Viernes VI Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 12 febrero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Gn 11, 1-9: Bajemos y confundamos allí su lengua
Sal 32, 10-11. 12-13. 14-15: Dichoso el pueblo que Dios se escogió como heredad
Mc 8, 34-39: El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Génesis 11,1-9: Voy a bajar y a confundir su lengua. El pecado de orgullo trae consigo en la Torre de Babel la confusión de lenguas y la división de la humanidad. Solamente el Espíritu Santo de Pentecostés, con su fuerza divina, podrá restablecer la unidad. Una vez más vemos que la ruptura del hombre con Dios trae consigo la ruptura con los demás hombres. San Agustín comenta:
«Después del diluvio, la impía soberbia de los hombres construyó una torre muy alta contra Dios. A consecuencia de lo cual, el género humano mereció la división por la diversificación de las lenguas, de forma que cada pueblo hablaba la suya, sin que la entendiesen los demás.
«De idéntica manera, la humilde piedad de los fieles aporta a la unidad de la Iglesia la diversidad de lenguas, de modo que la caridad reúne lo que la discordia había dispersado, y los miembros dispersos del género humano, como si fuera un solo cuerpo, son restituidos y unidos a Cristo, única Cabeza, y se fusionan en la unidad del Cuerpo santo gracias al fuego del Amor. De este don del Espíritu Santo están totalmente alejados los que odian la gracia de la paz, aquellos que no perseveran en la comunión de la unidad» (Sermón 27, Pentecostés).
–El plan de salvación querido por Dios culmina en Cristo. Dios tiene que deshacer muchas veces los planes de los hombres, que intentan salvarse por sí mismos, y que solo son capaces de construir la torre de Babel. Así lo confesamos en el Salmo 32: «El Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos; pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón, de edad en edad. Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que Él se escogió como heredad».
–Marcos 8,34-39: El que pierde su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará. El discípulo no es de mejor condición que su Maestro. Le sigue de cerca, ha de imitarlo, y para eso es necesario tomar cada día la propia cruz. Los apóstoles vieron en la Transfiguración un adelanto de la gloria futura. Aprendieron que por la Cruz se llega a la resurrección y a la vida. Comenta San Agustín:
«Tal fue la determinación y el empeño común de todos los mártires: despreciar lo pasajero para adquirir lo que permanece; morir para vivir, para no morir por vivir; vivir siempre a cambio de una sola muerte... Esto lo aprendieron de quien es, al mismo tiempo, su Maestro, Redentor y Señor, puesto que a todos dijo: «quien ama su alma la perderá, pero quien la pierde por Mí la hallará en la vida eterna» (Mc 8,35).
«Así, pues, cuando se ama el alma, ella perece, y se la gana cuando se la pierde. Piérdala, pues, si la amas, para no perderla cuando la amas. Lo dicho puede entenderse de dos maneras: «quien ama a su alma en este mundo la perderá en el mundo futuro». O también: «quien ama su alma para el mundo futuro la perderá en éste». Según la primera forma de entenderlo, quien ama su alma, temiendo morir por Cristo, la perderá y no vivirá con Cristo; y quien la ama para vivir en Cristo, la perderá, muriendo por Cristo... Y advierte que quien dijo «por Mí» es el Dios verdadero y la vida eterna» (Sermón 313,C,1).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Génesis 11,1-9
a) El origen de la diversidad de lenguas no es seguramente éste que nos cuenta el Génesis, en el último relato de estas dos semanas que hemos dedicado a su lectura. Pero esta interpretación religiosa, popular y curiosa -la torre de Babel y el castigo de Dios confundiendo a los hombres-, no deja de presentar una intención muy realista.
Siempre ha despertado curiosidad el fenómeno de que en el mundo se hablen lenguas tan numerosas. Hoy se explica de una manera científica, describiendo un proceso de diferenciación que tiene sus causas conocidas y que ha durado siglos. Pero las tradiciones populares recogidas en el Génesis expresan el origen de esa diversidad desde una perspectiva religiosa y psicológica a la vez, con una dramatización que resulta simpática.
No nos entendemos sencillamente porque somos orgullosos y hemos querido hacernos como dioses. Probablemente en el origen de esta tradición hay alguna caída estrepitosa de algún imperio y la desintegración social consiguiente. Aquí se quiere sacar una lección: Dios, que «bajó a ver la ciudad» que construían los hombres, decidió confundirles y lo consiguió haciendo que hubiera diversidad de idiomas. «Babel» significa «confusión».
Como decimos en el salmo, «el Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos». A los orgullosos los confunde el Señor. A los humildes los ensalza.
b) Siempre es el pecado el que, según la Biblia, trastorna los equilibrios y las armonías: Adán y Eva, Caín y Abel, corrupción y diluvio. El pecado más común, entonces y ahora, es el orgullo y el egoísmo. Es este pecado el que hace imposible la comunicación y nos aísla a unos de otros, a un pueblo de otro pueblo. El orgulloso se separa él mismo de los demás.
PENT/BABEL: «Hablar otra lengua» significa simbólicamente no entenderse, quedar bloqueado en la relación con los demás. El idioma es el mejor instrumento que tenemos para entendernos con los nuestros y, aprendiendo el idioma de los extranjeros, también con ellos. Ahora no haría falta que Dios interviniera para confundirnos. Ya nos confundimos bastante nosotros mismos, más que por las lenguas diferentes, por los intereses egoístas y el orgullo ambicioso que nos hace incapaces de diálogo y de comunicación.
Los cristianos tendríamos que compensarlo con lo que pasó en Pentecostés, que fue el Antibabel: si en Babel no se entendían los hombres por hablar lenguas extrañas, en Pentecostés el Espíritu hizo que los que hablaban en lenguas diferentes comprendieran lo que les decía Pedro y se entendieran entre ellos.
¿Vivimos en Babel o en Pentecostés? Babel, la confusión, puede pasar también hablando el mismo idioma. Pentecostés, la unidad del Espíritu, es un ideal de comunicación precisamente entre los que tienen idioma y carácter diverso. ¿Somos tolerantes? Allí donde conviven culturas y lenguas diferentes, ¿aceptamos a todos como hermanos y como hijos del mismo Padre? Que tengamos un idioma diferente no es importante: el amor vence fácilmente este obstáculo (el amor, y también el interés comercial o político). Lo malo es el orgullo y la intolerancia, que levanta torres, y muros también entre los de una misma lengua. La humildad, por el contrario, y la fraternidad, nos hacen construir puentes, no torres ni muros, y tender la mano a todos.
2. Marcos 8,34-39
a) Seguir a Cristo comporta consecuencias. Por ejemplo, tomar la cruz e ir tras él. Después de la reprimenda que Jesús tuvo que dirigir a Pedro, como leíamos ayer, porque no entendía el programa mesiánico de la solidaridad total, hasta el dolor y la muerte, hoy anuncia Jesús con claridad, para que nadie se lleve a engaño, que el que quiera seguirle tiene que negarse a sí mismo y tomar la cruz, que debe estar dispuesto a «perder su vida» y que no tiene que avergonzarse de él ante este mundo.
Es una opción radical la que pide el ser discípulos de Jesús. Creer en él es algo más que saber cosas o responder a las preguntas del catecismo o de la teología. Es seguirle existencialmente. Jesús no nos promete éxitos ni seguridades. Nos advierte que su Reino exigirá un estilo de vida difícil, con renuncias, con cruz. Igual que él no busca el prestigio social o las riquezas o el propio gusto, sino la solidaridad con la humanidad para salvarla, lo que le llevará a la cruz, del mismo modo tendrán que programar su vida los que le sigan.
b) Estamos avisados y además ya lo hemos podido experimentar más de una vez en nuestra vida. Seguir a Jesús es profundamente gozoso y es el ideal más noble que podemos abrazar. Pero es exigente. Le hemos de seguir no sólo como Mesías, sino como Mesías que va a la cruz para salvar a la humanidad.
Si uno intenta seguirle con cálculos humanos y comerciales («el que quiera salvar su vida... ganar el mundo entero») se llevará un desengaño. Porque los valores que nos ofrece Jesús son como el tesoro escondido, por el que vale la pena venderlo todo para adquirirlo. Pero es un tesoro que no es de este mundo.
Las actitudes que nos anuncia Jesús como verdaderamente sabias y productivas a la larga son más bien paradójicas: «que se niegue a sí mismo... que cargue con su cruz... que pierda su vida». No es el dolor por el dolor o la renuncia por masoquismo: sino por amor, por coherencia, por solidaridad con él y con la humanidad a la que queremos ayudar a salvar. Es la respuesta de Jesús a la actitud de Pedro -y de los demás, seguramente- cuando se da cuenta de que sí están dispuestos a seguirle en los momentos de gloria y aplausos, pero no a la cruz.
¿Entraríamos nosotros, los que creemos en Jesús y hemos tomado partido por él, entre los que alguna vez, ante el acoso del mundo o las tentaciones de nuestro ambiente o la fatiga que podamos sentir en el seguimiento de Cristo, «nos avergonzamos de él» y dejamos de dar testimonio de su evangelio? ¿o ponemos «condiciones» a nuestro seguimiento"?
«Toda la tierra hablaba una sola lengua» (1a lectura, I)
«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Génesis 11,1-9
La llamada «tabla de los pueblos», que se encuentra en el capítulo precedente del Génesis, ha descrito la dispersión étnica, lingüística, política y territorial como un designio preciso ordenado a la edificación del Reino de Dios en la historia. La diáspora de los pueblos sobre la faz de la tierra es necesaria, es querida por Dios.
El episodio de la construcción de la ciudad y de la torre en la tierra de Senaar representa, en cambio, la tentación humana, siempre repetida, de sustraerse a este designio originario, creacional. Los hombres tienen miedo a verse dispersados. En este sentido, la ciudad y la torre, el nombre y la fama, la unidad lingüística y también política (ya que tener «una misma lengua y [...] las mismas palabras» no tiene el valor de una unidad exclusivamente lingüística, sino también el de un proyecto político común), constituyen todos los ingredientes de un programa antidiáspora y, por tanto, intrínsecamente imperialista.
A la inversa, el acto con el que Dios «baja» para confundir su lengua (v. 7) no ha de ser entendido como un gesto punitivo, destinado a vengar una ofensa que le haya sido hecha. La diversidad de la gente en la tierra no es una condena. El Señor no hace otra cosa, con su intervención, que restablecer su designio originario: su bajada, en realidad, es un acto de pura condescendencia.
Para citar a un escritor moderno, Erri de Luca: «Los hombres cultivan con obstinación residual el sueño de una única fábrica que llegue al origen de la infinita variedad. Dios demolió en Senaar la pretensión de aferrar, gracias a la técnica, a la ingeniería, el universo. No hemos quedado persuadidos. La dispersión de las lenguas y de las creencias que allí tuvo lugar por parte de Dios constituye la prueba de una providencia que todavía no ha sido apreciada».
Evangelio: Marcos 8,34-9,1
Pedro, como ya hemos visto, ha confesado el mesiazgo de Jesús, aunque sin saber muy bien lo que decía. La prueba es que inmediatamente después, cuando Jesús habla de la necesidad de que el Hijo del hombre sufra mucho, Pedro lo coge aparte y le reprueba, del mismo modo que se haría con un escolar (8,32).
Entonces Jesús considera que ha llegado el momento de decir con toda claridad a sus discípulos que su destino doloroso, el rechazo de los hombres, son realidades que ellos mismos deben asumir, realidades que deben llevar junto con él: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga» (8,34). Se trata de renunciar a sí mismo, a los propios puntos de vista, a la propia voluntad, a los propios sueños de grandeza. Más aún, Jesús lleva a cabo un cambio radical de perspectiva que nos recuerda este dicho isaiano: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor» (Is 55,8). En la práctica, es siempre lo contrario lo que resulta verdadero: si nosotros pensamos una cosa, es que Dios piensa otra; si nosotros recorremos un camino, es que Dios nos pide que recorramos otros.
Hay un dicho de Jesús que aparece varias veces en los cuatro evangelios, un dicho que posiblemente presente más posibilidades que ningún otro de ser una ipsissima vox Jesu, un dicho históricamente auténtico de Jesús. Este dicho, que no tiene paralelos en toda la literatura rabínica, suena precisamente así: «El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia la salvará» (8,35). ¿Queremos salvar nuestra vida? En realidad, ya la hemos perdido. ¿Hemos perdido nuestra vida? En realidad, la hemos salvado.
MEDITATIO
Cuando los hombres, reunidos en el valle de Senaar, se dijeron unos a otros: «Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre la faz de la tierra» (Gn 11,4), es probable que su intención no fuera la de desafiar a Dios. No querían escalar el cielo con su torre. El verdadero motivo de su acción era precisamente el miedo a dispersarse: la ansiedad que experimenta el hombre ante lo nuevo, ante lo diferente, ante lo original; su refugio instintivo en lo que le es familiar, siempre igual, tranquilizador. Este miedo a la dispersión es un miedo mortal, y el «hacerse un nombre» es un modo de intentar escapar a la muerte, de intentar salvar la propia vida.
Sin embargo, lo verdadero es exactamente lo contrario: precisamente la dispersión, el dar la vida, forman parte del proyecto salvífico de Dios, mientras que la grandeza del nombre, de la fama, del poder, es un miserable antídoto contra la muerte. No sólo es incapaz de evitarla, sino que no hace más que agigantarla, otorgarle unas dimensiones cada vez más temerosas, vertiginosas: la grandeza del «nombre» no hace más que multiplicar el poder de la muerte. Jesús enseña a sus discípulos precisamente esta verdad paradójica, que da la vuelta a las ideas corrientes, estandarizadas, de los hombres de todos los tiempos y de todas las naciones, desde los que estaban recogidos en la llanura de Senaar hasta los de nuestros días. «¿De qué le sirve a uno ganar todo el mundo si pierde su vida?» (Mc 8,36). ¿De qué le sirven al hombre las grandes realizaciones, las empresas gigantescas, las torres de Babel de todas las generaciones, si el precio que tiene que pagar por ello es la pérdida de su propia integridad personal, su extravío total frente a la muerte? La vocación originaria del hombre consiste en la comunión de las diversidades, en el fecundo abandonarse al proyecto originario de Dios.
ORATIO
Señor Dios, la torre de Babel
sigue siendo aún nuestro mito cotidiano:
le dedicamos todas las fuerzas
a causa del miedo que tenemos a la muerte.
Las torres de Babel son muchas,
y cada vez más altas
a medida que avanza el progreso,
erguidas para alcanzar un trozo de eternidad
y hacernos un nombre que no se olvide.
Señor Dios, nuestra vida es otra,
mucho más sencilla, mucho más profunda.
Es una vida sin nombre en este mundo,
pero custodiada por tu mano como algo precioso:
el Hijo del hombre que tanto padeció,
Jesús, nuestro nombre y nuestra paz.
CONTEMPLATIO
Esta palabra parece dura a muchos: «Niégate a ti mismo, toma tu cruz y sigue a Jesús» (Lc 9,23). Pero mucho más duro será oír aquella postrera palabra: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno» (Mt 25,41). Pues los que ahora oyen y siguen de buena gana la Palabra de la cruz no temerán entonces oír la Palabra de la eterna condenación.
Esta señal de la cruz estará en el cielo cuando el Señor viniere a juzgar.
Entonces todos los siervos de la cruz, que se conformaron en la vida con el Crucificado, se llegarán a Cristo juez con gran confianza.
¿Por qué, pues, temes tomar la cruz por la cual se va al Reino?
En la cruz está la salud, en la cruz la vida, en la cruz está la defensa contra los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz está la perfección de la santidad.
No está la salud del alma ni la esperanza de la vida eterna sino en la cruz.
Toma, pues, tu cruz y sigue a Jesús e irás a la vida eterna.
Él fue delante «llevando su cruz» (In 197), y murió en la cruz por ti, para que tú también lleves tu cruz y desees morir en ella.
Porque si murieres juntamente con él, vivirás con él. Y si le fueres compañero de la pena, lo serás también de la gloria.
Mira que todo consiste en la cruz y todo está en morir en ella.
Y no hay otro camino para la vida y para la verdadera entrañable paz sino el de la santa cruz y la continua mortificación.
Ve donde quisieres, busca lo que quisieres y no hallarás más alto camino en lo alto, ni más seguro en lo bajo, sino la vía de la santa cruz.
Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la cruz.
Pues o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás la tribulación en el espíritu (T. de Kempis, La imitación de Cristo, 1, II, cap. 12, 1-3, San Pablo, Madrid 1977, pp. 118-119).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Si alguno se declara a mi favor delante de los hombres,
yo también me declararé a su favor delante de mi Padre celestial» (Mt 10,32).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La presuntuosa autosuficiencia que constituye la clave del episodio de la torre de Babel es desde siempre la tentación más insidiosa, pero en la cultura contemporánea se ha vuelto todavía más densa y temible. La consecuencia de todo esto es el carácter fragmentario: el hombre, en su cultura actual, se ha fragmentado, roto, atomizado y dividido de una manera tremenda, porque no resiste a la fatiga y a la responsabilidad de ser el centro de todo.
[Nos hace falta] el coraje de no dejarse hipnotizar por el barullo cultural que, en virtud de la actual configuración de la sociedad, de los medios de comunicación social, de las modas, de los poderes, de las mediaciones del poder, no puede ser detenido tan fácilmente. Se trata del coraje de rehacernos, también en medio de esta confusión, unos puntos fundamentales de referencia, no para recortarnos una cultura cerrada, sino para tener y proyectar unos puntos de referencia fundamentales que ayuden a los otros a asumirlos. Se trata de una clara operación de orientación cultural, religiosa, espiritual, que no sea sólo intelectualista, sino que forme parte de la vida misma y que nos permita a nosotros tener unos puntos de referencia, ayudar a los otros a tenerlos y enlazar poco a poco, cada vez más, a todos aquellos que los reconocen para la constitución de una unidad viviente, cuyo signo fundamental es la eucaristía (C. M. Martini, Popolo mio esci dall"Egitto, Milán pp. 32ss y 35ss).