Jueves III del Tiempo de Cuaresma – Homilías
/ 3 marzo, 2016 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Jer 7, 23-28: Esta es la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios
Sal 94, 1-2. 6-7c. 7d-9: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón»
Lc 11, 14-23: El que no está conmigo está contra mí
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (26-03-1981): El misterio de la creación
jueves 26 de marzo de 19811. ¡Gloría a Ti, Cristo, Verbo de Dios!
El tiempo de Cuaresma es el período de una catequesis intensa. Lo fue ya para los antiguos catecúmenos. Y ha continuado siendo así. También nuestro encuentro cuaresmal, que ya se ha hecho costumbre, es expresión de esto. La catequesis debe presentar el misterio divino revelado en Jesucristo. El tiempo pascual lleva consigo una especial profundidad de este misterio, y es una singular condensación del mismo. Por eso el corazón del cristiano debe corresponder con una sensibilidad particular ante ello.
Esto se refiere a todos los que confiesan a Cristo, a todas las generaciones y vocaciones. De modo específico se refiere también a vuestro ambiente. La universidad es un ambiente donde se cultiva la ciencia y donde se adquiere la instrucción superior. En este contexto es necesario crear nuevas condiciones y nuevas posibilidades para el encuentro con el misterio de Cristo y para poder vivir en intimidad con El. Es importante que la luz del conocimiento de Cristo no se ofusque, sino que encuentre siempre una fuerza proporcional en los entendimientos que se ocupan de la múltiple problemática de los estudios universitarios. Más aún, es importante que el conocimiento de la Palabra de Dios madure en estos entendimientos, según la justa proporción, todavía con más plenitud. Finalmente, es importante que nuestros corazones conserven esa sencillez, y las conciencias esa limpidez que son fruto de la Palabra de Dios, cuando esta Palabra obra en ellos sin encontrar obstáculo.
Precisamente por esto nos encontramos hoy.
¡Gloria a Ti, Cristo, Verbo de Dios! Juntamente con vosotros rindo adoración a Cristo-Verbo, que mediante mi ministerio quiere hablaros en la catequesis cuaresmal de hoy. ¡Gloria a Ti, Cristo, Verbo de Dios!
2. Esta catequesis se centra ante todo en el misterio de la creación: "Venid, aclamemos al Señor... Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque El es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que El guía" (Sal 94 [95], 1 6-7).
¡Venid, adoremos!
La Iglesia comienza su cotidiana oración litúrgica, la Liturgia de las Horas, precisamente con estas palabras del Salmista. Ellas contienen una invitación dirigida al entendimiento humano y juntamente a la voluntad y al corazón. Es la invocación más fundamental: ¡Sal fuera y ve al encuentro de Dios, que es el Creador! ¡Tu Creador! Al encuentro de Dios a quien todo lo que existe debe su existencia. Al encuentro de Dios, el cual, como Creador, está "por encima" de todo lo creado, por encima del cosmos, y, a la vez, abraza y penetra este cosmos hasta el fondo último, hasta la esencia de todas las cosas.
¡Sal al encuentro de Dios, que es el Creador! Esta es la primera y fundamental invitación al entendimiento iluminado por la fe, más aún, es también la primera invitación al entendimiento que busca sinceramente la verdad por los caminos de la ciencia y de la reflexión filosófica. Se podría encontrar confirmación de ello en las declaraciones de los hombres de ciencia en el curso de los siglos y también en nuestra época.
Newton, por ejemplo, afirmaba textualmente que "un Ser inteligente y potente... gobierna todas las cosas no como alma del mundo, sino como Señor del universo, y a causa de su dominio se le suele llamar Señor Dios, Pantocrátor". Por su parte, Einstein, el cual sostenía que "la ciencia sin la religión está coja, y la religión sin la ciencia es ciega", llegó a decir: "Deseo saber cómo Dios ha creado el mundo. Yo no estoy interesado en este o en otro fenómeno, ni en el espectro de un elemento químico. Quiero conocer el pensamiento de Dios; lo demás es un detalle".
Pues bien, la catequesis de la liturgia de hoy está centrada en el misterio de la creación y, aunque esto esté expresado allí de modo conciso, se podría decir discreto, sin embargo, es necesario que desarrollemos este punto en nuestra meditación, más aún, que lo desarrollemos constantemente en nuestra vida interior consciente. En efecto, ésta es la primera verdad de la fe, el primer artículo de nuestro Credo: "Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra".
Las criaturas dan testimonio del Creador. En la invitación litúrgica del Salmo —de este Salmo de hoy y de los otros— se encierra la convicción justa de que cuanto el hombre más se deja arrebatar por la elocuencia de las criaturas, por su riqueza y belleza, tanto más crece en él —¡y debe crecer!— la necesidad de adorar al Creador: "Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor". Estas palabras no son excesivas. Confirman los caminos perennes de la lógica fundamental de la fe y, al mismo tiempo, de la lógica fundamental del pensar en el mundo, en el cosmos, en el macro y micro-cosmos. Quizá precisamente aquí la fe se manifiesta y se vuelve a afirmar de modo particular como rationabile obsequium.
Añado también que la invitación del Salmo en modo alguno está en colisión con la "justa autonomía de lo creado". Este es un amplio problema al que aquí sólo quiero aludir. Sin embargo, al mismo tiempo, os ruego que volváis a leer con atención los respectivos pasajes de la enseñanza del Concilio Vaticano II, contenidos en la Constitución Gaudium et spes, y penséis en ellos. Os dejo esto como tarea para casa. No puede haber una sólida catequesis sin las tareas, sin el trabajo personal de quienes participan en ella.
En cambio, hoy os ruego que penséis en esta desproporción, que efectivamente existe en zonas gigantescas de la civilización contemporánea: el hombre, cuanto mejor conoce el mundo, parece sentirse tanto menos obligado a "doblar las rodillas" y a "postrarse" ante el Creador. Es necesario, pues, preguntar: ¿Por qué? ¿Acaso se piensa que el conocimiento mismo del mundo y el disfrutar de los efectos de este conocimiento convierte al hombre en dueño de lo creado? ¿Pero no se debería pensar, más bien, que lo que el hombre conoce —las riquezas sorprendentes del microcosmos y las dimensiones del macrocosmos— lo encuentra ya en el cosmos, lo toma de él, por decirlo así, "preparado", ya hecho, y que lo que, basándose en esto, él mismo produce después, lo debe a toda esa riqueza de las materias primas, que halla en el mundo creado?
¿Por qué el hombre no es capaz —igual que los entendimientos más grandes— de caer en el asombro ante la trascendencia, ante el primado de esa Sabiduría creadora, dado que para penetrar en los efectos de su actuar han sido necesarios los esfuerzos de innumerables entendimientos humanos en el curso de generaciones enteras y de siglos?... ¿Y cuánto es todavía el camino ante ellos? ¿Pero es posible que precisamente el hombre contemporáneo no piense que en toda la orientación del desarrollo de su civilización y de su mentalidad (que se definen con múltiples nombres) pueda haber una fundamental "injusticia": la "injusticia" en relación con el Creador?
"¡Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor creador nuestro!".
3. En la obra de la creación ha sido grabado, injertado el Reino de Dios. Por esto, la catequesis de la liturgia de hoy se centra también en el misterio del Reino.
Este Reino, que comenzó en la historia de la creación juntamente con el hombre, tiene una larga historia. En el ápice de esta historia se encuentra Cristo. "El reino de Dios está cercano" (Mc 1, 15). El habla desde el principio sobre su enseñanza mesiánica, y anuncia con perseverancia, incansablemente, este Reino al pueblo elegido. Anuncia y, al mismo tiempo, es consciente de que en torno al problema de ese Reino ha crecido un equívoco fundamental, y éste continúa permaneciendo y es necesaria la controversia para poder encontrar de nuevo la verdad plena sobre el Reino de Dios. Por esta verdad, en fin de cuentas, El da la vida.
El pasaje del Evangelio de hoy, desde este punto de vista, es muy significativo y elocuente. Ante los signos que Jesús realizaba, liberando a los hombres de la potencia de múltiples males, algunos comenzaron a difundir la opinión de que lo que El hacía provenía de la potencia del espíritu maligno. "Si echa los demonios es por arte de Belcebú, príncipe de los demonios". "Otros —continúa el Evangelista—, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo" (Lc 11, 15-16).
Entonces, Cristo pronuncia estas palabras sobre el reino dividido y desgarrado, palabras misteriosas, pero, a la vez, penetrantes, que leemos en el Evangelio de hoy: "Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil, ¿cómo mantendrá su reino? Vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belcebú; y vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc 11, 17-20).
¡Palabras misteriosas y, a la vez, penetrantes! Exigirían una exégesis más detallada. Podéis aceptar también esto como una tarea para casa, en el curso de los encuentros de vuestros grupos bíblicos. Sé que existen.
Sin embargo, digamos inmediatamente lo que cuenta más. Cristo confirma la existencia del espíritu maligno y de su reino, que se deja guiar por un programa propio. Este programa exige una lógica estricta de la acción, una lógica tal, capaz de hacer que "el reino del mal" pueda mantenerse. Más aún, que pueda desarrollarse en los hombres a quienes se dirige. Satanás no puede actuar contra su propio programa, el espíritu maligno no puede echar fuera al espíritu maligno. Así dice Cristo. Y deja que los oyentes saquen las conclusiones definitivas, terminando con esta frase: "Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros".
La controversia sobre el Reino de Dios terminó el Viernes Santo. El Domingo de Resurrección fue confirmada la verdad de las palabras de Cristo, la verdad de que ha llegado a nosotros el Reino de Dios, la verdad de toda su misión mesiánica. Sin embargo, la lucha entre el reino del mal, del espíritu maligno, y el Reino de Dios, no ha cesado, no ha terminado. Solamente ha entrado en una nueva etapa, más aún, en la etapa definitiva. En esta etapa la lucha perdura en las generaciones siempre nuevas de la historia humana.
¿Acaso debemos demostrar expresamente que esta lucha continúa también en nuestros tiempos? Sí. Ciertamente continúa. Más aún, se desarrolla a medida de la historia de la humanidad en cada uno de los pueblos y naciones. La lucha continúa también en cada uno de nosotros. Y siguiendo esta historia, comprendida nuestra historia contemporánea, podemos explicar también cómo el reino del espíritu maligno no está dividido, sino que busca una unidad de acción en el mundo por diversos caminos, trata de producir sus efectos en el hombre, en los ambientes, en las familias, en las sociedades. Como al principio, así también ahora pone en juego su programa sobre la libertad del hombre..., sobre su libertad aparentemente ilimitada.
Sin embargo, de esto no nos ocuparemos más. Dejemos también este problema para una ulterior meditación de cada uno. En cambio —dado que creemos que en Jesucristo ha llegado a nosotros el Reino de Dios (cf. Lc 11, 20)— pensemos con qué unidad debe caracterizarse en cada uno de nosotros para poder perseverar, crecer y desarrollarse orgánicamente.
Este es precisamente el tema central de la Cuaresma. Este período existe para que nosotros penetremos muy a fondo en el programa del Reino de Dios, para que busquemos esta unidad que dicho Reino debe constituir en nosotros y entre nosotros, en cada cristiano y en la comunidad de la Iglesia.
4. En el Evangelio de hoy Cristo dice (y éstas son las últimas palabras del pasaje que hemos leído): "El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo (esto es, no acumula), desparrama" (Lc 11, 23).
Crear el Reino de Dios quiere decir estar con Cristo. Crear la unidad que debe constituir en nosotros y entre nosotros, quiere decir precisamente: recoger (¡acumular!) juntamente con El. He aquí el programa fundamental del Reino de Dios, que Cristo en su enunciación contrapone a la actividad del espíritu maligno en nosotros y entre nosotros. Esa actividad pone en juego su programa sobre la libertad del hombre, aparentemente ilimitada. Halaga al hombre con una libertad que no le es propia. Halaga a todos los ambientes, sociedades, generaciones. Halaga para manifestar, al fin, que esta libertad no es otra cosa que adaptarse a una múltiple coacción: a la coacción de los sentidos y de los instintos, a la coacción de la situación, a la coacción de la información y de los varios medios de comunicación, de los esquemas corrientes de pensar, de valorar, de comportarse,, en los que se hace callar la pregunta fundamental: esto es, si este comportamiento es bueno o malo, digno o indigno.
Gradualmente el mismo programa prejuzga y sentencia sobre el bien y el mal, no según el verdadero valor de las obras y de las cuestiones, sino según las ventajas y las coyunturas, según el "imperativo" del goce o del éxito inmediato.
¿Puede despertarse todavía el hombre? ¿Puede decirse con claridad a sí mismo que esta "libertad ilimitada" se convierte, a fin de cuentas, en una esclavitud?
Cristo no halaga a sus oyentes, no halaga al hombre con la apariencia de la libertad "ilimitada". Dice: "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32), y de este modo afirma que la libertad no le ha sido dada al hombre sólo como un don, sino como una tarea. Sí. Se le da a cada uno de nosotros como esa tarea en la que cada uno de vosotros y yo ha sido dado como tarea a sí mismo. Es la tarea a medida de la vida. Y no se trata de una propiedad de la que se pueda gozar de cualquier modo y que se pueda "derrochar".
Esta tarea de la libertad —tarea maravillosa— se realiza según el programa de Cristo y de su Reino sobre el terreno de la verdad. Ser libres quiere decir realizar los frutos de la verdad, actuar en la verdad. Ser libres quiere decir también saber rendirse, someterse a sí mismos a la verdad, y no: someter la verdad a sí mismos, a las propias veleidades, a los propios intereses, a las propias coyunturas. Ser libres —según el programa de Cristo y de su Reino— no quiere decir goce, sino fatiga: la fatiga de la libertad. A precio de esta fatiga el hombre "no derrocha", sino que "recoge" y "acumula" con Cristo.
A precio de esta fatiga el hombre obtiene también en sí mismo esa unidad que es propia del Reino de Dios. Y, al mismo precio, logran una unidad parecida los matrimonios, las familias, los ambientes, las sociedades. Es la unidad de la verdad con la libertad. Es la unidad de la libertad con la verdad. ¡Mis queridos amigos! Esta unidad es vuestra tarea particular, si no queréis ceder, si no queréis rendiros a la unidad de ese otro programa, el que trata de realizar en el mundo, en la humanidad, en nuestra generación, y en cada uno de nosotros, aquel a quien la Sagrada Escritura llama también "padre de la mentira" (Jn 8, 44).
Por esto la llamada de la Cuaresma —llamada fundamental— es la llamada a "recoger con Cristo" ("o a acumular con Cristo"). No permitáis que se destruya esta unidad interior, que Cristo elabora en la conciencia de cada uno de vosotros, mediante el Espíritu Santo: la unidad, en la que la libertad crece por la verdad, y la verdad es el metro de la libertad.
Aprended a pensar, a hablar y a actuar según los principios de la sencillez y de la claridad evangélica: "Sí, sí; no, no". Aprended a llamar blanco a lo blanco, y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado, y no lo llaméis liberación y progreso, aun cuando toda la moda y la propaganda fuesen contrarias a ello. Mediante esta sencillez y claridad se construye la unidad del Reino de Dios, y esta unidad es, al mismo tiempo, una madura unidad interior de cada hombre, es el fundamento de la unidad de los esposos y de las familias, es la fuerza de las sociedades: de las sociedades que acaso sienten ya, y sienten cada vez mejor, cómo se trata de destruirlas y descomponerlas desde dentro, llamando mal al bien, y pecado a la manifestación del progreso y de la liberación.
5. Cristo no pone en juego el programa de su Reino sobre las apariencias. Lo construye sobre la verdad. Y la liturgia de la Cuaresma, día tras día, con las palabras del Profeta —¡qué palabras tan ardientes!— nos recuerda la verdad del pecado y la verdad de la conversión.
Así hace también la liturgia de hoy, dando la palabra, primero al más trágico de los Profetas, Jeremías, para añadir después, con las palabras de Cristo, la invitación a la penitencia:
"Convertíos al Señor, vuestro Dios, que es clemente y misericordioso" (Jl 2, 13).
El derecho de la conversión corresponde a la verdad sobre el hombre. Corresponde también a la verdad interior del hombre. Lo que la Iglesia implora ardientemente (en particular durante la Cuaresma) es también que el hombre no permita sofocar en sí esta verdad sobre sí mismo y no se prive de la propia verdad interior. Que no se deje arrancar esta verdad bajo la apariencia "de la libertad ilimitada". Que no pierda en sí el grito de la conciencia como voz de la Verdad, que lo supera, pero que, al mismo tiempo, decide de él: que lo hace hombre y decide de su humanidad.
La Iglesia ruega para que el hombre, cada uno de los hombres (en particular los jóvenes, pero también todo hombre) no cambie la apariencia de la libertad y la apariencia de la liberación por la libertad verdadera y por la liberación construida sobre la verdad, por la liberación en Jesucristo. La Iglesia ruega por esto cada día: "Ojalá escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras" (Sal 94 [95], 8-9).
Sí. Que el hombre, testigo de la creación, el hombre cristiano, testigo de la cruz y de la resurrección (testigo, es decir, uno que ha visto y que mira), tenga el corazón abierto y la conciencia limpia. Tenga en sí esa libertad para la que Cristo lo ha liberado (cf. Gál 5,1).
Y rezad por esto, queridos amigos, ante todo por vosotros mismos, cuando recibáis el sacramento de la Penitencia y os unáis, mediante la Eucaristía, en la unidad del Reino de Dios.
Rezad, con este fin, también por vuestros amigos, por vuestras escuelas, por los ambientes donde vivís, por todos los hombres, que son vuestros hermanos y hermanas en la vocación a la dignidad humana y a la salvación eterna en Cristo crucificado y resucitado.
Francisco, papa
Homilía (12-03-2015): No hay términos medios
jueves 12 de marzo de 2015Al principio fueron los Profetas y luego los Santos. Con ellos, Dios construyó, a lo largo del tiempo, la Historia de su relación con los hombres. Sin embargo, a pesar de la excelencia de los elegidos —de sus enseñanzas y acciones—, la historia de la salvación ha sido accidentada, lastrada con tantas hipocresías e infidelidades.
En la voz de Jeremías de la Lectura de hoy (Jer 7,23-28) está la voz de Dios mismo, que constata con amargura cómo el pueblo elegido, a pesar de haber recibido tantos beneficios, no le escuchó. Dios lo dio todo, pero solo recibió cosas malas. ¡La fidelidad ha desaparecido, no sois un pueblo fiel! Así es la Historia de Dios. Parece como si Dios llorase: te he querido tanto, te he dado tanto, y tú... ¡todo contra mí! También Jesús lloró al ver Jerusalén, porque en su corazón estaba toda esa historia de fidelidad perdida. Está claro que cada uno puede hacer su voluntad —¡lo que le dé la gana!— pero, si es así toda la vida, entonces vamos por el camino del endurecimiento: el corazón se pone duro, se petrifica, y la Palabra del Señor ya no entra, y el pueblo se aleja. También nuestra historia personal puede acabar así. Por eso, en este día de cuaresma, podemos preguntarnos: ¿Escucho la voz del Señor, o hago lo que quiero, lo que me da la gana?
También el episodio del Evangelio (Lc 11,14-23) muestra un ejemplo de corazón duro y sordo a la voz de Dios. Jesús cura a un endemoniado y, a cambio, le acusan: Tú expulsas los demonios en nombre del demonio. Eres un brujo demoníaco. La típica excusa de los legalistas, esos que creen que la vida está regulada por las leyes que ellos hacen. ¡Hasta en eso cayó la Historia de la Iglesia! Pensad en la pobre Juana de Arco —¡hoy es santa!— pero, ¡pobrecilla!, los doctores la quemaron viva, acusada de herejía, porque decían que era hereje. ¡Y eran los doctores, los que sabían la doctrina segura!... igual que los fariseos, ¡alejados del amor de Dios! Más cercano a nosotros, pensad en Rosmini: todos sus libros en el índice: ¡no se podían leer; era pecado! ¡Y hoy es beato!
En la Historia del Pueblo de Dios, el Señor enviaba a los Profetas a decirles cuánto amaba a su pueblo. En la Historia de la Iglesia, el Señor manda a los Santos. Son ellos los que sacan adelante la vida de la Iglesia: los Santos. No los poderosos, ni los hipócritas, ¡no! ¡Los Santos! Los Santos son los que no tienen miedo de dejarse acariciar por la misericordia de Dios. Por eso, son hombres y mujeres que comprenden las miserias —tantas miserias humanas— y acompañan al pueblo de cerca. No desprecian al pueblo.
Jesús añade: El que no está conmigo está contra mí (Lc 11, 23). Pero, ¿no habrá una vía de compromiso, un poco de aquí y un poco de allá? ¡No! O estás en la vía del amor, o estás en la vía de la hipocresía. O te dejas amar por la misericordia de Dios, o haces lo que te dé la gana, según tu corazón, que se irá endureciendo cada vez más. El que no está conmigo está contra mí: no hay una tercera vía de compromiso. O eres santo, o vas por otro camino. El que no recoge conmigo, desparrama (Lc 11, 23). Peor todavía: desparrama, arruina. Es un corrupto, todo lo corrompe.
Homilía (03-03-2016): Un pacto de fidelidad
jueves 3 de marzo de 2016En las lecturas de hoy podemos ver la fidelidad del Señor y la fallida fidelidad de su pueblo. Como vemos en la Primera Lectura, del Libro de Jeremías (7,23-28), Dios es siempre fiel, porque no puede negarse a sí mismo, mientras que el pueblo no presta oídos a su Palabra. Jeremías nos cuenta las muchas cosas que Dios hizo para atraer los corazones del pueblo, pero el pueblo permaneció en su infidelidad.
Esa infidelidad del pueblo de Dios, igual que nuestra propia infidelidad, endurece el corazón: ¡cierra el corazón! No deja entrar la voz del Señor que, como padre amoroso, siempre nos pide que nos abramos a su misericordia y a su amor. Hemos rezado en el Salmo, todos juntos: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón. El Señor siempre nos habla así, y con ternura de padre nos dice: Volved a mí de todo corazón, porque soy misericordioso y piadoso. Pero cuando el corazón está duro, eso no se entiende. La misericordia de Dios solo se entiende si eres capaz de abrir tu corazón, para que pueda entrar.
El corazón se endurece y vemos la misma historia en el pasaje del Evangelio de Lucas (11,14-23), donde Jesús es enfrentado por aquellos que habían estudiado las Escrituras, los doctores de la ley que sabían teología, ¡pero estaban tan cerrados! La gente, en cambio, estaba asombrada, ¡tenía fe en Jesús! Tenía el corazón abierto: imperfecto, pecador, pero el corazón abierto.
Esos teólogos, en cambio, tenían una actitud cerrada. Siempre buscaban una explicación para no entender el mensaje de Jesús, y le pedían una señal del cielo. ¡Siempre cerrados! Era Jesús quien tenía que justificar lo que hacía. Esta es la historia, la historia de esa fidelidad fallida. La historia de los corazones cerrados, de los corazones que no dejan entrar la misericordia de Dios, que han olvidado la palabra perdón —¡perdóname Señor!— simplemente porque no se sienten pecadores: se sienten jueces de los demás. Una larga historia de siglos. Y esa fallida fidelidad la explica Jesús con dos palabras claras, para poner fin, para terminar el discurso de esos hipócritas: El que no está conmigo está contra mí. ¿Está claro? O eres fiel, con tu corazón abierto, al Dios que es fiel contigo, o estás contra Él: El que no está conmigo está contra mí.
¿Y es posible una vía intermedia, un arreglo? Sí, hay una salida: ¡confiésate pecador! Si dices yo soy pecador, el corazón se abre, entra la misericordia de Dios y empiezas a ser fiel. Pidamos al Señor la gracia de la fidelidad. Y el primer paso para ir por el camino de la fidelidad es sentirse pecador. Si no te sientes pecador, vamos mal. Pidamos la gracia de que nuestro corazón no se endurezca, que esté abierto a la misericordia de Dios, y la gracia de la fidelidad. Y cuando nos veamos infieles, la gracia de pedir perdón.
Homilía (23-03-2017): Sordera que lleva a blasfemar
jueves 23 de marzo de 2017Acabamos de leer en la Primera Lectura del Profeta Jeremías (7,23-28) que cuando no nos detenemos a escuchar la voz del Señor, la Palabra de Dios, acabamos alejándonos, nos apartamos de Él, le damos la espalda. Y si no se escucha la voz del Señor, se escuchan otras voces.
Al final, a fuerza de cerrar los oídos, nos volvemos sordos: sordos a la Palabra de Dios. Y todos, si hoy nos paramos un poco y miramos nuestro corazón, veremos cuántas veces –¡cuántas veces!– hemos cerrado los oídos y cuántas veces nos hemos vuelto sordos. Y cuando un pueblo, una comunidad –digamos incluso una comunidad cristiana–, una parroquia, una diócesis, cierra los oídos y se vuelve sorda a la Palabra del Señor, busca otras voces, otros «señores» y acaba yendo a los ídolos, esos ídolos que el mundo, la mundanidad, la sociedad les ofrecen. Se aleja del Dios vivo.
Cuando nos alejamos del Señor, nuestro corazón se endurece. Cuando no se escucha, el corazón se vuelve más duro, más cerrado en sí mismo, pero duro e incapaz de recibir nada; no solo cerrazón, sino dureza de corazón. Vive entonces en ese mundo, en esa atmósfera que no le hace bien. Lo aleja cada día más de Dios. Y estas dos cosas –no escuchar la Palabra de Dios y el corazón endurecido, encerrado en sí mismo– hacen perder la fidelidad. Se pierde el sentido de la fidelidad. Dice la primera Lectura, el Señor, ahí: Ha desaparecido la sinceridad, y nos volvemos católicos infieles, católicos paganos o, más feo aún, católicos ateos, porque no tenemos una referencia de amor al Dios vivo. No escuchar y dar la espalda –que nos hace endurecer el corazón– nos lleva a la senda de la infidelidad.
¿Y esa infidelidad, de qué se llena? Se llena de una especie de confusión, no se sabe dónde está Dios, dónde no está, se confunde a Dios con el diablo. Lo dice el Evangelio de hoy (Lc 11,14-23) que, ante la actuación de Jesús, que hace milagros, que hace tantas cosas para la salvación y la gente está contenta, es feliz, le dicen: Por arte de Belcebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios.
Esa es la blasfemia. La blasfemia es la palabra final de este recorrido que comienza con no escuchar, que endurece el corazón, que lleva a la confusión, te hace olvidar la fidelidad y, al final, blasfemas. Ay de aquel pueblo que olvida el asombro del primer encuentro con Jesús. Cada uno puede preguntarse hoy: ¿Me detengo a escuchar la Palabra de Dios, tomo la Biblia en la mano, y me está hablando a mí? ¿Mi corazón se ha endurecido? ¿Me he alejado del Señor? ¿He perdido la fidelidad al Señor y vivo con los ídolos que me ofrece la mundanidad de cada día? ¿He perdido la alegría del asombro del primer encuentro con Jesús? Hoy es un día para escuchar. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, hemos rezado (Sal 94,1-2.6-7.8-9). No endurezcáis vuestro corazón. Pidamos esta gracia: la gracia de escuchar para que nuestro corazón no se endurezca.
Homilía (28-03-2019): La grave consecuencia de no escuchar
jueves 28 de marzo de 2019La liturgia de hoy nos encaja al pie de la letra (Jer 7, 23-28; Sal 94; Lc 11,14-23). «Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo irá bien. Pero no escucharon ni hicieron caso». Muchas veces estamos sordos y no escuchamos la voz del Señor. Sí, oímos el telediario, el chismorreo del barrio: eso sí lo escuchamos siempre. El profeta Jeremías describe la experiencia de Dios con el pueblo obstinado, que no quiere escuchar. Es como un lamento del Señor, que ordena al pueblo escuchar su voz, y le promete que siempre será su Dios y ellos serán su pueblo. Pero el pueblo no escuchó –que cada uno oiga qué le dice el Señor y piense si no ha hecho lo mismo–; «al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara». El Señor no cuenta: «yo prefiero esto. Sí, Dios está ahí, pero yo voy a lo mío». Y añade: «Desde que salieron vuestros padres de Egipto hasta hoy, os envié a mis siervos, los profetas, un día tras otro; pero no me escucharon ni me hicieron caso. Al contrario, endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres. Ya puedes repetirles este discurso, seguro que no te escucharán; ya puedes gritarles, seguro que no te responderán. Aun así les dirás: Esta es la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios, y no quiso escarmentar. Ha desaparecido la sinceridad. Un pueblo sin fidelidad, que ha perdido el sentido de la fidelidad. Esa es la pregunta que la Iglesia quiere que nos hagamos cada uno hoy: ¿He perdido la fidelidad al Señor? «¡No, no, yo voy todos los domingos a Misa!». Sí, sí: pero la fidelidad del corazón: ¿he perdido esa fidelidad, o mi corazón es duro, obstinado, sordo, no deja entrar al Señor, se apaña solo con tres o cuatro cosas, y luego hace lo que le da la gana? Esa es la pregunta: todos debemos hacerla, porque la Cuaresma sirve para eso, para examinar nuestro corazón.
«Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor» es la invitación de la Iglesia, «no endurezcáis vuestro corazón». Cuando uno vive con el corazón duro, y no oye al Señor, no se queda solo ahí, sino que si hay algo del Señor que no le gusta, lo deja de lado con algún pretexto, desacredita al Señor, lo calumnia y lo difama. Es lo que le pasó a Jesús en el Evangelio de hoy: le desacreditan. Jesús hacía milagros, curaba a los enfermos del cuerpo para demostrar que también tenía poder de curar las almas, nuestros corazones. Y esos obstinados, ¿qué dijeron? «Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios»: desacreditar al Señor es el penúltimo paso del rechazo al Señor. Primero, no escucharlo dejando que el corazón se vuelva duro; luego desacreditarlo. Falta solo el último paso, del que ya no hay marcha atrás, que es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Jesús intenta convencerlos, ¡pero nada! Y al final, igual que el profeta acaba con esa frase clara –«Ha desaparecido la sinceridad»–, Jesús acaba con otra frase que puede ayudarnos: «El que no está conmigo está contra mí». «No, no, yo estoy con Jesús, pero a cierta distancia, no me acerco mucho»: ¡no, eso no existe! O estás con Jesús, o estás contra Jesús; o eres fiel o eres infiel; o tienes el corazón obediente o has perdido la fidelidad. Que cada uno lo piense, durante la Misa y luego durante el día: ¡pensarlo un poco! ¿Cómo va mi fidelidad? Yo, para rechazar al Señor, ¿busco algún pretexto, lo que sea, y desacredito al Señor? No perdemos la esperanza. Porque esas dos frases –«Ha desaparecido la sinceridad» y «El que no está conmigo está contra mí»– dejan lugar a la esperanza, también para nosotros. Estamos llamados a volver al Señor, como dice la aclamación al Evangelio: «Ahora –dice el Señor–, convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso». Sí, tu corazón es duro como una piedra, y tantas veces me has desacreditado por no obedecerme, pero aún hay tiempo: convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso: yo lo olvidaré todo. Lo que importa que vengas a mí. Eso es lo que importa, dice el Señor. Y se olvida de todo lo demás. Este es el tiempo de la misericordia, el tiempo de la piedad del Señor: abramos el corazón para que Él venga a nosotros.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Jeremías 7,23-28: Aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios. El profeta Jeremías clama contra la incredulidad de sus contemporáneos. No escuchan la voz de Dios que desea realizar plenamente la alianza entre Él y su pueblo. La actuación del profeta será, una vez más, inútil. Por eso, la ruina de la nación es inminente y, por la bondad de Dios, se salvará un resto que permanece fiel. Es un adelanto de lo que sucederá con la venida del Verbo encarnado. Y, ¿solamente en aquel tiempo? ¡Cuánta infidelidad también en nuestros días en muchos que son y se llaman cristianos, pero que actúan como paganos!
Este tiempo litúrgico es muy adecuado para reflexionar y corregir las infidelidades con respecto a Dios y a su mensaje de salvación. Allí donde vive y obra el verdadero espíritu de Cuaresma, afluye al alma, a raudales, la vida divina de la gracia, de las virtudes y de las buenas obras.
El cristiano se convierte en coedificador del Reino de Dios, en piedra viva, que ayuda a levantar todo el edificio: primero en su propia persona y después junto con sus semejantes. Su práctica cuaresmal aprovecha a todos, derramando sobre ellos luz, gracia, arrepentimiento. Con su ejemplo, su oración y sus méritos colabora en la salvación y santificación de sus hermanos. ¡Qué responsabilidad, pues, la nuestra si no aprovechamos este tiempo de gracia, que es la Cuaresma! ¡Qué perjuicio para nosotros mismos y para los demás! No podemos ser indiferentes a la salvación de los hombres, que son hermanos nuestros.
–El gran pecado de Israel fue cerrar sus oídos a la palabra del Señor. También este peligro nos acecha a nosotros. Por eso el Salmo 90 nos advierte: «Ojalá escuchéis hoy su voz; no endurezcáis vuestro corazón. Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, vitoreándolo al son de instrumentos. Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, Creador nuestro. Porque Él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía. No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras».
–Lucas 11,14-23: El que no está conmigo está contra Mí. Lo mismo que en tiempos de Jeremías, la incredulidad y la infidelidad fue el signo de los contemporáneos de Jesús. Su ejemplo, su palabra, sus milagros son manifestaciones palpables del origen divino de su ser. Pero el corazón de aquellos hombres estuvo endurecido y lo consideraron aliado del demonio. ¡Qué perversidad y qué gran misterio! ¿Y nosotros? San Gregorio Magno dice:
«Volvimos la espalda ante el rostro de Aquel cuyas palabras despreciamos, cuyos preceptos conculcamos; pero aun estando a nuestra espalda nos vuelve a llamar Él, que se ve despreciado y clama por medio de sus preceptos y nos espera con paciencia» (Hom. sobre los Evangelios 16).
¡Unidos siempre a Cristo! En Él encontramos nuestra salvación. Digamos con San Gregorio Nacianceno:
«Quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas y solo Tú, oh Cristo, eres la Luz. Tú puedes calmar nuestra ansia que nos consume» (Carta 212).
Oremos intensamente. Hagamos penitencia en este tiempo de preparación para la Pascua, a fin de que nos renovemos en Cristo Jesús. Comenta San Ambrosio:
«Todo reino dividido será desolado. El porqué de esta afirmación es el mostrar que su reino es indivisible y perpetuo, puesto que se le acusaba de echar los demonios en nombre de Beelzebú, príncipe de los demonios... Aquellos, pues, que no ponen en Cristo su esperanza, sino que creen que los demonios son arrojados en nombre del príncipe de los demonios, niegan ser súbditos de un reino eterno» (Comentario a San Lucas VII, 91).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos 2
1. Escuchamos hoy una queja amarga de Dios, por medio del profeta. Una queja contra su pueblo Israel porque no cumple la alianza que había pactado: «no escucharon, caminaban según sus ideas, me daban la espalda».
Es inútil que se sucedan los profetas enviados por Dios: «ya puedes repetirles este discurso, que no te escucharán... Ia sinceridad se ha perdido».
Se trata de una acusación que clama al cielo: «aquí está la gente que no escuchó la voz del Señor su Dios».
2. A Jesús algunos tampoco le escuchan ni le hacen caso. Para no tener que prestar atención a lo que dice, que es incómodo, buscan excusas. Hoy, una que es realmente poco razonable: que lanza los demonios en connivencia con el mismo Satanás.
La respuesta de Jesús está llena de sentido común: un reino dividido no podrá subsistir. Lo que pasa es que sus adversarios no quieren reconocer lo evidente, que ya ha llegado el Reino prometido. Que ya ha llegado el que es más fuerte que el maligno y está entablando con él una lucha victoriosa. Es que, si reconocen esto, tendrán que aceptar a Jesús como el Mesías de Dios y hacer caso del testimonio que está dando.
3. Contra los que se quejan Dios en el AT y Jesús en el evangelio, son precisamente los del pueblo elegido, los que oficialmente se consideran los mejores. Pero se ve que eso mismo, de alguna manera, les inmuniza contra lo que diga Jesús y no saben escuchar la voz de Dios.
No hay sinceridad. No quieren ver la luz. Jesús les acusará en otras ocasiones de «pecar contra el Espíritu Santo», o sea, de pecar contra la luz, no queriéndola ver, a pesar de que sea evidente.
¿Estamos nosotros mereciendo de alguna manera esta acusación de Jesús? ¿estamos causándole una desilusión en nuestro camino de este año a la Pascua, que ya está exactamente en su mitad? El Viernes Santo, durante la adoración de la Cruz, cantaremos una lamentación que el profeta pone en labios de Dios: «pueblo mío, ¿qué te he hecho?».
¿Tendremos que sentirnos aludidos?
En el ritual del Bautismo hay un gesto simbólico expresivo, el «effetá», «ábrete». El ministro toca los labios del bautizado para que se abran y sepa hablar. Y toca sus oídos para que aprenda a escuchar. Dios se ha quejado hoy de que su pueblo no le escucha.
¿Se podría quejar también de nosotros, bautizados y creyentes, de que somos sordos, de que no escuchamos lo que nos está queriendo decir en esta Cuaresma, de que no prestamos suficiente atención a su palabra?
La Virgen María, maestra en esto, como en otras tantas cosas, de nuestra vida cristiana, nos ha dado la consigna que fue el programa de su vida: «hágase en mí según tu palabra».
Va por nosotros el salmo de hoy: «ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón».
«Escuchad mi voz, caminad por el camino que os mando, para que os vaya bien» (1a lectura).
«Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón» (salmo).
«Ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas» (comunión).
«Tú nos conduces a la salvación a través de los acontecimientos de la vida y de tus sacramentos» (poscomunión).