Miércoles I Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 9 enero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 S 3, 1-10. 19-20: Habla, Señor, que tu siervo te escucha
Sal 39, 2 y 5. 7-8a. 8b-9. 10: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad
Mc 1, 29-39: Curó a muchos enfermos de diversos males
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Samuel 3,1-10.19-20: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Samuel es llamado al ministerio profético. Él fue fiel al Señor. Es admirable y ejemplar la relación de Samuel y el sacerdote Elí. Jerarquía y profetismo proceden de Dios y se completan. El profetismo insumiso, descarado y separado de la jerarquía no es de Dios. Así lo enseña San Ignacio de Antioquía:
«Es conveniente obedecer sin ningún género de fingimiento, porque no es a éste o aquél obispo que vemos a quien se trataría de engañar, sino que el engaño iría dirigido contra el obispo invisible; es decir, en este caso ya no es contra un hombre mortal, sino contra Dios, a quien aun lo escondido está patente» (Carta a los Magnesios 1).
Y San Bernardo:
«¿Qué más da que Dios nos manifieste su voluntad por Sí mismo o por sus ministros, ya sean ángeles, ya sean hombres?» (De los preceptos y disposiciones 9).
–La vocación de Samuel es modelo de prontitud en la respuesta. Éste es el mejor sacrificio de alabanza que se puede ofrecer a Dios. Hay que ofrecer a Dios una obediencia total y sincera, y tener en Él plena confianza, total abandono en sus manos. Digamos, pues, con el Salmo 39:
«Yo esperaba con ansia al Señor: Él se inclinó y escuchó mi grito. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor, y no acude a los idólatras, que se extravían con engaños. Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído. No pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: «Aquí estoy», como está escrito en mi libro, «para hacer tu voluntad». Dios mío, llevo tu ley en las entrañas. He proclamado tu salvación ante la gran asamblea: no he cerrado los labios; Señor, Tú lo sabes».
–Marcos 1,29-39: Curó a muchos enfermos de muchos males. Las curaciones milagrosas son señales del poder salvador de Cristo. Con sus milagros manifiesta Jesucristo que el reino mesiánico, anunciado por los profetas, está ya presente en su persona. Así atrae la atención a Sí mismo y hacia la Buena Nueva del Reino que Él encarna; y suscita una admiración y un temor religioso. Comenta San Jerónimo:
«¡Ojalá venga [Jesús] y entre en nuestra casa y, con un mandato suyo, cure la fiebre de nuestros pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo, cuando me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres como vicios. Por ello, pidamos a los Apóstoles que intercedan ante Jesús para que venga a nosotros y nos tome de la mano; pues si Él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. Él es un médico egregio, el verdadero protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído, no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano.
«Aquella mujer tenía la fiebre porque no poseía obras buenas. Primero, por tanto, hay que sanar las obras y luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre si no son sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras malas, yacemos en el lecho sin podernos levantar, pues estamos sumidos totalmente en la enfermedad» (Comentario a San Marcos 3,5).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. I Samuel 3,1-10.19-20
a) Es una de las escenas más deliciosamente narradas de la Biblia: la llamada de Dios al joven Samuel.
El sacerdote Elí, que tendrá otros defectos, ha sabido aquí guiar al joven discípulo y asesorarle bien, sugiriéndole la mejor actitud de un creyente: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».
A partir de ese momento, el hijo de aquella oración tan intensa de Ana y Elcaná, el que como niño había sido ofrecido al servicio de Dios, se convierte en un joven vocacionado que crece en el Templo de Silo hasta llegar a ser el hombre de Dios, el juez y profeta respetado, que guía a su pueblo en su proceso de consolidación social y religiosa.
El salmo responsorial hace eco a esta actitud con otra consigna similar: «aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». Consigna que la carta a los Hebreos aplica a Cristo en el momento de su encarnación.
b) La del joven Samuel debería ser también nuestra actitud: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Así como la que nos ha propuesto el salmo: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad».
Es bueno que sea un joven precisamente el que nos muestra el camino. Como serán más tarde otros jóvenes los que en el Nuevo Testamento nos estimulen con su ejemplo en la misma dirección: la joven María de Nazaret contestando al ángel «hágase en mi según tu palabra» y el joven Pablo, con su disponibilidad total a Cristo: «¿Qué tengo que hacer»? Dios nos sigue hablando: tendríamos que saber escuchar su voz en lo interior, o en los ejemplos y consejos de las personas, o en los acontecimientos de nuestra vida, o en las consignas de la Iglesia. No siempre son claras estas voces: Samuel reconoció a Dios a la tercera.
Tendríamos que saber además aconsejar a los demás cuando vemos que lo necesitan. Nunca sabemos cuándo puede ser eficaz nuestra palabra o nuestro ejemplo. Elí supo recomendar a Samuel el camino bueno.
La de hoy es una escena que puede darnos confianza en el futuro de la Iglesia. Dios sigue llamando. En aquellas circunstancias, mil años antes de Cristo, se podía pensar que no habla futuro: «Por aquellos días las palabras del Señor eran raras y no eran frecuentes las visiones». Pero Dios llamó a Samuel. No tenemos que perder nunca la esperanza. Dios sigue llamando. Lo que nosotros tenemos que hacer es saber escuchar esa voz y ayudar a que sea oída por otros.
2. Marcos 1,29-39
a) Junto con lo que leíamos ayer (un sábado que empieza en la sinagoga de Cafarnaúm con la curación de un poseído por el demonio), la escena de hoy representa como la programación de una jornada entera de Jesús.
Al salir de la sinagoga va a casa de Pedro y cura a su suegra: la toma de la mano y la «levanta». No debe ser casual el que aquí el evangelista utilice el mismo verbo que servirá para la resurrección de Cristo, «levantar» (en griego, «egueiro»). Cristo va comunicando su victoria contra el mal y la muerte, curando enfermos y liberando a los poseídos por el demonio.
Luego atiende y cura a otros muchos enfermos y endemoniados. Pero tiene tiempo también para marchar fuera del pueblo y ponerse a rezar a solas con su Padre, y continuar predicando por otros pueblos. No se queda a recoger éxitos fáciles. Ha venido a evangelizar a todos.
b) Ahora, después de su Pascua, como Señor resucitado, Jesús sigue haciendo con nosotros lo mismo que en la «jornada» de Cafarnaúm.
Sigue luchando contra el mal y curándonos -si queremos y se lo pedimos- de nuestros males, de nuestros particulares demonios, esclavitudes y debilidades. La actitud de la suegra de Pedro que, apenas curada, se puso a servir a Jesús y sus discípulos, es la actitud fundamental del mismo Cristo. A eso ha venido, no a ser servido, sino a servir y a curarnos de todo mal.
Sigue enseñándonos, él que es nuestro Maestro auténtico, más aún, la Palabra misma que Dios nos dirige. Día tras día escuchamos su Palabra y nos vamos dejando llenar de la Buena Noticia que él nos proclama, aprendiendo sus caminos y recibiendo fuerzas para seguirlos.
Sigue dándonos también un ejemplo admirable de cómo conjugar la oración con el trabajo. El, que seguía un horario tan denso, predicando, curando y atendiendo a todos, encuentra tiempo -aunque sea escapando y robando horas al sueño- para la oración personal. La introducción de la Liturgia de las Horas (IGLH 4) nos propone a Jesús como modelo de oración y de trabajo: «su actividad diaria estaba tan unida con la oración, que incluso aparece fluyendo de la misma», y no se olvida de citar este pasaje de Mc 1,35, cuando Jesús se levanta de mañana y va al descampado a orar.
Con el mismo amor se dirige a su Padre y también a los demás, sobre todo a los que necesitan de su ayuda. En la oración encuentra la fuerza de su actividad misionera. Lo mismo deberíamos hacer nosotros: alabar a Dios en nuestra oración y luego estar siempre dispuestos a atender a los que tienen fiebre y «levantarles», ofreciéndoles nuestra mano acogedora.
«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1a lectura, II)
«Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (salmo, II)
«Se acercó, la tomó de la mano y la levantó» (evangelio)
«Se levantó de madrugada y se puso a orar» (evangelio)
«El nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano» (plegaria eucarística V c).