Jueves I del Tiempo de Cuaresma – Homilías
/ 6 marzo, 2017 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Est 14, 17k. l-z: No tengo más defensor que tú
Sal 137, 1bcd-2a. 2bcd-3. 7c-8: Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor
Mt 7, 7-12: Todo el que pide recibe
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
El Camino Pascual
En los textos litúrgicos de este día, la Iglesia nos ofrece una catequesis sobre la oración. La reina Ester es figura del pueblo de Dios en medio de sus angustias; expuesta a la violencia de los poderosos de este mundo, desamparada, sostenida únicamente por la confianza en la fuerza de Dios, brota de sus labios la oración: «Señor mío, único rey nuestro, ven en mi ayuda, que estoy sola y no tengo otro defensor que tú. Yo misma me he expuesto al peligro...» (Est 14,3).
En el Evangelio, Jesús nos invita a la oración: «Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7). Estas palabras de Jesús son sumamente preciosas, porque expresan la relación entre Dios y el hombre y responden a un problema fundamental de toda la historia de las religiones y de nuestra vida personal. ¿Es justo y bueno pedir algo a Dios, o es quizá la alabanza, la adoración y la acción de gracias, es decir, una oración desinteresada, la única respuesta adecuada a la trascendencia y a la majestad de Dios? ¿No nos apoyamos acaso en una idea primitiva de Dios y del hombre cuando nos dirigimos a Dios, Señor del Universo, para pedirle mercedes? Jesús ignora este temor. No enseña una religión elitista, exquisitamente desinteresada; es diferente la idea de Dios que nos transmite Jesús: su Dios se halla muy cerca del hombre; es un Dios bueno y poderoso. La religión de Jesús es muy humana, muy sencilla; es la religión de los humildes: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11,15).
Los pequeñuelos, aquellos que tienen necesidad del auxilio de Dios y así lo reconocen, comprenden la verdad mucho mejor que los discretos, que, al rechazar la oración de petición y admitir únicamente la alabanza desinteresada de Dios, se fundan de hecho en una autosuficiencia que no corresponde a la condición indigente del hombre, tal como ésta se expresa en las palabras de Ester: «¡Ven en mi ayuda!» En la raíz de esta elevada actitud, que no quiere molestar a Dios con nuestras fútiles necesidades, se oculta con frecuencia la duda de si Dios es verdaderamente capaz de responder a las realidades de nuestra vida y la duda de si Dios puede cambiar nuestra situación y entrar en la realidad de nuestra existencia terrena. En el contexto de nuestra concepción moderna del mundo, estos problemas que plantean los «sabios y discretos» parecen muy bien fundados. El curso de la naturaleza se rige por las leyes naturales creadas por Dios. Dios no se deja llevar del capricho; y si tales leyes existen, ¿cómo podemos esperar que Dios responda a las necesidades cotidianas de nuestro vivir? Pero, por otra parte, si Dios no actúa, si Dios no tiene poder sobre las circunstancias concretas de nuestra existencia, ¿cómo puede llamarse Dios? Y si Dios es amor, ¿no encontrará el amor posibilidad de responder a la esperanza del amante? Si Dios es amor y no fuera capaz de ayudarnos en nuestra vida concreta, entonces no sería el amor el poder supremo del mundo; el amor no estaría en armonía con la verdad. Pero si no es el amor la más elevada potencia, ¿quién es o quién tiene el poder supremo? Y si el amor y la verdad se oponen entre sí, ¿qué debemos hacer: seguir al amor contra la verdad o seguir a la verdad contra el amor? Los mandamientos de Dios, cuyo núcleo es el amor, dejarían de ser verdaderos, y entonces ¡qué cúmulo de contradicciones fundamentales encontraríamos en el centro de la realidad! Estos problemas existen ciertamente y acompañan la historia del pensamiento humano; el sentimiento de que el poder, el amor y la verdad no coinciden y de que la realidad se halla marcada por una contradicción fundamental, puesto que en sí misma es trágica, este sentimiento, digo, se impone a la experiencia de los hombres; el pensamiento humano no puede resolver por sí mismo este problema, de manera que toda filosofía y toda religión puramente naturales son esencialmente trágicas.
«Pedid y se os dará». Estas palabras tan sencillas de Jesús responden a las cuestiones más profundas del pensamiento humano, con la seguridad que sólo el Hijo de Dios puede darnos. Estas palabras nos dicen:
1. Dios es poder, supremo poder; y este poder absoluto, que tiene al universo en sus manos, es también bondad. Poder y bondad, que en este mundo se hallan tantas veces separados, son idénticos en la raíz última del ser. Si preguntamos: «¿De dónde viene el ser?», podemos responder sin vacilar: viene de un inmenso poder, o también -pensando en la estructura matemática del ser- de una razón poderosa y creadora. Apoyándonos en las palabras de Jesús, podemos añadir: este poder absoluto, esta razón suprema es, al mismo tiempo, bondad pura y fuente de toda nuestra confianza. Sin esta fe en Dios creador del cielo y de la tierra, la cristología quedaría irremediablemente truncada; un redentor despojado de poder, un redentor distinto del Creador, no sería capaz de redimirnos verdaderamente. Y por esta razón, alabamos la inmensa gloria de Dios. Petición y alabanza son inseparables; la oración es el reconocimiento concreto del poder inmenso de Dios y de su gloria.
Como he apuntado ya, aquí encontramos también el fundamento de la moral cristiana. Los mandamientos de Dios no son arbitrarios, son sencillamente la explicación concreta de las exigencias del amor. Pero tampoco el amor es una opción arbitraria: el amor es el contenido del ser; el amor es la verdad: «Qui novit veritatem, novit eam, et qui novit eam, novit aeternitatem. Caritas novit eam. O aeterna veritas et vera caritas et cara aeternitas» («Quien conoce la verdad, la conoce -se refiere a la luz inmutable-, y quien la conoce, conoce la eternidad. La caridad la conoce. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y amada eternidad!»), dice San Agustín cuando describe el momento en que descubrió al Dios de Jesucristo (Confesiones VII 10,16). El ser no habla únicamente un lenguaje matemático; el ser tiene en sí mismo un contenido moral, y los mandamientos traducen el lenguaje del ser al lenguaje humano.
Me parece fundamental poner de relieve esta verdad a la vista de la situación que vive nuestro tiempo, en que el mundo físico-matemático y el mundo moral se presentan de tal modo separados, que no parecen tener nada que ver entre sí. Se despoja a la naturaleza de lenguaje moral; se reduce la ética a poco más que a mero cálculo utilitario, y una libertad vacía destruye al hombre y al mundo.
«Pedid y se os dará». Es decir, Dios es poder y es amor; Dios puede dar y da efectivamente. Estas palabras nos invitan a meditar sobre la identidad radical del poder y del amor; nos invitan a amar el poder de Dios: «Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam».
2. Dios puede escuchar y hablar; en una palabra: Dios es persona. En el interior de la tradición cristiana, es ésta una afirmación muy clara; pero una determinada corriente de la historia de las religiones se opone a esta idea y se deja sentir como una tentación cada vez más fuerte para el mundo occidental. Me refiero a las religiones que provienen de la tradición hinduista y budista y al fenómeno de la gnosis, que separa creación y redención. Hoy asistimos a un renacimiento de la gnosis, que representa seguramente el reto más sombrío que se le plantea a la espiritualidad y a la pastoral de la Iglesia. La gnosis permite conservar los términos y gestos venerables de la religión, el perfume de la religión, prescindiendo por completo de la fe. Es ésta la tentación profunda que la gnosis encierra: hay en ella una cierta nostalgia de la belleza de la religión, pero hay también el cansancio del corazón que no tiene ya la fuerza de la fe. La gnosis se ofrece como una especie de refugio en el que es posible perseverar en la religión cuando se ha perdido la fe. Pero tras esta fuga se esconde casi siempre la actitud pusilánime del que ha dejado de creer en el poder de Dios sobre la naturaleza, en el Creador del cielo y de la tierra. Aparece así un cierto desprecio de la corporalidad; la corporalidad se muestra despojada de valor moral. Y el desprecio de la corporalidad engendra el desprecio de la historia de la salvación, para venir a desembocar finalmente en una religiosidad impersonal. La oración es sustituida por ejercicios de interioridad, por la búsqueda del vacío como ámbito de libertad.
«Pedid y se os dará». El Padrenuestro es la aplicación concreta de estas palabras del Señor. El Padrenuestro abraza todos los deseos auténticos del hombre, desde el Reino de Dios hasta el pan cotidiano. Esta plegaria fundamental constituye así el indicador que nos señala el camino de la vida humana. En la oración vivimos la verdad.
3. Si comparamos el texto de San Mateo con el de San Lucas y con los textos afines de San Juan, se nos hace patente un último aspecto. San Mateo concluye esta catequesis sobre la oración con las palabras de Jesús: «Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?» (7,11) Se subraya aquí la bondad absoluta del Señor y se expresa la personalidad de Dios, Padre de sus hijos; aquí encontramos también una alusión al pecado original, a la corrupción de los hombres, cuya maldad proviene de su rebeldía contra Dios, manifestada en el camino del autonomismo, del «seréis como Dios».
Pero nuestro interés no se centra, por el momento, en estos elementos fundamentales de la teología y de la antropología cristiana. El problema que ahora nos ocupa es el siguiente: ¿Qué contenidos puede abarcar la oración cristiana? ¿Qué podemos esperar de la bondad de Dios? La respuesta del Señor es muy sencilla: todo. Todo aquello que es bueno. Dios es bueno y otorga solamente bienes y mercedes; su bondad no conoce límites. Es ésta una respuesta muy importante. Podemos realmente hablar con Dios como los hijos hablan con su padre. Nada queda excluido. La bondad y el poder de Dios conocen un solo límite; el mal. Pero no conocen límites entre cosas grandes y pequeñas, entre cosas materiales y espirituales, entre cosas de la tierra y cosas del cielo. Dios es humano; Dios se ha hecho hombre, y pudo hacerse hombre porque su amor y su poder abrazan desde toda la eternidad las cosas grandes y las pequeñas, el cuerpo y el alma, el pan de cada día y el Reino de los cielos.
La oración cristiana es oración plenamente humana; es oración en comunión con el Dios-hombre, con el Hijo. La verdadera oración cristiana es la oración de los humildes, aquella plegaria que, con una confianza que no conoce el miedo, trae a la presencia de la bondad omnipotente todas las realidades e indigencias de la vida. Podemos pedir todo aquello que es bueno. Y justamente en virtud de este su carácter ilimitado, la oración es camino de conversión, camino de educación a lo divino, camino de la gracia; en la oración aprendemos qué es bueno y qué no lo es; aprendemos la diferencia absoluta entre el bien y el mal; aprendemos a renunciar a todo mal, a vivir las promesas bautismales: «Renuncio a Satanás y a todas sus obras». La oración separa en nuestra vida la luz de las tinieblas y realiza en nosotros la nueva creación. Nos hace creaturas nuevas. Por esta razón es tan importante que en la oración abramos con toda sinceridad nuestra vida entera a la mirada de Dios, nosotros, que somos malos, que tantas cosas malas deseamos. En la oración aprendemos a renunciar a estos deseos nuestros, nos disponemos a desear el bien y nos hacemos buenos hablando con aquel que es la bondad misma. El favor divino no es una simple confirmación de nuestra vida; es un proceso de transformación.
Si reparamos en la hondura de esta respuesta tan sencilla del Señor en el Evangelio de San Mateo, comprenderemos el matiz específico de la tradición lucana. La respuesta del Señor según San Lucas es ésta: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas..., ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que lo piden?» (Lc 11,13). El contenido de la oración cristiana es aquí mucho más limitado; se define de una manera más precisa que en San Mateo: el cristiano no espera recibir de la bondad de Dios cualquier cosa; pide a Dios el don divino: el Espíritu Santo; pide a Dios nada menos que a Dios mismo -la bondad misma, el amor mismo-, el Dios que se hace don de sí, el Espíritu Santo. Esto no contradice fundamentalmente la tradición de San Mateo. También según San Lucas se pide a Dios el bien, la bondad que abraza todo lo bueno. Pero San Lucas quiere dejar claro que las cosas humanas han de mantenerse en la esfera de la responsabilidad humana; le preocupa que la oración pueda convertirse en pretexto para entregarse al abandono y a la pereza; no quiere que le pidamos a Dios demasiado poco, sino que, con la audacia del Hijo, le pidamos el todo: al mismo Dios. De este modo, San Lucas, más que San Mateo, pone el acento en la pureza del deseo, que ha de acompañar siempre a la oración cristiana; subraya que la oración de los hijos es la oración del Hijo, plegaria cristológica, «per Christum». San Lucas no limita el poder de Dios a las cosas espirituales y sobrenaturales: el Espíritu Santo lo penetra todo; pero acentúa el objetivo concreto de la oración: que dejemos de ser malos y nos hagamos buenos en virtud de nuestra participación en la bondad misma de Dios. Este es el verdadero fruto de la oración: que no sólo tengamos cosas buenas, sino que también seamos buenos.
Esta es también la línea de la tradición joannea. San Juan pone de relieve dos aspectos:
a) La oración cristiana es oración en el nombre del Hijo. Si en San Lucas se encuentra únicamente sugerida la identidad de la oración de los hijos y la del Hijo, en San Juan se hace explícito este elemento esencial. Orar en el nombre del Hijo no es una mera fórmula; no consiste en solas palabras; para compenetrarnos con este nombre se exige un camino de identificación, de conversión y de purificación; es el camino por el que se llega a ser Hijo, es decir, la realización del bautismo a través de una penitencia permanente.
Respondemos así a la invitación del Señor: «Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todo a mí» (Jn 12,32). Cuando pronunciamos la fórmula litúrgica «per Christum Dominum nostrum», se hace presente toda esta teología; día a día, estas palabras nos invitan a seguir el camino de la identificación con Jesús, el Hijo; el camino del bautismo, es decir, de la conversión y de la penitencia.
b) Para referirse al contenido de la oración, al contenido de la promesa y del favor de Dios, San Juan utiliza la palabra «gozo»: «Pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo» (Jn 16,24) Así, el texto de Juan puede servir de vínculo de unión entre la tradición de San Mateo y la de San Lucas. El contenido de todas nuestras exigencias, de todos nuestros deseos, es la dicha, la felicidad; todos y cada uno de nuestros particulares anhelos buscan fragmentos de felicidad. San Juan, con San Mateo, nos dice: pedidle a Dios todo; buscad siempre la felicidad; el Padre tiene el poder y la bondad de otorgarla.
Con San Lucas, Juan afirma: todos los bienes singulares son fragmentos de esta única realidad que se expresa en el gozo. El gozo, en último término, no es más que Dios mismo, el Espíritu Santo. Buscad a Dios, pedid «el gozo», el Espíritu Santo, y lo habréis conseguido todo.
De esta manera, la meditación del Evangelio nos lleva de la mano a la colecta de la misa de este día:
«Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad. Por nuestro Señor Jesucristo...»
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Ester 14,3-5,12-14: No tengo otro defensor que tú. La súplica de Ester, en un momento de gran peligro, es modelo para la oración cristiana. Comienza confesando la soberanía única, exclusiva, de Dios sobre todo lo que existe. Luego apela a su misericordia, según la cual eligió a Israel como heredad suya; finalmente, pide la protección de Dios en momento tan difícil para ella y para su pueblo. Comenta San Juan Crisóstomo:
«El mismo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él; y así, como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha con el corazón, que no está limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolonga día y noche sin interrupción.
«Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios; de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se convierten en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.
«La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos... Por la oración el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible» (Homilía 6, sobre la oración).
–Con el Salmo 137 expresamos la confianza y seguridad que tenemos en Dios cuando nos dirigimos a Él en la oración: «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, delante de los ángeles tañeré para Ti. Me postraré hacia tu santuario. Daré gracias a tu nombre. Por tu misericordia y lealtad. Cuando te invoqué me escuchaste, acreciste el valor de mi alma. Extiendes tu brazo contra la ira de mi enemigo. El Señor completará sus favores conmigo: Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos».
Sigue diciendo San Juan Crisóstomo:
«Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediario. Alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos... La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina... El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma» (ibid.).
–Mateo 7,7-12: Quien pide, recibe. Jesús invita a sus discípulos a practicar la oración. La eficacia de la oración se funda en la condición paternal del Padre «que está en los cielos». Seguimos con San Juan Crisóstomo:
«Cuando quieres reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, a fin de preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo de tu alma» (ibid.).
El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, ya que nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, como dice San Pablo.
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos 2
1. Es admirable la oración que este libro pone en boca de la reina Ester. Ester es una muchacha judía que ha logrado pertenecer al grupo de esposas del rey de Persia. Ahora está temblando de miedo porque su pueblo -y ella misma, por tanto- corre peligro de desaparecer víctima de las intrigas de un ministro que los odia.
El libro no pertenece al género histórico. Más bien está escrito con una intención religiosa, espiritual: animar a los lectores de todos los tiempos a tener confianza en Dios, porque siempre está dispuesto a ayudarnos en nuestra lucha contra el mal. La reina toma la atrevida decisión de presentarse ante el rey -el león- sin haber sido llamada. Pero no se fía de sus propias fuerzas y por eso invoca humildemente a Dios para que la ayude en este momento tan decisivo.
En su oración reconoce ante todo la grandeza de Dios y su cercanía para con el pueblo elegido. Reconoce también que «hemos pecado contra ti» y hemos «dado culto a otros dioses». Y le pide que una vez más les siga protegiendo. Es una oración humilde y confiada a la vez. Que resultó eficaz, porque el rey accedió a su petición, el pueblo se salvó y el ministro enemigo -no sin cierta dosis de astucia por parte de Ester y los suyos- pagó su ambición con la vida.
2. Esta página del Antiguo Testamento nos prepara para escuchar las afirmaciones de Jesús: «pedid y se os dará, llamad y se os abrirá». Dios está siempre atento a nuestra oración.
El ejemplo que pone Jesús es el del padre que quiere el bien de su hijo y le da «cosas buenas». ¡Cuánto más Dios, que es nuestro Padre, que siempre está atento a lo que necesitamos!
3. La oración de Ester fue escuchada. Y Jesús nos asegura que nuestra oración nunca deja de ser escuchada por Dios.
Esto nos hace pensar que, aunque a veces no se nos conceda exactamente lo que pedimos tal como nosotros lo pedimos, nuestra oración debe tener otra clase de eficacia. Como decía san Agustín, «si tu oración no es escuchada, es porque no pides como debes o porque pides lo que no debes». Un padre no concede siempre a su hijo todo lo que pide, porque, a veces, ve que no le conviene. Pero sí le escucha siempre y le da «cosas buenas».
Así también Dios para con nosotros. En verdad, nuestra oración no es la primera palabra: es ya respuesta a la oferta de Dios, que se adelanta a desear nuestro bien más que nosotros mismos. Cuando nosotros pedimos algo a Dios, estamos diciéndole algo que ya sabía, estamos pronunciando lo que él aprecia más que nosotros con su corazón de Padre. Nuestra oración es, en ese mismo momento, «eficaz», porque nos hemos puesto en sintonía con Dios y nos identificamos con su voluntad, con su deseo de salvación para todos. De alguna manera, además, nos comprometemos a trabajar en lo mismo que pedimos.
Tenemos un ejemplo en Jesús. Él pidió ser librado de la muerte. Dice la carta a los Hebreos que «fue escuchado». Esto puede parecer sorprendente, porque murió. Sí, pero fue liberado de la muerte... después de haberla experimentado, y así entró en la nueva existencia de Señor Glorioso. A veces es misteriosa la manera como Dios escucha nuestra oración.
Podemos estar seguros, con el salmo, y decir confiadamente: «cuando te invoqué, me escuchaste, Señor». Muchas veces nuestra oración, como la de Ester, se refiere a la situación de la sociedad o de la Iglesia. ¿No está también ahora el pueblo cristiano en peligro? También en esta dirección debe ser confiada y humilde, seguros de que Dios la oye, y entendiendo nuestra súplica también como una toma de conciencia y de compromiso. Por una parte, estamos dispuestos a trabajar por la evangelización de nuestro mundo, y por otra, le pedimos a Dios: «extiende tu brazo, Señor, no abandones la obra de tus manos».
«Concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien» (oración).
«Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor» (salmo).
«Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra» (aclamación al evangelio).
«Pedid y se os dará» (evangelio).