Martes I Tiempo Ordinario (Par) – Homilías
/ 9 enero, 2018 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 S 1, 9-20: El Señor se acordó de Ana, y dio a luz a Samuel
1 S 2, 1. 4-5. 6-7. 8abcd: Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador
Mc 1, 21b-28: Les enseñaba con autoridad
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (12-01-2016): Que no muera la piedad en el corazón
martes 12 de enero de 2016La oración hace milagros e impide que se endurezca el corazón, olvidando la piedad. Podemos ser personas de fe y haber perdido el sentido de la piedad bajo las cenizas del juicio, de las críticas. La historia que cuenta hoy la página de la Biblia (1Sam 1,9-20) es un claro ejemplo. Los protagonistas son Ana —una mujer angustiada por su esterilidad que suplica en lágrimas a Dios que le dé un hijo— y un sacerdote, Elí, que la observa distraídamente desde lejos, sentado en una silla del templo.
La escena descrita por el libro de Samuel nos hace oír primero las sentidas palabras de Ana y luego los pensamientos del sacerdote quien, no logrando oír nada, juzga con malévola superficialidad el mudo susurro de la mujer: para él es solo una borracha. En cambio, como pasará luego, aquel llanto amargo está a punto de arrancar de Dios el milagro solicitado. Ana rezaba en su corazón y solo se movían sus labios, pero la voz no se oía. Este es el valor de una mujer de fe que, con su dolor, con sus lágrimas, pide al Señor la gracia. Cuántas mujeres valientes hay así en la Iglesia —¡tantas!— que van a rezar como si fuese una apuesta... Pensemos solo en una grande, Santa Mónica, que con sus lágrimas consiguió tener la gracia de la conversión de su hijo San Agustín. ¡Hay tantas así!
Elí, el sacerdote, es un pobre hombre por quien siento una cierta simpatía, ya que yo también tengo defectos que me ayudan a acercarme a él y entenderlo bien. Con cuánta facilidad juzgamos a las personas, con cuánta facilidad no tenemos el respeto de decir: «¿Qué tendrá ese en su corazón? No lo sé, pero no digo nada». Cuando falta la piedad en el corazón, siempre se piensa mal y no se comprende a quien, en cambio, reza con dolor y angustia y confía ese dolor y esa angustia al Señor. Esa oración la conoció Jesús en el Huerto de los Olivos, cuando era tanta la angustia y el dolor que le vino aquel sudor de sangre. Pero no se quejó al Padre: Padre, si quieres quítame esto, pero hágase tu voluntad. Jesús respondió por el mismo camino que esta mujer: la mansedumbre. A veces rezamos, pedimos al Señor, pero muchas veces no sabemos llegar a esa lucha con el Señor, hasta las lágrimas, a pedir la gracia.
Recuerdo una vez más la historia de aquel hombre de Buenos Aires que, con una hija de 9 años desahuciada en el hospital, fue de noche a la Virgen de Luján y pasó toda la noche agarrado a la cancela del Santuario pidiendo la gracia de la curación. A la mañana siguiente, volviendo al hospital, encontró a la hija curada. La oración hace milagros. Incluso hace milagros a los cristianos, sean fieles laicos, sean sacerdotes, obispos que hayan perdido la devoción y la piedad. La oración de los fieles cambia la Iglesia: no somos nosotros, los Papas, los obispos, los sacerdotes, las monjas quienes sacan adelante la Iglesia: ¡son los santos! Y los santos son estos, como esta mujer. Los santos son los que tienen el valor de creer que Dios es el Señor y que puede hacerlo todo.
Homilía (09-01-2018): Autoridad-Cercanía
martes 9 de enero de 2018El Evangelio de San Marcos (1,21-28) nos muestra a Jesús que enseña «como quien tiene autoridad». Se trata de una enseñanza nueva, y la novedad de Cristo es precisamente el don de la autoridad recibido del Padre. Ante las enseñanzas de los escribas y doctores de la ley, que también decían la verdad, la gente pensaba en otra cosa, porque lo que decían no llegaba al corazón: enseñaban desde la cátedra, pero no se interesaban por la gente. En cambio, la enseñanza de Jesús provoca asombro, movimiento del corazón, porque lo que da autoridad es precisamente la cercanía, y Jesús se acercaba a la gente, y por eso comprendía sus problemas, dolores y pecados. Porque era cercano, comprendía; y acogía, curaba y enseñaba con cercanía. Lo que a un pastor le da autoridad o despierta la autoridad que le dio el Padre, es la cercanía: cercanía a Dios en la oración –un pastor que no reza, un pastor que no busca a Dios está perdido– y la cercanía a la gente. El pastor separado de la gente no llega a la gente. Cercanía, esa doble cercanía. Esa es la unción del pastor que se conmueve ante el don de Dios en la oración, y se puede conmover ante los pecados, problemas y enfermedades de la gente: ¡deja que el pastor se conmueva!
Los escribas habían perdido la capacidad de conmoverse porque no eran cercanos ni a la gente ni a Dios. Y cuando se pierde la cercanía, el pastor acaba en la incoherencia de vida. Jesús es claro en esto: «Haced lo que dicen» –dicen la verdad– «pero no lo que hacen». La doble vida. Qué feo ver pastores de doble vida: es una herida en la Iglesia. Los pastores enfermos, que han perdido la autoridad y llevan esa doble vida. Hay muchos modos de llevar una doble vida: pero es doble... Y Jesús es muy fuerte con ellos. No solo dice a la gente que les escuchen, sino que no hagan lo que hacen. Y a ellos, ¿qué les dice? «Sois como sepulcros blanqueados»: hermosísimos en la doctrina, por fuera, pero dentro, podredumbre. Ese es el final del pastor que no tiene cercanía con Dios en la oración ni con la gente en la compasión.
En la Primera Lectura están las figuras de Ana, que reza al Señor para tener un hijo varón, y del sacerdote, el viejo Elí, que era débil, había perdido la cercanía, a Dios y a la gente, y pensó que Ana estaba borracha. Ella, en cambio, rezaba en su corazón, moviendo solo los labios. Fue ella la que explicó a Elí que estaba amargada y que «si he estado hablando hasta ahora, ha sido de pura congoja y aflicción». Y mientras ella hablaba, Elí fue capaz de acercarse a aquel corazón, hasta decirle que se fuera en paz: «Que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido». Se dio cuenta que se había equivocado, e hizo salir de su corazón la bendición y la profecía, porque luego Ana dio a luz a Samuel.
Yo diría a los pastores que han llevado una vida separados de Dios y del pueblo, de la gente: «No perdáis la esperanza. Siempre hay una posibilidad. A este le fue suficiente mirar, acercarse a una mujer, escucharla y despertó su autoridad para bendecir y profetizar; esa profecía se cumplió y el hijo le nació a la mujer». La autoridad, don de Dios: solo viene de Él, y Jesús la da a los suyos. Autoridad al hablar, que viene de la cercanía con Dios y con la gente, siempre las dos juntas. Autoridad que es coherencia, no doble vida. Autoridad, y si un pastor la pierde, al menos que no pierda la esperanza, como Elí: siempre hay tiempo para acercarse y despertar la autoridad y la profecía.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–1 Samuel 1,9-20: El Señor se acordó de Ana, que vino a ser madre de Samuel. El Señor escucha la súplica de los humildes y éstos glorifican a Dios. Siempre la aflicción será una escuela de ferviente oración; una oración no solo de palabras, sino nacida del corazón. Muchas veces los Santos Padres nos hablan bellamente de la oración. Oigamos a Tertuliano:
«En el pasado la oración alejaba las plagas, desvanecía los ejércitos de los enemigos, hacía cesar la lluvia. Ahora, la verdadera oración aleja la ira de Dios, implora en favor de los enemigos, suplica por los perseguidores. Y ¿qué tiene de sorprendente que pueda hacer bajar del cielo el agua del bautismo, si pudo también impetrar las lenguas de fuego? Solamente la oración vence a Dios; pero Cristo la quiso incapaz del mal y poderosa para el bien...
«La oración fortaleció a los débiles, curó a los enfermos, liberó a los endemoniados, abrió las mazmorras, soltó las ataduras de los inocentes. La oración perdona los delitos, aparta las tentaciones, extingue las persecuciones, consuela a los pusilánimes, recrea a los magnánimos, conduce a los peregrinos, mitiga las tormentas, aturde a los ladrones, alimenta a los pobres, rige a los ricos, levanta a los caídos, sostiene a los que van a caer, apoya a los que están en pie... ¿Qué más decir en honor de la oración? Incluso oró el mismo Señor, a quien corresponde el honor y la fortaleza por los siglos de los siglos» (La oración 29,2).
–Dios manifiesta su fuerza en la debilidad de las criaturas, como se ha visto en el caso de Ana. Ella viene a ser madre de Samuel por el poder misericordioso de Dios, al que había implorado con una oración salida de lo más íntimo de su corazón. Y nosotros mismos, que tenemos experiencia de los favores de Dios, cantamos con júbilo el mismo cántico de Ana, anunciando a todos los hombres la misericordia de Dios salvador:
«Mi corazón se regocija por el Señor, mi Salvador. Mi poder se exalta por Dios; mi boca se ríe de mis enemigos, porque gozo con tu salvación. Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor. Los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan... El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y herede un trono de gloria».
–Marcos 1,21-28: Les enseñaba con autoridad. Jesús se manifiesta en la sinagoga, enseñando con autoridad y curando a un poseso. Los testigos de tales acontecimientos quedan estupefactos y la fama de Jesús comienza a extenderse. Cristo tiene todo el poder salvador del Padre, domina sobre todas las cosas, y puede comunicar a los hombres el amor del Padre. Por eso una de las manifestaciones de este poder es su capacidad de expulsar al demonio, es decir, de dominar al «antipoder», al enemigo del Padre, quitándole el señorío que tiene sobre los hombres.
También nosotros estamos dominados con frecuencia por el poder enemigo, que es todo lo que ahoga en nosotros el amor de Dios. Y esa cautividad nuestra solo puede superarse dejándonos dominar por el poder salvador de Cristo. Comenta San Agustín:
«¿Qué dijeron los demonios?: «Sabemos quién eres tú, el Hijo de Dios». Y escucharon: «¡Callad!». ¿No dijeron ellos lo mismo que dijo Pedro, cuando [Jesús] les preguntó [a los discípulos]: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Después de que escuchó lo que opinaban las gentes de fuera, volvió a interrogarles, diciendo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Respondió Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Lo que dijeron los demonios, eso mismo lo dijo Pedro. Pero los demonios escucharon: «¡Callad!» Y en cambio a Pedro le dijo: «Dichoso eres tú».
«Pues bien, distínganos a nosotros lo que les distinguía a ellos. ¿Qué movía a los demonios? El temor. ¿Y a Pedro? El amor. Elegid y amad. Es la fe también la que distingue a los cristianos de los demonios... Pero si nos distinguimos en la fe, distingámonos de igual manera en las costumbres y en las obras, inflamándonos de la caridad de que estaban privados los demonios» (Sermón 234,3).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. I Samuel 1,9-20
a) Se nos cuenta el nacimiento de Samuel, y se nos asegura que ha sido por don gratuito de Dios. Ana, la esposa estéril de Elcaná, va a ser madre. Hay un claro paralelismo con el caso de Abrahán, cuya esposa Sara es estéril.
Dios mismo toma la iniciativa. Como lo ha hecho tantas veces en la historia: en el caso de Isaac o de Moisés o de Juan Bautista. Ahora va a nacer Samuel, el hijo que parecía imposible, pero que va a ser providencial para la historia de Israel. Dios se sirve de padres estériles o de circunstancias impensadas para llevar a cabo sus planes de salvación. Así se ve que no es por las fuerzas humanas como se salva el mundo, sino por don de Dios.
La escena está bien narrada. Ana acude al templo de Silo -donde está el Arca de la alianza- y allí reza entre sollozos ante Dios, pidiendo su ayuda y prometiendo que le consagrará a su hijo por toda la vida si se lo concede. El sacerdote Eli interpreta mal las voces entrecortadas de la mujer. La respuesta de Ana es una de las mejores definiciones de lo que muchas veces es la oración en nuestra vida: «Estoy afligida y me desahogo con el Señor». El sacerdote rectifica, reconoce su error y bendice a la mujer.
Dios también la bendice, y Ana y Elcaná tienen por fin el hijo deseado. Si «Ana» significa en hebreo «Dios se compadece» y «Samuel», «Dios escucha», nunca mejor impuestos estos nombres que en este caso.
b) ¿Qué hacemos nosotros cuando fracasamos, cuando no vemos resultados a corto plazo y nos encontramos tristes y solos? ¿qué actitud adoptamos cuando nos sentimos estériles, o cuando vemos que la Iglesia no es como tenía que ser, o nuestra comunidad no funciona, o nuestra familia está pasando momentos difíciles, o cuando nuestro propio futuro no lo vemos nada claro?
¿Nos fiamos de Dios? ¿le rezamos? ¿«nos desahogamos con él», como Ana? A veces nos puede pasar que nos sentimos tan protagonistas, nos fiamos tanto de nuestras propias capacidades o de los medios técnicos, que cuando nos fallan nos hundimos.
El ejemplo de Ana nos puede ayudar. Parecía imposible, y fue madre nada menos que de Samuel, el gran juez de Israel, el que consagró a los primeros reyes. No somos nosotros los que conducimos la historia de la Iglesia y la de la humanidad, sino Dios.
Tendríamos que hacer nuestro el himno de Ana, que decimos hoy como salmo responsorial. Es un cántico de alegría y de gratitud, predecesor del Magníficat de María: «Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador... la mujer estéril da a luz siete hijos... él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre». Un canto que alaba a Dios porque hace caso a los humildes y deja en evidencia a los que se creen importantes.
2. Marcos 1,21-28
a) Todos estaban asombrados de lo que decía y hacía Jesús. Son todavía las primeras páginas del evangelio, llenas de éxitos y de admiración. Luego vendrán otras más conflictivas, hasta llegar progresivamente a la oposición abierta y la muerte.
Jesús enseña como ninguno ha enseñado, con autoridad. Además hace obras inexplicables: libera a los posesos de los espíritus malignos. Su fama va creciendo en Galilea, que es donde actúa de momento. Es que no sólo predica, sino que actúa. Enseña y cura. Hasta los espíritus del mal tienen que reconocer que es el Santo de Dios, el Mesías.
Fuera cual fuera el mal de los llamados posesos, el evangelio lo interpreta como efecto del maligno y por tanto subraya, además de la amable cercanía de Jesús, su poder contra las fuerzas del mal.
b) Nos conviene recordar que Jesús sigue siendo el vencedor del mal. O del maligno. Lo que pedimos en el Padrenuestro, «líbranos del mal», que también podría traducirse «líbranos del maligno», lo cumple en plenitud Dios a través de su Hijo.
Cuando iba por los caminos de Galilea atendiendo a los enfermos y a los posesos, y también ahora, cuando desde su existencia de Resucitado nos sale al paso a los que seguimos siendo débiles, pecadores, esclavos. Y nos quiere liberar. Cuando se nos invita a comulgar se nos dice que Jesús es «el Cordero que quita el pecado del mundo». A eso ha venido, a liberarnos de toda esclavitud y de todo mal.
Por otra parte, Jesús nos da una lección a sus seguidores. ¿Qué relación hay entre nuestras palabras y nuestros hechos? ¿Nos contentamos sólo con anunciar la Buena Noticia, o en verdad nuestras palabras van acompañadas -y por tanto se hacen creíbles- por los hechos, porque atendemos a los enfermos y ayudamos a los otros a liberarse de sus esclavitudes? ¿de qué clase de demonios contribuimos a que se liberen los que conviven con nosotros? ¿repartimos esperanza y acogida a nuestro alrededor?
El cuadro de entonces sigue actual: Cristo luchando contra el mal. Nosotros, sus seguidores, luchando también contra el mal que hay en nosotros mismos y en nuestro mundo.
«Que el Señor te conceda lo que le has pedido» (1a lectura, II)
«Mi corazón se regocija por el Señor, mi salvador» (salmo, II)
«El Señor levanta del polvo al desvalido» (salmo, II).