Viernes V Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 6 febrero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Gn 3, 1-8: Seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal
Sal 31, 1-2. 5. 6. 7: Dichoso el que está absuelto de su culpa
Mc 7, 31-37: Hace oír a los sordos y hablar a los mudos
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Génesis 3,1-8: Seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal. No tiene por qué Dios deciros qué es lo bueno y qué lo malo. Vosotros mismos tenéis capacidad y autoridad para discernirlo. Ésta, la soberbia, es la tentación fundamental de los primeros padres, pero también de los hombres de todos los siglos. Comenta San Agustín:
«La soberbia es gran malicia, la primera de todas, el principio y el origen, la causa de todos los pecados. Ella arrojó a los ángeles del cielo e hizo al diablo. Éste, arrojado de allí, dio a beber el cáliz de la soberbia al hombre, que aún se mantenía firme; elevó hasta la soberbia a quien había sido hecho a imagen y semejanza de Dios, que ahora ya se hace indigno, por la soberbia. El diablo sintió envidia de él, y lo convenció para que despreciara la ley de Dios y disfrutara de su propio poder autónomo. ¿Y cómo lo convenció? «Si coméis [de ese fruto], les dijo, seréis como dioses». Ved, pues, si no los persuadió por la soberbia.
Dios hizo al hombre, y él quiso ser dios; tomando lo que no era, perdió lo que era; no digo que perdiera la naturaleza humana, sino que quedó privado de la felicidad presente y futura. Perdió aquello hacia lo que había de ser elevado, engañado por quien de allí había sido expulsado» (Sermón 340,A,1).
–Nuestra actitud después de pecar no ha de ser como la de nuestros primeros padres, «escondernos» de Dios. Sería tan perjudicial como inútil. Por el contrario, con toda humildad y confianza, hemos de reconocer ante el Señor nuestra culpa. De este modo obtendremos Su perdón.
Así lo cantamos con el Salmo 31: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito. Había pecado, lo reconocí; no te encubrí mi delito; propuse: «confesaré al Señor mi culpa», y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado. Por eso que todo fiel te suplique en el momento de la desgracia; la crecida de las aguas caudalosas no lo alcanzarán. Tú eres mi refugio; me libras del peligro, me rodeas de cantos de liberación».
–Marcos 7,31-37: Hace oír a los sordos y hablar a los mudos. Jesús llega a la Decápolis, donde cura a un sordomudo. Su fama se difunde por doquier. La muchedumbre lo glorifica. Este milagro de sanación nos hace recordar el rito sacramental de la iniciación cristiana: por él se nos abren los oídos para oír la palabra de Dios, y se nos desata la lengua para proclamar su gloria.
La Escritura relaciona el mutismo con la falta de fe (Ex 4,10-17; Is 6; Mc 4,12). Y a esa luz se nos muestra la curación del mudo como un bien mesiánico. En efecto, los últimos tiempos nos sitúan en un clima de relaciones filiales con Dios, nos capacitan para oír su palabra, para responderla y también para hablar de Él a los demás.
El cristiano que vive estos últimos tiempos se convierte así en profeta, experto en la Palabra divina, apóstol, misionero, catequista; más aún, en familiar y amigo de Dios. Eso implica que puede escuchar la Palabra, responderla y proclamarla a los hombres. Necesita, pues, los oídos y los labios de la fe. Y la fe, como dice San León Magno, es don de Cristo:
«No es la sabiduría terrena quien descubre esta fe, ni la opinión humana quien puede conseguirla; el mismo Hijo único es quien la ha enseñado y el Espíritu quien la instruye» (Sermón 75).
Dios es la luz sobrenatural de los ojos del alma, que sin ella permanece en tinieblas.
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Génesis 3,1-8
a) Al principio todo fue bueno, y la situación de Adán y Eva en el paraíso de Edén, idílica.
Pero luego llegó el pecado y todo cambió.
En un relato también lleno de imaginación popular, pero con un contenido teológico innegable, se nos cuenta la tentación de la serpiente, la caída primero de Eva y luego de Adán, y el cambio inmediato: se sintieron desnudos, empezaron a tener miedo de Dios y se escondieron en su presencia.
No sabemos por qué se ha personificado en la serpiente la tentación: ¿por la antipatía hacia este astuto animal y su peligroso veneno? ¿porque en las religiones vecinas era objeto de culto, sobre todo porque se la consideraba relacionada con la fecundidad?
Tampoco sabemos qué puede expresar la prohibición de comer del fruto de aquel árbol.
Lo que sí es claro que nuestros primeros padres faltaron a una voluntad expresa de Dios, seducidos por la idea de «ser como Dios en el conocimiento del bien y del mal». La serpiente había sembrado en ellos el veneno de la desconfianza.
b) Es la primera pagina negra de la historia de la humanidad, que ha tenido consecuencias universales. La primera página, pero no la última. Ahí está representado y condensado todo el mal que ha habido y sigue habiendo en nuestra existencia, la tendencia al orgullo y a la autosuficiencia. El pecado original lo tenemos todos dentro.
Es bueno que saquemos la lección de los efectos que produce el pecado en nuestra vida y hasta en el cosmos. El pecado, el de Adán y Eva y el nuestro a lo largo de la historia, es el que trastorna la armonía que Dios había previsto en todas direcciones. Se ha perdido el equilibrio entre los hombres y Dios, y entre ellos mismos -lo que tendrá consecuencias trágicas en la muerte de Abel-, se ha trastornado el equilibrio sexual, la relación pacifica con la naturaleza y sus habitantes.
Del Edén quedará el recuerdo y la añoranza. Cuando en siglos posteriores los profetas anuncien el final del destierro de Babilonia, lo harán con frecuencia sirviéndose de las imágenes de una vuelta a la paz y la felicidad del paraíso perdido.
Para nosotros los cristianos esta vuelta a la nueva creación ya ha sucedido. Baste recordar la teología de Pablo, en la carta a los Romanos, sobre el pecado del primer Adán, comparado con la gracia que nos consigue el nuevo Adán, Cristo Jesús: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia».
En el Apocalipsis, el último libro de la Biblia, se completa gozosamente el ciclo que empezara en el primero, el Génesis, con la victoria de Cristo sobre el maligno: «Y fue arrojado el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás. el seductor del mundo entero: fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él» (Ap 12,9).
Haremos bien en reconocer con humildad que, como hijos del primer Adán, también nosotros estamos inscritos como protagonistas en esta historia de desobediencia y rebelión. Pero tengamos confianza, porque, como seguidores del nuevo Adán, Cristo Jesús. estamos inscritos también en el número de los perdonados: «había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: confesaré al Señor mi culpa, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (Salmo 31).
2. Marcos 7,31-37
a) La curación del sordomudo provocó reacciones muy buenas hacia Jesús por parte de los habitantes de Sidón: «Todo lo ha hecho bien, hace oir a los sordos y hablar a los mudos».
Jesús curó al enfermo con unos gestos característicos, imponiéndole las manos, tocándole con sus dedos y poniéndole un poco de saliva. Y con una palabra que pronunció mirando al cielo: «effetá», «ábrete». El profeta Isaías había anunciado -lo leemos en el Adviento cada año- que el Mesías iba a hacer oír a los sordos y hablar a los mudos. Una vez más, ahora en territorio pagano, Jesús está mostrando que ha llegado el tiempo mesiánico de la salvación y de la victoria contra todo mal.
Además, Jesús trata al sordomudo como una persona: cada encuentro de los enfermos con él es un encuentro distinto, personal. Esos enfermos nunca se olvidarán en su vida de que Jesús les curó.
b) El Resucitado sigue curando hoy a la humanidad a través de su Iglesia.
Los gestos sacramentales -imposición de manos, contacto con la mano, unción con óleo y crisma- son el signo eficaz de cómo sigue actuando Jesús. «Una celebración sacramental está tejida de signos y de símbolos». Son gestos que están tomados de la cultura humana y de ellos se sirve Dios para transmitir su salvación: son «signos de la alianza, símbolos de las grandes acciones de Dios en favor de su pueblo», sobre todo desde que «han sido asumidos por Cristo, que realizaba sus curaciones y subrayaba su predicación por medio de signos materiales o gestos simbólicos» (Catecismo no. 1145-1152: «Signos y símbolos»).
El episodio de hoy nos recuerda de modo especial el Bautismo, porque uno de los signos complementarios con que se expresa el efecto espiritual de este sacramento es precisamente el rito del «effetá», en el que el ministro toca con el dedo los oídos y la boca del bautizado y dice: «El Señor Jesús, que hizo oir a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre».
Un cristiano ha de tener abiertos los oídos para escuchar y los labios para hablar. Para escuchar tanto a Dios como a los demás, sin hacerse el sordo ni a la Palabra salvadora ni a la comunicación con el prójimo. Para hablar tanto a Dios como a los demás, sin callar en la oración ni en el diálogo con los hermanos ni en el testimonio de nuestra fe.
Pensemos un momento si también nosotros somos sordos cuando deberíamos oir. Y mudos cuando tendríamos que dirigir nuestra palabra, a Dios o al prójimo. Pidamos a Cristo Jesús que una vez más haga con nosotros el milagro del sordomudo.
«El hombre y la mujer se escondieron de la vista del Señor Dios» (1a lectura, I)
«Confesaré al Señor mi culpa, y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (salmo, I)
«Todo lo ha hecho bien, hace oir a los sordos y hablar a los mudos» (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Génesis 3,1-8
En este relato interviene, por vez primera, un personaje astuto, inquietante: la serpiente. Esta, en la tradición posterior -tanto en la judía como en la cristiana-, se convertirá en una figura del diablo, del Maligno. Sin embargo, la serpiente era más bien, en el Antiguo Oriente, un símbolo de fertilidad sexual y de salud: todavía hoy sigue siendo el emblema de los farmacéuticos. Hemos de señalar que, en el relato bíblico, se presenta a la serpiente como un «animal del campo» (v. 1), ni más ni menos que los otros: su figura está completamente desmitificada.
La serpiente, en realidad, no puede hacer ni el bien ni el mal: los únicos responsables del pecado, si nos fijamos bien, los únicos que pueden cometerlo, son el hombre y la mujer, no la serpiente. De ahí que la presencia de la serpiente en el huerto no sirva para explicar el origen del mal en el mundo: es poco más que un recurso narrativo (el animal que habla) destinado a introducir la dinámica seductora que figura en el origen del pecado humano. Son el hombre y la mujer los que pecan, y eso es lo que interesa al narrador.
El animal que habla (en la Biblia, además de la serpiente, encontramos a la burra de Balaán) es un recurso conocido por todas las literaturas para describir lo que pasa en la mente de los protagonistas del relato. En la mente de la mujer adquiere la forma de un diálogo consigo misma sobre el alcance exacto de la prohibición divina y su verdadera motivación (vv. 2ss). El autor bíblico, haciendo gala de una gran penetración psicológica, nos advierte que el pecado, antes aún de consumarse en un gesto, en un acto, tiene lugar en la conciencia, en una duda que se insinúa poco a poco y que versa, a fin de cuentas, sobre la bondad del Creador.
Gn 3 no quiere explicar, por tanto, el origen del mal en el mundo, que sigue siendo un hecho misterioso, sino el origen y la dinámica del pecado humano como un proceso sutil y progresivo de desobediencia a la Palabra de Dios. A buen seguro, en este proceso pueden intervenir también factores externos, causas sobrehumanas, pero el acento del relato bíblico cae sobre la responsabilidad del hombre-mujer. Por eso hablamos de un «pecado original»: porque nos describe el origen de todo pecado.
Evangelio: Marcos 7,31-37
Jesús se encuentra de nuevo en una región pagana, «atravesando el territorio de la Decápolis» (v 31b), es decir, sobre la ribera oriental del lago de Galilea. La travesía que no había conseguido hacer en barca la hace ahora a pie, en compañía de sus discípulos. Estamos en un territorio pagano: fundamentalmente, entre gente a la que no conoce y que no escucha la Palabra de Dios. Precisamente por eso es un territorio infestado de demonios. Poco antes, en el capítulo 5 de Marcos, en la misma orilla oriental del lago, había encontrado Jesús a un hombre que se llamaba «Legión» por los muchos espíritus inmundos que habitaban en él.
Jesús viene por nuestra orilla, por esta en la que habitamos los gentiles. No tiene miedo de los demonios de los que estamos infestados. Estos demonios no son gnomos o duendes que nos bailen alrededor: son seducciones, pensamientos desviados o retorcidos, presencias que nos van creciendo por dentro hasta trastornar la realidad. En pocas palabras, son trastornos graves en nuestra comunicación con Dios, en la escucha de su voz y en la obediencia a su Palabra.
No es casualidad que el enfermo que llevan a Jesús sea un sordomudo. Alguien que no escucha, y por eso tampoco puede hablar. Jesús le abre los oídos, restableciendo en él la escucha interrumpida de la voz divina que habla en él como en todos, y que había sido ensordecida por el alboroto de las voces demoníacas. Al abrirle los oídos, le suelta también la lengua: «Effatha» no es una palabra mágica, sino un recuerdo de nuestro bautismo.
MEDITATIO
Todas las culturas antiguas supieron que existe una diferencia irreductible entre el hombre y Dios, que existe un límite más allá del cual no puede ir el hombre. Mientras respete este límite y permanezca en el ámbito que le ha sido asignado en cuanto criatura, el hombre puede ser feliz y gozar de todo lo creado. Ahora bien, el pecado original consiste precisamente en pasar la frontera del límite fijado, en la pretensión de ser ilimitados como Dios.
¿En qué consiste la seducción de la «serpiente» o -digamos también- del pecado? En una triple transgresión de nuestros límites como criaturas, en arrogamos tres prerrogativas que son únicamente divinas: una pretensión de inmortalidad («¡no moriréis!» ), una pretensión de omnisciencia («se abrirán vuestros ojos»), y una pretensión de omnipotencia («seréis como Dios»).
Vamos a concentramos en la segunda de estas pretensiones indebidas: la apertura de los ojos. Esta representa precisamente la seducción intelectual, el deseo de la omnisciencia, que, al final, se revela absolutamente ilusorio, puesto que no conduce más que a la percepción de nuestra propia desnudez, de nuestra propia pobreza. Con esta ilusoria apertura de los ojos, prometida por la serpiente, contrasta la apertura de los oídos realizada por Jesús. En lo que a nosotros respecta, no se trata de ver, de conocer, sino de escuchar, de obedecer. Sólo la Palabra de Dios, en efecto, abre horizontes de vida.
La palabra del egoísmo y de la autosuficiencia cierra, nos arrastra lejos de nosotros mismos. Es palabra de engaño, que hace leer de modo distorsionado la realidad del mundo, de nosotros mismos, de Dios, y conduce al desolador descubrimiento de nuestra propia e irreductible vulnerabilidad. La Palabra de Dios, en cambio, nos introduce en la realidad, descubre estremecimientos de admiración, libera cantos de alabanza y de alegría. ¿A qué palabra decidimos prestar atención?
ORATIO
Abre, Jesús, nuestros oídos sordos
a tu Palabra, que es fuente de vida;
suelta el nudo de nuestras lenguas
para que escuchemos tu voz bendita
y te bendigamos en nuestra vida.
Recordamos tu grito, ¡Effatha!,
que dispersó nuestros fantasmas.
Demasiado tiempo te hemos buscado
en apariencias vacías, engaños del corazón,
en seducciones de la antigua serpiente.
Danos, Señor, un corazón
que escuche tu voz en el «silencio sutil».
CONTEMPLATIO
«Señor, no me reprendas en tu ira». Es como decir: repréndeme, pero no en la ira; corrígeme, pero no en la cólera. Repréndeme como padre, no como juez; no me corrijas como amo, sino como un padre. No me reprendas para perderme, sino para recuperarme. No me golpees para aniquilarme, sino para enmendarme.
¿Y qué quieres? «Cúrame, Señor». [El animal] siente las heridas de su propia condición, advierte la mordedura de la serpiente antigua, experimenta la ruina del progenitor. Reconoce que ha contraído, al nacer, estas enfermedades, que ha llegado naturalmente a la muerte. Y puesto que la ciencia humana no podía alejar a la muerte, está obligada a pedir la medicina divina. Y para obtener con mayor facilidad la curación de su enfermedad, declara las causas de la misma enfermedad, describe sus síntomas, declara su gravedad, expresa la intensidad del dolor.
Venid, digamos: Señor, no nos reprendas en tu ira ni nos golpees en tu cólera; a fin de que él, acordándose de su misericordia, cambie la ira en misericordia, devuelva las cosas perdidas, libere las prisioneras y nos conceda, finalmente, servirle con alegría (Pedro Crisólogo, Omelie per la vita quotidiana, Roma 1990, pp. 56.60).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«¡Ojalá escuchéis hoy su voz!» (Sal 94,7 hebr.).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
«¿Dónde estás?». Cada vez que Dios plantea una pregunta de este tipo no es para que el hombre le haga saber algo que él ignora: lo que quiere es provocar en el hombre una reacción que sólo es posible suscitar precisamente a través de esa pregunta, a condición de que ésta impacte en el corazón del hombre y de que éste se deje impactar por ella en el corazón.
Adán se esconde para no tener que dar cuentas, para huir de la responsabilidad de su propia vida. Así se esconde todo hombre, porque todo hombre es Adán y se encuentra en la situación de Adán. Para escapar de la responsabilidad de la vida que hemos vivido, hemos de transformar la existencia en un mecanismo para escondernos. Precisamente escondiéndose así y persistiendo siempre en esta tarea «ante el rostro de Dios», se desliza siempre el hombre, y cada vez de un modo más profundo, hacia la falsedad. De este modo se crea una nueva situación que, de día en día y de esconderse en esconderse, se vuelve más y más problemática. Es una situación que podemos caracterizar con una extrema precisión: el hombre no puede escapar del ojo de Dios, sino que, intentando esconderse de El, se esconde de sí mismo. Dentro de sí conserva también algo que le busca, pero a este algo se le hace más difícil cada vez encontrarle. Y precisamente en esta situación le coge la pregunta de Dios: quiere turbar al hombre, destruir su mecanismo para esconderse, hacerle ver adónde le ha llevado un camino equivocado, hacer nacer en él un ardiente deseo de salir fuera.
En este punto todo depende del hecho de que el hombre se plantee o no la pregunta. Indudablemente, si la pregunta llegara al oído, a cualquiera «le temblará el corazón». Ahora bien, el mecanismo le permite asimismo seguir siendo dueño de esta emoción del corazón. En efecto, la voz no llega en medio de una tempestad que pone en peligro la vida del hombre; «es la voz de un silencio semejante a un soplo» (1 Re 19,12), y es fácil sofocarla. Hasta que no ocurra esto, la vida del hombre no se podrá convertir en camino. Por muy grande que sea el éxito y el goce de un hombre, por muy grande que sea su poder y colosal su obra, su vida seguirá sin tener un camino mientras no haga frente a esta voz. Adán le hizo frente, reconoció que había caído en una trampa y confesó: «Me he escondido». Aquí empieza el camino del hombre (M. Buber, Il cammino dell"uomo, Magnano 1990, pp. 21-23, passim).