Jueves VII de Pascua – Homilías
/ 9 mayo, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 22, 30; 23, 6-11: Tienes que dar testimonio en Roma
Sal 15, 1b-2a y 5. 7-8. 9-10. 11: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti
Jn 17, 20-26: Que sean completamente uno
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hechos 22,30-23.6-11: Tienes que dar testimonio de Mí en Roma. Defensa de Pablo ante el sanedrín con gran éxito. Siente que el Señor lo llama a Roma. Tiene que dar testimonio allí de su fe en Cristo. San Pablo es un fiel cumplidor de la voluntad de Dios. A esta voluntad hemos de someternos todos. Oigamos a San Cipriano:
«Nunca hemos de olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana. ¡Qué contrasentido y qué desviación es no someterse inmediatamente al imperio de la voluntad del Señor, cuando Él nos llama para salir de este mundo!» (Tratado sobre la muerte 18,24).
San Juan Crisóstomo dice: «Si no me hubiera retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión yo digo: «Señor, hágase tu voluntad. No lo que quiere éste o aquél». Este es mi alcázar, esta es mi roca inaccesible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así sea haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me mande le doy gracias también» (Homilía antes del exilio 1,3).
–El Salmo 15 tiene una plena realización en Cristo, a quien el Padre no permite experimentar la corrupción, sino que lo levanta a su presencia y lo sienta a su derecha. Por Cristo el cristiano conoce la realidad de la vida celeste, espera en ella, la pregusta en las celebraciones litúrgicas: «Protégeme, Dios mío, que me refugio en Ti. Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». El Señor es el lote de mi heredad y copa, mi suerte está en tu mano. Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».
–Juan 17,20-26: Que sean completamente uno. Persiste Jesús en la unidad de su Iglesia, de todos los que han de creer en Él. El Padre nos ama como ama a Cristo. Comenta San Agustín:
«El amor con que Dios ama es incomprensible y, al mismo tiempo, inmutable. Porque no comenzó a amarnos desde que fuimos con Él reconciliados por la Sangre de su Hijo, sino que nos amó antes de la formación del mundo, para que juntamente con su Hijo fuésemos hijos suyos, cuando nosotros no éramos absolutamente nada. Pero, al decir que hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, no debemos oírlo ni tomarlo como si el Hijo nos hubiera reconciliado con Él para comenzar a amar a quienes antes odiaba, al modo que un enemigo se reconcilia con otro enemigo para hacerse amigos, amándose después los que antes se odiaban; sino que fuimos reconciliados con el que ya nos amaba y cuyos enemigos éramos por el pecado» (Tratado 110,6 Sobre el Evangelio de San Juan).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hechos 22,30; 23,6-11
a) La historia de Pablo se precipita hacia el fin. En el libro de los Hechos ahora la selección que leemos en misa es más salteada, porque quedan pocos días para el final de la Pascua.
Pablo, en Jerusalén, es detenido -entre otras cosas para protegerle del motín que contra él han sabido levantar los judíos y que amenaza con lincharlo- y está ahora en presencia del Sanedrín y del tribuno romano, que quiere enterarse de los motivos de tanto odio contra Pablo.
La astucia de Pablo le va a salvar también esta vez.
Ante todo, porque, conocedor de que en el Sanedrín hay un fuerte grupo de saduceos, que niegan la resurrección como imposible, y otro de fariseos, que sí admiten la posibilidad de la resurrección, provoca una discusión entre los dos grupos, que se enzarzan entre sí olvidándose de Pablo.
Y además, porque apela al César. Como ciudadano romano, al ver que en Jerusalén va a ser difícil salir absuelto por la tensión que se ha creado en torno a él, invoca su derecho de ser juzgado en Roma. De noche oye en visión la voz del Señor: «Ánimo. Lo mismo que has dado testimonio a favor mío en Jerusalén, tienes que darlo en Roma».
b) En el fondo, ir a Roma, el centro del imperio, ha sido desde hace años para Pablo un sueño personal y también apostólico.
Por eso apela al César, y por eso hace lo posible para salir ileso del tumulto de Jerusalén contra él. Una cosa es dar testimonio de Cristo, y otra, aceptar la muerte segura en manos de los judíos. Más tarde, ya en Roma, en su segundo cautiverio, sí será detenido y llevado a la muerte, al final de su dilatada y fecunda carrera de apóstol.
A veces la comunidad cristiana tiene que saber también defender sus derechos, denunciando las injusticias y tratando de superar los obstáculos que se oponen a la evangelización, que es su misión fundamental. Y eso, no tanto por las ventajas personales, sino para que la Palabra no quede encadenada y pueda seguir dilatándose en el mundo. El mismo Jesús nos enseñó a conjugar la inocencia y la astucia para conseguir que el bien triunfe sobre el mal. Pablo nos da ejemplo de una audacia y una listeza que le permitieron hacer todo el bien que hizo.
2. Juan 17, 20-26
a) Que todos sean uno. Es lo que pide Jesús a su Padre para los que le siguen y los que le seguirán en el futuro.
El modelo es siempre el mismo: «como tú, Padre, en mí y yo en ti». Es el prototipo más profundo y misterioso de la unidad. Que los creyentes estén íntimamente unidos a Cristo («que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy»), y de ese modo estén también en unión con el Padre («para que el amor que me tenías esté en ellos, como también yo estoy en ellos»). Esa unidad con Cristo y con el Padre es la que hace posible la unidad entre los mismos creyentes.
Y a la vez es la condición para que la comunidad cristiana pueda realizar su trabajo misionero con un mínimo de credibilidad: «para que el mundo crea que tú me has enviado».
b) La unión entre los seguidores de Cristo es una tarea inacabada, una asignatura siempre pendiente, tanto dentro de la Iglesia católica como en sus relaciones con las otras iglesias cristianas.
La consigna del «Ut unum sint», «que sean uno», no la acabamos de obedecer, por nuestra falta de capacidad dialogadora y de humildad.
La Pascua, centrada durante siete semanas en la nueva vida de Cristo y en el don de su Espíritu, debería producir en nosotros el fruto de la unidad. Esta es la petición y el testamento de Cristo en su Última Cena, pensando en nosotros, «los que crean en mí por la palabra de ellos».
Deberíamos progresar en la unidad: en nuestro ambiente doméstico, en la comunidad eclesial local, y también en nuestra comprensión y acercamiento a las otras confesiones cristianas, como ya nos encargara el Vaticano II. Si no buscamos nuestro propio interés o victoria, sino que sabemos centrarnos en Cristo y su Espíritu, no deberían ser obstáculo las diferencias de sensibilidad o doctrina entre las varias iglesias o personas.
En la Eucaristía invocamos dos veces al Espíritu. La primera, sobre los dones del pan y del vino, para que él los convierta para nosotros en el Cuerpo y Sangre de Cristo.
La segunda invocación es sobre la comunidad: «los que vamos a participar del Cuerpo y Sangre de Cristo». Y lo que se pide que el Espíritu realice sobre la comunidad es: «que congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo», que «formemos un solo cuerpo y un solo espíritu»...
El fruto de la Eucaristía es la unidad. Como lo debe ser de la Pascua que hemos celebrado. Para ser fieles al testamento entrañable del Señor: «que sean uno».
«Que tu Espíritu, Señor, nos penetre con su fuerza» (oración)
«Que nuestro obrar concuerde con tu voluntad» (oración)
«Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti» (salmo)
«Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia» (salmo)
«Que sean uno, como nosotros somos uno» (evangelio)
«Que la Eucaristía nos comunique tu misma vida divina, para que logremos vivir en plenitud las riquezas de tu espíritu» (poscomunión)
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hechos de los Apóstoles 22,30; 23,6-11
Es el segundo discurso de Pablo en su nueva condición de prisionero. Había subido a Jerusalén para visitar a aquella comunidad y había seguido, con «incauta» condescendencia, el consejo de Santiago de subir al templo. Lo descubren en él y, si no hubiera sido salvado por el tribuno romano, que le permite hablar a la muchedumbre, casi le cuesta la vida. De este modo tiene ocasión de contar, una vez más, su conversión, relato al que siguió una nueva intervención del tribuno romano ordenando a los soldados que lo llevaran al cuartel. Una vez allí, Pablo declara su ciudadanía romana. Al día siguiente le llevan ante el Sanedrín, donde pronuncia este habilidoso discurso.
Pablo juega con las divisiones entre fariseos y saduceos a propósito de la resurrección de los muertos. Con ello despierta un furor teológico que les hace llegar a las manos. Los fariseos, superando la prudente posición del mismo Gamaliel, se alinean con Pablo y en contra del adversario común. Los romanos tienen que salvar otra vez al apóstol. La particular belicosidad de los judíos -belicosidad que se verifica en esta visita de Pablo- es un indicador de la tensión nacionalista que estaba subiendo en el ambiente: todo lo que tenía visos de amenazar la identidad nacional era rechazado, hasta el punto de llegar a la abierta rebelión contra Roma.
Son páginas que reproducen el clima de exasperación nacionalista que conducirá al drama de la destrucción de la ciudad. Pablo es consolado y tranquilizado de nuevo sobre su alta misión de «testigo», no sólo en Jerusalén, sino en el mismo corazón del mundo conocido. Fue una vida heroica la de Pablo, empleada exclusivamente al servicio del evangelio.
Evangelio: Juan 17,20-26
En la tercera parte de su «Oración sacerdotal» dilata Jesús el horizonte. Antes había invocado al Padre por sí mismo y por la comunidad de los discípulos. Ahora su oración se extiende en favor de todos los futuros creyentes (vv. 20-26). Tras una invocación general (v. 20), siguen dos partes bien distintas: la oración por la unidad (w. 21-23) y la oración por la salvación (vv. 24-26).
Jesús, después de haber presentado a las personas por las que pretende orar, le pide al Padre el don de la unidad en la fe y en el amor para todos los creyentes. Esta unidad tiene su origen y está calificada por «lo mismo que» (= kathós), es decir, por la copresencia del Padre y del Hijo, por la vida de unión profunda entre ellos, fundamento y modelo de la comunidad de los creyentes. En este ambiente vital, todos se hacen «uno» en la medida en que acogen a Jesús y creen en su Palabra. Este alto ideal, inspirado en la vida de unión entre las personas divinas, encierra para la comunidad cristiana una vigorosa llamada a la fe y es signo luminoso de la misma misión de Jesús. La unidad entre Jesús y la comunidad cristiana se representa así como una inhabitación: «Yo en ellos y tú en mí» (v 23a). En Cristo se realiza, por tanto, el perfeccionamiento hacia la unidad.
A continuación, Jesús manifiesta los últimos deseos en los que asocia a los discípulos los creyentes de todas las épocas de la historia, y para los cuales pide el cumplimiento de la promesa ya hecha a los discípulos (v 24). En la petición final, Jesús vuelve al tema de la gloria, recupera el de la misión, es decir, el tema de hacer conocer al Padre (vv 25s), y concluye pidiendo que todos sean admitidos en la intimidad del misterio, donde existe desde siempre la comunión de vida en el amor entre el Padre y el Hijo. La unidad con el Padre, fuente del amor, tiene lugar, no obstante, en el creyente por medio de la presencia interior del Espíritu de Jesús.
MEDITATIO
«Que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17,21): la «prueba» de que Jesús no es un charlatán, ni uno de tantos profetas, sino el enviado de Dios, está confiada a la fraternidad entre los discípulos. La fraternidad es el signo por excelencia del origen divino del cristianismo: eso es lo que dicen las palabras del Señor. Construir fraternidad es la apologética más segura y autorizada.
Las palabras del Señor son claras, y vinculan la credibilidad del cristianismo a su capacidad de promover la fraternidad. Esa capacidad se manifiesta allí donde los hombres y mujeres ponen su empeño en vivir como hermanos y hermanas, allí donde se tiene como sumo ideal aceptarse como cada uno es para tender a la unidad, allí donde no se busca sobresalir, imponer, rivalizar, emerger, sino ayudarse, comprenderse, apoyarse; allí donde la benevolencia constituye un programa prioritario; allí donde se ponen las bases para una recuperación de la credibilidad del cristianismo.
Estas palabras han sido y son olvidadas con mucha frecuencia. Eso ha tenido como consecuencia que en la vida espiritual, en la misión, en la pastoral, se han cultivado otros ideales. Otra consecuencia ha sido el escaso carácter incisivo de esos programas, a los que el Señor no ha garantizado el valor de «signo probatorio» de su origen divino ni del origen divino de su mensaje.
ORATIO
¡Qué ciego estoy, Señor! Tus palabras pasan por encima de mí como si fueran piedras, sin dejar un signo permanente. La razón de ello es que me he comprometido en mil cosas, y he olvidado lo que tú consideras prioritario para promover tu reino. He intentado hacer mucho, pero me he olvidado de sumergirme en la fraternidad, que es lo que tú, sin embargo, consideras como tu signo.
He de reconocerlo, Señor: con frecuencia tu mensaje no emerge, y no lo hace porque no brotan comunidades fraternas perfectamente realizadas. Señor, abre mis ojos para comprender el misterio de la fraternidad, la fuerza misionera de la comunión, capaz de vencer los recelos y las resistencias. Ayúdame a creer en el milagro de la fraternidad como punto de partida para toda misión. Ayuda a los cristianos a redescubrir el alcance revolucionario de estas palabras tuyas, para que se comprometan en este proyecto, que es, con toda seguridad, el tuyo. Otros proyectos son, probablemente, demasiado humanos.
CONTEMPLATIO
Revestidos del hábito religioso a los ojos de todos, hemos venido desde situaciones sociales diferentes para vivir juntos nuestra fe y escuchar la Palabra del Señor omnipotente, y, pecadores en diferentes grados, nos hemos reunido hasta formar un solo corazón en la santa Iglesia, de tal modo que se ve realizado con claridad lo que dice Isaías anunciando la Iglesia: «Serán vecinos el lobo y el cordero» (Is 11,6).
Sí, gracias a las entrañas de la santa caridad, el lobo vivirá junto al cordero, porque aquellos que en el mundo eran rapaces conviven en paz con los bondadosos y mansos. El leopardo se tumba junto al chivo porque un hombre, abigarrado por las manchas de sus pecados, acepta humillarse junto con quien se desprecia y se reconoce pecador (Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, II, 4,3).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Que también ellos estén unidos a nosotros;
de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17,21).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Jesús nos revela que hemos sido llamados por Dios para ser testigos vivos de su amor, y llegamos a serlo siguiendo a Jesús y amándonos los unos a los otros como él nos ama. ¿Qué supone todo esto para el matrimonio, para la amistad, para la comunidad? Supone que la fuente del amor que sostiene las relaciones no son los que las viven, sino Dios, que los llama al mismo tiempo. Amarse el uno al otro no significa aferrarse al otro para estar seguros en un mundo hostil, sino vivir juntos de tal modo que cada uno pueda reconocernos como personas que hacen visible el amor de Dios en el mundo.
No sólo toda paternidad y maternidad proceden de Dios, sino que también proceden de él toda amistad, toda asociación en matrimonio y toda comunidad. Cuando vivimos como si las relaciones humanas fueran sólo de naturaleza humana y, por consiguiente, sujetas a las transformaciones y a los cambios de las normas y de las costumbres, no podemos esperar otra cosa que la inmensa fragmentación y alienación que caracterizan a nuestra sociedad. Pero cuando invoquemos a Dios y lo reclamemos constantemente como fuente de todo amor, descubriremos el amor como un don de Dios a su pueblo (H. J. M. Nouwen, Vivere nello Spirito, 19984, pp. 125s).