Miércoles II Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 15 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 7, 1-3. 15-17: Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec
Sal 109, 1bcde. 2 .3 .4: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
Mc 3, 1-6: ¿Está permitido en sábado salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 7,1-3.15-17: Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec. Quedan perfilados los rasgos del sacerdocio de Cristo: será el suyo un sacerdocio totalmente nuevo, cuya imagen puede ser la figura misteriosa de Melquisedec. De éste no se conoció su ascendencia ni su descendencia (Gen 14,17-20). Por eso es tipo del sacerdocio eterno de Cristo. Era rey de Salén, esto es, rey de paz. Abrahán lo considera superior.
Todo esto es propio de Cristo. Por Él, que es nuestro Mediador, nuestro Sumo y Eterno Sacerdote, la Iglesia puede ofrecer y ofrece al Padre una acción de gracias, una eucaristía, perfecta y digna de Él. En la maravilla sagrada de la Eucaristía se actualiza sacramentalmente el sacrificio único de Cristo. Oigamos a San León Magno:
«Está presente el Señor Jesucristo en medio de los creyentes. Por eso nuestra confianza no es temeraria, sino fiel. Pues, aunque Él está sentado a la derecha de Dios Padre, hasta que ponga a todos sus enemigos por escabel de su pies (Sal 109,1), sin embargo, no falta nunca el Sumo Pontífice de la asamblea de sus pontífices, y con razón se le canta por boca de toda la Iglesia y de todos los sacerdotes: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec».
«Él mismo es Aquel cuya figura presignificaba el pontífice Melquisedec, que no ofrecía las oblaciones judaicas, sino que inmoló el sacrificio de aquel sacramento que nuestro Redentor consagró en su Cuerpo y en su Sangre. Él mismo es aquel cuyo sacerdocio no había de pasar con el tiempo de la ley, como pasó el establecido según el orden de Aarón, sino que fue instituido con la firmeza de un juramento indisoluble, que había de celebrarse perennemente según el orden de Melquisedec. Pues, así como entre los hombres el juramento que se presenta con estas fórmulas queda sancionado como pacto perpetuo, así también la declaración del juramento divino, que se encuentra en estas promesas, fijadas en decretos inconmovibles. Y puesto que el arrepentimiento indica el cambio de voluntad, Dios no se arrepiente en aquel en que, según el beneplácito eterno, no puede querer otra cosa distinta de lo que quiso...
«Honramos, pues, el día en que fuimos consagrado obispo, ya que piadosa y verdaderamente confesamos que, en todas las cosas que hacemos rectamente, Cristo es quien realiza la obra de nuestro ministerio» (Sermón 5, 3-4).–Volvemos a cantar el sacerdocio de Cristo con el Salmo 109: ««Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec». Oráculo del Señor a mi Señor: «siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies»... El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec»».
El sacrificio de la Misa es una reactualización sacramental del sacrificio redentor del Calvario. Jesús en él se da a Sí mismo y se entrega sin límites a los hombres, como Sacerdote y Víctima. Toda su vida ha sido una donación continuada. Él «vino para dar su vida» (Mt, 20,28), y en la hora suprema consumó su donación en el sacrificio de la Cruz.
–Marcos 3,1-6: ¿Está permitido en sábado salvar a un hombre o dejarlo perecer? Sigue el problema de la legislación mosaica ante el mensaje de Cristo, que viene a salvar a todos los hombres. Los contemporáneos de Jesús no quieren recibir la verdad, no aceptan el verdadero sentido de la ley, no reconocen la hora del amor supremo que Cristo viene a instaurar. No entienden que Jesucristo, con su doctrina y con su conducta, aunque aparentemente rompe el orden religioso de Moisés, «no viene a abrogar la Ley, sino a consumarla» en el amor (Mt 5,17). Es ésta una de las características más auténticas de la vida cristiana. Dice San Bernardo:
«El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho; su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo para amar. Gran cosa es el amor, con tal que se recurra a su principio y origen, con tal que vuelva siempre a su fuente y sea una misma emanación de sí mismo» (Sermón 83).
San Agustín decía: «cuanto más amo, me siento todavía más deudor» (Carta 192).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 7,1-3.15-17
a) Para que los cristianos procedentes del judaísmo no añoren, entre otras cosas, la institución sacerdotal del Templo, el autor de la carta demuestra la superioridad total del sacerdocio de Jesús.
Le presenta como «sacerdote según el rito de Melquisedec». Este misterioso personaje, que salió al encuentro de Abrahán cuando volvía de una de sus salidas de castigo contra los enemigos (Génesis 14), presenta varias características que hacen su sacerdocio muy distinto del que luego sería el sacerdocio hereditario de la tribu de Leví:
- no tiene genealogía, no constan quiénes son sus padres,
- tampoco se indica el tiempo, su inicio o su final: apunta a un sacerdocio duradero,
- es rey de Salem, que significa «paz»,
- el nombre de Melquisedec significa «justicia»,
- es sacerdote en la era patriarcal, antes de la constitución del sacerdocio de la tribu de Leví.
Todo esto se aplica aquí a Cristo para indicar su superioridad. No es como los sacerdotes de la tribu de Leví No ha heredado su sacerdocio de una familia. Jesús es laico, no sacerdote según las categorías de los judíos. Tiene genealogía humana, pero sobre todo es Hijo de Dios. No tiene principio y fin, porque es eterno. Y es el que nos trae la verdadera paz y justicia.
Cuando decimos, con el Salmo 109, «tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec», queremos expresar esta singularidad de Jesús en su misión de Mediador entre Dios y la humanidad: es sacerdote no según unas leyes humanas, sino de un modo muy especial. Melquisedec aparece así como figura y profecía de Cristo, el verdadero sacerdote que Dios nos ha enviado en la plenitud de los tiempos.
b) Hace dos mil años que nació Cristo Jesús. Por eso la Iglesia ha sido convocada a celebrar el Jubileo del año 2000 con la mirada puesta en él. La carta a los Hebreos nos ayuda a centrar nuestra atención en este Sumo Sacerdote, el que era, el que es, el que será.
Estamos gozosamente convencidos de que Jesús ha sido constituido Sacerdote y Mediador en ambas direcciones. Porque es el Hijo de Dios y es el Hermano de los hombres, nos trae de parte de Dios la salvación, el perdón, la Palabra, y le lleva a Dios nuestra alabanza, nuestras peticiones, nuestras ofrendas. Así tenemos acceso a la comunión de vida con Dios.
Nos conviene recordar esta relación entrañable que tenemos con Cristo Jesús. Toda bendición, toda palabra, todo perdón, lo recibimos de Dios por él, con él, en él. Así como toda nuestra alabanza sube al Padre por él, con él y en él, y todas nuestras oraciones las dirigimos a Dios «por Jesucristo, nuestro Señor».
2. Marcos 3,1-6
a) De nuevo Jesús quiere manifestar su idea de que la ley del sábado está al servicio del hombre y no al revés.
Delante de sus enemigos que espían todas sus actuaciones, cura al hombre del brazo paralítico. Lo hace provocativamente en la sinagoga y en sábado.
Pero antes pone a prueba a los presentes: ¿se puede curar a un hombre en sábado? Y ante el silencio de todos, dice Marcos que Jesús les dirigió «una mirada de ira», «dolido de su obstinación».
Algunos, al encontrarse con frases de este tipo en el evangelio, tienden a hablar de la «santa ira» de Jesús. Pero aquí no aparece lo de «santa». Sencillamente, Jesús se enfada, se indigna y se pone triste. Porque estas personas, encerradas en su interpretación estricta y exagerada de una ley, son capaces de quedarse mano sobre mano y no ayudar al que lo necesita, con la excusa de que es sábado. ¿Cómo puede querer eso Dios?
Al verse puestos en evidencia, los fariseos «se pusieran a planear el modo de acabar con él».
b) ¿Es la ley el valor supremo? ¿o lo es el bien del hombre y la gloria de Dios? En su lucha contra la mentalidad legalista de los fariseos, ayer nos decía Jesús que «el sábado es para el hombre» y no al revés. Hoy aplica el principio a un caso concreto, contra la interpretación que hacían algunos, más preocupados por una ley minuciosa que del bien de las personas, sobre todo de las que sufren. Cuando Marcos escribe este evangelio, tal vez está en plena discusión en la comunidad primitiva la cuestión de los judaizantes, con su empeño en conservar unas leyes meticulosas de la ley de Moisés.
La ley, sí El legalismo, no. La ley es un valor y una necesidad. Pero detrás de cada ley hay una intención que debe respirar amor y respeto al hombre concreto. Es interesante que el Código de Derecho Canónico, el libro que señala las normas para la vida de la comunidad cristiana, en su último número (1752), hablando del «procedimiento en los recursos administrativos y en la remoción o el traslado de los párrocos», que parece un tema árido, a resolver más bien con leyes canónicas exactas afirme que se haga todo «teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia». Estas son las últimas palabras de nuestro Código. Detrás de la letra está el espíritu, y el espíritu debe prevalecer sobre la letra. La ley suprema de la Iglesia de Cristo son las personas, la salvación de las personas.
«Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec» (1a lectura, I )
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento» (salmo, I)
«Le dijo: extiende el brazo. Lo extendió y quedó restablecido» (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 7,1-3.15-17
En el pasaje que nos propone la liturgia de hoy sobresale un personaje misterioso: Melquisedec. Su nombre significa «rey de justicia» y se le califica de «sacerdote del Dios altísimo». A diferencia de los protagonistas del Antiguo Testamento, cuya ascendencia siempre se detalla de una manera minuciosa, Melquisedec «se presenta sin padre, ni madre, ni antepasados». ¿Quién es, pues, este rey de paz (Salem), superior incluso a Abrahán, a cuyo encuentro sale en el valle del Rey y a quien bendice ofreciendo pan y vino, y al que Abrahán paga el diezmo? Es «figura», es decir, casi un esbozo y una anticipación, que perfila los rasgos de Jesús, nuestro único, sumo y santo sacerdote, constituido como tal para siempre no según una descendencia carnal, sino porque es Hijo de Dios. Su sacerdocio le hará para siempre único auténtico mediador entre la humanidad y su Creador; como verdadero hombre y verdadero Dios, le habla al Padre con palabras de hombre y le es acepto porque es el único santo e inmaculado. Su sacerdocio, en efecto, y su culto al Padre son tan nuevos que llevan a su consumación, de un modo inesperado, tanto la realeza de David -a cuya descendencia pertenece Jesús según la carne- como el más antiguo sacerdocio del Antiguo Testamento, representado por Melquisedec.
Ahora, en Cristo, todo el pueblo de Dios puede acceder al culto nuevo y perfecto inaugurado por Jesús en su cuerpo inmolado en la cruz.
Evangelio: Marcos 3,1-6
Es sábado. Jesús entra en la sinagoga. Hay un hombre enfermo, pero, sobre todo, hay alguien que espera coger al Rabí en algún fallo.
El Maestro bueno que pasa haciendo el bien está siendo espiado en realidad por quienes desean desembarazarse de aquel incómodo personaje. Jesús advierte la hostilidad contra su persona -una hostilidad enmascarada por el amor a la Ley de Dios- y les hace frente a rostro descubierto. Hace poner en medio al hombre que tiene la mano atrofiada y lanza una pregunta a sus adversarios sobre la licitud de hacer el bien o el mal en sábado. Se produce un silencio muy elocuente después de su pregunta. Jesús se apena, se indigna frente a la doblez y la dureza de corazón de los que buscan atrincherarse detrás de aquel silencio hostil. Jesús restablece la mano de aquel hombre: hace el bien a pesar de todo. Sabe que eso le costará la vida, pero ha venido precisamente para asumir nuestras durezas, nuestras flaquezas, nuestras lepras, y para quemarlas en el don supremo de un amor que no se detiene frente a ninguna ingratitud.
MEDITATIO
Nuestro corazón tiene sed de comunión con Dios; quisiéramos encontrarle, hallarle, hablarle; recuperar la unidad y la armonía con los otros, con el orden creado. No hay ningún hombre que no haya sentido, al menos de una manera fugaz, un resplandor de estos deseos buenos y santos. Y no hay deseo humano que no encuentre en Jesús su cumplimiento y su realización. Él vino a nosotros para ser el santo y sumo sacerdote -prefigurado misteriosamente por Melquisedec- y para darnos su maravillosa dignidad.
Ahora, después de haber consumado Jesús en la cruz su santo sacrificio, todo hombre puede ofrecer al Padre, por medio de él y participando de su sacerdocio, el único y perfecto sacrificio. Cada hombre ha recuperado la inesperada dignidad que le permite hablar con Dios, ofrecerle toda la creación y, lo que es aún más, ser a sus ojos una viva imagen del Hijo amado en el que ha puesto su complacencia. Para eso ha venido Jesús, en efecto.
ORATIO
Señor Jesús, gracias por haber venido a nosotros para abrirnos de nuevo el camino hacia el Padre. No te canses de nuestra ingrata dureza, de nuestros rechazos. Ten piedad de la parálisis que nos atrofia la mano y, todavía más, el corazón. Siempre nos pones en el centro de tu atención y vuelves a dar soltura a nuestras manos encogidas, para que podamos abrirlas por fin y acoger el don que eres tú mismo, convertido por nuestro amor en pan y vino. Con tu ejemplo nos enseñas a no cerrar más nuestra mano como una garra sobre tus dones, aferrándolos y poseyéndolos sólo para nosotros mismos, y con el poder de tu Espíritu de amor nos haces entrar contigo en el movimiento de gratuidad y de ofrenda que nos hace libres y felices.
CONTEMPLATIO
Que, como en la ley vieja, sobre la cabeca de aquel animal con que limpiava sus peccados el pueblo, en nombre dél, ponía las manos el sacerdote y dezía que cargava en ella todo lo que su gente peccava, ansi él, porque era también sacerdote, puso sobre sí mismo las culpas y las personas culpadas, y las ajuntó con su alma, como en lo passado se dixo, por una manera de unión espiritual e ineffable, con que suele Dios juntar muchos en uno, de que los hombres espirituales tienen mucha noticia. Con la cual unión encerró Dios en la humanidad de su hijo a los que, según su ser natural, estavan della muy fuera; y los hizo tan unos con él que se comunicaron entre sí y a vezes sus males y sus bienes y sus condiciones; y muriendo él, morimos de fuerca nosotros; y padeciendo el Cordero, padecimos en él y pagamos la pena que devíamos por nuestros peccados, los cuales peccados, juntándonos Cristo consigo, por la manera que he dicho, los hizo como suyos proprios, según que en el psalmo dize: Cuán lexos de mi salud las vozes de mis delictos; que llama delitos suyos los nuestros, porque se echó ansi a ellos, como a los autores dellos tenía sobre los hombros puestos, y tan allegados a sí mismo y tan juntos, que se le pegaron las culpas dellos, y le sujetaron al agote y al castigo y a la sentencia contra ellos dada por la justicia divina. Y pudo tener en él assiento lo que no podía ser hecho ni obrado por él. En que se consideran con nueva maravilla dos cosas: la fuerca del amor y la grandeca de la pena y dolor. [...]
Y esso mismo, que fue hazerse Cordero de sacrificio, y poner en sí las condiciones y cualidades devidas al Cordero, que, sacrificado, limpiava, fue en cierta manera un gran sacrificio, y disponiéndose para ser sacrificado, se sacrificava de hecho con el fuego de la congoxa, que de tan contrarios extremos en su alma nascía, y antes de subir a la cruz le era cruz essa misma carga que para subir a ella sobre sus hombros ponía. Y subido y enclavado en ella, no le rasgavan tanto ni lastimavan sus tiernas carnes los clavos cuanto le traspassavan con pena el coracón la muchedumbre de malvados y de maldades, que, ayuntados consigo y sobre sus hombros tenía; y le era menos tormento el desatarse su cuerpo que el ajuntarse en el mismo templo de la sanctidad tanta y tan grande torpeza. A la cual, por una parte, su sancta ánima la abracava y recogía en sí para deshazerla por el infinito amor que nos tiene, y por otra esquivava y rehuya su vezindad y su vista, movido de su infinita limpieza, y ansi peleava y agonizava y ardía como sacrificio aceptíssimo, y en el fuego de su pena consumía esso mismo que con su vezindad le penava, ansi como lavava con la sangre que por tantos vertía esas mismas manzillas que la vertían, a que, como si fueran proprias, dio entrada y assiento en su casa. De suerte que, ardiendo él, ardieron en él nuestras culpas, y bañándose su cuerpo de sangre, se bañaron en sangre los peccadores, y muriendo el Cordero, todos los que estavan en él por la misma razón, pagaron lo que el rigor de la ley requería. Que como fue justo que la comida de Adam, porque en sí nos tenía, fuesse comida nuestra, y que su peccado fuesse nuestro peccado, y que emponcoñándose él, nos emponcoñásemos todos, ansi fue justíssimo que, ardiendo en la ara de la cruz, y sacrificándose este dulce Cordero, en quien estavan encerrados y como hechos uno todos los suyos, cuanto es de su parte quedassen abrasados todos y limpios (Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, Espasa-Calpe, Clásicos castellanos, vol. III, Madrid 1969, pp. 243-247).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Te compadeces de todos, oh Señor, amante de la vida» (cf. Sab 23,26).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Sólo Cristo se ofreció perfectamente como hostia viva, consumando su vida por amor en el misterio de la cruz; únicamente él realizó perfectamente el culto espiritual, que nosotros mismos podemos ofrecer en unión con él. ¿Qué es, pues, este culto?
1. Es exigente y pascual. El creyente no puede eludir la exigencia de la cruz, muerte al egoísmo y vida para Dios. Del mismo modo que el muchacho prueba su amor a su amada aceptando por ella exigencias y una constante conversión, con mayor razón el que piensa haber descubierto a Dios le alcanza mediante la muerte a sí mismo y la vida ofrecida gozosamente. El sacerdocio del creyente se consuma en sacrificio, es decir, en don de sí por amor. El Cristo resucitado hace brillar la luz a la salida del paso estrecho de la pascua. El encuentro brilla como un rayo de luz a través del bosque, esta luz guía nuestros pasos, sin que por ello nuestra marcha se vuelva menos fatigosa. No habrá nunca ningún manual para alcanzar «la santidad sin esfuerzo»; la vía de la infancia espiritual que nos propone santa Teresa de Lisieux no es un camino de facilidades. Hace Falta mucho coraje para volverse niño.
2. El culto espiritual es liberador y fuente de humanización. Rebasa las rigideces del ritualismo. Sabe elegir lo que es posible en cada circunstancia y somete las observancias, ya sea la de una regla escrita o la de un ideal personal, a la exigencia superior de la caridad. Nos libera también de una falsa comprensión del pecado relativizando todas las cosas frente a la verdad del amor: «En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo» (1 Jn 3,19-20).
3. El culto espiritual es crístico y espiritual. Es entrar en comunión con la actitudes de Cristo en la libertad innovadora del Espíritu. No soporta ni un apego demasiado rígido al testimonio de Jesús, ni un olvido de Cristo en beneficio de una edad del Espíritu que justificara la fantasía. El creyente consagrado al culto espiritual sabe que tiene que atarse a Cristo y, al mismo tiempo, dejarse guiar por el Espíritu de libertad.
4. El culto espiritual es filial y eterno. Como vinculación a Cristo y como docilidad al Espíritu, planifica al hombre que busca a Dios a través de la aceptación del misterio del Padre. El buscador llega al término de su búsqueda reconociendo que este ser absoluto, creador y providencia, es el Padre amantísimo. Yo soy criatura, por supuesto, y no existo más que a partir de la potencia vivificante del Ser, pero soy el hijo que subsiste en las palabras dichas al Hijo: tú eres mi hijo bienamado, tú tienes todo mi favor. Estas palabras son eternas, puesto que se apoyan en el diálogo trinitario; lo son también en el sentido de que nuestra vocación se realizará a través de la aceptación bienaventurada de esta verdad. En el cielo no se nos dirán palabras diferentes a las de la tierra. Pero tomaremos plena conciencia de ellas, las aceptaremos y nos gozaremos con ellas. Toda nuestra búsqueda se verá colmada no en una satisfacción beata y perezosa, sino cuando dancemos de alegría con todos nuestros hermanos junto a la fuente de la vida (Ph. Ferlay, Compendio de la vida espiritual, Edicep, Valencia 1990, pp. 212-213).