestos. En esta tercera, de nuevo Marcos subraya la cerrazón de los apóstoles: nos cuenta la escena de Santiago y Juan, ambiciosos, en búsqueda de grandeza y poder, pidiendo los primeros puestos en el Reino.
Como respuesta Jesús les anuncia la muerte que deberán asumir esos dos discípulos que ahora piden honores: lo hace con las comparaciones de la copa y el bautismo. Beber la copa es sinónimo de asumir la amargura, el juicio de Dios, la renuncia y el sacrificio. Pasar por el bautismo también apunta a lo mismo: sumergirse en el juicio de Dios, como el mundo en el diluvio, dejarse purificar y dar comienzo a una nueva existencia. La pasión de Cristo -la copa amarga y el bautismo en la muerte- les espera también a sus discípulos. Santiago será precisamente el primero en sufrir el martirio por Cristo.
Los otros diez se llenan de indignación, no porque creyeran que la petición hubiera sido inconveniente, sino porque todos pensaban lo mismo y esos dos se les habían adelantado. Jesús aprovecha para dar a todos una lección sobre la autoridad y el servicio. Se pone a sí mismo como el modelo: «El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos».
b) Por si también nosotros ambicionamos, más o menos conscientemente, puestos de honor o intereses personales en nuestro seguimiento a Jesús, nos viene bien su lección.
La autoridad no la tenemos que entender como la de «los que son reconocidos como jefes de los pueblos», porque esos, según la dura descripción de Jesús «los tiranizan y los oprimen». Para nosotros, «nada de eso». Los cristianos tenemos que entender toda autoridad como servicio y entrega por los demás: «el que quiera ser primero, sea esclavo de todos». Cuando nos examinamos sinceramente sobre este punto, a veces descubrimos que tendemos a dominar y no a servir, que en el pequeño o grande territorio de nuestra autoridad nos comportamos como los que tiranizan y oprimen. Tendríamos que imitar a Jesús, que estaba en medio de los suyos como quien sirve.
Pero además, y yendo a la raíz de la lección, debemos preguntarnos si aceptamos el evangelio de Jesús con todo incluido, también con la cruz y la «subida» a Jerusalén, sólo en sus aspectos más fáciles. El mundo de hoy nos invita a rehuir el dolor y el sufrimiento.
Lo que cuenta es el placer inmediato. Pero un cristiano se entiende que tiene que asumir a Cristo con todas las consecuencias: «que cargue cada día con su cruz y me siga». Ser cristiano es seguir el camino de Cristo e ir teniendo los mismos sentimientos de Cristo. El va hacia Jerusalén. Nosotros no hemos de rehuir esa dirección.
Igual que el amor o la amistad verdadera, también el seguimiento de Cristo exige muchas veces renuncia, esfuerzo, sacrificio. Como tiene que sacrificarse el estudiante para aprobar, el atleta para ganar, el labrador para cosechar, los padres para sacar la familia adelante.
Depende del ideal que se tenga. Para un cristiano el ideal es colaborar con Cristo en la salvación del mundo. Por eso, en la vida de comunidad muchas veces debemos estar dispuestos al trabajo y a la renuncia por los demás, sin pasar factura. La filosofía de la cruz no se basa en la cruz misma, con una actitud masoquista, sino en la construcción de un mundo nuevo, que supone la cruz. Lo que parece una paradoja -buscar los últimos lugares, ser el esclavo de todos- sólo tiene sentido desde esta perspectiva y este ejemplo de Jesús.
«Que todas las naciones sepan, como nosotros lo sabemos, que no hay Dios fuera de ti» (1ª lectura, I)
«Muéstranos, Señor, la luz de tu misericordia» (salmo, I)
«Habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza» (1ª lectura, II)
«Amaos unos a otros de corazón e intensamente» (1ª lectura, II)
«El que quiera ser grande, sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (evangelio)