Sábado VII Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 15 mayo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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St 5, 13-20: Mucho puede hacer la oración intensa del justo
Sal 140, 1-2. 3 y 8: Suba mi oración como incienso en tu presencia, Señor
Mc 10, 13-16: El que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Santiago 5,13-20: Mucho puede hacer la oración del justo. San Agustín escribe:
«Cuando hablamos con Dios en la oración, el Hijo está unido a nosotros; y cuando ruega el Cuerpo del Hijo, lo hace unido a la Cabeza. De este modo, el único Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ora por nosotros, ora en nosotros, y al mismo tiempo es a Él a quien dirigimos la oración. Ora por nosotros como Sacerdote nuestro; ora en nosotros, como nuestra Cabeza; recibe nuestra oración, como nuestro Dios» (Comentario al Salmo 85).
De esa unión nuestra con Cristo procede el poder de nuestra oración. La oración que nace del altar sagrado de nuestro corazón, se eleva con toda pureza, como el incienso, hasta el corazón de Dios.
–Es lo que oramos en el Salmo 140: «Señor, te estoy llamando, ven deprisa, escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como el incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde. Coloca, Señor, una guardia a mi boca, un centinela a la puerta de mis labios. Señor, mis ojos están vueltos a Ti, en Ti me refugio, no me dejes indefenso».
Dice San Juan Crisóstomo:
«La oración es perfecta cuando reúne la fe y la confianza. El leproso del Evangelio demostró su fe postrándose ante el Señor con sus palabras» (Homilía 25 sobre San Mateo).
Y San Cipriano:
«Las palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradecer a Dios con la actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque así como es propio del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del hombre respetuoso orar con tono de voz moderado... Y cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados misterios, presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y moderación» (Tratado sobre la oración 4-6).
–Marcos 10,13-16: El que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Hemos de aceptar el mensaje de Cristo con sencillez de corazón, con la docilidad propia de un corazón humilde, pobre de espíritu, y como don que el Padre da a los hombres. Comenta San Agustín:
«La inocencia de vuestra santidad, puesto que es hija del amor..., es sencilla como la paloma y astuta como la serpiente, no la mueve el afán de dañar, sino de guardarse del que daña. A ella os exhorto, pues de los tales es el reino de los cielos, es decir, de los humildes, de los pequeños en el espíritu. No la despreciéis, no la aborrezcáis. Esta sencillez es propia de los grandes; la soberbia, en cambio, es la falsa grandeza de los débiles que, cuando se adueña de la mente, levantándola, la derriba; inflándola, la vacía; y de tanto extenderla, la rompe. El humilde no puede dañar; el soberbio no puede no dañar. Hablo de aquella humildad que no quiere destacar entre las cosas perecederas, sino que piensa en algo verdaderamente eterno, a donde ha de llegar no con sus fuerzas, sino ayudada» (Sermón 353,1).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Santiago 5,13-20
a) Para el cristiano, la oración debería impregnar todas las circunstancias de su vida, ayudándole a estar unido a Cristo en los momentos de alegría, los de dolor y los de enfermedad.
Santiago, en esta última página de su carta, muestra una gran confianza en el poder de la oración. Ayer traía el ejemplo de Job para invitar a la paciencia: hoy recuerda el de Elías para ilustrar lo que puede la oración de un creyente. Elías, «que era un hombre de la misma condición que nosotros», rezó primero para que no lloviese y luego para que lloviese, según quería subrayar el castigo o el perdón de Dios. En ambas ocasiones su oración fue eficaz.
El pasaje que se refiere, en la lectura de hoy, a los presbíteros de la comunidad que oran sobre un enfermo, a la vez que le ungen con óleo, se ha interpretado siempre como un primer testimonio del sacramento cristiano de la Unción de enfermos: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia y que recen sobre él, y la oración de fe salvará al enfermo y el Señor lo curará».
La carta termina con un gran elogio de la corrección fraterna: el que logra recuperar a un hermano que se estaba desviando, se salvará de la muerte él mismo y sepultará un sinfín de pecados.
b) Nos irían mucho mejor las cosas si «oráramos nuestra vida». O sea, si las diversas experiencias de nuestra historia, tanto las alegres como las tristes, las convirtiéramos en oración y en comunicación con Dios. Por ejemplo, si en los momentos de enfermedad hiciéramos nuestras las palabras del salmista: «Señor, mis ojos están vueltos a ti, en ti me refugio, no me dejes indefenso».
De modo particular hoy se nos invita a revisar nuestra postura ante el sacramento de la Unción de los enfermos, que, por desgracia, desde hace siglos está demasiado unido a la idea de la muerte. Por más que se ha cambiado el nombre de Extremaunción por el de Unción de enfermos, está resultando difícil desligar la recepción de este sacramento, pensado para los enfermos cristianos, de la idea de los moribundos.
En la Unción, por la mediación de la Iglesia, se nos comunica la fuerza salvadora de Cristo Jesús, vencedor del mal y de la muerte. Se nos quiere aliviar en nuestra dolencia, por la gracia del Espíritu. Es expresiva la palabra que el sacerdote dice mientras unge al enfermo en la frente y en las manos: «Por esta santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad».
En otra oración se pide a Cristo Jesús que cure el dolor del enfermo, sane sus heridas, perdone sus pecados, ahuyente todo sufrimiento y le devuelva la salud espiritual y corporal. Palabras que nos invitan a no tener miedo a este sacramento y a presentarlo como la ayuda que Dios ha pensado darnos en nuestra enfermedad, para transmitirnos la salud del cuerpo y del alma o al menos aliviarnos de nuestros males y darnos la fuerza para soportarlos.
2. Marcos 10,13-16
a) De nuevo son los niños los protagonistas de la enseñanza de Jesús, en una escena muy breve pero hermosa y esperanzadora.
Los niños eran muy poco considerados en su época. No valÍa la pena gastar tiempo con ellos. Los apóstoles no tienen paciencia y riñen a los padres que los traen. Pero Jesús, que atendía a todos, sobre todo a los pobres y abandonados de la sociedad, tiene tiempo también para los niños, les abraza y bendice: «Dejad que los niños se acerquen a mí».
Además les pone como modelos para los que quieran entrar en el Reino de Dios: «De los que son como ellos es el Reino de Dios».
b) ¿Qué cualidades de los niños tendríamos que copiar nosotros para merecer estas alabanzas y garantías de Jesús?
Porque se nos dice que para salvarnos tendremos que ser como ellos y «aceptar el Reino de Dios como un niño». Ya había dicho Jesús a Nicodemo (Jn 3) que el que no «vuelva a nacer» no entrará en el reino de los cielos, o sea, que hay que «hacerse de nuevo niño».
Jesús ya sabe que los niños no sólo tienen virtudes: también saben ser caprichosos y egoístas. Pero lo importante para Jesús es que los niños viven en una situación de indefensión, son «insignificantes", necesitan de los demás, no son autosuficientes porque carecen de medios. Son receptivos y abiertos a la vida y a los demás.
De igual modo nosotros, si nos sentimos llenos de nuestras propias riquezas y confiados en nuestras fuerzas, seguro que no recurriremos a Dios ni estaremos convencidos de que necesitamos ser salvados, ni aceptaremos el Reino de Dios. Eso sólo sucederá si somos como niños, inseguros de nosotros, convencidos de la necesidad que tenemos de Dios. No se nos invita, claro está, a un infantilismo espiritual. Pero sí a no ser complicados, a tener confianza en Dios, a sentirnos hijos en su familia y estar disponibles y receptivos a su Palabra y su gracia. Las personas sencillas, sin complicaciones excesivas, son las que saben convivir con los demás y también las que acogen mejor los dones de Dios.
De paso, no estaría mal que copiáramos la actitud de Jesús acogiendo amablemente a los niños, que entonces y ahora también saben poner a prueba la paciencia de los mayores. Una comunidad eclesial que celebra con gozo el bautismo de los niños, que luego les acompaña en su proceso de formación cristiana y les prepara para recibir en la Confirmación el don del Espíritu y para acudir a la mesa eucarística durante toda su vida, es la que imita al Jesús que les atendía y les bendecía: «Dejad que los niños se acerquen a mí».
«La misericordia del Señor sobre sus fieles dura siempre» (1a lectura, I)
«Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus hijos» (salmo, I) «¿Sufre alguno de vosotros? Rece» (1a lectura, ll)
«El que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (evangelio)
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Santiago 5,13-20
La perícopa de hoy constituye la conclusión de la Carta de Santiago. No contiene los acostumbrados saludos, como las cartas paulinas, y esto ha planteado siempre el problema del género literario de la obra; el pensamiento final es grandioso, aunque no se presenta como conclusivo. El autor, que tiene siempre presente el retorno escatológico del Señor (cf. 5,7-9), continúa exhortando sobre aspectos concretos de la vida común. El tema que une estos últimos versículos es la oración. Santiago sostiene que no hay situación de nuestra vida que no pueda ir acompañada de la oración; en toda ocasión -sea alegre o triste-, podemos ponernos delante de Dios para elevarle gritos de súplica o cantos de alabanza y agradecimiento (v 13).
Descendiendo, después, al plano particular, toma en consideración en el v. 14 la enfermedad y exhorta a los que se encuentren en ese estado de postración y debilidad a no quedarse solos, sino a dirigirse a Dios y a los hermanos para recibir la fuerza necesaria. Los responsables de la comunidad, llamados a realizar plegarias y gestos concretos con la autoridad del Señor, son ejemplo de una práctica usada en la Iglesia primitiva. De esa práctica ha tomado la tradición cristiana, a continuación, el sacramento de la unción de los enfermos. La intervención de Dios, invocado confiadamente en la oración común, afecta al hombre en su totalidad (cuerpo y espíritu), lo vuelve a levantar de la enfermedad y también del pecado (v 15). Santiago usa en este caso el mismo verbo de la resurrección de Cristo para subrayar que el Señor hace partícipe de su misma vida a quien se confía a él.
En los versículos finales (vv. 16-20) se retoman los temas ya indicados: remisión de los pecados, oración, curación. Señalemos la insistencia en el compartir, a la que se añaden asimismo otras actitudes, como la atención al otro, la reciprocidad, la corrección fraterna. Son todos ellos gestos indispensables para un camino comunitario que se convierte en camino de salvación para todos.
Evangelio: Marcos 10,13-16
El pasaje recuerda el episodio narrado antes por el mismo Marcos (cf. 9,36ss). Con estos gestos simbólicos fija Jesús la atención en algunas de las enseñanzas más radicales de todo el Evangelio, dirigidas a los que han decidido seguirle hasta Jerusalén.
El cuadro que se presenta ante nuestros ojos es muy sencillo: llevan a Jesús algunos niños para que los bendiga (v. 13a). En una primera lectura sorprende que un hecho aparentemente normal engendre contrariedad entre los discípulos y una decidida toma de posición por parte de Jesús (vv. 13b-14a). Todo ello sirve para orientar la atención hacia el punto más central de todo este pasaje evangélico (v. 14b): sólo quienes se confían ciegamente a Dios acogen la Buena Nueva del Reino.
Jesús pone a los niños como ejemplo no por su inocencia o sencillez, sino por su total dependencia y disponibilidad; son pequeños y pobres, carecen de seguridades para defender, de privilegios para reclamar, lo esperan todo de sus padres. Así deben ser los que se pongan detrás de Cristo para seguirle (v. 15); el Reino no es una conquista personal, sino un don gratuito de Dios Padre que hemos de alcanzar sin pretensiones.
En el marco cultural de Palestina, ni los niños pequeños ni las mujeres tenían valor; eran personas con las que no se perdía el tiempo. Esta mentalidad estaba también, probablemente, difundida entre los discípulos, pero Jesús se opone a ella. Con el gesto de cogerlos en brazos (v. 16) parece querer eliminar el Señor toda distancia, y con su misma vida se convierte en modelo de esta actitud de infancia espiritual: la ternura con la que se dirige al Padre llamándolo «Abbá», la total sumisión a su voluntad, el abandono en sus manos (cf. Mc 14,36; Lc 24,46).
MEDITATIO
El Reino de Dios es como el abrazo de Jesús (c f. Mc 10,16), es Cristo mismo, el Hijo que nos permite ser hijos del Padre y hermanos entre nosotros. Es reino de libertad, justicia, acogida, paz, bendición, comunión..., todo lo que vemos en ese abrazo y necesita y anhela nuestro corazón. El Reino de Dios es una realidad que ya está presente en medio de nosotros, que tiene que ser acogida en la fe como si fuéramos niños, sin pensar en construirla con nuestras capacidades. El reino está aquí, pero ¿dónde están los niños?
¿Dónde están esos pequeños dispuestos a dejarse amar con un amor auténtico? ¿Acaso nos hemos convertido en adultos autosuficientes? ¿Acaso nos hemos construido un «reino» a nuestra medida con nuestras propias manos?
La Palabra de Dios nos interroga; dejemos que resuene en nosotros: «De los que son como ellos es el Reino de Dios» (Mc 10,14), y aún: «Está llegando el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15), o bien: «El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3,3). Se trata de una palabra que nos pone al desnudo, que desenmascara los miedos recubiertos por el orgullo, pero no nos deja solos y desorientados en medio de un camino. Cristo se entrega a nosotros, adultos renacidos como niños, para hacernos sentir su presencia: vida verdadera que acoge y vuelve a levantar nuestra vida y cura nuestro corazón.
Cristo está presente y nos indica un camino concreto de liberación a fin de que lo emprendamos personalmente para volver a encontrarnos entre sus brazos junto con muchos otros hermanos, pobres pecadores como nosotros, aunque confiadamente abandonados en ese abrazo.
ORATIO
Señor, renacidos del agua y del Espíritu, nos encontramos en el abrazo de tu Iglesia. Este que hemos recibido es un gran don, ayúdanos a custodiarlo sin apropiarnos de él.
Concédenos poder dirigirnos a ti en todas las situaciones para saborear tu presencia: tanto en la sonrisa como en el llanto, tanto en el estupor como en el desconcierto, tanto en la soledad como en la compañía. Tú eres nuestro único refugio: custódianos entre tus brazos y gozaremos de tu paz. Y si llega a suceder que crecemos en nuestras falsas seguridades y nos alejamos de la verdad, ayúdanos a renacer de nuevo reconociéndonos menesterosos de tu misericordia y de la comunión contigo y con nuestros hermanos.
CONTEMPLATIO
A Jesús le complace mostrarme el único camino que conduce a la hoguera divina, a saber: el abandono del niño que se adormece sin miedo entre los brazos de su Padre. «El que sea pequeño que venga acá» (Prov 9,4), ha dicho el Espíritu Santo por boca de Salomón, y este mismo Espíritu de amor ha dicho aún que «es a los pequeños a quienes se concede la misericordia» (Sab 6,7).
¡Ah!, si todas las almas endebles e imperfectas sintieran lo que siente la más pequeña entre ellas, el alma de su Teresa, ninguna desesperaría de llegar a la cumbre de la montaña de amor, puesto que Jesús no pide grandes acciones, sino sólo el abandono y el reconocimiento. ¡Ah!, lo siento más que nunca, Jesús está sediento, no encuentra sino ingratos e indiferentes entre los discípulos del mundo, e incluso entre sus mismos discípulos encuentra pocos corazones que se abandonen a él sin reservas y comprendan la ternura de su amor infinito (Teresa del Niño Jesús, Gli scritti, Roma 1970, 230ss [edición española: Obras completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1997]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Si alguno de vosotros sufre, que ore; si está alegre, que entone himnos» (Sant 5,13).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El niño pequeño, absolutamente arrebatado por su nuevo juguete, se sumerge por completo en su entretenimiento. Mientras juega, se identifica hasta tal punto con su papel que hasta se olvida de su padre y de su madre. De improviso, llega un enorme perro rabioso, ¿qué hará el niño? ¿Continuará su juego ignorando al perro y rechazando inconscientemente el peligro? ¿Se lanzará a una lucha furiosa contra el animal? ¿Intentará ponerse a salvo? En todos estos casos será devorado. Si, por el contrario, el niño toma conciencia del peligro desde el punto de vista objetivo: «El perro es enorme y yo soy pequeño», así como desde el punto de vista subjetivo: «Tengo miedo», entonces se dará cuenta inmediatamente de que no está sólo y de que tiene un padre y una madre a los que pedir ayuda. [...] El primer paso de la fe es recordar que tenemos un Padre atento en el cielo y redescubrir, en la ternura de su abrazo, la presencia y la ayuda de los hermanos que viven a su lado. El niño que ha tomado conciencia del peligro no por ello está salvado ya: no sólo deberá ver el peligro, sino acogerlo. El pequeño aceptará acoger el peligro sólo porque sabe que su padre es más fuerte que el perro; deberá fiarse por completo de la intervención paterna. [...]
Es fe auténtica aquella que, en la prueba, como María en el Calvario, no cree que Dios permita el mal por falta de amor; si lo permite, es sólo para concedernos un bien superior, que aún no podemos ver y comprender. Esta esperanza sin límites es la condición más difícil de vivir del abandono. Si tenemos dificultades para practicar el abandono es porque no somos capaces de se luir esperando incluso cuando se ha perdido toda esperanza. [...]
El niño que se ha dado cuenta del peligro desde el punto de vista objetivo y subjetivo, y lo ha hecho suyo aceptándolo, ¿qué hará ahora? Correrá a echarse en los brazos de su padre. Es la cumbre de la confianza y del amor. Lo mismo nos ocurre también a nosotros cuando nos confiamos a Dios. [...] Nuestra disponibilidad para confiarnos al Señor es lo que mide nuestro amor por El. [...] La cumbre del abandono será la ofrenda de todo nuestro ser: sin máscaras, desnudos y pobres frente al Señor, con nuestro fardo de miseria y de pecado. Este impulso del corazón calienta el alma y supone una fuerza irresistible. Es el Espíritu Santo que se apodera de nosotros. Es el amor que nos impulsa a dejarnos mecer confiados en la ternura divina (V. Sion, L"abbandono a Dio, Milán 31998, pp. 20-24, passim).