Viernes I Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 8 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 4, 1-5. 11: Empeñémonos en entrar en aquel descanso
Sal 77, 3 y 4bc. 6c-7. 8: ¡No olvidéis las acciones de Dios!
Mc 2, 1-12: El Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (13-01-2017): Mirar la vida desde el balcón o seguirle
viernes 13 de enero de 2017La gente sigue a Jesús por interés o por una palabra de consuelo. Aunque la pureza de intención no sea total, perfecta, es importante seguir a Jesús, ir tras Él. La gente estaba atraída por su autoridad, por las cosas que decía y cómo las decía: se hacía entender. Y curaba: mucha gente iba tras Él para hacerse curar.
Es verdad que algunas veces Jesús regañaba a la gente que le seguía porque estaba más interesada en una conveniencia que en la Palabra de Dios. Otras veces la gente quería hacerlo Rey, porque pensaba: ¡Este es el político perfecto!, aunque se equivocaban y Jesús se iba, se escondía. Pero el Señor se dejaba seguir por todos, porque sabía que todos somos pecadores. El problema más grande no eran los que seguían a Jesús, sino los que se quedaban quietos: ¡Los quietos! Esos que estaban al borde del camino, mirando. ¡Sentados! Estaban sentados allí algunos escribas: esos no le seguían, solo miraban. Miraban desde el balcón. No caminaban por la vida: ¡balconeaban la vida! ¡Nunca se arriesgaban! Solo juzgaban. Eran los puros, y no se mezclaban. Hasta sus juicios eran fuertes. En su corazón pensaban: ¡Qué gente tan ignorante! ¡Qué gente tan supersticiosa! Y cuántas veces también nosotros, cuando vemos la piedad de la gente sencilla nos viene a la cabeza ese clericalismo que hace tanto daño a la Iglesia. Esos eran un grupo de quietos: los que están allí, en el balcón, miraban y juzgaban. Y hay otros quietos en la vida, como aquel hombre que llevaba 38 años cerca de la piscina: quieto, amargado por la vida, sin esperanza, y digería su propia amargura: también ese es otro quieto, que ni seguía a Jesús ni tenía esperanza.
En cambio, la gente que seguía a Jesús se arriesgaba para encontrarlo, para hallar lo que querían. Estos de hoy se arriesgan cuando hacen el agujero en el techo: se arriesgan a que el dueño de la casa les ponga un pleito, les lleve al juez y les haga pagar. Se arriesgaron, pero querían llegar hasta Jesús. Y aquella mujer enferma desde hacía 18 años también se arriesgó cuando a escondidas quería tocar solo la orla del manto de Jesús: se arriesgó a pasar vergüenza. Arriesgó: quería la salud, quería llegar a Jesús. Pensemos también en la Cananea: ¡las mujeres arriesgan más que los hombres! Eso es verdad: ¡son más valientes! Y eso hay que reconocerlo. La Cananea, la pecadora en la casa de Simón, la Samaritana... todas se arriesgan y encuentran la salvación. Seguir a Jesús no es fácil, ¡pero es bonito! Y siempre se arriesga. Muchas veces hasta parecemos ridículos. Pero se encuentra lo que de verdad cuenta: tus pecados te son perdonados. Porque detrás de la gracia que pedimos –la salud o la solución a un problema o lo que sea– están las ganas de ser curados en el alma, de ser perdonados. Todos sabemos que somos pecadores. Y por eso seguimos a Jesús, para encontrarlo. Y nos arriesgamos.
Preguntémonos: ¿Yo me arriesgo, o sigo a Jesús siempre según las reglas de la compañía de seguros, preocupados por no hacer esto o aquello? ¡Así no se sigue a Jesús! Así se permanece sentados, como los que juzgaban. Seguir a Jesús, porque necesitamos algo, o seguir a Jesús arriesgando, significa seguir a Jesús con fe: eso es la fe. Fiarse de Jesús, y con esa fe en su persona aquellos hombres hicieron el boquete en el techo para poner la camilla delante de Jesús, para que Él pudiese curarlo. ¿Me fío de Jesús, confío mi vida a Jesús? ¿Estoy en camino tras Jesús, aunque haga el ridículo alguna vez? ¿O me quedo sentado, mirando lo que hacen los demás, mirando la vida, o estoy sentado, con el alma ‘sentada’ –digamos así–, con el alma encerrada por la amargura, por la falta de esperanza? Cada uno puede hacerse hoy estas preguntas.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 4,15.11: Esforcémonos en entrar en el descanso del Señor. Para llegar a ello es menester evitar los ejemplos de incredulidad del antiguo Israel. Es necesario adherirnos por la fe al mensaje de salvación que Cristo nos enseñó con su palabra, su vida, su muerte y resurrección. Entrar en el «descanso» es entrar en la intimidad de Dios. La paz interior del hombre es don de la gracia de Dios recibida en una colaboración ascética fiel. Comenta San Juan Crisóstomo:
«Pensemos que nuestra vida no es otra cosa que un combate, y nunca buscaremos el reposo. Nunca consideremos la aflicción como algo extraordinario. Hemos de parecemos al atleta, que no mira la lucha como algo inesperado. No es todavía tiempo de descansar; hace falta que nos perfeccione el sufrimiento» (Homilía sobre Hebreos 5).
Así llegaremos a la unión con Dios. Por la cruz a la luz, por el combate a la paz eterna, al gozo espiritual.
–Todo el Antiguo Testamento se escribió para lección nuestra. La historia del pueblo de Israel fue la historia de su negativa a los beneficios de Dios. Por eso, no entraron en su descanso. Se olvidaron de los preceptos del Señor. No cumplieron sus mandatos. Ahora nosotros tenemos acceso a la íntima unión con Dios gracias a Cristo, siguiendo sus ejemplos, obedeciendo su doctrina.
Así lo confesamos en el Salmo 77: «No olvidéis las acciones de Dios. Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, lo contaremos a la futura generación: las alabanzas del Señor y su poder. Que lo cuenten a sus hijos, para que guarden Sus mandamientos. Para que no imiten a sus padres, generación rebelde y pertinaz, generación de corazón inconstante, de espíritu infiel a Dios».
–Marcos 2,1-12: El Hijo del hombre tiene potestad para perdonar los pecados. Él es Dios. El vino para eso, para quitar el pecado del mundo. Por eso nosotros nos presentamos ante el Señor como pecadores, como pobres paralíticos, cargados de pecados. Y Cristo nos sana y nos perdona. El establece en la Iglesia un sacramento: el de la penitencia o reconciliación, para perdonar los pecados de todos los que con buena disposición se acerquen al sacerdote. Comenta San Ambrosio:
«El Señor es grande: a causa de unos perdona a otros, y mientras prueba a unos, a otros les perdona sus faltas. ¿Por qué, oh hombre, tu compañero no puede nada en ti, mientras que en cambio ante el Señor su siervo tiene un título para interceder y un derecho para impetrar? Tú que juzgas, aprende a perdonar; tú que estás enfermo, aprende a implorar. Si no esperas el perdón de faltas graves, recurre a los intercesores, recurre a la Iglesia, que ora por ti y, en atención a ella, el Señor te otorgará lo que El ha podido negar.
«Hemos de creer que el cuerpo de este paralítico ha sido curado verdaderamente, y reconocer también la curación del hombre interior, a quien le han sido perdonados sus pecados. Por su parte, los judíos, afirmando que solo el Señor puede perdonar los pecados, confesaron vigorosamente la divinidad del Señor, y con su juicio traicionaron su mala fe, puesto que a la vez exaltan la obra y niegan la persona.
«Es, pues, gran locura que este pueblo infiel, habiendo conocido que sólo Dios puede perdonar los pecados, no crea en [Cristo] cuando perdona los pecados. El Señor, que quiere salvar a los pecadores, demuestra claramente su divinidad por su conocimiento de las cosas ocultas y por sus acciones prodigiosas» (Comentario a San Lucas lib. 5,11-12).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 4,1-5.11
a) La lectura de hoy habla mucho del «descanso» o el reposo.
En un primer sentido se refiere a la historia de Israel en el desierto: Dios les destinaba a la tierra prometida, donde encontrarían el reposo después de cuarenta años de peregrinación por el desierto. Pero por haber sido infieles a Dios, no merecieron entrar en ese descanso: la generación que salió de Egipto no entró en Canaán (Moisés tampoco).
En otras ocasiones se habla del descanso del sábado, imitación del descanso de Dios el séptimo día de la creación. Y también del descanso de Cristo Jesús en el sepulcro, después de llevar a cumplimiento la misión que el Padre le había encomendado: el reposo del Sábado Santo.
El autor de la carta atribuye la no entrada al descanso de los antiguos a su desobediencia y quiere que los cristianos aprendan la lección y no caigan en la misma trampa que los israelitas en el desierto. Tienen que ser perseverantes en su fidelidad a Dios y así conseguir que el Señor les admita al descanso verdadero, el descanso de Dios, el que nos consiguió Cristo con su entrega pascual. Por eso les recomienda encarecidamente: «Empeñémonos en entrar en aquel descanso, para que nadie caiga siguiendo aquel ejemplo de desobediencia».
El descanso verdadero no es el de una tierra prometida: ése es un descanso efímero. El verdadero es llegar a gozar de la vida y la felicidad total con Dios, en la escatología: y aquí es Cristo Jesús el que, como nuevo Moisés, sí nos quiere introducir en ese descanso definitivo, al que él ya ha llegado.
b) Cada uno de nosotros es invitado hoy a perseverar en la fidelidad, para merecer ese descanso último y perpetuo, el que nos prepara Dios. El del domingo último, ¡el domingo sin lunes! Caminamos hacia delante. El reposo está en el Reino que Cristo nos prepara. El reposo está en Dios. Mejor: nuestro reposo es Dios.
Pero somos conscientes de que sentimos las mismas tentaciones de distracción y desconfianza y hasta de rebeldía. Como los israelitas merecieron el castigo, también nosotros podemos, por desgracia, desperdiciar la gracia que Dios nos ofrece: «También nosotros hemos recibido la buena noticia, igual que ellos: pero de nada les sirvió porque no se adhirieron por la fe a lo que habían escuchado».
Los creyentes sí entraron en el descanso. Los incrédulos y rebeldes, no. ¿Nos sentimos acaso nosotros asegurados contra el fracaso y la posibilidad de desperdiciar la gracia de Dios? Cuando rezamos este salmo: «no olviden las acciones de Dios, sino que guarden sus mandamientos, para que no imiten a sus padres, generación rebelde y pertinaz», ¿lo aplicamos fácilmente a los judíos, o nos sentimos amonestados nosotros mismos ahora? Ser buenos un día, o una temporada, es relativamente fácil. Lo difícil es la perseverancia. El haber empezado bien no es garantía de llegar a la meta. Por estar bautizados o rezar algo no funciona automáticamente nuestra salvación y nuestra entrada en el reposo último. Escuchamos la Palabra, celebramos los Sacramentos y decimos oraciones: pero lo hemos de hacer bien, con fe, y llevando a nuestra existencia el estilo de vida que Dios quiere de nosotros. Es lo que nos invita a hacer la carta a los Hebreos.
2. Marcos 2,1-12
a) Es simpático y lleno de intención teológica el episodio del paralítico a quien le bajan por un boquete en el tejado y a quien Jesús cura y perdona.
Es de admirar, ante todo, la fe y la amabilidad de los que echan una mano al enfermo y le llevan ante Jesús, sin desanimarse ante la dificultad de la empresa.
A esta fe responde la acogida de Jesús y su prontitud en curarle y también en perdonarle. Le da una doble salud: la corporal y la espiritual. Así aparece como el que cura el mal en su manifestación exterior y también en su raíz interior. A eso ha venido el Mestas: a perdonar. Cristo ataca el mal en sus propias raíces.
La reacción de los presentes es variada. Unos quedan atónitos y dan gloria a Dios.
Otros no: ya empiezan las contradicciones. Es la primera vez, en el evangelio de Marcos, que los letrados se oponen a Jesús. Se escandalizan de que alguien diga que puede perdonar los pecados, si no es Dios. Y como no pueden aceptar la divinidad de Jesús, en cierto modo es lógica su oposición.
Marcos va a contarnos a partir de hoy cinco escenas de controversia de Jesús con los fariseos: no tanto porque sucedieran seguidas, sino agrupadas por él con una intención catequética.
b) Lo primero que tendríamos que aplicarnos es la iniciativa de los que llevaron al enfermo ante Jesús. ¿A quién ayudamos nosotros? ¿a quién llevamos para que se encuentre con Jesús y le libere de su enfermedad, sea cual sea? ¿o nos desentendemos, con la excusa de que no es nuestro problema, o que es difícil de resolver?
Además, nos tenemos que alegrar de que también a nosotros Cristo nos quiere curar de todos nuestros males, sobre todo del pecado, que está en la raíz de todo mal. La afirmación categórica de que «el Hijo del Hombre tiene poder para perdonar pecados» tiene ahora su continuidad y su expresión sacramental en el sacramento de la Reconciliación. Por mediación de la Iglesia, a la que él ha encomendado este perdón, es él mismo, Cristo, lleno de misericordia, como en el caso del paralítico, quien sigue ejercitando su misión de perdonar. Tendríamos que mirar a este sacramento con alegría. No nos gusta confesar nuestras culpas. En el fondo, no nos gusta convertirnos. Pero aquí tenemos el más gozoso de los dones de Dios, su perdón y su paz.
¿En qué personaje de la escena nos sentimos retratados? ¿en el enfermo que acude confiado a Jesús, el perdonador? ¿en las buenas personas que saben ayudar a los demás? ¿en los escribas que, cómodamente sentados, sin echar una mano para colaborar, sí son rápidos en criticar a Jesús por todo lo que hace y dice? ¿o en el mismo Jesús, que tiene buen corazón y libera del mal al que lo necesita?
«Empeñémonos en entrar en el descanso de Dios» (1a lectura, I)
«Que pongan en Dios su confianza y no olviden las acciones de Dios» (salmo, I)
«Hijo, tus pecados quedan perdonados» (evangelio)
«Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (evangelio).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 4,1-5.11
La Palabra nos exhorta hoy a vivir con santo temor el tiempo presente, tendidos hacia el futuro que Dios nos ofrece: la comunión con él, su «descanso» (v 1). Esta promesa hecha a Israel es, no obstante, válida para los creyentes en Cristo, pero la «Buena Nueva» anunciada por Dios debe ser acogida con fe. El antiguo pueblo de la alianza se cerró el descanso del Señor precisamente por la incredulidad. Este riesgo amenaza también al nuevo pueblo de Dios: adherirse a Cristo no significa, efectivamente, asumir un conjunto de nociones teóricas, ni estipular de una vez para siempre un contrato ventajoso... Es, más bien, una opción dinámica que requiere un compromiso perseverante, tanto en el ámbito personal, dado que la fe en la Palabra ha de ser constantemente innovada y llevada a la vida (v. 3), como en el ámbito eclesial, puesto que es en la comunidad de los creyentes donde ha de ser transmitida la Palabra. Esta ha de ser acogida, además, obedeciendo con fe a cuantos la comunican (v. 2b).
Entonces podrá caminar el nuevo pueblo de Dios en la unidad, hacia la meta indicada por el Señor. Todos los que deseen entrar en su descanso, deberán vigilar constantemente para dar, con solicitud, los pasos que conducen a este descanso (v. 11).
Evangelio: Marcos 2,1-12
Las obras de Jesús dejan aparecer cada vez con mayor claridad su misterio, un misterio que es verdadera «piedra de tropiezo». En efecto, éste suscita admiración, estupor, alabanza a Dios, en quien lo acoge, aunque no comprenda (v 12), mientras que hace crecer la hostilidad en quien quisiera circunscribir su alcance (vv. 6ss). De este modo, la fe activa de los cuatro acompañantes del paralítico se contrapone aquí al inmovilismo de los maestros de la Ley, «sentados» ante este rabí para valorar, juzgar y condenar sus palabras y sus gestos. De todos modos, la fe en Jesús requiere continuas superaciones, puesto que él va mucho más allá de las expectativas depositadas en él; más aún, esas expectativas quedan decepcionadas en un primer tiempo para poder ser trascendidas y -sólo así- plenamente realizadas. El primer milagro hecho al paralítico no es ni evidente ni deseado; sin embargo, es más grande (v 7b) y más necesario, según el profundo conocimiento espiritual de Aquel que escruta los corazones (v 8). El pecado es, efectivamente, la verdadera y grave parálisis que inmoviliza al hombre, impidiéndole caminar hacia Dios.
¿Cómo puede ir a Jesús quien está atado por estos «lazos de muerte» (Sal 114,3)? Es imposible. Por consiguiente, es necesario que la fe atenta de otros la supla (v. 5). Además, Cristo ha venido precisamente para liberarnos del pecado: por eso fue reo de pecado en favor de nosotros (2 Cor 5,21): se dejó clavar en el madero de la cruz. Los maestros de la Ley, que están delante de Jesús como jueces, no pueden comprender. Ven la blasfemia precisamente allí donde se revela la verdad más grande: el Hijo del hombre, el Juez apocalíptico de toda criatura (Dn 7,10b-14), no viene a la tierra a condenar, sino a perdonar los pecados. Para demostrar la verdad de sus palabras, realiza Jesús el segundo milagro, que, en este punto, manifiesta no sólo su poder, sino también de dónde procede (w. 9-11). De ahí que los presentes -probables testigos de otros milagros precedentes- puedan decir: «Nunca hemos visto cosa igual». Y el paralítico, libre en sus miembros y en su espíritu, puede recorrer ahora las calles de los hombres y el camino de Dios.
MEDITATIO
La fe es un camino que conduce al descanso de Dios. Un camino arduo en ocasiones; sin embargo, quien lo recorre hace reposar, ya desde ahora, su propio corazón en el Corazón de Dios. Con todo, muchas veces nos sentimos incapaces de dar ni un paso: somos paralíticos espirituales, nos mostramos inertes a los estímulos de la gracia o estamos atados por compromisos estresantes, tal vez asumidos precisamente para colmar con el activismo el vacío del «estancamiento» interior. La fiesta preparada desde siempre para nosotros nos espera: ¿cómo llegar a ella? Hoy la Palabra nos anima: Si te sientes demasiado débil, únete a la cordada, permanece unido a los testigos de la fe, déjate conducir por la obediencia. También esta confianza en la fe eclesial es ya un paso -y cuán necesario!- de la fe. Tal vez nos encontremos precisamente impotentes, cautivos por los lazos del pecado; el orgullo y el egoísmo pueden atenazar también el alma de quien va diciendo: «Nunca he hecho nada malo»... También ahora viene en nuestra ayuda la Palabra: Déjate llevar a Cristo por la fe de los hermanos. Por su fe, él podrá desatarte, liberarte de los pecados, restituirte a una vida plena y responsable: «Levántate y anda». La experiencia del perdón nos volverá a poner en marcha. Corramos con perseverancia en la fe, apresurémonos a entrar en el descanso de la comunión con Dios. La alegría de sentimos amados y perdonados por él dilatará nuestro corazón. Y desde ahora comenzará ya la fiesta.
ORATIO
Gracias, Señor, por la fe de quien me ha llevado a ti. Gracias porque has conocido mi miseria, el pecado que me paraliza, sin haberme condenado. Gracias por la mirada de infinita ternura que has posado sobre mí, inerte. Gracias por esa palabra que no buscaba y que me ha vuelto a dar también la vida: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Gracias por la nueva libertad que ha «soltado» las cadenas que mantenían cautivo mi corazón y me ha dado un impulso antes desconocido.
Gracias, Señor, por la alegría de la fe que tú mismo has suscitado en mí. Y ahora que me has dado la posibilidad de caminar, sostenme, para que no disminuya por el camino. Haz que, estrechamente unido a los hermanos en la fe, también aprenda yo a llevar a los otros a ti, hasta que lleguemos todos juntos a ese descanso eterno al que nos invitas, a la bienaventurada fiesta del Amor.
CONTEMPLATIO
Hermanos y padres muy queridos: He aquí que pasamos de un año a otro, de una estación a otra, de una fiesta a otra, sin encontrar ninguna estabilidad en esta vida; debemos dejar esta vida nuestra para entrar en el descanso eterno. Leemos en la Escritura: «Y el que entre en el descanso de Dios descansará también él de sus trabajos, como Dios descansa de los suyos» (Heb 4,10). ¿Y cuál es este descanso? A buen seguro, el Reino de los Cielos. Mirad: del mismo modo que Dios prometió a los israelitas la entrada en la Tierra prometida, pero los que no creyeron y le exasperaron no pudieron entrar en ella, tampoco a nosotros, si no obedecemos sus preceptos, se nos abrirá la entrada del Reino de los Cielos.
Pero ¿cuáles fueron las culpas que impidieron a los judíos la entrada en la Tierra prometida? La incredulidad, la murmuración, la calumnia, la contestación, la dureza de corazón, la soberbia, la fornicación: estos vicios fueron su ruina. Por eso, también nosotros, hermanos, debemos huir como del fuego de estos vicios mortíferos, no dudando de las promesas de Dios, sino creyendo firmemente «que Dios tiene poder para cumplir lo que promete» (cf. Rom 4,21). No murmuremos, no vituperemos a los otros, no nos opongamos, no endurezcamos nuestro corazón, no nos ensoberbezcamos; busquemos más bien «ser benévolos unos con otros, misericordiosos, perdonándonos recíprocamente como Dios nos ha perdonado en Cristo». Si pasamos así nuestra vida, entraremos, sin duda, en la región de los mansos de corazón, donde desemboca la fuente de la vida y de la inmortalidad, donde resplandece la belleza de la Jerusalén celestial, donde reinan la alegría y la exultación (Teodoro Estudita, Piccola Catechesi, 34).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Ya que habéis acogido a Cristo Jesús, el Señor, vivid como cristianos. Enraizados y cimentados en él» (Col 2,6-7).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Nuestra fe es un movimiento hacia Dios, una fe que nos sacude y nos arrastra, una fe que es éxodo de nosotros mismos y penetración en Dios. Una fe semejante constituye un trastorno radical: el hombre está invitado a salir de sí mismo, aprende a olvidarse y a abandonarse para dejarse alcanzar por la palabra viva y omnipotente de Dios, con todas las consecuencias que esto implica. Una de ellas es que, en virtud de la fe, recibimos el mismo poder de Dios. La fe, en efecto, no es sólo el camino por el que podemos adherirnos a Dios y alcanzarle; es también el camino que Dios abre a su poder y a su fuerza para obrar maravillas en todo el mundo.
Éste es el maravilloso diálogo de la fe entre Dios y el hombre: Dios es el primero en hablar y espera de nosotros que nos abandonemos a su Palabra cuando ésta nos haya asido. En cuanto esto tiene lugar, Dios se vuelve, por así decirlo, el humilde servidor de quien lo ha abandonado todo por él. Desde ese momento, Dios deja de ser el único omnipotente: quien cree y se confía a este omnipotencia lo es igualmente. María fue la primera en abandonarse así a la Palabra de Dios que le fue dirigida por el ángel Gabriel: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ahora bien, en el corazón del diálogo de fe, Dios le da la vuelta a esta frase y nos la envía: «Que os suceda según vuestra fe» (Mt 9,29); «Que te suceda lo que pides» (Mt 15,28). De este modo, nuestra fe se parece a un seno fecundado por el poder de la Palabra de Dios, que a su vez participa del poder de Dios en cuanto esta Palabra es acogida con un abandono total. Entonces ya nada es imposible; al contrario, «todo es posible para el que tiene fe» (A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Magnano 1990, pp. 39-41, passim).