Jueves I Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 9 enero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 S 4, 1b-11: Derrotaron a los israelitas y el Arca de Dios fue capturada
Sal 43, 10-11. 14-15. 24-25: Redímenos, Señor, por tu misericordia
Mc 1, 40-45: La lepra se le quitó y quedó limpio
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (14-01-2016): ¿Cuál es el motivo de la derrota?
jueves 14 de enero de 2016La primera lectura, tomada del Libro de Samuel (1Sam 4,1-11), cuenta la derrota del Pueblo de Dios a manos de los filisteos: la catástrofe fue muy grande, el pueblo lo pierde todo, ¡hasta la dignidad! ¿Qué fue lo que les llevó a esa derrota? Pues que el pueblo lentamente se había alejado del Señor, vivía mundanamente, incluso con los ídolos que tenía. Iban al Santuario de Siló, pero como si fuera una costumbre cultural: habían perdido el trato filial con Dios. ¡No adoraban a Dios! Y el Señor los dejó solos. El pueblo usa incluso el Arca de Dios para vencer la batalla, pero como si fuese algo mágico. En el Arca estaba la Ley, la Ley que ellos no observaban y de la que se habían alejado. ¡Ya no existía ese trato personal con el Señor! Habían olvidado al Dios que les había salvado. Y son derrotados: treinta mil israelitas muertos, el Arca de Dios arrebatada por los filisteos, y los dos hijos de Elí, aquellos sacerdotes delincuentes que abusaban de la gente en el Santuario de Siló, muertos también. ¡Una derrota total! Un pueblo que se aleja de Dios acaba así. Tiene un santuario, pero su corazón no está con Dios, no sabe adorar a Dios. Cree en Dios, pero en un Dios un poco nebuloso, lejano, que ni entra en tu corazón ni tú obedeces sus mandamientos. ¡Esa es la derrota!
El Evangelio de hoy (Mc 1,40-45), en cambio, nos habla de una victoria: En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas —un gesto propio de adoración—: «Si quieres, puedes limpiarme». Reta al Señor diciendo: ‘Yo soy un derrotado de la vida —el leproso era un derrotado, porque no podía hacer vida en común, siempre era descartado, puesto aparte— pero tú puedes transformar esta derrota en victoria’. Es decir, ‘si quieres, puedes limpiarme, puedes purificarme’. Ante él, tuvo compasión, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Quiero: queda limpio». Así, sencillamente, esta batalla acabó en dos minutos con la victoria; la otra, todo el día, con la derrota. Este hombre tenía algo que le empujaba a acudir a Jesús y lanzarle el reto. ¡Tenía fe!
El Apóstol Juan (1Jn 5,4) dice que la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¡Nuestra fe vence siempre! La fe es victoria. Como este hombre: ‘Si quieres, puedes hacerlo’. Los derrotados de la Primera Lectura rezaban a Dios, llevaban elArca, pero no tenían fe, la habían olvidado. Éste tenía fe y, cuando se pide con fe, el mismo Jesús nos dijo que se mueven las montañas. Somos capaces de trasladar una montaña de una parte a otra: la fe es capaz de eso. Jesús nos lo dijo (cfr. Mt 21,22): Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, se os dará. Pedid y se os dará; llamad y se os abrirá...Pero con fe. Y esa es nuestra victoria.
Pidamos al Señor que nuestra oración tenga siempre la raíz de la fe, que nazca de la fe en Él. La gracia de la fe: la fe es un don. No se aprende en los libros. Es un don que te da el Señor, pero pídeselo: ‘¡Dame la fe!’. ‘¡Creo, Señor!’, le dijo aquel hombre a Jesús al pedirle que curase a su hijo: Creo, Señor, pero ayuda mi poca fe (Mc 9,24). La oración con la fe... ¡y es curado! Pidamos al Señor la gracia de rezar con fe, de estar seguros de que todo lo que le pidamos se nos dará, con la seguridad que nos da la fe. ¡Y esa es nuestra victoria: nuestra fe!
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Samuel 4,1-11: Derrotaron a los israelitas, y el arca de Dios fue capturada. Nuestra vida en la tierra es un combate continuo. No basta, pues, para nuestra vida religiosa un culto externo, como muchas veces advierten los profetas. Es necesaria la práctica de las virtudes y la verdadera interioridad en el culto, de modo que éste proceda del corazón.
Cuando esto falta, Dios detesta el culto y el pueblo es castigado. «No todo el que dice Señor, Señor»... (Mt 7,21) «Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está muy lejos de Mí» (Mt 15,8; Is 29,13). Por eso hemos de luchar con las armas de la fe y de la verdadera religiosidad, como dice San Gregorio de Nisa:
«El enemigo de nuestra alma tiende muchas trampas ante nuestros pasos, y la naturaleza humana es, de por sí, demasiado débil para conseguir la victoria sobre el enemigo... Por eso es necesario que quien desprecia las grandezas de este mundo y renuncia a su gloria vana, renuncie también a su propia vida. Renunciar a la propia vida significa no buscar nunca la propia voluntad, sino la voluntad de Dios y hacer del querer divino la norma única de la propia conducta; significa también renunciar al deseo de poseer cualquier cosa que no sea necesaria o común.
«Quien así obra se encontrará más libre y dispuesto para hacer lo que le mandan los superiores, podrá realizarlo prontamente con alegría y con esperanza, como corresponde a un servidor de Cristo, redimido para el bien de sus hermanos» (Tratado de la conducta cristiana).
Quien es fiel en su vida a la voluntad de Dios es el que le da el culto que Él merece, y que Él no desprecia, pues ve que procede de un corazón contrito y humillado.
–Los israelitas no obraron el bien y hubieron de sufrir por mano de los filisteos el castigo merecido. El Arca de Dios fue capturada, y así perdieron lo más sagrado que ellos tenían. También nosotros hemos pecado. También tenemos necesidad de la misericordia divina. Y la pedimos con el Salmo 43:
«Redímenos, Señor, por tu misericordia. Ahora nos rechazas y nos avergüenzas, y ya no sales, Señor, con nuestras tropas; nos haces retroceder ante el enemigo, y nuestro adversario nos saquea. Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean. Nos has hecho el refrán de los gentiles, nos hacen muecas las naciones. Señor, ten misericordia de nosotros, no olvides nuestra desgracia y opresión».
La muerte del pecado se realizó ciertamente en el bautismo. Sin embargo aún permanecen en nosotros las secuelas del pecado con sus concupiscencias. Sentimos viva la ley del pecado, que domina nuestros miembros (Rom 7,32). Tenemos, pues, necesidad de conversión y de un culto sincero, que proceda de la fe y de los más hondo del corazón, y que se refleje en nuestras obras.
–Marcos 1,40-45: Se le quitó la lepra y quedó limpio. Este milagro es signo del poder del Hijo de Dios. El hecho prodigioso se divulga, contra la voluntad del Salvador, y se enciende el entusiasmo del pueblo. Verdaderamente solo en Cristo está nuestra salvación.
Los Santos Padres ven muchas veces en la lepra un símbolo de la enfermedad profunda del pecado. Así, por ejemplo, San Atanasio:
«Sin contentarse con haber encontrado el mal, el alma humana, poco a poco, se fue precipitando en lo peor... Así, desviada del bien y olvidando que ella es imagen del Dios bueno, el poder que obra en ella no le deja ver ya al Dios Verbo, la semejanza a la que ella fue hecha; y saliendo de sí misma, no piensa ni imagina sino la nada. Ella ha escondido en los repliegues de los deseos corporales el espejo que hay en ella; por el cual solo podía ver la imagen del Padre. Y así ahora no ve ya más aquello en lo que un alma debe pensar. Al contrario, vuelta hacia todos los lados, sólo ve aquello que cae bajo los sentidos.
«Así, llena el alma de toda clase de deseos carnales y ofuscada por la falsa opinión que de ellos se ha hecho, acaba por imaginarse como las cosas corporales y sensibles a Dios, de cuyo pensamiento se ha olvidado, y da a las apariencias el nombre de Dios. Ella no aprecia más que aquello que ve y contempla como algo agradable. Ello es, pues, el mal, la causa y el origen de la idolatría» (Tratado contra los paganos 2 y 8).
Solo el Salvador puede sanarnos de esta lepra. «La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio».
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. I Samuel 4,1-11
a) Esta batalla que perdieron -probablemente uno de tantos episodios bélicos contra los filisteos- debió ser una auténtica catástrofe nacional para el pueblo de Israel. Perdieron bastantes hombres, murieron los hijos del sacerdote Elí y encima les fue capturada por los enemigos una de las cosas que más apreciaban, el Arca.
El Arca, un cofrecito que contenía las palabras principales de la Alianza y que estaba cubierto con una tapadera de oro y las imágenes de unos querubines, era para los israelitas, sobre todo durante su período nómada por el desierto, uno de los símbolos de la presencia de Dios entre ellos. Por eso fue mayor el desastre, porque habían puesto su confianza en esta Arca. El libro de Samuel -en unas páginas que no leemos en esta selección- interpreta la derrota como castigo de Dios por los pecados de los hijos de Elí.
Con razón recordamos, con el salmo, esta situación de silencio de Dios: «Nos rechazas, nos avergüenzas, ya no sales con nuestras tropas, nos haces el escarnio de nuestros vecinos». Pero el lamento se convierte en súplica humilde y atrevida a la vez: «Redímenos, Señor, por tu misericordia; despierta, Señor, ¿por qué duermes?, levántate, no nos rechaces más, ¿por qué nos escondes tu rostro?».
b) Hay días, también en nuestra vida, en que parece que hay eclipse de Dios. Todo nos va mal, lo vemos todo oscuro y se derrumban las confianzas que habíamos alimentado.
Días en que también nosotros podemos rezar este salmo a gritos: «Despierta, Señor, ¿por qué duermes? ¿por qué nos escondes tu rostro? redímenos por tu misericordia».
Tal vez la culpa está en que no hemos sabido adoptar una verdadera actitud de fe. Nos puede pasar como a los israelitas, que no acababan de pasar del Arca al Dios que les estaba presente. Se quedaban en lo exterior. Parece como si tuvieran esta Arca como una póliza de seguro, como un talismán o amuleto mágico que les libraría automáticamente de todo peligro. No daban el paso a la actitud de fe, de escucha de Dios, de seguimiento de su alianza en la vida. Más que servir a Dios, se servían de Dios. Les gustaban las ventajas de la presencia del Arca, pero no sus exigencias.
¿Nos pasa algo de esto a nosotros, en nuestro aprecio de las «mediaciones» en la vida de fe? Sucedería eso si identificáramos demasiado nuestra fe con cosas o acciones: con el Bautismo o con una cruz, o una bendición, o el altar, o el libro sagrado, o una imagen de Cristo o de la Virgen. Todo eso es muy bueno. Pero es un recordatorio de lo principal: el Dios que nos bendice y nos habla y nos comunica su vida.
Si el Señor está con nosotros, entonces sí somos invencibles. Pero no tendríamos que absolutizar esa presencia sólo en unas cosas o unos objetos o unos actos. No el que dice «Señor, Señor», sino el que hace la voluntad de mi Padre.
2. Marcos 1,40-45
a) Se van sucediendo, en el primer capítulo de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy, la del leproso: «sintiendo lástima, extendió la mano» y lo curó. La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación.
El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros.
El que Jesús no quiera que propalen la noticia -el «secreto mesiánico»- se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del Reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde.
b) Para cada uno de nosotros Jesús sigue siendo el liberador total de alma y cuerpo. El que nos quiere comunicar su salud pascual, la plenitud de su vida.
Cada Eucaristía la empezamos con un acto penitencial, pidiéndole al Señor su ayuda en nuestra lucha contra el mal. En el Padre nuestro suplicamos: «Líbranos del mal». Cuando comulgamos recordamos las palabras de Cristo: «El que me come tiene vida».
Pero hay también otro sacramento, el de la Penitencia o Reconciliación, en que el mismo Señor Resucitado, a través de su ministro, nos sale al encuentro y nos hace participes, cuando nos ve preparados y convertidos, de su victoria contra el mal y el pecado.
Nuestra actitud ante el Señor de la vida no puede ser otra que la de aquel leproso, con su oración breve y llena de confianza: «Señor, si quieres, puedes curarme». Y oiremos, a través de la mediación de la Iglesia, la palabra eficaz: «quiero, queda limpio», «yo te absuelvo de tus pecados».
La lectura de hoy nos invita también a examinarnos sobre cómo tratamos nosotros a los marginados, a los «leprosos» de nuestra sociedad, sea en el sentido que sea. El ejemplo de Jesús es claro. Como dice una de las plegarias Eucarísticas: «Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores. El nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano» (plegaria eucarística V/c). Nosotros deberíamos imitarle: «que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación» (ibídem).
«Despierta, Señor, ¿por qué duermes? ¿por qué nos escondes tu rostro?» (salmo, II)
«Si quieres, puedes limpiarme» (evangelio)
«Él manifestó su amor para con los pobres y los enfermos, para con los pequeños y los pecadores» (plegaria eucarística V, c).