Viernes III Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 19 enero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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2 S 11, 1-4a. 5-10a. 13-17: Te has burlado de mí casándote con la mujer de Urías
Sal 50, 3-4. 5-6a. 6bc-7. 10-11: Misericordia, Señor, que hemos pecado
Mc 4, 26-34: Echa simiente, duerme, y la semilla va creciendo sin que él sepa cómo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (29-01-2016): El momento en que podemos corrompernos
viernes 29 de enero de 2016Se puede pecar de muchos modos y por todo se puede pedir sinceramente perdón a Dios y, sin duda alguna, sabemos que obtendremos ese perdón. El problema nace con los corruptos. Lo peor de un corrupto es que cree que no necesita pedir perdón porque le basta el poder en el que se apoya su corrupción.
Es el comportamiento que el rey David asume cuando se enamora de Betsabé, mujer de su oficial Urías, que está combatiendo lejos. Después de haber seducido a la mujer y de saber que está encinta, David trama un plan para ocultar el adulterio. Manda llamar desde el frente a Urías y le dice que se vaya a casa a descansar. A Urías, hombre leal, ni se le ocurre ir a estar con su mujer mientras sus hombres mueren en la batalla. Entonces David lo intenta otra vez emborrachándolo, pero tampoco le funciona. David se puso nervioso, y dijo: ‘No, esto lo arreglo yo’. Y escribióla carta que hemos escuchado: «Pon a Urías en primera línea, donde sea más recia la lucha, y retiraos dejándolo solo, para que lo hieran y muera» (2Sam 11,15). La condena a muerte. Este hombre fiel —fiel a la ley, fiel a su pueblo, fiel a su rey— lleva consigo la condena a muerte.
David es santo pero también pecador. Cae en la lujuria a pesar de que Dios le quería tanto. Sin embargo, el grande, el noble David se siente tan seguro –porque el reino era fuerte– que, tras haber cometido adulterio, mueve todas los recursos a su disposición con tal de arreglar el asunto, aunque sea de modo engañoso, hasta llegar a urdir y ordenar el asesinato de un hombre leal, haciendo que parezca una desgracia de guerra. Este es un suceso en la vida de David que nos hace ver un momento por el que todos podemos pasar en nuestra vida: es el paso del pecado a la corrupción. Aquí David comienza, da el primer paso hacia la corrupción. Tiene el poder, tiene la fuerza. Por eso la corrupción es un pecado más fácil para todos los que tenemos algún poder, ya sea poder eclesiástico, religioso, económico, político... Porque el diablo nos hace sentirnos seguros: ‘¡Yo puedo!’.
La corrupción —de la que luego, por la gracia de Dios, David se salvará— afectó el corazón de aquel chico valiente que había enfrentado al filisteo con una honda y unas piedras. Hoy me gustaría subrayar solo esto: hay un momento donde el hábito del pecado, o un momento donde nuestra situación es tan segura y estamos tan bien vistos y tenemos tanto poder, que el pecado deja de ser pecado y se vuelve corrupción. El Señor siempre perdona, pero una de las cosas más feas que tiene la corrupción es que el corrupto no pide perdón, no siente la necesidad de pedir perdón.
Hagamos hoy una oración por la Iglesia, comenzando por nosotros, por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por los consagrados, por los fieles laicos: Señor sálvanos, sálvanos de la corrupción. Pecadores sí, Señor, lo somos todos, ¡pero corruptos jamás! Pidamos esta gracia.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–2 Samuel 11,1-4.5-10,13-17: Te has burlado de Mí casándote con la mujer de Urías. Ha pecado David gravemente. Observa San Agustín:
«Todo lo que quieres y deseas es bueno. No quieres tener una bestia mala, un siervo malo, un vestido malo, unos hijos malos. Pues si tú todo lo quieres bueno, sé tú también bueno, que todo lo quieres bueno. ¿Dónde has tropezado para que, entre todas las cosas buenas que quieres, tú solo quieres ser malo?» (Sermón 297).
Y San Basilio:
«En esto consiste precisamente el pecado, en el uso desviado y contrario a la voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien» (Regla monástica, resp. 2,1).
–Al pecado de David le siguió el arrepentimiento, como veremos mañana. Pero ya hoy, ante nuestros muchos pecados, pedimos perdón a Dios con el Salmo 50, que el mismo David compuso después de haber pecado: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra Ti, contra Ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón. Mira en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa».
El Señor nos devuelve en el sacramento de la penitencia todo lo que culpablemente hemos perdido por el pecado: la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Es un don inmenso el que ha hecho Jesucristo a su Iglesia: le ha dado poder de perdonar los pecados de los hombres.
–Marcos 4,26-34: De día y de noche, la semilla va creciendo sin que el sembrador sepa cómo. La obra de Dios se realiza no obstante las limitaciones humanas. Tiene fuerza eficaz por sí misma. ¿Cómo es posible que la Iglesia se extienda rápidamente por todo el mundo a través de medios personales e instrumentales tan pobres? ¿De dónde le viene su fuerza para resistir y vencer tan grandes persecuciones como las que en un principio sufre de los judíos, luego de los romanos y ahora de tantos enemigos del Evangelio de Cristo? Responde San Ambrosio:
«Es cosa normal que, en medio de este mundo tan agitado, la Iglesia del Señor, edificada sobre la piedra de los Apóstoles, permanezca estable y se mantenga firme sobre esta base inquebrantable contra los furiosos asaltos de la mar (Mt 16,18). Ella está rodeada por las olas, pero no se bambolea, y aunque los elementos de este mundo retumban con un inmenso clamor, ella, sin embargo, ofrece a los que se fatigan la gran seguridad de un puerto de salvación» (Carta 2,1-2).
Y San Juan Crisóstomo:
«La nave de Jesús no puede hundirse... Las olas no quebrantan la roca, sino que ellas mismas se convierten en espumas. Nada hay más fuerte que la Iglesia... Es inútil pelear contra el cielo. Dios es siempre el más fuerte» (Homilía antes del exilio).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. II Samuel 11,1-10.13-17
a) Hoy leemos una página bochornosa de la vida de David: su doble y vil pecado de adulterio y de asesinato. Ciertamente el episodio es una mancha vergonzosa en la imagen de este gran rey. La Biblia no es «apta para menores»: no nos narra sólo las páginas edificantes, sino también las impresentables.
En el camino de David hacia el trono hubo muchos muertos, no justificados ni siquiera por el contexto de la guerra. Pero nada de lo anterior es comparable con la manera tan traicionera, llena de sangre fría y cálculo interesado, como se deshizo del marido de la mujer con la que había pecado.
b) Los personajes del AT que vamos encontrando en nuestras lecturas (como los del NT) son pecadores y débiles. Pero también desde su pecado nos resultan instructivos. Nos vemos retratados en ellos porque también nosotros somos débiles y tenemos fallos.
También los puntos negativos de la Historia de Salvación nos ayudan a entender los planes de Dios y a ponernos en guardia sobre los peligros que también a nosotros nos acechan.
Por otra parte esto nos resulta consolador. Aun los grandes hombres, como ahora David y luego Pedro, le fallan a Dios en cosas muy graves. Y no por ello les abandona Dios, y ellos saben recibir con gratitud el perdón, se rehacen en su vida y siguen sirviéndole en la misión que les ha encomendado.
En la lista genealógica de Jesús aparecen algunas personas nada recomendables. Pero son su familia. Se ha encarnado en una humanidad no ideal o angélica, sino normal y débil. Entre estos antepasados de Jesús no falta Betsabé, con la que pecó David, la madre de Salomón. «No he venido para los justos, sino para los pecadores».
2. Marcos 4,26-34
a) Otras dos parábolas tomadas de la vida del campo y, de nuevo, con el protagonismo de la semilla. que es el Reino de Dios.
La primera es la de la semilla que crece sola, sin que el labrador sepa cómo. El Reino de Dios, su Palabra, tiene dentro una fuerza misteriosa, que a pesar de los obstáculos que pueda encontrar, logra germinar y dar fruto. Se supone que el campesino realiza todos los trabajos que se esperan de él, arando, limpiando, regando. Pero aquí Jesús quiere subrayar la fuerza intrínseca de la gracia y de la intervención de Dios. El protagonista de la parábola no es el labrador ni el terreno bueno o malo, sino la semilla.
La otra comparación es la de la mostaza, la más pequeña de las simientes, pero que llega a ser un arbusto notable. De nuevo, la desproporción entre los medios humanos y la fuerza de Dios.
b) El evangelio de hoy nos ayuda a entender cómo conduce Dios nuestra historia. Si olvidamos su protagonismo y la fuerza intrínseca que tienen su Evangelio, sus Sacramentos y su Gracia, nos pueden pasar dos cosas: si nos va bien, pensamos que es mérito nuestro, y si mal, nos hundimos.
No tendríamos que enorgullecernos nunca, como si el mundo se salvara por nuestras técnicas y esfuerzos. San Pablo dijo que él sembraba, que Apolo regaba, pero era Dios el que hacia crecer. Dios a veces se dedica a darnos la lección de que los medios más pequeños producen frutos inesperados, no proporcionados ni a nuestra organización ni a nuestros métodos e instrumentos. La semilla no germina porque lo digan los sabios botánicos, ni la primavera espera a que los calendarios señalen su inicio. Así, la fuerza de la Palabra de Dios viene del mismo Dios, no de nuestras técnicas.
Por otra parte, tampoco tendríamos que desanimarnos cuando no conseguimos a corto plazo los efectos que deseábamos. El protagonismo lo tiene Dios. Por malas que nos parezcan las circunstancias de la vida de la Iglesia o de la sociedad o de una comunidad, la semilla de Dios se abrirá paso y producirá su fruto. Aunque no sepamos cómo ni cuándo. La semilla tiene su ritmo. Hay que tener paciencia, como la tiene el labrador.
Cuando en nuestra vida hay una fuerza interior (el amor, la ilusión, el interés), la eficacia del trabajo crece notablemente. Pero cuando esa fuerza interior es el amor que Dios nos tiene, o su Espíritu, o la gracia salvadora de Cristo Resucitado, entonces el Reino germina y crece poderosamente.
Nosotros lo que debemos hacer es colaborar con nuestra libertad. Pero el protagonista es Dios. El Reino crece desde dentro, por la energía del Espíritu.
No es que seamos invitados a no hacer nada, pero si a trabajar con la mirada puesta en Dios, sin impaciencia, sin exigir frutos a corto plazo, sin absolutizar nuestros méritos y sin demasiado miedo al fracaso. Cristo nos dijo: «Sin mí no podéis hacer nada». Sí, tenemos que trabajar. Pero nuestro trabajo no es lo principal.
«Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa» (salmo, II)
«Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa» (salmo, II)
«La semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo» (evangelio).