Martes I Tiempo Ordinario (Impar) – Homilías
/ 8 enero, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Heb 2, 5-12: Convenía perfeccionar mediante el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la salvación
Sal 8, 2ab y 5. 6-7. 8-9: Diste a tu Hijo el mando sobre las obras de tus manos
Mc 1, 21b-28: Les enseñaba con autoridad
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (10-01-2017): Una enseñanza que llega al corazón
martes 10 de enero de 2017El Evangelio de hoy (Mc 1,21-28) recoge el asombro de la gente porque Jesús enseñaba con autoridad y no como los escribas: eran las autoridades del pueblo, pero lo que enseñaban no entraba en el corazón, mientras que Jesús tenía una autoridad real: no era un seductor, enseñaba la Ley hasta el último punto, enseñaba la verdad, pero con autoridad.
Hay tres características que diferencian la autoridad de Jesús de la de los doctores de la Ley. Mientras que Jesús enseñaba con humildad y dice a sus discípulos que el más grande sea como el que sirve, y se haga el más pequeño, los fariseos se sentían príncipes. Jesús servía a la gente, explicaba las cosas para que la gente entendiese bien: estaba al servicio de la gente. Tenía una actitud de servidor, y eso le daba autoridad. En cambio, los doctores de la ley a quienes la gente escuchaba y respetaba, pero no sentía que tuviesen autoridad sobre ellos, porque tenían psicología de príncipes: Nosotros somos los maestros, los príncipes, y os enseñamos a vosotros. No servicio: nosotros mandamos y vosotros obedecéis. Jesús nunca se hizo pasar por príncipe: siempre era el servidor de todos y eso es lo que le daba autoridad.
Estar cerca de la gente confiere autoridad. La cercanía es la segunda característica que diferencia la autoridad de Jesús de la de los fariseos. Jesús no tenía alergia a la gente: tocar a los leprosos o a los enfermos no le daba asco, mientras que los fariseos despreciaban a la pobre gente, ignorante, y les gustaba pasearse por las plazas bien vestidos. Estaban distanciados de la gente, no estaban cerca; Jesús era cercanísimo a la gente, y eso le daba autoridad. Los separados, esos doctores, tenían una psicología clerical: enseñaban con una autoridad clerical, es decir, con clericalismo. A mí me gusta mucho cuando leo la cercanía a la gente que tenía el Beato Pablo VI; en el número 48 de la Evangelii Nuntiandi se ve el corazón del pastor cercano: ahí está la autoridad de aquel Papa, en la cercanía.
Pero hay un tercer punto que diferencia la autoridad de los escribas de la de Jesús, y es la coherencia. Jesús vivía lo que predicaba, había unidad y armonía entre lo que pensaba, decía y hacía. Quien se siente príncipe tiene una actitud clerical, hipócrita: dice una cosa y hace otra. Esa gente no era coherente y su personalidad estaba dividida hasta el punto de que Jesús aconseja a sus discípulos: Haced lo que os dicen, pero no lo que hacen, porque dicen una cosa y hacen otra. Eran incoherentes, y el adjetivo que tantas veces Jesús les dice es hipócritas. Y se entiende que uno que se siente príncipe, que tiene una actitud clerical, que es un hipócrita, ¡no tenga autoridad! Dirá las verdades, pero sin autoridad. En cambio, Jesús, que es humilde, que está al servicio, que es cercano, que no desprecia a la gente y que es coherente, tiene autoridad. Y esa es la autoridad que nota el pueblo de Dios.
Si recordamos la parábola del Buen Samaritano, ante el hombre abandonado por los ladrones medio muerto, pasa el sacerdote y se va quizá porque había sangre y piensa que si lo toca quedaría impuro; pasa el levita y creo que pensaría que si se mezclaba en aquello luego tendría que ir al tribunal a declarar, y tenía muchas cosas que hacer. También se va. Al final viene el samaritano, un pecador que, en cambio, tiene piedad. Pero hay otro personaje, el posadero, que se queda asombrado no por el asalto de los ladrones, que era algo que pasaba por aquel camino, ni por el comportamiento del sacerdote y del levita, porque los conocía, sino por el del samaritano. El asombro del posadero ante el samaritano: Pero está loco, no es judío, es un pecador, podía pensar. Pues así es el asombro de la gente del Evangelio de hoy ante la autoridad de Jesús: una autoridad humilde, de servicio, una autoridad cercana a la gente y coherente.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Hebreos 2,5-12: Dios juzgó conveniente perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. La condición de Cristo en su vida terrena es aparentemente contradictoria. Comenta San Agustín:
«Considera como dicho de Él: «ha sido hecho un poco inferior a los ángeles» (Heb 2, 7). Y si ya has puesto tus ojos en su forma de siervo, no te quedes en ella, levántate por encima y confiesa que Cristo es igual al Padre. ¿Por qué oyes con tanto agrado: «El Padre es mayor que yo»? Escucha con mayor satisfacción aún: «Yo y el Padre somos una misma cosa» (Jn 10,30).
«Ésta es la fe católica, que navega como entre Escila y Caribdis, como se navega en el estrecho entre Sicilia e Italia: por una parte rocas que provocan el naufragio; y por otra, remolinos que devoran las naves. Si la nave va a dar contra las rocas, se destrozan; si va a parar al remolino, es engullida» (Sermón 229 G,4).
El pensar en Cristo o en cualquier otro punto del campo de la fe, hay que tener cuidado de ir siempre por el buen camino, sin desviarse, sin caer ni en excesos ni en defectos. Lo conseguiremos siempre si seguimos la doctrina de la Iglesia. Como dice el concilio Vaticano II,
«la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados de tal modo que ninguno puede subsistir sin los otros. Los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (Dei Verbum 10).
–La grandeza del hombre adquiere su verdadera dimensión al contemplar la humanidad de Cristo, exaltada en la resurrección. La verdadera humanidad se alcanza al compartir la grandeza y la gloria de Jesús resucitado. Es la obra de Dios en Jesucristo y en nosotros, cantada por el Salmo 8: «¡Señor, Dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad...» Diste a tu Hijo «el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies».
–Marcos 1,21-28: Les enseñaba con autoridad. Jesús se manifiesta en la sinagoga, enseñando con autoridad y curando a un poseso. Los testigos de tales acontecimientos quedan estupefactos y la fama de Jesús comienza a extenderse. Cristo tiene todo el poder salvador del Padre, domina sobre todas las cosas, y puede comunicar a los hombres el amor del Padre. Por eso una de las manifestaciones de este poder es su capacidad de expulsar al demonio, es decir, de dominar al «antipoder», al enemigo del Padre, quitándole el señorío que tiene sobre los hombres.
También nosotros estamos dominados con frecuencia por el poder enemigo, que es todo lo que ahoga en nosotros el amor de Dios. Y esa cautividad nuestra solo puede superarse dejándonos dominar por el poder salvador de Cristo. Comenta San Agustín:
«¿Qué dijeron los demonios?: «Sabemos quién eres tú, el Hijo de Dios». Y escucharon: «¡Callad!». ¿No dijeron ellos lo mismo que dijo Pedro, cuando [Jesús] les preguntó [a los discípulos]: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Después de que escuchó lo que opinaban las gentes de fuera, volvió a interrogarles, diciendo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Respondió Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Lo que dijeron los demonios, eso mismo lo dijo Pedro. Pero los demonios escucharon: «¡Callad!» Y en cambio a Pedro le dijo: «Dichoso eres tú».
«Pues bien, distínganos a nosotros lo que les distinguía a ellos. ¿Qué movía a los demonios? El temor. ¿Y a Pedro? El amor. Elegid y amad. Es la fe también la que distingue a los cristianos de los demonios... Pero si nos distinguimos en la fe, distingámonos de igual manera en las costumbres y en las obras, inflamándonos de la caridad de que estaban privados los demonios» (Sermón 234,3).
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos
1. Hebreos 2,5-12
a) Ayer ya se afirmaba que Jesús es superior a los ángeles. Hoy insiste en el tema el autor de la carta a los Hebreos. ¿Existía tal vez en la época y se quería aquí corregir una tendencia a sobrevalorar a los ángeles?
El Salmo 8, que el autor comenta -y que es el salmo responsorial de hoy-, habla del hombre en general cuando dice que es «poco inferior a los ángeles», «le diste el mando sobre las obras de tus manos». En la plegaria eucarística IV le damos gracias a Dios porque al hombre «le encomendaste el mundo entero para que dominara todo lo creado». Aquí se aplica el salmo a Cristo. Jesús, por su encarnación como hombre, aparece como «poco inferior a los ángeles», sobre todo en su pasión y su muerte. Pero ahora ha sido glorificado y se ha manifestado que es superior a los ángeles, coronado de gloria y dignidad, porque Dios lo ha sometido todo a su dominio. Por haber padecido la muerte, para salvar a la humanidad, Dios le ha enaltecido sobre todos y sobre todo.
Apunta además otro tema predilecto de la carta: Jesús ha experimentado en profundidad todo lo humano, incluso el dolor y la muerte. Más aún, llega a decir que «Dios juzgó conveniente perfeccionarle y consagrarle con sufrimientos». Así ha podido conducir a la gloria a todos los hombres, a los que «no se avergüenza de llamarles hermanos».
b) Nos admira la superioridad de Cristo Jesús sobre todo el cosmos, incluidos los ángeles, porque es Hijo y está en íntima comunión con el Padre.
Pero sobre todo nos conmueve su solidaridad total con la raza humana. Se ha querido hacer hermano nuestro. No se avergüenza de llamarnos hermanos. Como dice la plegaria eucarística IV, «compartió en todo nuestra condición humana, menos en el pecado». Nos ama y nos anuncia la salvación como a hermanos. «El santificador y los santificados proceden todos del mismo», son de la misma raza.
«Consagrado por los sufrimientos», habiendo experimentado lo que es sufrir, incluida la muerte, nos ha salvado desde dentro, haciéndose totalmente solidario de nuestra vida. Es una perspectiva que se repetirá en días sucesivos y que nos llena de confianza. Jesús se nos ha acercado y se ha hecho uno de nosotros para llevarnos a todos a la comunión de vida con Dios.
Antes de comulgar decimos siempre la oración que Cristo mismo nos enseñó, en la que nos sentimos hijos del mismo Dios y por tanto hermanos los unos de los otros. Pero somos hermanos, ante todo, de Cristo Jesús. Esa es la razón por la que nos podemos sentir y somos en verdad hijos de Dios y hermanos de los demás.
2. Marcos 1,21-28
a) Todos estaban asombrados de lo que decía y hacía Jesús. Son todavía las primeras páginas del evangelio, llenas de éxitos y de admiración. Luego vendrán otras más conflictivas, hasta llegar progresivamente a la oposición abierta y la muerte.
Jesús enseña como ninguno ha enseñado, con autoridad. Además hace obras inexplicables: libera a los posesos de los espíritus malignos. Su fama va creciendo en Galilea, que es donde actúa de momento. Es que no sólo predica, sino que actúa. Enseña y cura. Hasta los espíritus del mal tienen que reconocer que es el Santo de Dios, el Mesías.
Fuera cual fuera el mal de los llamados posesos, el evangelio lo interpreta como efecto del maligno y por tanto subraya, además de la amable cercanía de Jesús, su poder contra las fuerzas del mal.
b) Nos conviene recordar que Jesús sigue siendo el vencedor del mal. O del maligno. Lo que pedimos en el Padrenuestro, «líbranos del mal», que también podría traducirse «líbranos del maligno», lo cumple en plenitud Dios a través de su Hijo.
Cuando iba por los caminos de Galilea atendiendo a los enfermos y a los posesos, y también ahora, cuando desde su existencia de Resucitado nos sale al paso a los que seguimos siendo débiles, pecadores, esclavos. Y nos quiere liberar. Cuando se nos invita a comulgar se nos dice que Jesús es «el Cordero que quita el pecado del mundo». A eso ha venido, a liberarnos de toda esclavitud y de todo mal.
Por otra parte, Jesús nos da una lección a sus seguidores. ¿Qué relación hay entre nuestras palabras y nuestros hechos? ¿Nos contentamos sólo con anunciar la Buena Noticia, o en verdad nuestras palabras van acompañadas -y por tanto se hacen creíbles- por los hechos, porque atendemos a los enfermos y ayudamos a los otros a liberarse de sus esclavitudes? ¿de qué clase de demonios contribuimos a que se liberen los que conviven con nosotros? ¿repartimos esperanza y acogida a nuestro alrededor?
El cuadro de entonces sigue actual: Cristo luchando contra el mal. Nosotros, sus seguidores, luchando también contra el mal que hay en nosotros mismos y en nuestro mundo.
«No se avergüenza de llamarlos hermanos» (1a lectura, I)
«Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra» (salmo, I).
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Hebreos 2,5-12
El primer tema desarrollado en la carta a los Hebreos es el de la superioridad de Cristo sobre los ángeles, una superioridad afirmada a partir de la filiación divina de Jesús (1,5-14) y puesta de manifiesto, en esta perícopa, considerando asimismo su condición humana. Sin embargo, esta demostración doctrinal se dilata a través de la contemplación y del anuncio del designio redentor de Dios (vv. 9-11). Esto pasa a través de la humillación del Hijo, que, por amor, se hace partícipe de la naturaleza humana -inferior a la angélica, aunque objeto también de la bendición divina (cf v 5-8)- hasta las consecuencias extremas del sufrimiento y de la muerte, experimentadas en beneficio de todos.
Aquí se revela la maravillosa «justicia» de Dios (v 10): el que es creador y fin de todas las cosas ha considerado tan importante al hombre que ha querido atraerlo a la comunión filial consigo. Con tal objeto, se ha hecho solidario hasta el fondo con nosotros en su Unigénito, enviado para llevarnos a la «salvación», a la «gloria», al «mundo futuro» (vv. 5.10). Dios, en su infinita gratuidad, lleva a cabo nuestra santificación a través del humilde amor de Jesús, que se entrega a sí mismo para poder llamarnos «hermanos» y anunciarnos el nombre -la realidad- del Padre (vv. 11ss).
Evangelio: Marcos 1,21-28
Al presentarnos una jornada típica del ministerio de Jesús, Marcos nos hace acercarnos al misterio de su persona a través del impacto que ésta produce en la gente. Jesús enseña los sábados en la sinagoga, como los rabinos, pero la sorprendente autoridad de sus palabras es muy diferente. Jesús no se limita a repetir y a comentar la tradición: la suya es «una doctrina nueva llena de autoridad», que socava las costumbres tranquilizadoras y suscita en los corazones una pregunta inquietante: «¿Qué es esto?...» (v. 27). Sin embargo, hay «alguien» que da muestras de conocer bien al nuevo Maestro y grita fuerte la identidad de Jesús para comprometer el desenlace de su misión forzando sus tiempos y sus modalidades. El «espíritu inmundo» había podido ocupar un hombre sin ser molestado y permanecer sin ser advertido en un lugar de culto hasta que entró en él «el Santo de Dios». Su venida desenmascara al «padre de la mentira» (Jn 8,44), que reconoce en Jesús a su enemigo, su ruina (Mc 1,24).
Con dos breves, órdenes Jesús libera al hombre poseído por el demonio: es su primer milagro y tiene un valor programático. De este modo indica Marcos que Jesús ha venido a traer el Reino de Dios venciendo el dominio de Satanás y caracteriza toda la misión de Cristo como un encuentro frontal -hasta la muerte y, aún más, hasta la resurrección- contra el mal. Los exorcistas judíos empleaban largas fórmulas, encantamientos, ritos; a Jesús le basta con una palabra para hacer callar el estrépito del demonio y devolverle al hombre su dignidad. Crece el estupor de los presentes y la maravilla inquieta a los corazones acostumbrados también a las cosas de Dios: ¿quién es, pues, Jesús?
MEDITATIO
La Palabra nos abre hoy el corazón a la maravilla. Y la maravilla puede llegar a ser en nosotros -tal vez un poco habituados a las realidades de la gracia- un terreno virgen para un encuentro nuevo con Jesús. La autoridad de su persona nos ha sorprendido, y «autoridad» significa capacidad de hacer «crecer» (en latín, augere) a los otros. ¿Por qué tiene Cristo «autoridad»? La respuesta que se nos da en la carta a los Hebreos no es algo que pueda darse por descontado: «Lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto». En consecuencia, Jesús no tiene autoridad porque está por encima de los ángeles, sino porque, al aceptar el designio del Padre, se ha humillado hasta el extremo. Jesús es amor que entrega su vida para liberarnos y unirnos a él. Ha asumido toda la fragilidad de nuestra naturaleza porque sólo tomando sobre sí el peso aplastante de nuestro mal podía salvarnos Dios. La suya es una compasión sin reservas: es una lucha a muerte que derrota al artífice del pecado, causa del sufrimiento y de la muerte, y su victoria aparece como la pérdida más total. Sin embargo, de este modo nos santifica y nos vuelve a llevar a su mismo origen, al Padre, en cuyo amor «no se avergüenza de llamarlos hermanos».
Esta humillación nos confunde y nos plantea interrogantes, y ya no nos es posible permanecer indiferentes: Jesús viene a esclarecer nuestras tinieblas, a introducirnos en la verdad. Podemos rebelamos e intentar sofocar su voz con el alboroto que llevamos dentro o, bien, guardar silencio y acoger la Palabra que tiene autoridad para liberarnos de nuestras maldades y perezas, porque ha bajado a rescatamos pagando las consecuencias que ello entraña. Dios se ha hecho compañero del sufrimiento y de la muerte del hombre para llevarlo, libre, a la gloria, al abrazo del Amor.
ORATIO
Jesús, hermano y Señor nuestro, nos quedamos atónitos ante tu misterio de humillación en favor de nosotros... Adorando el designio del Padre, le damos gracias a él a través de ti. Danos, Señor, un corazón agradecido, para comprender todo el bien que constantemente recibimos de ti e intuir en el sufrimiento el camino de la gracia que tú nos has abierto y recorres con nosotros. Danos un corazón vigilante, para rechazar el entorpecimiento de la indiferencia y las insidias del mal, y acoger tu novedad en nuestra vida. Danos un corazón compasivo, capaz de hacerse cargo contigo de las penas de los otros. Entonces, una vez que hayamos alcanzado la humildad y la bondad, participaremos también de tu autoridad para hacer crecer en el bien a todos los hermanos y señalar a sus pasos la meta de la gloria, la casa del Padre.
CONTEMPLATIO
Dios no tenía ninguna necesidad de salvar al hombre de este modo, sino que era la naturaleza humana la que necesitaba que Dios fuera satisfecho de este modo. Dios no tenía ninguna necesidad de soportar tantos dolores,
sino que era el hombre el que necesitaba ser reconciliado de este modo con Dios. Dios no tenía ninguna necesidad de ser humillado hasta ese punto, sino que era el hombre el que necesitaba ser sacado de este modo de las profundidades del infierno. La naturaleza divina no tenía necesidad ni podía ser humillada o sufrir: sí era necesario que la naturaleza humana se humillara y sufriera, para ser llevada al fin para el que había sido creada. Pero ella, como cualquier otra cosa que no fuera el mismo Dios, no podía bastarse para este fin. El hombre no es reconducido a aquello para lo que fue creado si no es elevado a un nivel semejante al de los ángeles, en el que no hay pecado alguno. Ahora bien, esto es imposible que tenga lugar a no ser después de la plena remisión de todos los pecados, que se lleva a cabo sólo mediante su plena satisfacción.
Sin embargo, puesto que la naturaleza humana no podía hacer esto por sí sola y, en consecuencia, no podía reconciliarse con Dios mediante la satisfacción debida, a fin de que la justicia de Dios no tuviera que permitir el desorden del pecado en su Reino, intervino la bondad divina y el hijo de Dios asumió en su persona la naturaleza humana, para ser hombre-Dios en esta persona.
La naturaleza divina no ha sido humillada por todo esto; en cambio, la naturaleza humana se ha visto exaltada. Aquélla no quedó disminuida, ésta ha sido ayudada misericordiosamente. Y la naturaleza humana no sufrió nada en este hombre por constricción, sino sólo por su libre voluntad. El no se sometió a la violencia de nadie; sólo por su bondad espontánea, para honor de Dios y para la utilidad de los otros hombres, sostuvo con su alabanza y por su misericordia lo que le fue impuesto con mala voluntad; pero lo hizo sin que nadie se lo impusiera por obediencia, sino con una sabiduría que lo dispone todo de manera poderosa (Anselmo de Canterbury, I1 Cristo, Milán 1989, III, pp. 573-575, passim; existe edición de sus obras completas en castellano en la BAC).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Tú eres mi fortaleza, Dios fiel» (Sal 59,18).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Creer en la gracia de Dios significa no demorarse en hurgar en nuestra miseria, en nuestra culpa, sino salir de nosotros mismos y dirigir la mirada a la cruz, allí donde Dios tomó sobre sí y cargó con la miseria y la culpa, derramando así su amor sobre todos los que tienen que cargar con pesos difíciles de llevar. Miseria y culpa del hombre, gracia y amor misericordioso de Dios, son realidades que se reclaman mutuamente.
Allí donde están presentes en gran cantidad la miseria y la culpa, precisamente allí, sobreabundan más que nunca la gracia y el amor de Dios. Allí donde el hombre se muestra pequeño y débil, allí ha manifestado Dios su propia gloria. Allí donde el corazón del hombre está destrozado, allí penetra Dios. Allí donde el hombre quiere ser grande, no quiere estar Dios; allí donde el hombre parece abismarse en las tinieblas, allí mismo instaura Dios el Reino de su gloria y de su amor. Cuanto más débil es el hombre, tanto más fuerte es Dios: esto es cierto; tan cierto como que en la cruz de Cristo se encuentran el amor de Dios y la infelicidad humana.
Allí donde toda la desesperación de la humanidad, todo su atormentador deseo, toda su obligación de renunciar, se muestran con toda su crudeza, en la miseria y en el pecado de nuestras ciudades, en las casas de los publicanos y de los pecadores, en los asilos de la desesperación y de la miseria humana, en las tumbas de nuestros seres queridos, en el corazón de aquel a quien se ha arrebatado toda la alegría de vivir, en el pecho de quien ya no consigue levantarse de su propia culpa... allí es donde triunfa la Palabra de la gracia divina. Aquí no es posible descifrarla ni discernirla, allí se muestra espléndida; aquí es inverosímil, allí se muestra hecha realidad; aquí aparece como un relampaguear en el horizonte del tiempo, allí luce con el resplandor de la eternidad (D. Bonhoeffer, Memoria e fedeltá, Magnano 1995, pp. 191 ss, passim).