Sábado II del Tiempo de Cuaresma – Homilías
/ 14 marzo, 2017 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Miq 7, 14-15. 18-20: Arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar
Sal 102, 1bc-2. 3-4. 9-10. 11-12: El Señor es compasivo y misericordioso
Lc 15, 1-3. 11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
El Camino Pascual
Con la oración del sábado volvemos al principio de la semana. El centro de esta oración es la palabra «Converte». Aparece así de nuevo el hilo conductor, el objetivo de la Cuaresma: la conversión. Todos los textos de la Cuaresma no son más que interpretaciones y aplicaciones de esta realidad, de la que todo depende en nuestra vida.
1. Como en la oración del lunes, también en este texto es la conversión un don, es gracia: le pedimos a Dios el don de la conversión. Hallamos un matiz nuevo en la invocación del principio: «Pater aeterne». La oración señala la dirección de la conversión: queremos volver a la casa del Padre; la conversión es un retorno. En la conversión buscamos al Padre, la casa del Padre, la patria. Con estas palabras, la oración alude a la descripción clásica del camino de la conversión, a la parábola del hijo pródigo. El joven de la parábola no se limita a emigrar solamente; su alma, y no sólo su cuerpo, vive en una «tierra lejana». Víctima de su arrogancia, perdida la verdad de su ser, se ha exiliado, ha salido fuera de la casa paterna. Olvidado de Dios y de sí mismo, vive lejos del Padre, en la «regio disimilitudinis», como dicen los Padres; en las tinieblas de la muerte. La vida fuera de la verdad es camino que conduce a la muerte. En consecuencia, también el retorno a la patria comienza por una peregrinación interior: el hijo encuentra de nuevo la verdad. «Semejante visión en la verdad constituye la auténtica humildad», dice la encíclica Dives in misericordia (IV, 6). Este viaje interior llega a su término en la confesión: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». La conversión es un «obrar la verdad», afirma San Agustín, interpretando a San Juan: «El que obra la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). El reconocimiento de la verdad se realiza en la confesión; en la confesión venimos a la luz; en la confesión, que ya se ha hecho realidad en tierra lejana, el hijo cubre la distancia, salva el abismo que le separa de la patria; en virtud de la confesión entra de nuevo en la verdad y, en consecuencia, en el amor del Padre, el cual ama la verdad, es la verdad: el amor del Padre abre definitivamente las puertas de la verdad.
Al meditar esta parábola, no debemos olvidar la figura del hijo mayor. En cierto sentido, no es menos importante que el hijo más joven, de suerte que se podría hablar también -y acaso fuera más acertado- de la parábola de los dos hermanos. Con la figura de los dos hermanos, el texto se sitúa en la estela de una larga historia bíblica, que se inicia con el relato de Caín y Abel, continúa con los hermanos Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, y es interpretada de nuevo en diferentes parábolas de Jesús. En la predicación de Jesús, la figura de los dos hermanos refleja, ante todo, el problema de la relación Israel-paganos. En esta parábola, es fácil descubrir el mundo pagano en la figura del hijo más joven, que ha dilapidado su vida lejos de Dios. La carta a los Efesios, por ejemplo, dice a los paganos: «Vosotros, que estabais lejos» (2,17). La descripción de los pecados del mundo pagano en el primer capítulo de la carta a los Romanos parece evocar los vicios del hijo pródigo. Por otra parte, no es difícil ver en el hijo mayor al pueblo elegido, a Israel, que siempre ha permanecido fiel en la casa del Padre. Es Israel el que expresa su amargura en el momento de la vocación de los paganos, que están exentos de las obligaciones de la Ley: «Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandatos» (Lc 15,29). Es Israel el que se indigna y se niega a participar en las bodas del hijo con la Iglesia. La misericordia de Dios invita a Israel, suplica a Israel que entre, con las palabras: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes tuyos son» (v. 31).
Pero es todavía más amplio el significado de este hermano mayor. En cierto sentido, representa al hombre fiel; es decir, representa a aquellos que se han mantenido al lado del Padre y no han transgredido sus mandamientos. Con la vuelta del pecador se enciende la envidia, aparece el veneno hasta entonces oculto en el fondo de sus almas. ¿Por qué esta envidia? La envidia revela que muchos de estos «fieles» ocultan también en su corazón el deseo de la tierra lejana y de sus promesas. La envidia muestra que semejantes personas no han llegado a comprender realmente la belleza de la patria, la felicidad que se expresa en las palabras «todos mis bienes tuyos son», la libertad del que es hijo y propietario; así se hace patente que también ellos desean secretamente la felicidad de la tierra lejana; que, con el deseo, han salido ya hacia esa tierra, y no lo saben ni lo quieren reconocer. La pérdida de la verdad es en este caso muy peligrosa: no se percibe la urgencia de la conversión. Y, a lo último, no entran a la fiesta; al final se quedan fuera. Este es el sentido de estas palabras tremendas: «Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada. Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros obrados en ti, hasta hoy subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio» (Mt 11,23-24).
La figura del hermano mayor nos obliga a hacer examen de conciencia; esta figura nos hace comprender la reinterpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña. No sólo nos aleja de Dios el adulterio exterior, sino también el interior; se puede permanecer en casa y, al mismo tiempo, salir de ella. De este modo comprendemos también la «abundancia», la estructura de la justicia cristiana, cuya piedra de toque es el «no» a la envidia, el «sí» a la misericordia de Dios, la presencia de esta misericordia en nuestra misericordia fraterna.
2. Con esta observación volvemos a la oración del día: «Ad te corda nostra, Pater aeterne, converte, ut nos tuo cultui praestes esse dicatos», o, como dice el texto originario del Sacramentarium Leonianum, «tuo cultui subjectos». El objetivo principal del retorno, de la conversión, es el culto. La conversión es el descubrimiento de la primacía de Dios. «Operi Dei nihil praeponatur»; este axioma de San Benito no se refiere únicamente a los monjes, sino que debe constituirse en regla de vida para todo hombre. Donde se reconoce a Dios con todo el corazón, donde se tributa a Dios el honor debido, también el hombre halla su centro. La definición, tanto del paraíso como de la ciudad nueva, es la presencia de Dios, el habitar con Dios, el vivir en la luz de la gloria de Dios, en la luz de la verdad. El texto originario expresa con toda claridad esta jerarquía de la vida humana: «Quia nullis necessariis indigebunt, quos tuo cultui praestiteris esse subiectos». En estas palabras de la liturgia se escucha el eco del mandato de Jesús: «Buscad primero el reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Es ésta una regla que me parece sumamente importante en la situación que vivimos hoy. Ante la miseria ingente que sufren tantos países del Tercer Mundo, muchos, incluso buenos cristianos, piensan que hoy ya no es posible atenerse a este mandato; piensan que ha de diferirse durante un cierto tiempo el anuncio de la fe, el culto y la adoración, y tratar primero de dar solución a los problemas humanos. Pero con semejante inversión crecen los problemas, se incrementa la miseria. Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre, de suerte que allí donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios, se despoja al hombre de su humanidad, se cae en la tentación del diablo en el desierto y, a la postre, no se salva al hombre, sino que se le destruye.
El nuevo texto de la oración pone de relieve esta verdad, con un matiz diferente: «Converte nos, ut unum necessarium semper quaerentes et opera caritatis exercentes tuo cultui praestes esse dicatos». Se subraya la primacía de Dios aludiendo al relato de Marta y María: «Porro unum est necessarium» (Lc 10,42). La principalidad de Dios, el estar con el Señor, la escucha de su palabra, el «buscad primero el reino de Dios», continúa siendo de este modo el núcleo y centro del texto. Pero, al añadir «opera caritatis exercentes», se aclara que el amor y el trabajo para la renovación del mundo brotan de la palabra, brotan de la adoración.
3. Una última observación. Según la tradición de la Iglesia, la primera semana de Cuaresma es la semana de las Cuatro Témporas de primavera. Las Cuatro Témporas representan una tradición peculiar de la Iglesia de Roma; sus raíces se encuentran, por una parte, en el Antiguo Testamento -donde, por ejemplo, el profeta Zacarías habla de cuatro tiempos de ayuno a lo largo del año-, y por otra, en la tradición de la Roma pagana, cuyas fiestas de la siembra y de la recolección han dejado su huella en estos días. Se nos ofrece así una hermosa síntesis de creación y de historia bíblica, síntesis que es un signo de la verdadera catolicidad. Al celebrar estos días, recibimos el año de manos del Señor; recibimos nuestro tiempo del Creador y Redentor, y confiamos a su bondad siembras y cosechas, dándole gracias por el fruto de la tierra y de nuestro trabajo. La celebración de las Cuatro Témporas refleja el hecho de que «la expectación ansiosa de la creación está esperando la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19). A través de nuestra plegaria, la creación entra en la Eucaristía, contribuye a la glorificación de Dios.
Las Cuatro Témporas recibieron en el siglo V una nueva dimensión significativa; pasaron a ser fiestas de la recolección espiritual de la Iglesia, celebración de las ordenaciones sagradas. Tiene un sentido profundo el orden de las estaciones correspondientes a estos tres días: miércoles, Santa María la Mayor; viernes, Los doce Apóstoles; sábado, San Pedro. En el primer día, la Iglesia presenta los ordenandos a la Virgen, a la Iglesia en persona. Al meditar en este gesto, nos viene a la memoria la plegaria mariana del siglo III: «Sub tuum praesidium confugimus». La Iglesia confía sus ministros a la Madre: «He ahí a tu madre». Estas palabras del Crucificado nos animan a buscar refugio junto a la Madre. Bajo el manto de la Virgen estamos seguros. En todas nuestras dificultades podemos acudir siempre, con una confianza sin límites, a nuestra Madre. Este gesto del miércoles de las Cuatro Témporas se refiere a nosotros. Como ministros de la Iglesia, somos «asumidos» en virtud de este ofrecimiento que representa el verdadero principio de nuestra ordenación. Confiando en la Madre, nos atrevemos a abrazar nuestro servicio.
El viernes es el día de los Apóstoles. En calidad de «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» somos «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (Ef 2,19-20). Sólo hay verdadero sacerdocio, sólo podemos construir el templo vivo de Dios en el contexto de la sucesión apostólica, de la fe apostólica y de la estructura apostólica. Las ordenaciones mismas tienen lugar en la noche del sábado hasta la mañana del domingo en la basílica de San Pedro. Así expresa la Iglesia la unidad del sacerdocio en la unidad con Pedro, del mismo modo que Jesús, al principio de su vida pública, llama a Pedro y a sus «socios» (Lc 5,10), luego de haber predicado desde la barca de Simón. La primera semana de Cuaresma es la semana de la siembra. Confiamos a la bondad de Dios los frutos de la tierra y el trabajo de los hombres, para que todos reciban el pan cotidiano y la tierra se vea libre del azote del hambre. Confiamos también a la bondad de Dios la siembra de la palabra, para que reviva en nosotros el don de Dios, que hemos recibido por la imposición de las manos del obispo (2 Tim 1,6) en la sucesión de los Apóstoles, en la unidad con Pedro. Damos gracias a Dios porque nos ha protegido siempre en las tentaciones y dificultades, y le pedimos, con las palabras de la oración de la comunión, que nos otorgue su favor, es decir, su amor eterno, Él mismo, el don del Espíritu Santo, y que nos conceda también el consuelo temporal que nuestra frágil naturaleza necesita: «Perpetuo, Domine, favore prosequere, quos reficis divino mysterio, et quos imbuisti caelestibus institutis, salutaribus comitare solaciis».
Oramos «por Cristo nuestro Señor». Oramos bajo el manto de la Madre. Oramos con la confianza de los hijos. Permanecen vigentes las palabras del Redentor: «Confiad; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Miqueas 7,14-15.18-20: Arrojará al fondo del mar todos nuestros delitos. Dios se complace en la misericordia y en el perdón total de los pecados. Así aparece en la revelación del Antiguo Testamento, pero más aún en el Nuevo, con la vida, doctrina, pasión y muerte de Cristo. Él es el Buen Pastor que da la vida por las ovejas, la realización de las muchas imágenes veterotestamentarias sobre la acción de Dios en su pueblo. «Pastorea a su pueblo con el cayado, a las ovejas de su heredad, a las que habitan apartadas en la maleza».
Por amor a las ovejas instituyó el sacramento de la penitencia, que arroja a lo profundo del mar nuestros pecados, que, más aún, los hace desaparecer. El Señor murió en la Cruz por nosotros. ¿Pudo hacer algo más en bien nuestro? ¿No debieran la vista del Crucificado y el recuerdo de su muerte y de su amor hacia nosotros, inflamarnos en un amor agradecido tan grande que nos obligara a evitar de una vez para siempre el pecado? Nos fortalece la gracia y la fuerza de la Santísima Eucaristía, en la cual se nos da Señor en persona como alimento de nuestra alma.
Para el Buen Pastor, preocupado inmensamente por la profunda debilidad y malicia de los hombres, no bastan ni su generoso y desbordante amor hacia ellos en la Eucaristía, ni su entrega total en la Cruz. Por eso, entregó a su Iglesia un nuevo medio de purificación del pecado, de curación de las heridas causadas por él, de fortalecimiento frente a la tentación. Instituyó el gran sacramento de la Penitencia.
–Siempre que hay conversión hay perdón, porque el Señor es compasivo y misericordioso, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Cuando el hombre arrepentido vuelve, siempre encuentra los brazos del Padre que siente ternura por sus hijos.
Lo vemos en el Salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al Señor y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el Oriente del Ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos»
–Lucas 15,1-3.11-32: Parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso. Es una bellísima narración, la reina de las parábolas. Es el gran canto al inmenso amor divino que se muestra indulgente con el pecador, lección oportunísima en medio de la celebración de la Cuaresma. San Agustín invita a tomar la actitud del hijo que se vuelve a su padre:
«Imita aquel hijo menor, porque quizá eres como aquel hijo menor que, después de malgastar y perder todos sus haberes viviendo pródigamente, sintió necesidad, apacentó puercos y, agotado por el hambre, suspiró y se acordó de su padre. ¿Y qué dice de él el Evangelio?: «Y volvió a sí mismo». Quien se había perdido hasta a sí mismo, volvió a sí mismo. Veamos si se quedó en sí mismo. Vuelto a sí mismo, dijo: «Me levantaré... e iré a casa de mi padres». Ved que ya se niega a sí mismo quien se había hallado a sí mismo. ¿Cómo se niega? Escuchad: «Y le diré: `He pecado contra el cielo y contra ti... Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo ?» (Sermón 330,3).
Y el padre lo perdonó y lo agasajó. Se nos perdonan los pecados en el sacramento de la Penitencia. El Padre vuelve a recibirnos como hijos suyos y nos admite gozoso al banquete de la Eucaristía. Así comenta san Ambrosio:
«No temamos haber despilfarrado el patrimonio de la dignidad espiritual en placeres terrenales. Porque el Padre vuelve a dar al hijo el tesoro que antes poseía, el tesoro de la fe, que nunca disminuye; pues, aunque lo hubiese dado todo, el que no pierde lo que da lo tiene todo. Y no temas que no te vaya a recibir, porque Dios no se alegra de la perdición de los vivos (Sab 1,13). En verdad, saldrá corriendo a tu encuentro y se arrojará a tu cuello, pues el Señor es quien levanta los corazones (Sal 145,8), te dará un beso, señal de la ternura y del amor, y mandará que te pongan el vestido, el anillo y las sandalias. Tú todavía temes por la afrenta que le has causado, pero Él te devuelve tu dignidad perdida; tú tienes miedo al castigo, y Él sin embargo te besa; tú temes, en fin, el reproche, pero Él te agasaja con un banquete» (Comentario a San Lucas, VII, 212).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos 2
1. Una oración humilde, llena de confianza en Dios, es la que nos ofrece Miqueas hoy.
Los rasgos con que retrata a Dios son a cual más expresivos:
- es como el pastor que irá recogiendo a las ovejas de Israel que andan perdidas por la maleza;
- volverá a repetir lo que hizo entonces liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto;
- y no los castigará: Dios es el que perdona; ésa es la experiencia de toda la historia: «se complace en la misericordia», «volverá a compadecerse», será «compasivo con Abrahán, como juraste a nuestros padres en tiempos remotos»;
- «arrojará a lo hondo del mar nuestros delitos». Es una verdadera amnistía la que se nos anuncia hoy.
El salmo 102, un hermoso canto a la misericordia de Dios, insiste: «el Señor es compasivo y misericordioso... no nos trata como merecen nuestros pecados». Es un salmo que hoy podríamos rezar por nuestra cuenta despacio diciéndolo en primera persona, desde nuestra historia concreta, a ese Dios que nos invita a la conversión. Es una entrañable meditación cuaresmal y una buena preparación para nuestra confesión pascual.
2. La parábola del hijo pródigo es de las que mejor conocemos y que siempre nos interpela, sobre todo en la Cuaresma.
Sus personajes se han hecho famosos.
El padre aparece como persona liberal, que da margen de confianza al hijo que se quiere ir y luego le perdona y le acepta de vuelta. Este padre sale dos veces de su casa: la primera para acoger al hijo que vuelve y la segunda para tratar de convencer al hermano mayor de que también entre y participe en la fiesta.
El hijo pequeño, bastante golfo él, es el protagonista de una historia de ida y vuelta, que aprende las duras lecciones que le da la vida, y al fin reacciona bien. Es capaz de volver a la casa paterna.
El hermano mayor es el que Jesús enfoca más expresamente: en él retrata a los «fariseos y letrados que murmuraban porque Jesús acoge a los pecadores y come con ellos». A ellos les dedica esta parábola y describe su postura en la del hermano mayor.
3. En Cuaresma nos acordamos más de la bondad de Dios. Como Miqueas invita a su pueblo a convertirse a Yahvé, porque es misericordioso y los acogerá amablemente, también nosotros debemos volvernos hacia Dios, llenos de confianza, porque él «arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar».
Pero la parábola de Jesús nos pone ante una alternativa: ¿en cuál de las tres figuras nos vemos reflejados?
¿Actuamos como el padre? El respeta la decisión de su hijo, aunque seguramente no la entiende ni la acepta. Y cuando le ve volver le hace fácil la entrada en casa. ¿Sabemos acoger al que vuelve? ¿le damos un margen de confianza, le facilitamos la rehabilitación? ¿o le recordaremos siempre lo que ha hecho, pasándole factura de su fallo? El padre esgrimió, no la justicia o la necesidad de un castigo pedagógico, sino la misericordia. ¿Qué actitud adoptamos nosotros en nuestra relación con los demás?
¿Actuamos como el hijo pródigo? Tal vez en algún periodo de nuestra vida también nos hemos lanzado a la aventura, no tan extrema como la del joven de la parábola, pero sí aventura al fin y al cabo, desviados del camino que Dios nos pedía que siguiéramos.
Cuando oímos hablar o hablamos del «hijo pródigo», ¿nos acordamos sólo de los demás, de los «pecadores», o nos incluimos a nosotros mismos en esa historia del bien y del mal, que también existen en nuestra vida? ¿Nos hemos puesto ya, en esta Cuaresma, en actitud de conversión, de reconocimiento humilde de nuestras faltas y de confianza en la bondad de Dios, dispuestos a volver a él y serle más fieles desde ahora? ¿sabemos pedir perdón? ¿preparamos ya el sacramento de la reconciliación, que parece descrito detalladamente en esta parábola en sus etapas de arrepentimiento, confesión, perdón y fiesta?
¿O bien actuamos como el hermano mayor? Él no acepta que al pequeño se le perdone tan fácilmente. Tal vez tiene razón en querer dar una lección al aventurero. Pero Jesús contrapone su postura con la del padre, mucho más comprensivo. Jesús mismo actuó con los pecadores como lo hace el padre de la parábola, no como el hermano mayor. Éste es figura de una actitud farisaica. ¿Somos intransigentes, intolerantes? ¿sabemos perdonar o nos dejamos llevar por la envidia y el rencor? ¿miramos por encima del hombro a «los pecadores», sintiéndonos nosotros «justos»?
La Cuaresma debería ser tiempo de abrazos y de reconciliaciones. No sólo porque nos sentimos perdonados por Dios, sino también porque nosotros mismos decidimos conceder la amnistía a alguna persona de la que estamos alejados.
«El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad» (entrada)
«¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa?» (1a lectura)
«Me pondré en camino a donde está mi padre y le diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (evangelio)
«Que la gracia de tus sacramentos llegue a lo más hondo de nuestro corazón» (poscomunión).