Sábado II Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 15 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 9, 2-3. 11-14: Por su propia sangre, ha entrado en el santuario una vez para siempre
Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas
Mc 3, 20-21: Su familia decía que estaba fuera de sí
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 9,2-3.11-14: Entró una vez para siempre en el Santuario con su sangre. Gran diferencia entre el sacerdocio de Cristo y el sacerdocio de Aarón: no hay en la Cruz sangre de cabritos, sino la suya; no se ofrece muchas veces el sacrificio, sino una sola vez. Es la eficacia infinita del sacerdocio y sacrificio de Cristo. Comenta San León Magno:
«Oh admirable poder de la Cruz... En ella está el tribunal del Señor, el juicio del mundo, el poder del Crucificado. En ella «atrajiste a todos hacia Ti», Señor, a fin de que el culto de todas las naciones del orbe, celebrara, mediante un sacrificio pleno y manifiesto, lo que se realizaba en el Templo de Judea como sombra y figura. Ahora, en efecto, es más ilustre el orden de los levitas, más alta la dignidad de los ancianos, más sagrada la unción de los sacerdotes; porque tu Cruz es la fuente de toda bendición, el origen de toda gracia. Por ella, los creyentes reciben de la debilidad la fuerza, del oprobio la gloria y de la muerte la vida» (Sermón octavo sobre la Pasión 4).
–La lectura anterior nos mueve a cantar con el Salmo 46 la exaltación de Cristo en la Cruz. Es el Misterio Pascual: Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión del Señor a los cielos. Jesús se anonadó y Dios lo exaltó: «Dios asciende entre aclamaciones, al son de trompetas... Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con grito de júbilo; porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra..., porque el Señor es el Rey del mundo: tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones. Dios se sienta en su trono sagrado».
–Marcos 3,20-21: Su familia decía que no estaba en sus cabales. Un grupo de familiares de Jesús sale a su encuentro, porque corría la voz de que estaba loco. Esa misma calumnia vuelve a ser aludida en ese mismo Evangelio. Oigamos a San Gregorio Magno:
«Un sector del pueblo enjuicia peyorativamente la obra y el mensaje de Cristo. Al no aceptar con sencillez su excelsa doctrina lo juzgan como a un iluso. Hasta allí llegó la humillación del Salvador, que se agrandará en la hora de la Pasión y Muerte. Hemos de aprender de la entereza de Cristo al sufrir tan gran difamación y calumnia.
«¿Qué importa que los hombres nos deshonren, si nuestra conciencia nos defiende? Sin embargo, de la misma manera que no debemos excitar intencionadamente las lenguas de los que injurian para que no perezcan, debemos sufrir con ánimo tranquilo las movidas por su propia malicia, para que crezca nuestro mérito. Por eso se dice: «gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es muy grande en los cielos» (Mt 5,12)» (Sermones sobre el Evangelio 17).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 9,2-3.11-14
a) Hablando todavía del sacerdocio de Cristo, la carta compara dos elementos importantes del Templo de Jerusalén (o sea, del AT) con la nueva realidad de Jesús: el Templo mismo y los sacrificios.
Explica, ante todo, cómo funcionaba el Templo: con un recinto anterior, llamado «santo», y otro más interior y oculto, llamado «santísimo». El sumo sacerdote de turno entraba en el «santísimo» una vez al año, en la fiesta de la Expiación, para ofrecer al Señor sacrificios por el pueblo. Pero Jesús ha entrado en otro Templo mucho mejor, el del cielo, a través de la «cortina» de su muerte pascual. Allí ha sido constituido Sacerdote y Mediador nuestro ante Dios.
En cuanto al sacrificio, los sacerdotes de la antigua Alianza ofrecían una y otra vez sacrificios de animales, por sus pecados y por los del pueblo, porque la sangre de los animales no era eficaz para conseguir para siempre la salvación. Mientras que Cristo se ha ofrecido a sí mismo, no unos animales, y su Sangre nos ha conseguido de una vez por todas la liberación.
b) En los prefacios del Tiempo Pascual damos gracias a Dios por este sacerdocio perfecto de Cristo, por la eficacia de su sacrificio personal en la Cruz, que hace inútiles ya todos los demás sacrificios, y también porque en él, ahora resucitado y glorificado junto a Dios, permanece vivo el sacerdocio y el sacrificio:
- Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado»,
- él no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos ante ti; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre»,
- él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a si mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».
Todos los esfuerzos humanos fracasan a la hora de conseguir la salvación. No nos salvamos a nosotros mismos, por muchos «sacrificios de animales» que hagamos. Es Cristo Jesús quien nos ha salvado y el que también ahora sigue en el cielo intercediendo por nosotros. El es el verdadero Sacerdote, que ha asumido nuestra debilidad y nos reconcilia continuamente con su Padre.
Todos los demás sacerdotes -los ministros ordenados en la Iglesia- participan de este sacerdocio de Cristo. Todos los demás templos -nuestras iglesias y capillas- son imagen simbólica del verdadero Templo en el que sucede nuestro encuentro con Dios, el mismo Cristo Jesús. Todos los demás sacrificios -también la ofrenda que cada día hacemos de nuestra vida a Dios son participación del sacrificio de Cristo. En cada Eucaristía entramos en ese movimiento de entrega de Jesús, nos sumamos a su sacrificio único, colaborando así a la salvación nuestra y del mundo.
2. Marcos 3,20-21
a) El evangelio de hoy es bien corto y un tanto paradójico. Sus mismos familiares no comprenden a Jesús y dicen que «no está en sus cabales», porque no se toma tiempo ni para comer.
Ciertamente no lo tiene fácil el nuevo Profeta. Las gentes le aplauden por interés. Los apóstoles le siguen pero no le comprenden en profundidad. Los enemigos le acechan continuamente y le interpretan todo mal. Ahora, su clan familiar -primos, allegados, vecinos- tampoco le entienden. Además de su ritmo de trabajo, les deben haber asustado las afirmaciones tan sorprendentes que hace, perdonando pecados y actuando contra instituciones tan sagradas como el sábado. Se cumple lo que dice Juan en el prólogo de su evangelio: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron». Algunos le aplaudieron mientras duró lo de multiplicar los panes. Pero luego se sumaron al coro de los que gritaban «crucifícale».
Entre estos familiares críticos, no nos cabe en la cabeza que pudiera estar también su madre, María, la que, según Lucas, «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» y a la que ya desde el principio pudo alabar su prima Isabel: «dichosa tú, porque has creído». Pero a Jesús le dolería ciertamente esta cerrazón de sus paisanos y familiares.
b) También en el mundo de hoy podemos observar toda una gama diferente de reacciones ante Cristo. Más o menos como entonces. Desde el entusiasmo superficial hasta la oposición radical y displicente.
Pero, más que las opiniones de los demás, nos debe interesar cuál es nuestra postura personal ante Cristo: ¿le seguimos de verdad, o sólo decimos que le seguimos, porque llevamos su nombre y estamos bautizados en él? Seguirle es aceptar lo que él dice: no sólo lo que va de acuerdo con nuestra línea, sino también lo que va en contra de las apetencias de este mundo o de nuestros gustos.
Si es el Maestro y Profeta que Dios nos ha enviado, tenemos que tomarle en serio a él, como Persona, y lo que nos enseña. Y eso tiene que ir iluminando y cambiando nuestra vida.
Podemos recordar además otro aspecto de este evangelio: que también nosotros podemos ser objeto de malas interpretaciones por llevar en medio de este mundo una vida cristiana, que muchas veces puede despertar persecuciones o bien sonrisas irónicas. Eso nos puede pasar entre desconocidos y también en nuestros círculos más cercanos, incluidos los familiares. Deberíamos seguir nuestro camino de fe cristiana con convicción, dando testimonio a pesar de las contradicciones. Como hizo Cristo Jesús. Con libertad interior.
«La sangre de Cristo se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» (1a lectura, I)
«Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo» (salmo, I)
«Habiendo entrado una vez para siempre en el santuario del cielo, ahora intercede por nosotros» (prefacio después de la Ascensión).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 9,2-3.11-14
El autor de la carta continúa sus propias reflexiones sobre el sacerdocio de Jesús, esto es, sobre su facultad para hacer de camino entre la humanidad y Dios. Eso no se ha realizado, como en el Antiguo Testamento, penetrando en un lugar material, la tienda del templo de Jerusalén, en cuyo interior había otro ámbito, el Santo de los santos, en el que sólo se permitía entrar al sumo sacerdote una vez al año. Con Jesús, el culto cambia radicalmente: de exterior se convierte en interior, porque Cristo entra una sola vez y para siempre en el santuario del cielo, ofreciendo su cuerpo santísimo como ofrenda viva y agradable a Dios, obteniéndónos la salvación con su preciosa sangre. Este es precisamente el precio del culto perfecto del que también nosotros hemos sido hechos partícipes. En efecto, el sacrificio de Jesús, que se ha ofrecido en el Espíritu al Padre como víctima pura, nos abre también a nosotros la posibilidad de entrar en la fiesta trinitaria del don recíproco entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. El culto ya no es un cúmulo de ritos externos, sino un movimiento festivo de honor rendido y recibido entre las personas de la Santísima Trinidad.
Evangelio: Marcos 3,20ss
Sólo dos versículos, y desconcertantes. Jesús entra en una casa y la gente, una vez más, se apiña hasta tal punto que ni siquiera le permiten comer. Jesús está en el momento culminante de su actividad de Maestro, que enseña y se entrega a manos llenas a cuantos están dispuestos a escucharle o le buscan para que los cure. Pero están asimismo «sus parientes» más allegados (¿no se nos describe aquí también a nosotros?), que, «al enterarse», fueron para llevárselo porque, según su valoración y su juicio, «estaba trastornado». Por una parte, Jesús vive la entrega plena y total a todos, educando en este sentido también a los discípulos; por otra parte, están los más íntimos, que, en vez de secundarle y seguirle, quieren que sea Jesús quien adopte lo que ellos consideran como el sentido común, sus medidas y prudencias humanas. En el fondo, nos encontramos frente a la acostumbrada opción radical impuesta por la vida cristiana: o seguir a Jesús, que se entrega sin cálculos, hasta no reservarse ya nada para sí, o tratar de apoderarse de él de algún modo, como harán sus enemigos, intentando que se pliegue a nuestros mezquinos puntos de vista, cambiándole o incluso vendiéndole a bajo precio.
MEDITATIO
Quien ama, sale de sí y se entrega. Cuanto mayor es el amor, tanto mayor se hace la fuerza que éste libera en un movimiento imposible de detener. Así, Jesús, el amor, no puede hacer otra cosa que estar verdaderamente «trastornado», fuera de sí, porque ha asumido una actitud de entrega total al Padre y a los hermanos a través de una entrega de sí mismo que sólo se detendrá cuando haya derramado la última gota de sangre y haya salido de su costado la última gota de agua. A esta entrega en el Espíritu también estamos llamados nosotros, aunque seamos medrosos y calculadores. Esto puede resultarnos desconcertante. Ahora bien, ¿no es propio de nuestro innato «sentido común» quitarle a la vida cristiana la fuerza y la audacia de su testimonio?
Sólo si nos quedamos verdaderamente con Jesús, como los discípulos, podremos permanecer en una actitud oblativa y gratuita, y esto se hace posible si nos comprometemos a la asidua familiaridad con la escucha de la Palabra, a la meditación, a la adoración eucarística, a una vida sacramental auténticamente participada. Pero en cuanto nos distanciemos de la frecuentación asidua de su compañía, todo cambiará. Hablaremos, sí, todavía de él, aunque poco o sólo buscando someterlo a nosotros, encerrarlo dentro de nuestros esquemas, dentro de nuestras medidas ya probadas, que no nos permiten ser en absoluto «sal de la tierra».
ORATIO
Señor Jesús, sabes que poseo una gran habilidad para conciliar todo: el misterio de tu locura de amor con el tiempo que tengo previamente asignado para darte cada día. A buen seguro, son cosas santas y buenas las que hago, y en todas ellas -o casi- entras también tú con tu Reino; sin embargo, a menudo me sorprendo diciéndote: no exageres conmigo. Sabes que me tomo muy a pecho pasar por una persona discreta y equilibrada. Sin embargo, Señor, hoy quisiera dirigirte una oración diferente. Concédeme, Señor Jesús, al menos un poco de tu santa locura para que me permita romper el esquema seguro de mi tranquilo vivir. Quema la falsa prudencia para la que, ciertamente, soy generoso siempre que sea yo quien establezca la medida de mi generosidad. Que el fuego de tu Espíritu me arrolle como arrolló a tus santos y rompa los diques de mi pequeño sentido común para que también yo, tu apasionado discípulo, pueda dejarme arrollar por tu desmesurado amor por el Padre y por los hermanos.
CONTEMPLATIO
La vida de Cristo debe sernos sumamente querida. Por muchos motivos. Nos procura el perdón de los pecados.
Pero, a continuación, cuando nos esforzamos por caminar en el seguimiento de Cristo, meditando sobre su ejemplo, siempre salimos más purificados, porque «nuestro Dios es un fuego devorador» (Heb 12,29). Quien se adhiere a él queda lavado de todas sus manchas. Esta vida divina nos ilumina para que contemplemos al que es la luz que brilla en las tinieblas. Alumbrados por esta Luz, divisamos la justa orientación que debemos dar a nuestra vida en relación con Dios, con nosotros mismos y con el prójimo. Meditar sobre la existencia de Cristo, que ha expiado nuestros pecados, nos ofrece el medio de reparar las faltas cotidianas.
El Señor vuelve a levantar siempre a los que fijan en él la mirada. La vida de Cristo encierra en sí misma la fuente de las más suaves dulzuras para el espíritu. Es el único camino para conocer la majestad del Padre. Para concluir, la vida del Salvador es el atracadero seguro para nuestra peligrosa peregrinación terrena. La vida de Cristo vivifica. Cual rocío fecundo, purifica y transforma a los que se unen a ella, los hace conciudadanos de los santos, los admite a formar parte de la familia de Dios. Es una vida que suscita amor y ternura; es una vida suave que hace las delicias del corazón: quien la haya gustado, por poco que sea, encuentra insípido y aburrido todo lo que no se la recuerda.
La vida de Cristo es consuelo continuo, la mejor compañía, fuente de alegría, de alivio y de consuelo. La vida de Jesús es el camino llano y fácil por el que se llega a contemplar al Creador (Guigo du Pont, Della contemplazione II, 2-4).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
La santidad ha de ser considerada en todos los tiempos como la trama de la vida cristiana. El santo no es un superhombre; el santo es un hombre verdadero. La santidad es así «lo único necesario». Vivir el misterio de la comunión con Dios en Cristo nos hace aprender a ver todas las cosas referidas a un valor único. De esta riqueza brota una visión de la vida de una grandísima simplicidad: una sola realidad confiere su luz a todas las cosas. Sólo la compañía del Hijo de Dios da a la vida de un hombre la capacidad de conseguir la realización proporcionada a su destino: el afecto a Cristo constituye el rasgo más respetable y sorprendente de la fisonomía del santo. En cierto sentido, lo que codicia el santo no es la santidad como perfección; lo que codicia es la santidad como encuentro, apoyo, adhesión, identificación con Jesucristo. El encuentro con Cristo le proporciona la certeza de una presencia cuya Fuerza le libera del mal y hace que su libertad sea capaz del bien.
No hay ninguna consecuencia más radical, necesaria y absoluta que ésta: la certeza de ser transformados y, en consecuencia, poder cambiar. Y no se trata de la certeza de una salvación que tenga lugar después de la muerte, sino de la certeza de una salvación que ya está aconteciendo en mi vida: antes de que yo muera, penetra en mí la santidad, me posee su justicia. Se trata de una certeza que desafía el tiempo de mi miseria, porque su motivo reside en la omnipotencia de una Persona que me ha elegido para entregarse a mí.
Adrienne von Speyr observa: «La santidad no consiste en el hecho de que el hombre lo dé todo, sino en el hecho de que el Señor lo toma todo»; en cierto sentido, incluso a despecho de aquel a quien el Señor elige. «Entre ofrenda y concesión existe siempre algo así como un contraste, un error, una inadvertencia. El hombre lo ofrece todo tal vez de palabra, pronuncia la ofrenda con medias palabras. Pero el Señor la escucha como si hubiera sido pronunciada como es debido; la gracia de la santidad consiste, precisamente, en el hecho de que el Señor permite la inadvertencia» (Luigi Giussani, en C. Martindale, Santi, Milán 1976, IX-XVII, passim [edición española: Los santos, Encuentro, Madrid 1988]).