Martes V Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 2 febrero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 R 8, 22-23. 27-30: Sobre este templo quisiste que residiera tu nombre. Escucha la súplica de tu pueblo Israel
Sal 83, 3. 4. 5 y 10. 11: ¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los Ejércitos!
Mc 7, 1-13: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Reyes 8,22-23.27-30: Dios no puede ser encerrado en un lugar, por muy digno que éste sea. Dios lo trasciende todo. Salomón suplica al Señor que escuche benigno las súplicas y oraciones que le dirija su pueblo en el Templo. Clemente de Alejandría escribe:
«Dice Juan el apóstol, refiriéndose al invisible e inexpresable seno de Dios: «a Dios nadie le vio jamás, pero el Dios unigénito, que está en el seno del Padre, éste lo manifestó» (Jn 1,18). Por eso algunos lo llamaron Abismo, pues aunque abarcando y conteniendo en su seno todas las cosas, es en sí mismo ininvestigable e interminable.
Que Dios es sumamente difícil de aprehender se muestra en el discurso siguiente: si la causa primera de cualquier cosa es difícil de descubrir, la causa absoluta y suprema y más originaria, siendo la causa de la generación y de la continuada existencia de todas las demás cosas, será muy difícil de describir. Porque, ¿cómo podrá ser expresable lo que no es ni género ni diferencia, ni especie, ni individuo, ni número, así como tampoco accidente o sujeto de accidentes?
No se le puede llamar adecuadamente el Todo, porque el todo se aplica a lo extenso, y Él es más bien el Padre de todo. Ni se puede decir que tenga partes, porque lo Uno es indivisible, y por ello es también infinito, no en el sentido de que sea ininvestigable al pensamiento, sino en el de que no tiene extensión o límites. Como consecuencia, no tiene forma ni nombre. Y aunque a veces le demos nombres, estos no se aplican en el sentido estricto: cuando le llamamos Uno, Bien, Inteligencia, Ser en sí, Padre, Dios, Creador, Señor, no le damos propiamente un nombre, sino que, no pudiendo hacer otra cosa, hemos de usar esas apelaciones honoríficas a fin de que nuestra mente pueda fijarse en algo y no ande errante en cualquier cosa. Cada una de estas apelaciones no es capaz de designar a Dios, aunque tomadas todas ellas en su conjunto muestran la potencia del Omnipotente.
Las descripciones de una cosa se dicen con referencia a las cualidades de la misma, o a las relaciones de ésta con otras; pero nada de esto puede aplicarse a Dios. Dios no puede ser aprehendido por ciencia demostrativa, porque ésta se basa en verdades previas y ya conocidas, pero nada es previo al que es ingénito. Sólo resta que el Desconocido llegue a ser conocido por la gracia divina y por la Palabra que de Él procede» (Stromata 5,12,81).
–Dios, que no cabe en el cielo ni en la tierra, ha querido manifestar algo de su gloria en el antiguo templo de Jerusalén, y de un modo más especial en nuestras iglesias, con la Eucaristía. El Salmo 83 nos ofrece ideas sublimes sobre esta realidad: «¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor; mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor de los ejércitos, rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre. Fíjate, oh Dios, en nuestro escudo, mira el rostro de tu Ungido. Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa, y prefiero el umbral de la casa de Dios a vivir con los malvados».
Todo esto se realiza más exactamente en nuestras iglesias, con la presencia real de Cristo Sacramentado, con la celebración de la Eucaristía y los demás sacramentos, con la oración litúrgica y extralitúrgica.
–Marcos 7,1-13: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres. La base de la religiosidad está en la limpieza del corazón, en el amor al Padre y en la expresión de este amor en la convivencia humana. Dice San Juan Crisóstomo:
«Cuando escribas y fariseos quieren presentar a los discípulos como transgresores de la ley, Él les demuestra que son ellos los verdaderos transgresores, mientras que sus discípulos están exentos de toda culpa. Porque no es ley lo que los hombres ordenan. De ahí que Él la llama «tradición», y tradición de hombres transgresores de «la ley». Y como no lavarse las manos no era realmente contrario a la ley, les saca a relucir otra tradición de ellos que era francamente opuesta a ella. De este modo viene a decirles que, bajo apariencia de religión, ellos enseñaban a los jóvenes a despreciar a sus padres...
Habiendo, pues, demostrado el Señor a escribas y fariseos que estaban acusando sin razón [a sus discípulos] de transgredir la tradición de los ancianos –ellos, que pisoteaban la ley de Dios–, les demuestra ahora lo mismo por el testimonio del profeta. Ya les había rebatido fuertemente, y ahora prosigue adelante. Es lo que hace siempre, aduciendo también el testimonio de las Escrituras, y demostrando de este modo su perfecto acuerdo con Dios.
¿Y qué es lo que dice el profeta? «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13). ¡Mirad con qué precisión concuerda la profecía con las palabras del Señor, y cómo ya desde antiguo denuncia la maldad de escribas y fariseos!» (Homilías sobre San Mateo 51, 2).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. 1 Reyes 8,22-23.27-30
a) Es impresionante la estampa de este joven rey, Salomón, delante del pueblo, con los brazos elevados al cielo, dirigiendo a Dios, en el Templo recién edificado, una solemne oración en nombre de todos. Al frente de un pueblo que se considera propiedad de Dios, Salomón se siente rey y sacerdote a la vez.
Aquí leemos una selección de su hermosa oración, que en el libro de los Reyes aparece bastante más larga. Da gracias a Dios por su fidelidad. Reconoce que Dios no necesita templos ni puede quedar encerrado en ellos. Es consciente de que Dios es trascendente, el todo otro, y a la vez que está también muy cercano a su pueblo.
Y termina pidiéndole, por sí mismo y por todos los miembros de su pueblo presentes y futuros, que preste siempre atención y escuche las oraciones que se le dirijan en este Templo.
El salmo nos hace cantar la alegría y el orgullo que los judíos sentían por su Templo: «Qué deseables son tus moradas, Señor... dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre...».
b) Todas las religiones dan importancia al lugar sagrado, lugar de oración y de encuentro con la divinidad. Los judíos tuvieron, durante el tiempo de su peregrinación por el desierto, su «tienda del encuentro», y después este Templo de Jerusalén.
Para nosotros la novedad radical ha sido la persona de Cristo, que además de ser el sacerdote y la víctima y el altar, también se nos presenta como el auténtico Templo del encuentro con Dios: «Destruid este Templo y lo reedificaré en tres días».
Los cristianos, desde el principio, dieron más importancia a la comunidad que al edificio.
Al contrario de los paganos y de los judíos, que ponían énfasis en el templo como lugar de la presencia divina, «domus Dei», al que pocos tenían acceso, los cristianos entendieron el lugar de culto sobre todo como «domus ecclesiae», la casa de la comunidad, considerando a la comunidad misma como lugar privilegiado de la presencia de Cristo: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo».
Los judíos -y ahora nosotros- eran invitados a no «absolutizar» su Templo. Los profetas ya se encargaron de advertirles que no podían buscar en el Templo como un álibi para descuidar el cumplimiento de la Alianza con Yahvé: «No os fiéis de palabras engañosas diciendo: Templo del Señor, Templo del Señor, Templo del Señor. Si me juráis vuestra conducta y obras, si hacéis justicia y no oprimís al forastero, al huérfano y a la viuda, entonces yo me quedaré con vosotros en este lugar» (Jeremías 7,4-7).
Pero a la vez, los cristianos vieron muy pronto la conveniencia de construir iglesias para la reunión de la comunidad y la celebración de su oración y sus sacramentos, en un espacio separado de los espacios profanos.
Nuestro aprecio y respeto al lugar de nuestro culto está aún más motivado que el que los judíos tenían a su Templo: para los que nos reunimos en él y también hacia fuera, por la imagen de una iglesia con su campanario en medio del pueblo o de las calles de la ciudad, como recordatorio hecho piedra de nuestra dirección existencial hacia Dios.
2. Marcos 6, 53-56
a) La tirantez entre Jesús y los fariseos -de nuevo hay algunos que han venido de la capital, Jerusalén- es esta vez por la cuestión de lavarse o no las manos antes de comer.
Ciertamente un tema que a nosotros no nos parece demasiado importante, pero que le sirve a Jesús para dar consignas de conducta a sus seguidores.
Jesús fustiga una vez más el excesivo legalismo de algunos letrados. Del episodio de las manos limpias pasa a otros que a él le parecen más graves. Porque a base de interpretaciones caprichosas, llegan a anular el mandamiento de Dios (que si es importante) con la excusa de tradiciones o normas humanas: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres».
El ejemplo del cuarto mandamiento que aduce Jesús es muy aleccionador. Dios quiere que honremos al padre y a la madre, y que lo hagamos en concreto, ayudándoles también materialmente. Pero se ve que algunos no lo cumplían, bajo el pretexto de que los bienes con los que podrían ayudar a sus padres los ofrecían como una limosna al templo -que resultaba bastante más sencilla, el famoso «corbán», una módica ofrenda sagrada- y con ello se consideraban dispensados de ayudar a sus padres, cosa que evidentemente era más difícil y continuado. Pero Dios, más que los sacrificios que le podamos ofrecer a él, lo que quiere es que ayudemos a los padres en su necesidad.
b) Todos podemos tener algo de fariseos en nuestra conducta.
Por ejemplo si somos dados al formalismo exterior, dando más importancia a las prácticas externas que a la fe interior. O si damos prioridad a normas humanas, a veces insignificantes incluso tramposas, por encima de la caridad o de la justicia.
Tal vez nosotros no seremos capaces de perder el humor o la caridad por cuestiones tan nimias como el lavarse o no las manos antes de comer. Ni tampoco recurriremos a lo de la ofrenda al Templo para dejar de ayudar a nuestros padres o al prójimo necesitado. Pero ¿cuáles son las trampas o excusas equivalentes a que echamos mano para salirnos con la nuestra? ¿tenemos también nosotros la tendencia a aferrarnos a la «letra» y descuidar el «espíritu>? ¿en qué nos escudamos para disimular nuestra pereza o para inhibirnos de la caridad o la justicia?
Seria muy triste que mereciéramos nosotros el fuerte reproche de Jesús: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi». El concilio Vaticano II llegó a decir que «la separación entre la fe que profesan y la vida cotidiana de muchos debe ser considerada como uno de los errores más graves de nuestro tiempo» (Gaudium et Spes 43, que cita este pasaje de Marcos 7).
«El universo está lleno de tu presencia, pero sobre todo has dejado la huella de tu gloria en el hombre, creado a tu imagen» (prefacio común IX)
«Santo es el Señor, Dios del universo: llenos están el cielo y la tierra de tu gloria» («sanctus»)
«Escucha la oración de tu pueblo, cuando recen en este sitio» (1a lectura, II)
«Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre» (salmo, II)
«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mi» (evangelio).