Lunes III Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 23 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 9, 15. 24-28: Se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados. La segunda vez aparecerá a los que lo esperan
Sal 97, 1bcde. 2-3ab. 3cd-4. 5-6: Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas
Mc 3, 22-30: Satanás está perdido
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (23-01-2017): No te cierres al perdón
lunes 23 de enero de 2017La Primera Lectura (Hb 9,15.24-28) habla hoy de Cristo Mediador de la Alianza que Dios hace con los hombres. Jesús es el Sumo Sacerdote. Y el sacerdocio de Cristo es la gran maravilla, la más gran maravilla que nos hace cantar un cántico nuevo al Señor, como dice el Salmo responsorial (Sal 97).
El sacerdocio de Cristo se desarrolla en tres momentos. El primero es la Redención: mientras los sacerdotes de la Antigua Alianza tenían que ofrecer sacrificios cada año, Cristo se ofreció a sí mismo, una vez para siempre, por el perdón de los pecados. Con esta maravilla, nos ha llevado al Padre y recreado la armonía de la creación. La segunda maravilla es la que el Señor hace ahora, o sea, rezar por nosotros: mientras nosotros rezamos aquí, Él reza por nosotros, por cada uno, ahora vivo, ante el Padre, intercediendo para que la fe no decaiga: cuántas veces se pide a los sacerdotes que recen porque sabemos que la oración del sacerdote tiene cierta fuerza, precisamente en el sacrificio de la Misa. La tercera maravilla será cuando Cristo vuelva, pero esa tercera vez sin ninguna relación al pecado, sino para hacer el Reino definitivo, cuando nos llevará a todos con el Padre. Está pues la gran maravilla, el sacerdocio de Jesús, en tres etapas —en la que perdona los pecados una vez para siempre; en la que intercede ahora por nosotros; y la que sucederá cuando vuelva—, pero también está lo contrario, la imperdonable blasfemia. Es duro oír a Jesús decir esas cosas, pero Él lo dice, y si Él lo dice es verdad. Creedme, todo se les podrá perdonar a los hombres —y sabemos que el Señor perdona todo si abrimos un poco el corazón, ¡todo!—: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre.
La gran unción sacerdotal de Jesús la hizo el Espíritu Santo en el seno de María, y los sacerdotes, en la ceremonia de ordenación, son ungidos con el óleo. También Jesús, como Sumo Sacerdote, recibió esa unción. ¿Y cuál fue la primera unción? La carne de María con la obra del Espíritu Santo. Y el que blasfema sobre esto, blasfema sobre el fundamento del amor de Dios, que es la redención, la re-creación; blasfema sobre el sacerdocio de Cristo. Pero, ¿a quién no perdona el Señor? – ‘No! ¡El Señor lo perdona todo! Pero quien dice esas cosas está cerrado al perdón. ¡No quiere ser perdonado! ¡No se deja perdonar! Esto es lo feo de la blasfemia contra el Espíritu Santo: no dejarse perdonar, porque niega la unción sacerdotal de Jesús, que hizo el Espíritu Santo.
En resumen, las grandes maravillas del sacerdocio de Cristo y la imperdonable blasfemia, no porque el Señor no quiera perdonar a todos sino porque se está tan cerrado que no se deja perdonar: es la blasfemia contra esa maravilla de Jesús. Hoy nos hará bien, durante la Misa, pensar que aquí en el altar se hace memoria viva —porque Él estará presente ahí— del primer sacerdocio de Jesús, cuando ofrece su vida por nosotros; está también la memoria viva del segundo sacerdocio, porque Él rezará aquí; y también en esta Misa —lo diremos después del Padrenuestro— está aquel tercer sacerdocio de Jesús, cuando vuelva, que es nuestra esperanza de la gloria. En esta Misa pensemos en estas cosas bonitas. Y pidamos la gracia al Señor de que nuestro corazón no se cierre nunca —¡no se cierre nunca!— a esta maravilla, a esta gran gratuidad.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 9,15,24-28: Él se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados. La segunda vez se aparecerá a los que lo esperan. La Nueva Alianza, de la que Cristo es el Mediador, es una Alianza eterna, no sólo por ser interminable, sino porque pertenece a la eternidad del Santuario divino. En el sacrificio de la Nueva Alianza, se ofreció Cristo para nuestra salvación, y ahora quiere ofrecernos también a nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. Así lo explica Orígenes:
«Si yo renuncio a todas las cosas que poseo y tomo mi cruz y sigo a Cristo, ofrezco el holocausto en el altar de Dios. Si castigo mi cuerpo, de modo que esté encendido en el fuego de la caridad, o si alcanzo la gloria del martirio, me ofrezco a mí mismo como holocausto en el altar de Dios. Si amo a mis hermanos hasta entregar mi vida por ellos y lucho hasta morir en aras de la justicia y de la verdad, ofrezco un holocausto en el altar de Dios. Si mortifico mis miembros de toda concupiscencia, y el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo, ofrezco un sacrificio en el altar de Dios.
«Así es como yo me hago sacerdote de mi propia ofrenda. De este modo se ejerce el sacerdocio en la primera estancia y se ofrecen sacrificios. Desde ella, el pontífice, revestido con los ornamentos sagrados, se adelanta y entra en lo interior del velo, según las palabras de San Pablo citadas anteriormente: «pues no entró Jesús en un santuario hecho de mano humana, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora en el acatamiento de Dios a favor nuestro» (Heb 9,24). Así es como los cielos y el trono mismo de Dios están prefigurados por la imagen de la estancia interior» (Homilía sobre el Levítico 16,9).
–Jesucristo resucitado, Mediador de todos los hombres, cancelando el pecado mediante su muerte, se ha constituido en el «ahora» de la salvación. Al librarlo por la resurrección de todo lo caduco, Dios en Él ha hecho a todos posible vencer las ataduras del pecado y del tiempo, y abrirse así a la última venida gloriosa del Salvador, en la que se establecerá plenamente una salvación en la que ya estará definitivamente ausente el pecado.
Por eso cantamos jubilosos con el Salmo 97: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas: su diestra le ha dado la victoria. El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia; se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios».
–Marcos 3,22-30: El corazón endurecido, bajo el influjo de Satanás, blasfema contra el Espíritu Santo. San Agustín explica en que consiste esa blasfemia:
«La caridad perfecta es el don del Espíritu Santo. Pero antes de todo está el perdón de los pecados. Por este beneficio somos sacados del poder de las tinieblas, y «el príncipe de este mundo es arrojado fuera» por la fe, pues en los hijos de la infidelidad obra precisamente con la fuerza que tiene por la ligadura del pecado. Y en el poder de ese Espíritu Santo, por el que el pueblo de Dios es congregado en la unidad, es arrojado el príncipe de este mundo, que contra sí mismo se divide.
«Pues bien, contra este don gratuito, contra esta gracia de Dios, habla el corazón impenitente. Y esa misma impenitencia es el espíritu de blasfemia, que no se perdona ni en este siglo ni en el futuro. Es así como pronuncia una palabra muy mala, demasiado impía, contra el Espíritu Santo, en el que son bautizados aquellos cuyos pecados son perdonados. La Iglesia, en cambio, recibe ese Espíritu para que le sean perdonados los pecados a aquel a quien ella los perdona.
«Por el contrario, aunque la paciencia de Dios llama a penitencia, el pecador, por la dureza de su corazón, por su corazón impenitente, atesora ira para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno según sus obras. Con este especial nombre de impenitencia podemos designar de algún modo a la blasfemia y a la palabra contra el Espíritu Santo, que nunca será perdonada. Es la impenitencia final. El pecador no ha querido arrepentirse» (Sermón 71).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 9,15.24-28
a) Sigue el tema del sacerdocio de Cristo, muy superior al del AT, porque él es «mediador de una Alianza nueva».
Ahora argumenta la carta a partir de la entrada que el sumo sacerdote hacía una vez al año, en la fiesta de la Expiación, en el «santísimo» el espacio más sagrado del Templo de Jerusalén, para ofrecer sacrificios por sí y por el pueblo (sería bueno leer el impresionante ceremonial tal como lo describe Levítico 16). Pero como no ofrecía más que sangre de animales, no era eficaz de una vez por todas su ministerio y lo tenía que repetir cada año.
No así Cristo Jesús. Ante todo, él entró en el santuario del cielo, no en un templo humano, y lo hizo de una vez por todas, porque se entregó a sí mismo, no sangre ajena. Así como todos morimos una vez, también Cristo, por absoluta solidaridad con nuestra condición humana, se sometió a la muerte «para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo».
b) Tenemos un Sacerdote en el cielo que no ha entrado en la presencia de Dios por unos instantes, sino para siempre. Tenemos un Mediador siempre dispuesto a interceder por nosotros. Como el autor de la carta no se cansa de repetirlo, tampoco nosotros nos deberíamos cansar de recordar esta buena noticia, dejándonos impregnar por ella en nuestra historia de cada día.
Sobre todo en el momento de la Eucaristía. El sacrificio de Cristo fue único. Hace dos mil años, en el Calvario. Pero nosotros lo celebramos cada día. El mismo nos encargó: «Haced esto en memoria mía». San Pablo sitúa claramente cada celebración entre el pasado de la Cruz y el futuro de la parusía: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Co 11 ,26).
En cada Eucaristía participamos y entramos en comunión con el sacrificio de la Cruz, que está siempre presente en él mismo, el Señor Resucitado, que se nos da en comunión como el «entregado por». Según el Misal, significamos con mayor plenitud el sentido de este sacramento si comulgamos también con vino, que «expresa más claramente la voluntad con que se ratifica en la Sangre del Señor la alianza nueva y eterna» (IGMR 240).
2. Marcos 3,22-30
a) Si sus familiares decían que «no estaba en sus cabales», peor es la acusación de los letrados que vienen desde Jerusalén (los de la capital siempre saben mucho más): «tiene dentro a Belcebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios».
Brillante absurdo, que Jesús tarda apenas un momento en ridiculizar. ¿Cómo puede nadie luchar contra si mismo? ¿cómo puede ser uno endemoniado y a la vez exorcista, expulsados de demonios?
Lo que está en juego es la lucha entre el espíritu del mal y el del bien. La victoria de Jesús, arrojando al demonio de los posesos, debe ser interpretada como la señal de que ya ha llegado el que va a triunfar del mal, el Mesías, el que es más fuerte que el malo. Pero sus enemigos no están dispuestos a reconocerlo. Por eso merecen el durísimo ataque de Jesús: lo que hacen es una blasfemia contra el Espíritu. No se les puede perdonar. Pecar contra el Espíritu significa negar lo que es evidente, negar la luz, taparse los ojos para no ver. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Por eso, mientras les dure esta actitud obstinada y esta ceguera voluntaria, ellos mismos se excluyen del perdón y del Reino.
b) Nosotros no somos ciertamente de los que niegan a Jesús, o le tildan de loco o de fanático o de aliado del demonio. Al contrario, no sólo creemos en él, sino que le seguimos y vamos celebrando sus sacramentos y meditando su Palabra iluminadora. Nosotros sí sabemos que ha llegado el Reino y que Jesús es el más fuerte y nos ayuda en nuestra lucha contra el mal.
Pero también podríamos preguntarnos si alguna vez nos obstinamos en no ver todo lo que tendríamos que ver, en el evangelio o en los signos de los tiempos que vivimos. No será por maldad o por ceguera voluntaria, pero sí puede ser por pereza o por un deseo casi instintivo de no comprometernos demasiado si llegamos a ver todo lo que Cristo nos está diciendo y pidiendo.
Tampoco estaría mal que nos examináramos un momento para preguntarnos si nos parecemos algo a esos letrados del evangelio: ¿no tenemos una cierta tendencia a juzgar drásticamente a los que no piensan como nosotros, en la vida de familia, o en la comunidad, o en la Iglesia? No llegaremos a creer que están fuera de sus cabales o poseídos por el demonio, pero sí es posible que les cataloguemos como pobres personas, sin querer apreciar ningún valor en ellos, aunque lo tengan.
Una última dirección en nuestra acogida de este evangelio. Somos invitados a luchar contra el mal. En esta lucha a veces vence el Malo, como en el Génesis sobre Adán y Eva. Pero ya entonces sonó la promesa de la enemistad con otro más fuerte. El Más Fuerte ya ha venido, es Cristo Jesús. A nosotros, sus seguidores, se nos invita a no quedarnos indiferentes y perezosos, sino a resistir y trabajar contra todo mal que hay en nosotros y en el mundo.
En la Vigilia Pascual, cuando renovamos el sacramento del Bautismo, hacemos cada año una doble opción: la renuncia al pecado y al mal, y la profesión de fe. Hoy, el evangelio, nos muestra a Cristo como liberador del mal, para que durante toda la jornada colaboremos también nosotros con él en exorcizar a este nuestro mundo de toda clase de demonios que le puedan tentar.
«Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos» (1a lectura, I)
«El Señor se acordó de su misericordia y su fidelidad» (salmo, I)
«Una familia dividida no puede subsistir» (evangelio).