Viernes II Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 15 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 8, 6-13: Mejor es la alianza de la que es mediador
Sal 84, 8 y 10. 11-12. 13-14: La misericordia y la fidelidad se encuentran
Mc 3, 13-19: Llamó a los que quiso para que estuvieran con él
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (23-01-2015): Dios perdona, reconcilia y olvida
viernes 23 de enero de 2015Reconciliar es el trabajo de Dios, y es un hermoso trabajo. Porque nuestro Dios perdona cualquier pecado, lo perdona siempre, celebra cuando uno le pide perdón y lo olvida todo. La Epístola a los Hebreos (Hb 8,6-13) nos habla de modo insistente de la nueva alianza establecida por Dios con el pueblo elegido. El Dios que reconcilia decide enviar a Jesús para restablecer un nuevo pacto con la humanidad cuya piedra angular es fundamentalmente el perdón. Un perdón que tiene muchas características.
Lo primero, ¡Dios perdona siempre! No se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él no se cansa de perdonar. Cuando Pedro pregunta a Jesús: ¿Cuántas veces tengo que perdonar? ¿Siete veces?, le responde: No siete veces: setenta veces siete. O sea, siempre. Así perdona Dios: siempre. Aunque hayas llevado una vida de muchos pecados, de tantas cosas feas, si al final, un poco arrepentido, pides perdón, ¡te perdona enseguida! Él perdona siempre.
Sin embargo, la duda que podría surgir en el corazón humano es cuánto está Dios dispuesto a perdonar. Pues bien, basta arrepentirse y pedir perdón: no hay que pagar nada, porque ya Cristo lo pagó por nosotros. El modelo es el hijo pródigo de la parábola, que arrepentido prepara un discurso para su padre, quien en cambio no lo deja ni hablar sino que lo abraza y lo estrecha a sí. No hay pecado que Él no perdone. Lo perdona todo. Pero yo no puedo confesarme porque he cometido muchas cosas feas; tantas que no tengo perdón. No, no es verdad. ¡Dios lo perdona todo! Si vas arrepentido, se perdona todo. ¡Muchas veces, no te deja ni hablar! Empiezas a pedir perdón y ya te hace sentir la alegría del perdón antes de que hayas terminado de decirlo todo. Y cuando perdona, Dios lo celebra.
Finalmente, ¡Dios olvida! Porque lo que importa para Dios es encontrarse con nosotros. Por eso, sugiero un examen de conciencia a los sacerdotes dentro del confesionario. ¿Estoy dispuesto a perdonarlo todo? ¿A olvidarme de los pecados de esa persona? La confesión, más que juicio, es un encuentro. Muchas veces las confesiones parecen una formalidad: Po, po, po, po, po... Y ya. ¡Todo mecánico! ¡No! ¿Y el encuentro dónde está? El encuentro con el Señor que reconcilia, te abraza y lo celebra. Ese es nuestro Dios, tan bueno. Y lo tenemos que enseñar: que aprendan nuestros hijos, nuestros chicos a confesarse bien, porque ir a confesarse no es ir a la tintorería para que te quiten una mancha. ¡No! Es ir a encontrar al Padre, que reconcilia, que perdona y hace una fiesta.
Homilía (20-01-2017): Cambio de mentalidad, de vida y de pertenencia
viernes 20 de enero de 2017Dios renueva todo desde las raíces, no solo en la apariencia. Es lo que dice la Primera Lectura de la Carta a los Hebreos (8,6-13), sobre la recreación que Dios hace en Jesucristo.
Esta nueva alianza tiene sus características. Primero, la ley del Señor no es un modo de obrar externo, sino que entra en el corazón y nos cambia la mentalidad. En la nueva alianza hay un cambio de mentalidad, hay un cambio de corazón, un cambio de sentir, de modo de actuar, un modo distinto de ver las cosas. Es como la obra que un arquitecto puede mirar de modo frío, con envidia, o bien con actitud de alegría y benevolencia. La nueva alianza nos cambia el corazón y nos hace ver la ley del Señor con ese nuevo corazón, con esa nueva mente. Pensemos en los doctores de la ley que perseguían a Jesús. Hacían todo, todo lo que estaba prescrito en la ley, tenían el derecho en la mano, todo, todo, todo. Pero su mentalidad era una mentalidad alejada de Dios. Era una mentalidad egoísta, centrada en sí mismos: su corazón era un corazón que condenaba, siempre condenando. La nueva alianza nos cambia el corazón y nos cambia la mente. Hay un cambio de mentalidad.
El Señor sigue adelante y nos asegura que perdonará las iniquidades y no se acordará más de nuestros pecados (cfr. Hb 8,12). Y a veces me gusta pensar, bromeando un poco con el Señor: ¡Tú no tienes buena memoria! Es la debilidad de Dios: cuando nos perdona, olvida. Olvida porque perdona. Ante un corazón arrepentido, perdona y olvida: pues perdonaré sus delitos y no me acordaré ya de sus pecados. Pero también es una invitación a no hacer recordar al Señor los pecados, o sea, a no pecar más: Tú me has perdonado, has olvidado, pero yo tengo que cambiar. Un cambio de vida: la nueva alianza me renueva y me hace cambiar de vida, no solo de mentalidad y de corazón, sino de vida. Vivir así: sin pecado, lejos del pecado. Esa es la recreación. Así el Señor nos recrea a todos.
Finalmente, el tercer rasgo, el cambio de pertenencia. Nosotros pertenecemos a Dios, los otros dioses no existen, son estupideces. Cambio de mentalidad, pues, cambio de corazón, cambio de vida y cambio de pertenencia. Y esta es la recreación que el Señor hace más maravillosamente que la primera creación. Pidamos al Señor que sigamos adelante con esta alianza de ser fieles. El sello de esta alianza, de esta fidelidad, ser fiel a esa labor que el Señor hace para cambiarnos la mentalidad, para cambiarnos el corazón. Los profetas decían: El Señor cambiará tu corazón de piedra en corazón de carne (cfr. Ez 11,19). Cambiar el corazón, cambiar la vida, no pecar más o no hacer recordar al Señor lo que ha olvidado con nuestros pecados de hoy, y cambiar la pertenencia: jamás pertenecer a la mundanidad, al espíritu del mundo, a las estupideces del mundo, solo al Señor.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 8,6-13: Cristo es Mediador de una alianza mejor. El tema de la alianza es central en la Carta a los Hebreos. Allí se encuentra esa palabra más veces que en los demás libros del Nuevo Testamento. La comparación entre las dos alianzas, la Antigua, dada a Moisés y grabada en piedra, y la Nueva, dada por Cristo y grabada en la inteligencia y en el corazón de los fieles por el Espíritu Santo, desarrolla el texto de Jeremías (Jer 31,31-34), donde el profeta anuncia la alianza interior de Yavé con su pueblo. Orígenes comenta:
«Todos los que hemos recibido la palabra del Señor somos «linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 Pe 2, 9). Si, pues, alguno de nosotros, que hemos sido constituidos en el orden de la estirpe real, ha sido llevado por el diablo cautivo, sin duda ha sido trasladado del cortejo real a Babilonia y hace alianza con Nabucodonosor porque despreció la alianza con Dios.
«Es imposible que el hombre viva sin una u otra alianza. Si mantienes en ti el testamento de Dios, Nabucodonosor no puede hacer alianza contigo. Y si rechazaste el testamento de Dios, por la prevaricación de sus mandatos, has hecho pacto con Nabucodonosor. Pues está escrito: «hizo con él un pacto» (Ez 17,13), y «se vistió como un traje la maldición»» (Sal 108,18) (Homilía 12,17 sobre Ezequiel).
–Lo que fue promesa se ha hecho ahora realidad en Jesucristo, y lo que fue anuncio de la constante misericordia de Dios se ha manifestado plenamente en Cristo con el carácter de lo definitivo. Él es al mismo tiempo misericordia y fidelidad. Celebramos orantes ese misterio de gracia con el Salmo 84:
«Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra... La justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo».
–Marcos 3,13-19: Llamó a los que quiso y los hizo sus compañeros. Jesús elige a sus apóstoles para que estén siempre con Él y para enviarlos a predicar. No es posible ser apóstol de Cristo si no se está unido íntimamente a Él. Difícilmente se podrá misionar si no estamos llenos de Cristo por la oración. San Agustín insiste en ello con frecuencia:
«Antes de permitir a la lengua que hable, el apóstol debe elevar a Dios su alma sedienta, con el fin de dar lo que hubiese bebido y esparcir aquello de que le haya llenado» (Doctrina Cristiana 1,4). El cristiano, «para que aprenda a amar a su prójimo como a sí mismo, debe antes amar a Dios como a sí mismo» (Comentario al Salmo 118).
Y San Ambrosio:
«Recibe a Cristo para que puedas hablar a los demás. Acoge en ti el agua de Cristo... Llena, pues, de esta agua tu interior, para que la tierra de tu corazón quede humedecida y regada por sus propias fuentes» (Carta 2,1-2).
En fin, San Gregorio:
«San Juan Bautista escuchaba en su interior la voz de la Verdad para manifestar al exterior lo que oía» (Homilía 20 sobre los Evangelios).
Ésta ha sido la doctrina constante de la Iglesia: de la unión vital con Cristo depende la fecundidad de todo apostolado. Si no «estamos con Él», no podemos ser «enviados a predicar».
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 8,6-13
«... éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados». En toda celebración eucarística, en el momento de la consagración, revivimos con estupor conmovido y adorador el misterio de la «alianza superior», cuyo mediador, como dice la carta a los Hebreos, es Jesús.
El pasaje describe detenidamente con una extensa cita, tomada del capítulo 31 del libro del profeta Jeremías, la «nueva» alianza con la que Dios sustituye -declarándola superada- la precedente, estipulada mediante ritos y prácticas exteriores. El vínculo que había establecido con los padres, cuando liberó a su pueblo de Egipto, ha quedado roto a causa de la infidelidad de Israel; sin embargo, Dios no se detiene ante ello y estipula otra alianza, destinada a penetrar en lo íntimo del hombre, en su mente, en su corazón. Toda la historia de la salvación no es otra cosa que el progresivo cumplimiento del deseo apasionado de Dios de hacerse reconocer y amar por el hombre, criatura pensada y querida en la libertad. El prodigio de esta «alianza nueva» consistirá en que, por fin, cada uno «conocerá» -esto es, amará- al Señor, que, una vez más, se manifiesta como Aquel que es misericordia, perdón (Ex 34,6ss). El lugar en que se consumará tal manifestación será la cruz del Hijo amado, Jesús.
Evangelio: Marcos 3,13-19
Como ocurría ya en la primera lectura, también en este pasaje del evangelio vemos desplegarse la iniciativa de Dios, que, deseando vincular de una manera más estrecha consigo a la humanidad, elige a través de Jesús a algunos que experimenten de una manera más profunda su amor y se conviertan en testigos, anunciadores de la nueva alianza entre los hermanos.
Las características de esta llamada responden al criterio de una libertad absoluta por parte del Maestro, que llamó «a los que quiso» (v. 13), es decir, a los que amaba. Con todo, la elección se hace siempre en favor de todos los hermanos. Marcos lo subraya inmediatamente después. Los eligió antes que nada «para que lo acompañaran» (v. 14), aprendiendo así a conocer el corazón del Padre manifestado en Jesús. Sólo a partir del vínculo profundo establecido con él son enviados los discípulos a anunciar a todos la «Buena Nueva» del amor del Padre. Jesús les confiere también el poder de vencer al mal y, por consiguiente, todo miedo, expulsando a los demonios (cf. v. 15).
Los escogidos son doce, número entrañable en Israel; son, por tanto, los patriarcas del nuevo pueblo de Dios, testigos ante todos de todo lo que dice y hace Jesús. El primero es Simón, que recibe el nombre de Pedro-Roca, imagen de la fidelidad de Dios a su alianza (v 16). Le siguen Santiago y Juan, a quienes dio Jesús, tal vez a causa de su carácter, el sobrenombre de «hijos del trueno» (v. 17), y después todos los otros hasta llegar a Judas Iscariote, el traidor: también él fue elegido por ser amado.
Los Doce son gente normal, sin prerrogativas excepcionales, bien al contrario; y, sin embargo, precisamente a ellos confió Dios dar testimonio de su amor a los hombres.
MEDITATIO
Dios creó todo el universo para el hombre y creó al hombre para unirlo a El en Jesús, su Hijo. Esta certeza está en condiciones de iluminar y cambiar por completo nuestra vida, porque no es posible sentirnos amados sin que esto renueve desde el interior nuestra existencia y cambie nuestras relaciones. El riesgo que corremos es vivir como desmemoriados, dejándonos aplastar por la opacidad de un horizonte en el que no penetra la luz de Dios.
«Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron» (cf. Jn 1,11), pero si lo recibimos, si nos abrimos a la alegría de la fe, entonces también nosotros nos convertimos en hijos, amados, escogidos, elegidos para estar siempre con él y para anunciarlo a los hermanos, con el poder de derrotar al Maligno, que recurrirá a todo para alejarnos de la alegría de este descubrimiento.
¿Dónde podemos alcanzar la fuerza para vivir la memoria de este amor poderoso, sino participando en el sacrificio eucarístico que cada día nos vuelve a llevar a las fuentes del don de Dios y vuelve a proponernos adherirnos a la nueva y eterna alianza entre Dios y el hombre que Jesús ha venido a establecer en su sangre divina derramada por nosotros?
ORATIO
Señor Jesús, tú me has llamado también a mí para que esté contigo. Has vencido para siempre mi soledad dándome la plenitud de tu amor, capaz de renovar todas las cosas. Abre mi corazón para acoger cada día la novedad de tu Espíritu, que viene sobre mí y me impulsa a anunciarlo a mis hermanos. Hay una enorme necesidad de alegría, de amor y de paz a mi alrededor, entre todos los que viven más cerca de mí.
Concédeme penetrar en el misterio de tu entrega de amor que renuevas por nosotros a diario sobre el altar, haz que yo llegue a ser un testigo creíble. Hazme comprender que «hay más alegría en dar que en recibir» y vence en mí toda resistencia, toda dureza, para que también yo sea para todos pan partido, sangre derramada, en el misterio de la nueva y eterna alianza entre Dios y el hombre, que tú has venido a sellar con tu sangre.
CONTEMPLATIO
El Señor ha prometido a sus santos no sólo estar, sino permanecer también junto a ellos y, lo que es aún más grande, morar en ellos. ¿Qué digo? Está escrito nada menos que el Señor, amigo de los hombres, se une a sus santos con tal amor que forma un solo espíritu con ellos. Es imposible expresar la amistad de Dios por los hombres; su amor por nuestra estirpe supera todo discurso humano y sólo conviene a la divina bondad: en esto consiste, en efecto, la paz de Dios, que supera todo entendimiento. De modo análogo, la unión del Señor con aquellos a quienes ama está por encima de cualquier unión que podamos pensar, de cualquier ejemplo que podamos poner; por eso ha tenido que servirse la Escritura de muchas imágenes para expresarla, porque una sola hubiera sido insuficiente. Unas veces usa la figura de la casa y del que habita en ella, otras la de la vid y los sarmientos, otras las bodas, otras la cabeza y los miembros, pero ninguna corresponde a la realidad de tal modo que, por las imágenes, sea posible llegar al conocimiento exacto de la verdad. En efecto, la unión debe corresponder al amor, pero ¿qué realidad puede ser adecuada al amor divino?
Las bodas no pueden unir a los esposos hasta tal punto que les haga estar y vivir el uno en el otro, como sucede con Cristo y la Iglesia. Los miembros están unidos a la cabeza, viven de esta conexión y, si son cortados, mueren, pero bastante más que a su cabeza están unidos a Cristo, y viven por él mucho más que por la unión a su cabeza. Y llego así a la realidad más extraordinaria: ¿quién está más unido a otro que consigo mismo? Pues bien, también esta unidad es inferior a la unión de la que hablamos. A buen seguro, cada uno de los espíritus bienaventurados es único e idéntico a sí mismo; sin embargo, está más unido al Salvador que a sí mismo: en efecto, ama al Salvador más que a sí mismo (Nicolás Cabasilas, La vita in Cristo, II [edición española: La vida en Cristo, Rialp, Madrid 1999]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 84,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
No parece una cosa tan evidente que los cristianos sean una «estirpe elegida». Pendencieros, vanos, egoístas, petulantes, ingratos, tenaces en el resentimiento, los miembros de esta raza elegida a duras penas se distinguen en el marco de la universal miseria humana. Nada de lo nuestro puede haber motivado, ni de lejos, la elección divina. El único valor que hay en nosotros es precisamente esta elección, que lleva a cabo y explica cuanto de santo, de puro, de generoso, de sabio, de bueno... germina en un terreno tan sórdido y duro. La existencia de una «estirpe elegida» no significa que haya «estirpes excluidas». La estirpe elegida está compuesta por todos los que no se defienden del asalto del amor que está en el origen de todas las cosas que existen. Los «predestinados» son —allí donde se encuentren—los que se dejan amar. La Iglesia es la asamblea de los convocados por el amor del Padre.
Somos un pueblo, unificado por la común dignidad y por la esperanza común. Somos un pueblo con la única ley del amor. Con nuestro comportamiento podemos desmentir mil veces esta realidad nuestra, pero no por ello deja de estar arraigada y de ser urgente dentro de nosotros. Somos un pueblo y parecemos una manada de litigiosos sumarios. Ahora bien, nadie debe ironizar ni escandalizarse. Nadie que sea capaz de registrar despiadadamente sus propias derrotas se maravillará de los ideales aparentemente inertes y traicionados por todos, con tal de que cada día se renueve el compromiso. Estoy tan asombrado y soy tan feliz de que me haya alcanzado la misericordia, que no llego a descubrir justamente motivos de indignación y de denuncia. Somos un pueblo de gente que intenta amar en un mundo donde todo nos invita a atrincherarnos en nosotros mismos; que intenta contemplar la realidad verdadera y eterna, mientras que todos nos exhortan a disiparnos; que intenta orar, esto es, abrirse al diálogo con el Padre, cuando todos están persuadidos de que el cielo es un vacío el mundo un orfanato. Todos estos repetidos intentos, realizados juntos para que nuestro escaso ánimo se multiplique y nuestros abatimientos no se sumen, eso es el pueblo de Dios (G. Biffi, Meditazioni sulla vita ecclesiale, Milán 1972, pp. 129-132, passim).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 8,6-13
a) Siguiendo con el tema de Cristo como nuestro Sacerdote y Mediador, la carta a los Hebreos subraya que la Alianza nueva supera en mucho a la antigua. El «Nuevo Testamento», que significa «Nueva Alianza», no es que haya suprimido al Antiguo, pero sí lo ha llevado a la plenitud y ha supuesto un paso decisivo hacia delante.
Con ello estamos entrando en el tema central de toda la carta, la superioridad del sacerdocio de Cristo, con todas las consecuencias para los que han decidido seguirle.
Para el autor de esta carta, la Alianza del AT ha fracasado, no ha producido los frutos que Dios esperaba, porque sus destinatarios han sido infieles. Ya el profeta Jeremías -único caso en todo el AT- anunciaba solemnemente, como escuchamos hoy en la larga cita que se hace de él, que Dios ha pensado una Nueva Alianza. Esta será más interna que ritualista, impresa en el corazón y no en tablas de piedra. Y espera que encuentre fieles más constantes.
De esta Alianza es de la que es Mediador Cristo Jesús: le ha tocado un ministerio (en griego «leiturguía», liturgia) mucho mejor que el de los sacerdotes del Templo, porque es Mediador de una Alianza mucho mejor.
El salmo nos hace cantar que, al menos par parte de Dios, «la misericordia y la fidelidad se encuentran». Se trataría de que también por la nuestra fuera así.
b) Nosotros pertenecemos al «Nuevo Testamento», o sea, a la «Nueva Alianza».
¿De veras nuestra fe es interior, escrita en el corazón, o seguimos con la tentación de lo meramente exterior y ritualista, como los israelitas? ¿Cedemos fácilmente al cansancio o a la añoranza, como los lectores de esta carta, a los que insistentemente hay que recordarles que Dios espera fieles más perseverantes para con su Alianza?
En la Eucaristía recibimos «la Sangre de la Nueva y eterna Alianza». No sólo creemos en Cristo. Participamos de la vida que nos comunica, primero en su Palabra y luego en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. En consecuencia, a lo largo de la jornada, se supone que vivimos según el espíritu de esta Nueva Alianza.
2. Marcos 3,13-19
a) Marcos nos cuenta la elección de los doce apóstoles.
Por una parte está la multitud que oye con gusto la predicación de Jesús y se aprovecha de sus milagros. Por otra, los discípulos, que creen en él y le van reconociendo como el Mesías esperado. Ahora, finalmente, él elige a doce, que a partir de ahora le seguirán y estarán con él en todas partes.
Apóstol, en griego, significa «enviado». Estos doce van a convivir con él y los enviará luego a predicar la Buena Noticia, con poder para expulsar demonios, como ha hecho él. O sea, van a compartir su misión mesiánica y serán la base de la comunidad eclesial para todos los siglos.
El número de doce no es casual: es evidente su simbolismo, que apunta a las doce tribus de Israel. La Iglesia va a ser desde ahora el nuevo Israel, unificado en torno a Cristo Jesús.
b) «Llamó a los que quiso». Es una elección gratuita. También a nosotros nos ha elegido gratuitamente para la fe cristiana o para la vocación religiosa o para el ministerio sacerdotal.
En línea con esa lista de los doce, estamos también nosotros. No somos sucesores de los Apóstoles -como los obispos- pero sí miembros de una comunidad que forma la Iglesia «apostólica».
No nos elige por nuestros méritos, porque somos los más santos ni los más sabios o porque estamos llenos de cualidades humanas.
Probablemente también entre nosotros hay personas débiles, como en aquellos primeros doce: uno resultó traidor, otros le abandonaron en el momento de crisis, y el que él puso como jefe le negó cobardemente. Nosotros seguro que también tenemos momentos de debilidad, de cobardía o hasta de traición. Pero siempre deberíamos confiar en su perdón y renovar nuestra entrega y nuestro seguimiento, aprovechando todos los medios que él nos da para ir madurando en nuestra fe y en nuestra vida cristiana.
Como los doce, que «se fueron con él» y luego «los envió a predicar», también nosotros, cuando celebramos la Eucaristía, «estamos con él» y al final de la misa, cuando se nos dice que «podemos ir en paz», en realidad «somos enviados» para testimoniar con nuestra vida la Buena Noticia que acabamos de celebrar y comulgar.
«Haré con la casa de Israel una alianza nueva» (1a lectura, I)
«Perdonaré sus delitos y no me acordaré ya de sus pecados» (1a lectura, I)
«Muéstranos, Señor tu misericordia y danos tu salvación» (salmo, I)
«Llamó a los que quiso y se fueron con él» (evangelio).