Miércoles IV Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 31 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 12, 4-7. 11-15: Dios reprende a los que ama
Sal 102, 1-2. 13-14. 17-18a: La misericordia del Señor dura siempre para los que cumplen sus mandatos
Mc 6, 1-6: No desprecian a un profeta más que en su tierra
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 12,4-7.11-15: Dios reprende a los que ama. El sufrimiento ha de ser considerado como una prueba pasajera, como una corrección medicinal que Dios procura a sus hijos buscando su bien. Nosotros, imágenes Suyas, también en esto debemos imitar a nuestro Padre al procurar el bien de nuestros hermanos. Así lo enseña San Agustín:
«Para que no se moleste el hijo pecador de ser corregido con azotes, también Él, el Hijo único sin pecado, quiso ser azotado. Por tanto aplica tú el correctivo, pero evitando la ira del corazón. El Señor mismo, refiriéndose a aquel deudor al que exigió de nuevo toda la deuda por haber sido despiadado con su consiervo, dice así: «del mismo modo obrará vuestro Padre celestial con vosotros, si cada uno no perdona de corazón a su hermano» (Mt. 18,35)
«Por tanto, [...] sin perder la caridad, practica tú una saludable severidad. Ama y castiga, ama y azota. A veces acaricias, y actuando así te muestras cruel. ¿Cómo es que acaricias y te muestras cruel? Porque no recriminas los pecados, y esos pecados han de dar muerte a aquel a quien amas perversamente, perdonándole. Pon atención al efecto de tu palabra, a veces áspera, a veces dura y que ha de herir. El pecado desola el corazón, destroza el interior, sofoca el alma y la hace perecer. Apiádate, pues, y castiga» (Sermón 114,A,5).
–Con el Salmo 102 cantamos la misericordia paternal del Dios, que dura siempre con sus hijos, también en la corrección: «Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro».
–Marcos 6,1-6: No desprecian a un profeta más que en su tierra. La culpa principal de los nazarenos, entre otras, está en que no reconocen el valor trascendente de la humanidad de Jesús. Esa actitud les hace imposible recibir al Salvador y entrar en su camino de salvación, que es Él mismo. Así lo afirma San Agustín,
«Hombre verdadero y Dios verdadero... Ésta es la fe católica; quien ambos términos confiesa, es católico, que tiene [en Cristo] una patria y un camino. Él es la patria a donde vamos. Y Él es el Camino por donde vamos. Vayamos por Él a Él, y no nos extraviaremos» (Sermón 93).
Jesús es la fuente de vida. Su santa Humanidad es instrumento, perfectamente unido a su divinidad, para comunicarnos la vida sobrenatural. Incluso para comunicarnos su vida divina ha utilizado su santa Humanidad. Más aún, esa misma Humanidad santísima, unida al Verbo, es también para nosotros fuente de vida corporal. El Evangelio, en efecto, nos dice que de Él salía una virtud que sanaba a todos (Lc 6,17-18). San Agustín dice:
«¿Qué felicidad más segura que la nuestra, siendo así que el mismo que ora con nosotros es el que da lo que pide? Porque Cristo es Hombre y Dios. Como hombre pide; como Dios otorga» (Sermón 217).
Hemos de tener hacia la Humanidad sagrada de Jesucristo una gran fe y devoción. Así la tuvieron los santos, como San Bernardo, San Francisco de Asís o Santa Teresa.
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 12,4-7.11-15
a) Las correcciones por parte de Dios son una muestra de su amor. Nos ayudan a afianzarnos en nuestra fidelidad a sus caminos.
La página de hoy repite la frase con la que terminaba la de ayer: «Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». No somos los que más mérito tienen: muchos creyentes nos han dado ejemplo hasta el derramamiento de la sangre en su camino de fe.
Las pruebas que encontramos en la vida nos ayudan: aquí son interpretadas como una corrección de parte de Dios. Lo cual entra en la mejor pedagogía de un padre para con sus hijos. Se trata de ir creciendo en firmeza: «Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes y caminad por una senda llana».
Todo eso con gran confianza en el amor de Dios, que resalta el magnifico Salmo 102: «La misericordia del Señor dura por siempre... Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles, porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro».
Además, con el deseo de ayudarnos unos a otros en esta perseverancia: «Que nadie se quede sin la gracia de Dios».
b) Hasta qué punto es firme nuestra fidelidad? A veces creemos ser los primeros que sufren en este mundo, o los únicos, o los que más esfuerzo están haciendo para mostrar su fe en Dios. Mientras que son muchísimos, empezando por Cristo mismo, los que han tenido un camino más difícil que el nuestro y lo han recorrido con firmeza.
Las pruebas de la vida las tendríamos que aceptar con esa actitud que la Carta a los Hebreos quiere de sus lectores, como venidas de las manos de Dios que busca nuestro bien. Aunque no hace falta que siempre interpretemos que nos las envía él, porque nos vienen de los demás, o de nosotros mismos, o de la vida, que es dura y nos ofrece unos días soleados y otros nublados. Pero Dios quiere que lo aprovechemos todo para nuestro crecimiento.
Como vemos en la historia del pueblo de Israel, en el AT, Dios le corrige, le castiga, le hace madurar. También a nosotros. Las pruebas nos ayudan a dar temple a nuestra fe y a madurar en el camino del amor. El amor -como la amistad, como la fidelidad- no se sabe si es firme hasta que supera positivamente los obstáculos que encuentra en el camino. Las pruebas nos hacen reconsiderar nuestra vida y nos ayudan a descubrir valores ocultos que una vida demasiado fácil o superficial no nos permite descubrir. La herida de Ignacio de Loyola en el sitio de Pamplona podía parecer una catástrofe para sus planes militares, pero fue la ocasión de un cambio decisivo para él y para la Iglesia: descubrió horizontes que de otra manera tal vez no hubiera sabido ni que existían.
2. Marcos 6,1-6
a) A partir de aquí, y durante tres capítulos, Marcos nos va a ir presentando cómo reaccionan ante la persona de Jesús sus propios discípulos. Antes habían sido los fariseos y luego el pueblo en general: ahora, los más allegados.
De nuevo se ve que Jesús no tiene demasiado éxito entre sus familiares y vecinos de Nazaret. Sí, admiran sus palabras y no dejan de hablar de sus curaciones milagrosas. Pero no aciertan a dar el salto: si es el carpintero, «el hijo de María» y aquí tiene a sus hermanos, ¿cómo se puede explicar lo que hace y lo que dice? «Y desconfiaban de él». No llegaron a dar el paso a la fe: «Jesús se extrañó de su falta de fe». Tal vez si hubiera aparecido como un Mesías más guerrero y político le hubieran aceptado.
Se cumple una vez más lo de que «vino a los suyos y los suyos no le recibieron», o como lo expresa Jesús: «nadie es profeta en su tierra». El anciano Simeón lo había dicho a sus padres: que Jesús iba a ser piedra de escándalo y señal de contradicción.
Lo de llamar «hermanos» a Santiago, José, Judas y Simón, nos dicen los expertos que en las lenguas semitas puede significar otros grados de parentesco, por ejemplo primos. De dos de ellos nos dirá más adelante Marcos (15,40) quién era su madre, que también se llamaba María.
b) Equivalentemente, nosotros somos ahora «los de su casa», los más cercanos al Señor, los que celebramos incluso diariamente su Eucaristía y escuchamos su Palabra. ¿Puede hacer «milagros» porque en verdad creemos en él, o se puede extrañar de nuestra falta de fe y no hacer ninguno? ¿no es verdad que algunas veces otras personas más alejadas de la fe nos podrían ganar en generosidad y en entrega?
La excesiva familiaridad y la rutina son enemigas del aprecio y del amor. Nos impiden reconocer la voz de Dios en los mil pequeños signos cotidianos de su presencia: en los acontecimientos, en la naturaleza, en los ejemplos de las personas que viven con nosotros, a veces muy sencillas e insignificantes según el mundo, pero ricas en dones espirituales y verdaderos «profetas» de Dios.
Tal vez podemos defendernos de tales testimonios como los vecinos de Nazaret, con un simple: «¿pero no es éste el carpintero?», y seguir tranquilamente nuestro camino. ¿Cómo podía hablar Dios a los de Nazaret por medio de un obrero humilde, sin cultura, a quien además conocen desde hace años? ¿cómo puede el «hijo de María» ser el Mesías?
Cualquier explicación resulta válida («no está en sus cabales», «está en connivencia con el diablo», «es un fanático»), menos aceptarle a él y su mensaje, porque resulta exigente e incómodo, o sencillamente no entra dentro de su mentalidad. Si le reconocen como el enviado de Dios, tendrán que aceptar también lo que está predicando sobre el Reino, lleno de novedad y compromiso.
Es algo parecido a lo que sucede en los que no acaban de aceptar la figura de la Virgen María tal como aparece en las páginas del evangelio, sencilla, mujer de pueblo, sin milagros, experta en dolor, presente en los momentos más críticos y no en los gloriosos y espectaculares. Prefieren milagros y apariciones: mientras que Dios nos habla a través de las cosas de cada día y de las personas más humildes. La figura evangélica de María es la más recia y la más cercana a nuestra vida, si la sabemos leer bien.
Cuando somos invitados a celebrar la Eucaristía y participar de la vida de Cristo en la comunión, también hacemos un ejercicio de humildad, al reconocerle presente en esos dos elementos tan sencillos y humanos, el pan y el vino. Pero tenemos su palabra de que en esos frutos de nuestra tierra, los mismos que honran nuestra mesa familiar, nos está dando, desde su existencia de Resucitado, nada menos que su propia vida.
«El Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos» (1a lectura, I)
«Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (salmo, I)
«El conoce nuestra masa, se acuerda que somos barro» (salmo, I).