Viernes II Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 11 enero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 S 24, 3-21: No extenderé la mano contra él, porque es el ungido del Señor
Sal 56, 2. 3-4. 6 y 11: Misericordia, Dios mío, misericordia
Mc 3, 13-19: Llamó a los que quiso y los hizo sus compañeros
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (22-01-2016): Dos deberes de los Obispos
viernes 22 de enero de 2016El Evangelio de hoy (Mc 3, 13-19) narra la elección de los Doce Apóstoles por parte de Jesús: los elige para que estén con él y para enviarlos a predicar y con poder para expulsar demonios. Los Doce son los primeros obispos. Tras la muerte de Judas fue elegido Matías: es la primera ordenación episcopal de la Iglesia.
Los obispos son columnas de la Iglesia, llamados a ser testigos de la Resurrección de Jesús. Los obispos tenemos esta responsabilidad de ser testigos: testigos de que el Señor Jesús está vivo, de que el Señor Jesús ha resucitado, de que el Señor Jesús camina con nosotros, de que el Señor Jesús nos salva, de que el Señor Jesús dio su vida por nosotros, de que el Señor Jesús es nuestra esperanza, de que el Señor Jesús siempre nos acoge y nos perdona. ¡El testimonio! Nuestra vida debe ser eso: un testimonio, un verdadero testimonio de la Resurrección de Cristo.
Los obispos tienen dos deberes: el primer deber del obispo es estar con Jesús en la oración. La primera tarea del obispo no es hacer planes pastorales. No, no. ¡Rezar! Esa es la primera tarea. El segundo deber es ser testigo, es decir, predicar. Predicar la salvación que el Señor Jesús nos ha traído. Dos tareas nada fáciles, pero son precisamente esos dos deberes los que hacen fuertes a las columnas de la Iglesia. Si esas columnas se debilitan, porque el obispo no reza o reza poco, o se olvida de rezar; o porque el obispo no anuncia el Evangelio, y se ocupa de otras cosas, la Iglesia también se debilita, sufre. El pueblo de Dios sufre porque las columnas son débiles.
La Iglesia sin obispo no puede salir adelante, por eso la oración de todos por nuestros obispos es una obligación, pero una obligación de amor, una obligación de hijos con su Padre, una obligación de hermanos, para que la familia permanezca unida en la confesión de Jesucristo, vivo y resucitado. Por eso, yo quisiera invitaros hoy a rezar por los obispos. Porque también nosotros somos pecadores, también tenemos debilidades, también nosotros tenemos el peligro de Judas: porque también él fue elegido como columna. También nosotros corremos el peligro de no rezar, de hacer algo que no sea anunciar el Evangelio y expulsar demonios. Rezar para que nuestros obispos sean lo que Jesús quería, que todos demos testimonio de la Resurrección de Jesús. El pueblo de Dios reza por los obispos. En cada Misa se reza por los obispos: se reza por Pedro, cabeza del colegio episcopal, y se reza por el obispo del lugar. Pero eso es poco: se dice el nombre y muchas veces se dice por costumbre, y se sigue así. Rezar por el obispo con el corazón, pedir al Señor: cuida de mis obispos; cuida de todos los obispos, y mándanos obispos que sean verdaderos testigos, obispos que recen, y obispos que nos ayuden con su predicación a entender el Evangelio, a estar seguros de que Tú, Señor, estás vivo, estás entre nosotros.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Samuel 24 3-21: No extenderé la mano contra él, porque es el ungido del Señor. Saúl persigue a muerte a David. Y cuando éste lo encuentra solo y lo tiene a su merced, sin embargo, no levanta la mano contra él por respeto al ungido del Señor. No se venga. Saúl conoce por esto y por otros signos que David es el elegido del Señor, pero no por eso cambia hacia él sus sentimientos. Pueden más en él la envidia y la soberbia. El perdón otorgado por David a su mayor enemigo es un ejemplo perfecto. Pudo vengarse y no lo hizo, guardado del mal por temor de Dios. También San León Magno exhorta al perdón:
«Amadísimos, acordándonos de nuestras debilidades, que nos han hecho caer en toda clase de faltas, guardémonos de descuidar este remedio primordial [del perdón] y este medio tan eficaz en la curación de nuestras heridas. Perdonemos, para que se nos perdone; concedamos la gracia que nosotros pedimos. No busquemos la venganza, ya que nosotros mismos suplicamos que se nos perdone. No nos hagamos el sordo a los gemidos de los pobres; otorguemos con diligente benignidad la misericordia a los indigentes, para que podamos encontrar también nosotros misericordia el día del juicio» (Sermón 39,6).
–El ejemplo de David, acosado y salvado, nos mueve a elevar a Dios un canto de confianza con el Salmo 55. La fuerza protectora de Dios es más poderosa que la acción de los enemigos: «En Dios confío y no temo. Misericordia, Dios mío, que me hostigan, me atacan y me acosan todo el día; todo el día me hostigan mis enemigos, me atacan en masa. Anota en tu libro mi vida errante, recoge mis lágrimas en tu odre. Que retrocedan mis enemigos cuando te invoco y así sabré que eres mi Dios. En Dios, cuya promesa alabo, en el Señor, cuya promesa alabo, en Dios confío y no temo; ¿qué podrá hacerme un hombre? Te debo, Dios mío, los votos que hice; los cumpliré con acción de gracias».
–Marcos 3,13-19: Llamó a los que quiso y los hizo sus compañeros. Jesús elige a sus apóstoles para que estén siempre con Él y para enviarlos a predicar. No es posible ser apóstol de Cristo si no se está unido íntimamente a Él. Difícilmente se podrá misionar si no estamos llenos de Cristo por la oración. San Agustín insiste en ello con frecuencia:
«Antes de permitir a la lengua que hable, el apóstol debe elevar a Dios su alma sedienta, con el fin de dar lo que hubiese bebido y esparcir aquello de que le haya llenado» (Doctrina Cristiana 1,4). El cristiano, «para que aprenda a amar a su prójimo como a sí mismo, debe antes amar a Dios como a sí mismo» (Comentario al Salmo 118).
Y San Ambrosio:
«Recibe a Cristo para que puedas hablar a los demás. Acoge en ti el agua de Cristo... Llena, pues, de esta agua tu interior, para que la tierra de tu corazón quede humedecida y regada por sus propias fuentes» (Carta 2,1-2).
En fin, San Gregorio:
«San Juan Bautista escuchaba en su interior la voz de la Verdad para manifestar al exterior lo que oía» (Homilía 20 sobre los Evangelios).
Ésta ha sido la doctrina constante de la Iglesia: de la unión vital con Cristo depende la fecundidad de todo apostolado. Si no «estamos con Él», no podemos ser «enviados a predicar».
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. I Samuel 24,3-21
a) Es pintoresca la escena que leemos hoy, en que David perdona la vida a su perseguidor Saúl, que entra casualmente en una cueva en la que no sabe que están David y los suyos.
Saúl, víctima de su temperamento inestable, se deja recomer de los celos y, en una operación militar en toda regla, persigue a David, que se ve obligado a convertirse en jefe de guerrilleros. Ya había intentado eliminarle en varias ocasiones, que no hemos leído en esta selección de lecturas de la Misa.
El relato pone de relieve la grandeza de corazón de David y además el respeto que siente por el ungido de Dios, perdonando a su enemigo, a pesar de que los suyos le incitan a acabar con él casi en nombre de Dios. Una vez más aparece el carácter voluble de Saúl que, llorando, reconoce su propia falta y llega a aceptar a David como el futuro rey.
b) Mucho podríamos aprender de ambos personajes.
Por parte de David, la capacidad de perdonar. Todos tenemos ocasiones en que nos sentimos ofendidos. Podemos adoptar una postura de venganza más o menos declarada, o bien optar por el perdón, sabiendo encajar con humildad lo que haya habido de ofensa.
Más ahora, en el NT, porque Cristo nos ha enseñado que sus seguidores debemos ser capaces de perdonar hasta setenta veces siete. A Pedro le tuvo que mandar que devolviera la espada a la vaina, porque no es con la violencia como se arreglan las cosas.
Por parte de Saúl, podríamos tal vez vernos reflejados en sus altibajos de humor y en esa sensación tan humana de la envidia y los celos cuando otros tienen mejores cualidades que nosotros. Ojalá no sea ése el caso. Pero también podemos aprender de él que, cuando llega el momento, sabe reconocer sus propios fallos y se vuelve atrás.
¿Somos de las personas que guardan sus rencores días y días? ¿o somos capaces de olvidar, de deshacer la espiral de la violencia y las revanchas? Jesús dijo: bienaventurados los misericordiosos, los obradores de paz. Y nos dio el ejemplo, cuando murió en la cruz perdonando a los que le llevaban a la muerte.
2. Marcos 3,13-19
a) Marcos nos cuenta la elección de los doce apóstoles.
Por una parte está la multitud que oye con gusto la predicación de Jesús y se aprovecha de sus milagros. Por otra, los discípulos, que creen en él y le van reconociendo como el Mesías esperado. Ahora, finalmente, él elige a doce, que a partir de ahora le seguirán y estarán con él en todas partes.
Apóstol, en griego, significa «enviado». Estos doce van a convivir con él y los enviará luego a predicar la Buena Noticia, con poder para expulsar demonios, como ha hecho él. O sea, van a compartir su misión mesiánica y serán la base de la comunidad eclesial para todos los siglos.
El número de doce no es casual: es evidente su simbolismo, que apunta a las doce tribus de Israel. La Iglesia va a ser desde ahora el nuevo Israel, unificado en torno a Cristo Jesús.
b) «Llamó a los que quiso». Es una elección gratuita. También a nosotros nos ha elegido gratuitamente para la fe cristiana o para la vocación religiosa o para el ministerio sacerdotal.
En línea con esa lista de los doce, estamos también nosotros. No somos sucesores de los Apóstoles -como los obispos- pero sí miembros de una comunidad que forma la Iglesia «apostólica».
No nos elige por nuestros méritos, porque somos los más santos ni los más sabios o porque estamos llenos de cualidades humanas.
Probablemente también entre nosotros hay personas débiles, como en aquellos primeros doce: uno resultó traidor, otros le abandonaron en el momento de crisis, y el que él puso como jefe le negó cobardemente. Nosotros seguro que también tenemos momentos de debilidad, de cobardía o hasta de traición. Pero siempre deberíamos confiar en su perdón y renovar nuestra entrega y nuestro seguimiento, aprovechando todos los medios que él nos da para ir madurando en nuestra fe y en nuestra vida cristiana.
Como los doce, que «se fueron con él» y luego «los envió a predicar», también nosotros, cuando celebramos la Eucaristía, «estamos con él» y al final de la misa, cuando se nos dice que «podemos ir en paz», en realidad «somos enviados» para testimoniar con nuestra vida la Buena Noticia que acabamos de celebrar y comulgar.
«Misericordia, Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti» (salmo, II)
«Llamó a los que quiso y se fueron con él» (evangelio).