Miércoles I Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 8 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 2, 14-18: Tenía que parecerse en todo a sus hermanos para ser misericordioso
Sal 104, 1-2. 3-4. 6-7. 8-9: El Señor se acuerda de su alianza eternamente
Mc 1, 29-39: Curó a muchos enfermos de diversos males
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 2,14-18: Tenía que parecerse en todo a sus hermanos para ser compasivo y Pontífice fiel. El sacerdocio de Cristo fue eficacísimo: venció al príncipe de la muerte y libró la humanidad. El plan de salvación querido por Dios no era salvar al hombre sin el hombre. Pero esto sólo pudo hacerlo Cristo: Dios y hombre al mismo tiempo.
Es un sacerdocio el de Cristo muy diverso al de los judíos y al de los paganos. Cristo tomó para Sí una naturaleza humana. Comentando ese texto de los Hebreos, dice San Juan Crisóstomo:
«¿Qué quiere decir «tiende una mano» [a los hijos de Abrahán]? ¿Por qué no dijo: asumió, sino que utilizó esta expresión: tiende una mano? Porque este verbo hace referencia a los que persiguen a sus adversarios, y ponen todos los medios para capturar a los fugitivos y apresar a los que se resistan. En efecto, la naturaleza humana había huido de Él y había huido muy lejos, porque dice [el Apóstol] que estábamos muy lejos de Dios y «sin Dios en el mundo» (Ef 2,12). Por eso Él mismo nos persiguió y nos tomó para Sí. El Apóstol hace ver que hizo todo esto por puro amor a los hombres, por caridad y por solicitud hacia nosotros» (Homilía sobre Hebreos 2).
–En Jesucristo, que es el «sí» a todas las promesas, Dios nos reconcilió consigo mismo. En el realismo de su Encarnación y muerte, Dios mismo llevó la obra redentora a su perfección. Es la manifestación más definitiva y clara de la fidelidad de Dios a sus promesas. Por eso cantamos con el Salmo 104:
«El Señor se acuerda de su Alianza eternamente. Dad gracias al Señor, invocad su nombre, dad a conocer sus hazañas a los pueblos, cantadle al son de instrumentos, hablad de sus maravillas. Gloriaos de su nombre santo, que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro».
–Marcos 1,29-39: Curó a muchos enfermos de muchos males. Las curaciones milagrosas son señales del poder salvador de Cristo. Con sus milagros manifiesta Jesucristo que el reino mesiánico, anunciado por los profetas, está ya presente en su persona. Así atrae la atención a Sí mismo y hacia la Buena Nueva del Reino que Él encarna; y suscita una admiración y un temor religioso. Comenta San Jerónimo:
«¡Ojalá venga [Jesús] y entre en nuestra casa y, con un mandato suyo, cure la fiebre de nuestros pecados! Porque todos nosotros tenemos fiebre. Tengo fiebre, por ejemplo, cuando me dejo llevar por la ira. Existen tantas fiebres como vicios. Por ello, pidamos a los Apóstoles que intercedan ante Jesús para que venga a nosotros y nos tome de la mano; pues si Él toma nuestra mano, la fiebre huye al instante. Él es un médico egregio, el verdadero protomédico. Sabe tocar sabiamente las venas y escrutar los secretos de las enfermedades. No toca el oído, no toca la frente, no toca ninguna otra parte del cuerpo, sino la mano.
«Aquella mujer tenía la fiebre porque no poseía obras buenas. Primero, por tanto, hay que sanar las obras y luego quitar la fiebre. No puede huir la fiebre si no son sanadas las obras. Cuando nuestra mano posee obras malas, yacemos en el lecho sin podernos levantar, pues estamos sumidos totalmente en la enfermedad» (Comentario a San Marcos 3,5).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 2,14-18
a) La idea apareció ayer: Jesús se ha encarnado en nuestra familia con todas las consecuencias, para salvarnos desde dentro. Hoy se desarrolla más, en un razonamiento admirable y lleno de esperanza.
La humanidad estaba sometida al poder de la muerte, o sea, al diablo: todos «por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos». Se trataba de liberarla y para eso vino el Hijo de Dios. Ahora bien, ¿cómo quiso él salvarnos de esa situación? La respuesta de la carta es clara: haciéndose uno de nosotros, «de la misma carne y sangre» que nosotros.
No son los ángeles los que necesitan esta salvación, sino nosotros, «los hijos de Abrahán». Por eso se hace de nuestra raza y de nuestra familia.
Pero el argumento continúa. El autor se atreve a decir que «tenía que parecerse en todo a sus hermanos para ser compasivo y pontífice fiel». Tenía que experimentar desde la raíz misma de nuestra existencia lo que es ser hombre, lo que es vivir y sobre todo lo que es padecer y morir. Ayer decía que «Dios juzgó conveniente perfeccionar con sufrimientos» a Jesús, ya que tenía que salvar a la humanidad. Hoy añade que «tenía que» parecerse en todo a sus hermanos. También en el dolor.
Así podrá ser «compasivo»: o sea, com-padecer, padecer con los que sufren. No habrá aprendido lo que es ser hombre en la teoría de unos libros, sino en la experiencia cálida de la misma vida. Así podrá ser «pontífice», o sea, «hacer de puente» entre Dios y la humanidad. Por un aparte es Dios. Pero por otra es hombre verdadero. Solidario con Dios y con el hombre, para así unir en sí mismo las dos orillas.
b) Es dramática pero real la descripción que nos ha hecho la carta: la situación de miedo y de esclavitud ante el mal y la muerte. Pero a la vez es gozosa la convicción de que Cristo ha venido precisamente a salvarnos de esa situación, también a cada uno de nosotros hoy y aquí.
El argumento de Hebreos es profundo y vale para siempre, también para nuestra generación: «Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella». Cada uno cree que su dolor es único y que los otros no le entienden. Pero Cristo sufrió antes que nosotros y nos comprende. Es «compasivo» porque es consanguíneo nuestro, «de nuestra carne y sangre», y su camino fue el nuestro. El camino que nosotros recorremos, cada uno en su tiempo y en sus circunstancias, es el camino que ya siguió Jesús. Ya sabe él la dificultad y la aspereza de ese recorrido. Por eso se hace solidario y «puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» y es «pontífice»: nos comunica la vida y la fuerza de Dios, da sentido a nuestra vida y a nuestro dolor, porque lo incorpora a su dolor pascual, el dolor que salvó a la humanidad.
Juan Pablo II, en varias de sus cartas y encíclicas, insiste en esta cercanía existencial de Cristo a la vida humana: ya a partir de la primera, «Redemptor hominis», de 1979, y sobre todo en la carta «Salvifici Doloris» (el sentido cristiano del sufrimiento), de 1984. Debemos aprender esta lección también en nuestra relación para con los demás: sólo podemos tener credibilidad si «padecemos-con», si tomamos en serio nuestra solidaridad con los demás.
En el prefacio de la misa en que se celebra la Unción de los enfermos recordamos el ejemplo de Jesús: «Tu Hijo, médico de los cuerpos y de las almas, tomó sobre sí nuestras debilidades para socorrernos en los momentos de prueba y santificarnos en la experiencia del dolor».
2. Marcos 1,29-39
a) Junto con lo que leíamos ayer (un sábado que empieza en la sinagoga de Cafarnaúm con la curación de un poseído por el demonio), la escena de hoy representa como la programación de una jornada entera de Jesús.
Al salir de la sinagoga va a casa de Pedro y cura a su suegra: la toma de la mano y la «levanta». No debe ser casual el que aquí el evangelista utilice el mismo verbo que servirá para la resurrección de Cristo, «levantar» (en griego, «egueiro»). Cristo va comunicando su victoria contra el mal y la muerte, curando enfermos y liberando a los poseídos por el demonio.
Luego atiende y cura a otros muchos enfermos y endemoniados. Pero tiene tiempo también para marchar fuera del pueblo y ponerse a rezar a solas con su Padre, y continuar predicando por otros pueblos. No se queda a recoger éxitos fáciles. Ha venido a evangelizar a todos.
b) Ahora, después de su Pascua, como Señor resucitado, Jesús sigue haciendo con nosotros lo mismo que en la «jornada» de Cafarnaúm.
Sigue luchando contra el mal y curándonos -si queremos y se lo pedimos- de nuestros males, de nuestros particulares demonios, esclavitudes y debilidades. La actitud de la suegra de Pedro que, apenas curada, se puso a servir a Jesús y sus discípulos, es la actitud fundamental del mismo Cristo. A eso ha venido, no a ser servido, sino a servir y a curarnos de todo mal.
Sigue enseñándonos, él que es nuestro Maestro auténtico, más aún, la Palabra misma que Dios nos dirige. Día tras día escuchamos su Palabra y nos vamos dejando llenar de la Buena Noticia que él nos proclama, aprendiendo sus caminos y recibiendo fuerzas para seguirlos.
Sigue dándonos también un ejemplo admirable de cómo conjugar la oración con el trabajo. El, que seguía un horario tan denso, predicando, curando y atendiendo a todos, encuentra tiempo -aunque sea escapando y robando horas al sueño- para la oración personal. La introducción de la Liturgia de las Horas (IGLH 4) nos propone a Jesús como modelo de oración y de trabajo: «su actividad diaria estaba tan unida con la oración, que incluso aparece fluyendo de la misma», y no se olvida de citar este pasaje de Mc 1,35, cuando Jesús se levanta de mañana y va al descampado a orar.
Con el mismo amor se dirige a su Padre y también a los demás, sobre todo a los que necesitan de su ayuda. En la oración encuentra la fuerza de su actividad misionera. Lo mismo deberíamos hacer nosotros: alabar a Dios en nuestra oración y luego estar siempre dispuestos a atender a los que tienen fiebre y «levantarles», ofreciéndoles nuestra mano acogedora.
«Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (1a lectura, I)
«Se acercó, la tomó de la mano y la levantó» (evangelio)
«Se levantó de madrugada y se puso a orar» (evangelio)
«El nunca permaneció indiferente ante el sufrimiento humano» (plegaria eucarística V c).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 2,14-18
El autor de la carta, profundizando en el significado de la solidaridad de Cristo con nosotros, explora, por así decirlo, los confines de la misericordia divina. Jesús ha asumido plenamente la realidad del hombre, marcada por la fragilidad y la muerte a causa del pecado. Aunque no conoció el pecado (cf. 4,5), cargó sobre sí las consecuencias del mismo. De este modo, pudo liberar a la humanidad -sometida al dominio del diablo, artífice del pecado y de la muerte- no desde fuera y desde arriba, sino desde el interior: una liberación «impuesta» no habría sido ni auténtica ni eficaz. El Hijo, sin embargo, se hizo partícipe de nuestra condición, a fin de que nosotros pudiéramos participar de la suya. Como buen samaritano, se inclinó sobre aquel que más necesidad tenía de sus curas: no los ángeles, sino la raza de Abrahán (v 16); a saber, todos los peregrinos de la fe en este valle de lágrimas.
Puesto que esta asimilación total con nosotros por parte de Cristo nos rescata del pecado, Cristo cumple perfectamente la función sacerdotal: él es el verdadero sumo sacerdote, «misericordioso» con los hombres -cuyos sufrimientos conoce por experiencia personal- y «digno de crédito» en las cosas relacionadas con Dios, puesto que ha sido enviado por el Padre para nuestra salvación.
Evangelio: Marcos 1,29-39
El evangelista continúa la narración de una jornada típica de Jesús: las apremiantes demandas de los discípulos y de la gente, las muchas y acuciantes necesidades parecen «devorar» su tiempo... Sin embargo, cada uno es a sus ojos una persona única: lo muestra el primer milagro que sigue al primer exorcismo (vv 30ss). La Misericordia «se acerca» a la miseria de una mujer enferma -considerada en nada, según la mentalidad de la época-y la «levanta» cogiéndola por la mano: con la ternura de este gesto, Jesús le restituye no sólo la salud, sino también la capacidad de servir, esto es, de amar humildemente. La noticia se difunde enseguida (cf v. 28) y Jesús se encuentra cargado de trabajo: acabado el descanso sabático con el ocaso del sol, todos le llevan a sus enfermos y endemoniados. Se reúne una muchedumbre de menesterosos, de miserables, sedientos de vida. Y la Misericordia es como un río de gracia que da de su sobreabundancia a cada uno (vv 32-34).
Pero ¿cuál es la fuente de este río? También Jesús es como un pobre, necesitado de alcanzar la sobreabundancia del Padre para poderla derramar sobre los otros; la oración nocturna, solitaria y prolongada, es su secreto. Un secreto al que se apega como al de su propia identidad, que los demonios quisieran revelar para forzar su misión haciendo palanca en las expectativas de la gente (un Mesías político, un reino poderoso). Pero Jesús no lo permite, y ni siquiera se deja seducir por su propio éxito (vv. 37ss); la oración le mantiene en continua relación con el Padre, en adhesión a su designio. Ha «salido» (v. 38: al pie de la letra) del seno del Padre para manifestar su rostro a los hombres. Por eso, como siervo humilde, como Hijo obediente y amadísimo, no puede detenerse: continúa su peregrinación entre nosotros, dilatando los confines del Reino y venciendo a las fuerzas del mal (v. 39).
MEDITATIO
A nosotros, atosigados por mil compromisos o angustiados por tantas tribulaciones, se nos ofrece hoy una Palabra que puede restaurarnos, confortarnos e indicarnos una dirección para la vida. Esta nos hace detenernos un poco para contemplar la misericordia divina: un designio de amor que nos salva y nos libera de la esclavitud del Maligno a través de la encarnación redentora del Hijo de Dios. Jesús ha querido preocuparse por nosotros, pobres, compartiendo en todo nuestras miserias, nuestros sufrimientos, la fatiga de nuestro camino. Ha salido del seno del Padre para recorrer nuestras calles y anunciarnos este amor admirable, para entrar en nuestras casas y aliviar nuestras enfermedades, para bajar a nuestras plazas y ofrecernos la liberación del mal y de todas sus nefastas consecuencias. En algunas ocasiones, incluso hoy, lo hace con un milagro evidente. Pero, con mayor frecuencia, tiene lugar en lo secreto de las conciencias, tocadas por su gracia. A lo largo del discurrir de los tiempos, el Señor glorioso continúa revelándose en la humildad, en el silencio, en la oración.
Y de este modo nos indica el camino: llegar a ser como él, con él, misericordia para los hermanos, ternura infinita que sabe dar, a cada uno de los mil rostros con que se encuentra, la dignidad de ser persona: un hijo amado de Dios, un hermano amado por mí. Jesús viene a dar aliento a nuestros mil compromisos, a dilatar el horizonte de nuestras múltiples angustias, ofreciéndonos el bálsamo de la misericordia para que sepamos darlo a los otros. Nuestras jornadas «más que repletas» tendrán entonces el aliento del amor; nuestro nuevo e infinito horizonte se llamará «compasión». Y será el horizonte de Dios.
ORATIO
Te alabamos, oh Padre, porque es eterna tu misericordia: ayúdanos a comprender sus confines inconmensurables y a acoger con fe tu amor, que nos envuelve, nos libera, nos invita a la fiesta de la vida eterna en ti.
Te damos gracias, oh Hijo, porque es eterna tu misericordia: ayúdanos a inclinarnos contigo sobre cada hermano que está pasando por la prueba, que sufre, que es humillado. Haz que unos seamos capaces de llevar las cargas de otros, reconociéndonos todos como llevados por tu compasión.
Te invocamos, oh Espíritu Santo, porque es eterna tu misericordia: ven a abrirnos a tu gracia, ilumínanos con tu benevolencia, inflámanos con tu caridad. Entonces seremos testigos veraces de Cristo junto a cada hombre amado con el corazón de Dios.
CONTEMPLATIO
En esta vida, cuanto más tiempo pueda ser herida la carne mortal por el padecer, tanto más tiempo puede ser tocado el ánimo, vulnerable, por el compadecer [...]. En efecto, así como la debilidad de la carne es padecer, así la debilidad del ánimo es compadecer. Por eso el Dios-hombre vino a suprimir ambas y cargó con ambas. Asumió el padecer en la carne, acogió el compadecer en el ánimo. En ambos quiso ser débil por nosotros, a fin de curarnos a nosotros, que somos débiles, de ambos. Enfermó por el padecer de su pasión; enfermó por el compadecer la miseria de los otros. Y cargó sobre sí el padecer hasta morir por los mortales. Y cargó sobre sí el compadecer hasta llorar por los que se encaminaban a la ruina.
A causa de la miseria, entregó su carne a la pasión; a causa de la misericordia, dejó que su alma se turbara hasta la compasión. Sufrió en su carne padeciendo por nosotros; sufrió por nosotros en su ánimo compadeciendo [...]. Y así Jesús llevó, en la humanidad que había asumido, y durante todo el tiempo que quiso cargar con ella, según lo que es propio del ser humano, tanto la pasión en la carne como la compasión en el ánimo... «Pues mis días se disipan como humo, mis huesos se consumen como brasas» (Sal 102,4). Los días se disiparon por la pasión, los huesos ardieron por la compasión. A causa de la pasión, murió la carne; a causa de la compasión, ardió el alma. El dolor de la compasión fue como una quemazón del alma, en la que ardía de misericordia, era impulsada por la compasión, estaba desecada por la desesperación: digo desesperación, pero no a causa de sí misma, sino a causa de los que no podían ni corregirse en el mal ni liberarse de él (Hugo de San Víctor, Miscellanea 1, CLXXX: en PL 177, cols. 577ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Alabad al Señor, porque es bueno: su misericordia es eterna» (Sal 135,1).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
El conocimiento que tenías de mí como creador ha sido superado en «calidad» por el que has adquirido haciéndote hombre. Ahora sabes qué significa vivir como mortal en esta tierra: sabes qué son los vínculos de sangre, qué es la amistad, qué es el sueño, qué es cansarse con el trabajo, qué es poder lavarse cuando se está sudado y sucio, qué es participar en una fiesta, qué es rezar pronto por la mañana hasta ver blanquear el cielo y nacer el sol, qué es ser traicionado, qué es tener miedo, qué es ser amado por la gente, qué es enseñar, qué es comer o beber, qué es el dolor, qué es tener una madre y, por último, qué es morir. Gracias a todas estas experiencias, ahora me conoces, sabes qué es «ser hombre». Tú también quieres que yo te conozca, que también yo sepa un poco qué es «ser» Dios, qué es ser eterno, qué es ser libre, qué es ser amor, ser paz, ser alegría; qué es, en el fondo, simplemente «ser», y puesto que el Ser eres tú, qué es, en definitiva, «ser» tú (A. Marchesini, Vieni e vedi, Bolonia 1986, pp. 146ss).