Sábado I Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 9 enero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 S 9, 1-4. 17-19. 26a; 10, 1a: Ese es el hombre de quien habló el Señor; Saúl regirá a su pueblo
Sal 20, 2-3. 4-5. 6-7: Señor, el rey se alegra por tu fuerza
Mc 2, 13-17: No he venido a llamar justos, sino pecadores
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Samuel 9,1-4.17-19–10,1: Saúl regirá a su pueblo: Dios lo escogió. Pero esta elección exige de él un comportamiento digno. De lo contrario le retirará su favor, como así fue. Hay que corresponder, pues, a la gracia divina, a los dones del Señor. Cuando no hay una correspondencia fiel, el corazón se endurece y la vida se hace triste y estéril. San Juan Crisóstomo dice:
«Si eres obediente a la voz de Dios, ya sabes que te está llamando desde el cielo; pero si eres desobediente y de voluntad torcida, aunque le oyeras físicamente, no te bastaría. ¿Cuántas veces no le oyeron los judíos? A los ninivitas les bastó la predicación de un profeta. Aquellos, en cambio, permanecieron más duros que piedras en medio de profetas y de milagros continuos. En la misma Cruz se convirtió un ladrón con sólo ver a Cristo y, junto a ella, los que habían visto resucitar muertos, le insultaban» (Homilía en honor de San Pablo 4).
El Señor nos da constantemente gracias para ayudarnos en el cumplimiento del deber de cada momento. Al cristiano le corresponde acoger fielmente esa gracia y así dar el fruto que Dios quiere darle.
–En todos los momentos de su historia supo Israel, llevado por sus profetas, descubrir la presencia del Señor. Cuando comenzó la monarquía, descubrieron en el rey la presencia protectora de Israel. Las victorias, los éxitos, la vida, las bendiciones que recaen sobre el rey son manifestaciones del cuidado del Señor que dirige a su pueblo.
Así continúa hoy la historia de la Iglesia, y con ella, los que reconocemos a Cristo como Rey, rezamos el Salmo 20: «Señor, el rey se alegra por tu fuerza y ¡cuánto goza con tu victoria! Te adelantaste a bendecirlo con el éxito y has puesto en su cabeza una corona de oro fino. Te pidió vida y se la has concedido, años que se prolongan sin término. Tu victoria ha engrandecido su fama, lo has vestido de honor y de majestad. Le concedes bendiciones incesantes, lo colmas de gozo en tu presencia». El salmo, pues, se refiere a Cristo, a su reino de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.
–Marcos 2,13-17: No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. A la vocación del Leví siguió un banquete en el que los puritanos se escandalizan porque Cristo come con los pecadores: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos». Cristo ofrece siempre a los pecadores la posibilidad de salvar sus vidas. Sólo quiere que acojan la gracia del arrepentimiento. Que se adhieran a su persona y al Padre por la senda del amor. Comenta San Agustín:
«Allí estaban [los fariseos], allí mostraban su crueldad: ellos eran quienes le lanzaban reproches y le decían: «Ved que come con publicanos y pecadores». Formaban parte del mismo pueblo que daba muerte al médico, a aquel que con su sangre les preparaba el antídoto. Como el Señor no sólo derramó sus sangre, sino que hasta se sirvió de su muerte para confeccionar el medicamento, del mismo modo resucitó para dar una prueba de la resurrección. Con paciencia padeció para enseñarnos la paciencia a nosotros, y en su resurrección nos mostró el premio de esa virtud» (Sermón 175,3).
La verdadera justicia se compadece de los pecadores, pero la falsa justicia se aparta de ellos. Por eso Cristo recibió con amorosa compasión al publicano y a la Magdalena, la pecadora. ¡Con qué magnífica plasticidad nos pinta Jesús su infinito amor hacia los pecadores en las parábolas del Buen Pastor y del hijo pródigo! ¿Dónde estaríamos si el Señor no nos hubiera reconciliado con su infinito amor?
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. I Samuel 9,1-4.17-19;10,1
a) Samuel, aunque un poco a regañadientes, porque era opuesto a la petición del pueblo, unge al primer rey de Israel, Saúl.
Este joven, aunque parecía dotado de cualidades de líder (aquí se nombra su estatura, superior a la de los demás) y prometía mucho, sin embargo no fue precisamente un gran rey, porque tampoco fue una gran persona, lleno como aparece de complejos, celos y depresiones. Será mucho más famoso y decisivo su sucesor, David.
Samuel unge a Saúl como rey. La unción -un masaje con aceite- era el símbolo religioso para transmitir a una persona la ayuda y la fuerza de Dios. Como el masaje penetra en los poros de la piel y nos da bienestar y salud, así Dios quiere dar su fortaleza, su Espíritu, a los que ha elegido para una misión.
La misión la expresa así Samuel: «El Señor te unge como jefe, tú regirás al pueblo del Señor y le librarás de la mano de los enemigos».
b) La vocación es un misterio. Dios elige a personas fuertes y a personas débiles.
Muchas veces depende del temperamento y de la actitud de apertura o de cerrazón de esas personas, el que cumplan bien la misión que se les encomienda.
Saúl, por una parte, pertenecía a la tribu más pequeña, la de Benjamín. Dios elige según criterios sorprendentes (por cierto, esta tribu será también famosa por otro Saúl, Saulo de Tarso, san Pablo). Por otra parte, era un buen mozo, alto y parecía que fuerte. Es lo que el pueblo parecía pedir, sobre todo en vistas a la lucha contra los filisteos. Pero luego falló, porque su temperamento no le acompañaba, ni él se esforzó en ser fiel y tampoco los demás (incluido Samuel) le ayudaron mucho.
Dios sigue llamando. En las circunstancias familiares y sociales de cada época, Dios se sirve de pequeños acontecimientos o de palabras que parecen intrascendentes para sembrar su vocación. A Saúl, a quien su padre había enviado a recuperar unas burras que se les habían extraviado, le esperaba Dios para ungirle como rey. Todo depende de cómo sepamos responder y si alguien nos sabe decir la palabra amiga y certera que nos guíe en el reconocimiento de la voz de Dios y en la maduración de nuestras cualidades.
Sean cuales sean nuestras fuerzas y cualidades, si Dios nos ha llamado es porque confió en nosotros. Nos ha llamado para la vida cristiana y tal vez para la vocación religiosa o ministerial. El es quien nos da su Espíritu, el que nos unge para la misión, el que, a través de su Palabra, de los sacramentos y de la ayuda de la comunidad y de tantas personas, hace posible que respondamos con generosidad y fidelidad a su elección.
2. Marcos 2,13-17
a) La llamada que hace Jesús a Mateo (a quien Marcos llama Leví) para ser su discípulo, ocasiona la segunda confrontación con los fariseos. Antes le habían atacado porque se atrevía a perdonar pecados. Ahora, porque llama a publicanos y además come con ellos.
Es interesante ver cómo Jesús no aprueba las catalogaciones corrientes que en su época originaban la marginación de tantas personas. Si leíamos anteayer que tocó y curó a un leproso, ahora se acerca y llama como seguidor suyo nada menos que a un recaudador de impuestos, un publicano, que además ejercía su oficio a favor de los romanos, la potencia ocupante. Un «pecador» según todas las convenciones de la época. Pero Jesús le llama y Mateo le sigue inmediatamente.
Ante la reacción de los fariseos, puritanos, encerrados en su autosuficiencia y convencidos de ser los perfectos, Jesús afirma que «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos; no he venido a llamar justos, sino pecadores».
Es uno de los mejores retratos del amor misericordioso de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Con una libertad admirable, él va por su camino, anunciando la Buena Noticia a los pobres, atendiendo a unos y otros, llamando a «pecadores» a pesar de que prevé las reacciones que va a provocar su actitud. Cumple su misión: ha venido a salvar a los débiles y los enfermos.
b) A todos los que no somos santos nos consuela escuchar estas palabras de Jesús. Cristo no nos acepta porque somos perfectos, sino que nos acoge y nos llama a pesar de nuestras debilidades y de la fama que podamos tener.
El ha venido a salvar a los pecadores, o sea, a nosotros. Como la Eucaristía no es para los perfectos: por eso empezamos siempre nuestra celebración con un acto penitencial.
Antes de acercarnos a la comunión, pedimos en el Padrenuestro: «Perdónanos». Y se nos invita a comulgar asegurándonos que el Señor a quien vamos a recibir como alimento es «el que quita el pecado del mundo».
También nos debe estimular este evangelio a no ser como los fariseos, a no creernos los mejores, escandalizándonos por los defectos que vemos en los demás. Sino como Jesús, que sabe comprender, dar un voto de confianza, aceptar a las personas como son y no como quería que fueran, para ayudarles a partir de donde están a dar pasos adelante.
A todos nos gusta ser jueces y criticar. Tenemos los ojos muy abiertos a los defectos de los demás y cerrados a los nuestros. Cristo nos va a ir dando una y otra vez en el evangelio la lección de la comprensión y de la tolerancia.
«Le concedes bendiciones incesantes, lo colmas de gozo en tu presencia» (salmo, II)
«Ojalá escuchéis hoy su voz» (aleluya)
«No he venido a llamar justos, sino pecadores» (evangelio).