Lunes III Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 18 enero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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2 S 5, 1-7. 10: Tú serás el pastor de mi pueblo Israel
Sal 88, 20. 21-22. 25-26: Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán
Mc 3, 22-30: Satanás está perdido
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–2 Samuel 5,1-7.10: Tú serás el pastor de mi pueblo Israel. David es proclamado rey de Israel. Ya lo era de Judá. No logró esa ampliación de su poder real sin derramamiento de sangre: Saúl, Jonatán, Isabael... Estas muertes favorecían a David, pero él no tuvo parte en ellas. Los planes de Dios se cumplen, no obstante las ignorancias y los errores de los hombres. Por eso nosotros hemos de estar siempre dispuestos a cumplir la voluntad de Dios con todo amor y confianza. San León Magno nos asegura que la voluntad de Dios es siempre buena, y no puede dejar de serlo:
«Dios todopoderoso y clemente, cuya naturaleza es bondad, cuya voluntad es poder, cuya acción es misericordia, desde el mismo instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado con el veneno mortal de la envidia, señala ya los remedios con que su piedad se proponía socorrer a los mortales. Esto lo hizo desde el principio del mundo...
«Ha sido, pues, amadísimos, el plan de un profundo designio, en el que un Dios, que no se muda, y cuya voluntad no puede dejar de ser buena, ha cumplido, mediante un misterio aún más profundo, la primera disposición de su bondad, de manera que el hombre, arrastrado hacia el mal por la astucia y malicia del demonio, no pereciese, trastornando el plan divino» (Sermón22,1).
Y en otra ocasión añade: «El diablo y sus ángeles dirigen sus insidias y se aplican a tentar de innumerables maneras al hombre que tiende hacia las alturas, ya sea amedrentándole en lo adverso o corrompiéndole en la prosperidad. Pero «el que está con nosotros es mayor que el que está contra nosotros» (1 Jn 4,4). A los que están en paz con Dios y que continuamente dicen de todo corazón a su Padre: «hágase tu voluntad», no podrá vencerlos ningún combate ni dañarlos ningún conflicto» (Sermón 26,4).
–David ha comenzado a actuar, y la mano del Señor está con él. Pronto se convierte en signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Por eso, su victoria y su fuerza salvadora nos llevan a cantar con el Salmo 88 la misericordia y la fidelidad de Dios, que ha hecho maravillas con nosotros por la salvación realizada en Cristo, figurado siglos antes por David:
«Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán. Un día hablaste en visión a tus amigos: «He ceñido la corona a un héroe, he levantado a un soldado sobre el pueblo. Encontré a David, mi siervo, y lo he ungido con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga valeroso... Por mi nombre crecerá su poder: extenderé su izquierda hasta el mar y su derecha hasta el Gran Río»».
La autoridad que el Señor confiere a ciertos hombres ha de ser siempre un servicio de amor, como San Agustín dice:
«En la casa del justo, que vive de la fe y peregrina aún lejos de la ciudad celeste, sirven también los que mandan a aquellos a quienes parecen dominar. Y es que no les mandan por deseo de dominio, sino por deber de caridad; no por orgullo de reinar, sino por bondad de ayudar» (Ciudad de Dios 19,14).
–Marcos 3,22-30: El corazón endurecido, bajo el influjo de Satanás, blasfema contra el Espíritu Santo. San Agustín explica en que consiste esa blasfemia:
«La caridad perfecta es el don del Espíritu Santo. Pero antes de todo está el perdón de los pecados. Por este beneficio somos sacados del poder de las tinieblas, y «el príncipe de este mundo es arrojado fuera» por la fe, pues en los hijos de la infidelidad obra precisamente con la fuerza que tiene por la ligadura del pecado. Y en el poder de ese Espíritu Santo, por el que el pueblo de Dios es congregado en la unidad, es arrojado el príncipe de este mundo, que contra sí mismo se divide.
«Pues bien, contra este don gratuito, contra esta gracia de Dios, habla el corazón impenitente. Y esa misma impenitencia es el espíritu de blasfemia, que no se perdona ni en este siglo ni en el futuro. Es así como pronuncia una palabra muy mala, demasiado impía, contra el Espíritu Santo, en el que son bautizados aquellos cuyos pecados son perdonados. La Iglesia, en cambio, recibe ese Espíritu para que le sean perdonados los pecados a aquel a quien ella los perdona.
«Por el contrario, aunque la paciencia de Dios llama a penitencia, el pecador, por la dureza de su corazón, por su corazón impenitente, atesora ira para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno según sus obras. Con este especial nombre de impenitencia podemos designar de algún modo a la blasfemia y a la palabra contra el Espíritu Santo, que nunca será perdonada. Es la impenitencia final. El pecador no ha querido arrepentirse» (Sermón 71).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. II Samuel 5,1-7.10
a) En la historia de David hoy leemos dos momentos muy importantes: su aceptación por parte de los ancianos del Norte y la conquista de Jerusalén.
A pesar de que habíamos leído que Samuel le había ungido, pero eso fue secreto, y las cosas tenían que evolucionar humanamente. David ya era reconocido como rey por los del Sur, la tribu de Judá, que era la suya, y eso en seguida después de la muerte de Saúl.
Ahora lo es también por las del Norte, o sea, Israel, que hasta ahora habían permanecido fieles a los descendientes naturales de Saúl. David ha sabido, con habilidad política y por sus buenas cualidades, aunar las voluntades de todos. Tal vez no sin alguna intriga y violencia. Se unen, pues, Judá e Israel. Durarán poco: después de su hijo y sucesor Salomón se volverán a dividir.
David consigue otra meta decisiva: conquista -de nuevo con habilidad y astucia, sin combatir- la ciudad de Jerusalén, hasta entonces en poder de los jebuseos, y la hace capital de su reino. Antes había residido en Hebrón. Así consigue una unidad política que será la base de la prosperidad de su reinado y del de su hijo Salomón.
b) La historia se mueve con factores muy humanos que, en libros religiosos como el que estamos leyendo, se atribuyen a la providencia de Dios. Dios se sirve de las cualidades y de los defectos, de los éxitos y de los fracasos humanos, para conducir los destinos del pueblo y para que se vayan cumpliendo sus planes de salvación. El autor del libro de Samuel interpreta claramente que «el Señor estaba con David».
La historia de David se repite en muchos niveles y en todos los tiempos. No actúa Dios a base de milagros continuados, sino a través de las personas que encarnan sus planes. Nuestros éxitos, pero también nuestras debilidades e incluso nuestro pecado, le sirven a Dios para ir escribiendo su historia, la historia de la salvación.
En nuestra vida tendríamos que conjugar los esfuerzos humanos con la confianza en Dios y la docilidad a sus planes. Eso nos haría más humildes ante los éxitos y más preparados a encajar sin actitudes trágicas los fracasos.
David nos da además otra lección: con nuestras actitudes, con nuestra manera de tratar a las personas, deberíamos trabajar para conseguir la unidad en nuestros propios ambientes, el familiar o el social o el religioso. Ojalá también consiguiéramos la unidad ecuménica entre todos los cristianos como David consiguió la unificación de su pueblo.
Sería mucho más eficaz nuestra tarea de evangelización de este mundo: «que sean uno, como tú y yo somos uno, para que el mundo crea que tú me has enviado».
2. Marcos 3,22-30
a) Si sus familiares decían que «no estaba en sus cabales», peor es la acusación de los letrados que vienen desde Jerusalén (los de la capital siempre saben mucho más): «tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios».
Brillante absurdo, que Jesús tarda apenas un momento en ridiculizar. ¿Cómo puede nadie luchar contra si mismo? ¿cómo puede ser uno endemoniado y a la vez exorcista, expulsados de demonios?
Lo que está en juego es la lucha entre el espíritu del mal y el del bien. La victoria de Jesús, arrojando al demonio de los posesos, debe ser interpretada como la señal de que ya ha llegado el que va a triunfar del mal, el Mesías, el que es más fuerte que el malo. Pero sus enemigos no están dispuestos a reconocerlo. Por eso merecen el durísimo ataque de Jesús: lo que hacen es una blasfemia contra el Espíritu. No se les puede perdonar. Pecar contra el Espíritu significa negar lo que es evidente, negar la luz, taparse los ojos para no ver. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Por eso, mientras les dure esta actitud obstinada y esta ceguera voluntaria, ellos mismos se excluyen del perdón y del Reino.
b) Nosotros no somos ciertamente de los que niegan a Jesús, o le tildan de loco o de fanático o de aliado del demonio. Al contrario, no sólo creemos en él, sino que le seguimos y vamos celebrando sus sacramentos y meditando su Palabra iluminadora. Nosotros sí sabemos que ha llegado el Reino y que Jesús es el más fuerte y nos ayuda en nuestra lucha contra el mal.
Pero también podríamos preguntarnos si alguna vez nos obstinamos en no ver todo lo que tendríamos que ver, en el evangelio o en los signos de los tiempos que vivimos. No será por maldad o por ceguera voluntaria, pero sí puede ser por pereza o por un deseo casi instintivo de no comprometernos demasiado si llegamos a ver todo lo que Cristo nos está diciendo y pidiendo.
Tampoco estaría mal que nos examináramos un momento para preguntarnos si nos parecemos algo a esos letrados del evangelio: ¿no tenemos una cierta tendencia a juzgar drásticamente a los que no piensan como nosotros, en la vida de familia, o en la comunidad, o en la Iglesia? No llegaremos a creer que están fuera de sus cabales o poseídos por el demonio, pero sí es posible que les cataloguemos como pobres personas, sin querer apreciar ningún valor en ellos, aunque lo tengan.
Una última dirección en nuestra acogida de este evangelio. Somos invitados a luchar contra el mal. En esta lucha a veces vence el Malo, como en el Génesis sobre Adán y Eva. Pero ya entonces sonó la promesa de la enemistad con otro más fuerte. El Más Fuerte ya ha venido, es Cristo Jesús. A nosotros, sus seguidores, se nos invita a no quedarnos indiferentes y perezosos, sino a resistir y trabajar contra todo mal que hay en nosotros y en el mundo.
En la Vigilia Pascual, cuando renovamos el sacramento del Bautismo, hacemos cada año una doble opción: la renuncia al pecado y al mal, y la profesión de fe. Hoy, el evangelio, nos muestra a Cristo como liberador del mal, para que durante toda la jornada colaboremos también nosotros con él en exorcizar a este nuestro mundo de toda clase de demonios que le puedan tentar.
«A David lo he ungido con óleo sagrado, mi felicidad y misericordia lo acompañarán» (salmo, II)
«Una familia dividida no puede subsistir» (evangelio).