Jueves I Tiempo de Adviento – Homilías
/ 27 noviembre, 2016 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Is 26, 1-6: Que entre un pueblo justo, que observe la lealtad
Sal 117, 1 y 8-9. 19-21. 25-27a: Bendito el que viene en nombre del Señor
Mt 7, 21. 24-27: El que hace la voluntad del Padre entrará en el reino de los cielos
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
«Tú, Señor, estás cerca y todos tus mandatos son estables. Hace tiempo comprendí tus preceptos, porque Tú existes desde siempre» (Sal 118,151-152). En la oración colecta (Gelasiano), pedimos al Señor que despierte nuestros corazones y que los mueva a preparar los caminos de su Hijo; que su amor y su perdón apresuren la salvación que retardan nuestros pecados. Ansiamos la venida del Señor, pero nos vemos faltos de fuerza y de mérito. Solo en el Señor tenemos puesta nuestra confianza. Comunión: Para ello llevemos ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios (Tit 2,12-13).
–Isaías 26,1-6: «Que entre el pueblo justo, el que es fiel». El pueblo canta la victoria de Yahvé, que ha hecho inexpugnable a su ciudad, a la Iglesia. En ella habita el pueblo justo, pacífico y fiel. Su fuerza y su poder es el mismo Dios, la Roca fuerte. Pero no podemos olvidar que la condición humana se ha hecho por el pecado inestable y precaria, y que el enemigo no deja de oprimirnos con sus insidias.
Mientras estamos, pues, en este mundo la lucha ha de ser constante. Por todas partes nos atacan para derribarnos: la tentación del bienestar, la manipulación de las opiniones mediante los medios de comunicación social, las ideologías masificadoras, el consumismo, el progreso técnico, en sí positivo y liberador... Todo esto llega a engendrar inseguridad, a hacer difícil experimentar un centro que unifique nuestra vida.
La respuesta bíblica es categórica. Solo Dios puede construir la ciudad, solo él puede ser el alcázar seguro, la Roca inexpugnable que vence todo lo que puede intentar destruirnos. Hemos de tener una fe viva, que ve y siente a Dios en todas las cosas y acontecimientos, que está plenamente convencida de su presencia, de su acción, de su santa voluntad, de su providencia, de su imperio, de su gobierno en el mundo. Hemos de abandonarnos totalmente en las manos de Dios, en la providencia divina. Hemos de tener un amor intenso, constante, dispuesto a todos los sacrificios, humillaciones, dolores y renunciamientos. Querer lo que Dios quiere y permite. Todo es para nuestro bien.
–Salmo 117: El Señor es ayuda de los débiles, quienes, fortalecidos con la ayuda de Dios, poseerán la ciudad fuerte de que trata la lectura anterior. Como el Rey vencedor, que leemos en este salmo, demos gracias al Señor por su protección constante, y confesemos que solo en él encontramos la salvación. Solo es bendito y llega a feliz término el que no confía en sus propias fuerzas, sino en el nombre del Señor, pues «mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes... Señor, danos la salvación, Señor, danos prosperidad. El Señor es Dios: Él nos ilumina». Así lo esperamos en vísperas de la solemnidad del Nacimiento del Señor.
–Mateo 7,21.24-27: El verdadero discípulo cumple la voluntad de Dios. El discípulo fiel del Señor escucha la palabra y la pone en práctica. Cristo nos guía para que realicemos la voluntad del Padre. No nos basta con decir: Señor, Señor, si no cumplimos la voluntad de Dios. Comenta San Agustín:
«Hermanos míos: Venís con entusiasmo a escuchar la palabra: no os engañéis a vosotros mismos, fallando a la hora de cumplir lo que escuchasteis. Pensad que si es hermoso escucharla, ¡cuánto más lo será llevarla a la práctica! Si no la escuchas, si no pones interés en escucharla, nada edificas. Pero, si la escuchas y no la llevas a la práctica, edificas una ruina [...] Quien la escucha y no la pone en práctica, edifica sobre arena; y edifica sobre la roca quien la escucha y la pone en práctica. Y quien ni siquiera la escucha, no edifica ni sobre la roca ni sobre la arena [...] Si no edificas te quedarás sin techo donde cobijarte... Por tanto, si malo es para ti edificar sobre arena, malo es también no edificar nada; solo queda como bueno edificar sobre la roca» (Sermón 79, 8-9, en Cartago, antes del 409).
El Dios-Fortaleza, llega a ser Dios-Roca, fundamento sobre el que nos toca a nosotros construir. La vida contemplativa y la vida activa son necesarias para todos y cada uno. Sin el fundamento –vida interior, alimentada por la Palabra de Dios– no se puede construir, lo mismo que una vida de piedad, sin la práctica efectiva de las virtudes, es estéril. Sin Dios, sin Cristo, nada podemos hacer. Cristo viene a enseñarnos a construir el edificio de nuestra santidad. Escuchémoslo en las celebraciones litúrgicas.
José Aldazabal
Enséñame tus Caminos 1
1. Tener una ciudad fuerte, asentada sobre roca, inexpugnable para el enemigo, era una de las condiciones más importantes en la antigüedad para sentirse seguros. Sus murallas y torreones, sus puertas bien guardadas, eran garantía de paz y de victoria.
La imagen le sirve al profeta para anunciar que el pueblo puede confiar en el Señor, nuestro Dios. Él es nuestra muralla y torreón, la roca y la fortaleza de nuestra ciudad. Y a la vez, con él podemos conquistar las ciudades enemigas, por inexpugnables que crean ser
-¿Babel, Nínive?-, porque la fuerza de Dios no tiene límites.
Sólo acertaremos en la vida si ponemos de veras nuestra confianza en él: «mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres» (salmo). Un pueblo que confía en el Señor, que sigue sus mandatos y observa la lealtad, es feliz, «su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti». Mientras que los que confían en las murallas de piedra, y se sienten orgullosamente fuertes, se llevarán pronto o tarde un desengaño. Nuestra Roca es Dios. En él está nuestra paz y nuestra seguridad. Él nos llevará a la Jerusalén celestial, la ciudad de la fiesta perpetua.
2. El evangelio también nos habla de edificar sobre roca.
Jesús -al final del sermón de la montaña- nos asegura que está edificando sobre roca, y por tanto su edificio está garantizado, aquél que no sólo oye la Palabra sino que la pone por obra. Edifica sobre arena, y por tanto se expone a un derrumbamiento lastimoso, el que se contenta con oír la Palabra o con clamar en sus oraciones ¡Señor, Señor!
Cuando Jesús compara la oración con las obras, la liturgia con la vida, siempre parece que muestra su preferencia por la vida. Lo que quedan descalificadas son las palabras vacías, el culto no comprometido, sólo exterior.
3. a) ¿Cómo estamos construyendo nosotros el edificio de nuestra casa, de nuestra persona, de nuestro futuro? ¿cómo edificamos nuestra familia, nuestra comunidad, nuestra Iglesia y sociedad?
La imagen de las dos lecturas es clara y nos interpela en este Adviento, para que reorientemos claramente nuestra vida.
Si en la construcción de nuestra propia personalidad o de la comunidad nos fiamos de nuestras propias fuerzas, o de unas instituciones, o unas estructuras, o unas doctrinas, nos exponemos a la ruina. Es como si una amistad se basa en el interés, o un matrimonio se apoya sólo en un amor romántico, o una espiritualidad se deja dirigir por la moda o el gusto personal, o una vocación sacerdotal o religiosa no se fundamenta en valores de fe profunda. Eso sería construir sobre arena. La casa puede que parezca de momento hermosa y bien construida, pero es puro cartón, que al menor viento se hunde.
b) Debemos construir sobre la Palabra de Dios escuchada y aceptada como criterio de vida.
Seguramente todos tenemos ya experiencia, y nuestra propia historia ya nos va enseñando la verdad del aviso de Isaías y de Jesús. Porque buscamos seguridades humanas, o nos dejamos encandilar por mesianismos fugaces que siempre nos fallan. Como tantas personas que no creen de veras en Dios, y se refugian en los horóscopos o en las religiones orientales o en las sectas o en los varios mesías falsos que se cruzan en su camino.
El único fundamento que no falla y da solidez a lo que intentamos construir es Dios.
Seremos buenos arquitectos si en la programación de nuestra vida volvemos continuamente nuestra mirada hacia él y hacia su Palabra, y nos preguntamos cuál es su proyecto de vida, cuál es su voluntad, manifestada en Cristo Jesús, y obramos en consecuencia. Si no sólo decimos oraciones y cantos bonitos, ¡Señor, Señor!, sino que nuestra oración nos compromete y estimula a lo largo de la jornada. Si no nos contentamos con escuchar la Palabra, sino que nos esforzamos porque sea el criterio de nuestro obrar.
Entonces sí que serán sólidos los cimientos y las murallas y las puertas de la ciudad o de la casa que edificamos.
c) Tenemos un modelo admirable, sobre todo estos días de Adviento, en María, la Madre de Jesús. Ella fue una mujer de fe, totalmente disponible ante Dios, que edificó su vida sobre la roca de la Palabra. Que ante el anuncio de la misión que Dios le encomendaba, respondió con una frase que fue la consigna de toda su vida, y que debería ser también la nuestra: «hágase en mí según tu Palabra». Es nuestra maestra en la obediencia a la Palabra.
Zevini-Cabra
Lectio Divina para cada día del año
LECTIO
Primera lectura: Isaías 26,1-6
El himno de acción de gracias del profeta es muy denso teológicamente hablando y se expresa en la doble proclamación del auxilio del Señor que da un sólido sostén a la ciudad «fuerte» de Jerusalén (v. 1), en oposición a la soberbia Babilonia.
El himno lo cantan los habitantes de la ciudad, que necesita ser reconstruida y levantar murallas garantes de su seguridad. Pero a veces las "murallas" no sólo defienden de los enemigos; pueden convertirse en una especie de defensa del propio bienestar, en barrera contra los humildes. Aparece una imagen muy bella en la que el profeta invita a abrir las puertas de la ciudad donde mora un pueblo no encerrado en sus propias seguridades, sino abierto al mundo. La ciudad se convierte en refugio también para otros, llamados «pueblo justo» (v. 2). La descripción de la gente que puede entrar en la ciudad en busca de refugio nos lleva a pensar que los moradores, sus habitantes, no son habitualmente ni justos, ni fieles, ni interiormente seguros. Se invita a ese grupo étnico unido por vínculos de sangre, de autoridad e historia común a abrirse al «pueblo justo», «que se ha mantenido fiel» (v. 2). Solamente así, con esta apertura al otro, al pobre, los habitantes de la ciudad encontrarán la verdadera salvación y seguridad.
Evangelio: Mateo 7,21.24·27
Las dos imágenes evangélicas antitéticas del hombre prudente y del hombre necio y de los dos resultados contrapuestos corresponden a las fórmulas de la alianza de Dios con Israel, fórmulas que -según los diversos testimonios del Antiguo Testamento- concluyen siempre con una serie de bendiciones y maldiciones. Las frases conclusivas del sermón de la montaña nos dan a entender que bendición y maldición, salvación o destrucción no nos vienen dadas del exterior; son más bien la manifestación de la diversa consistencia del actuar humano y del cimiento en que se funda. Naturalmente que cuesta más construir sobre roca (v. 27), es mucho más cómodo edificar sobre extensas llanuras de arena, pero tales construcciones sin cimientos sólidos están destinadas a ser arrasadas por aguaceros y ventoleras (v. 27), Por consiguiente, es capital la calidad del cimiento; sólo apoyando las obras propias en una Palabra imperecedera de verdad es como la vida humana logra su realización, prescindiendo de exterioridades: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos» (v. 21). Ésta fue la tentación por parte de los de la comunidad primitiva tendente a buscar obsesivamente milagros y manifestaciones espectaculares. Estos grupos olvidan que sólo una obediencia filial y seria a la voluntad del Padre indica la calidad del seguimiento de los discípulos de Jesús (cf. Mt 7,21-23).
MEDITATIO
Sólo viviré auténticamente mi discipulado escuchando y llevando sinceramente a la práctica la Palabra del Señor. Contra la tentación de hacer coincidir la vida cristiana con 10 extraordinario -llámense exorcismos, curaciones o milagros- debo tratar de buscar los fundamentos de su firmeza: la obediencia cotidiana a la palabra del Señor encamada en mi vida. El texto evangélico describe dos modos contrapuestos en los que puedo cimentar mi trabajo. Por una parte la búsqueda de lo sensacional, de la apariencia o vanidad de mis efímeras realizaciones. Es un modo de enmascarar la inconsistencia de mi vida, ignorando que incluso la mínima acción buena que pueda ejecutar es un don de la gracia que exige humildad y agradecimiento. Al manifestarse la fragilidad de mi cometido, me aterrorizará lo mismo que el desplome repentino de una casa. Todavía no tengo morada en la «ciudad fuerte» habitada exclusivamente por «un pueblo justo que observa la lealtad» y que pone el cimiento de su existencia en el Señor, la roca eterna.
En la dirección opuesta aparece la firme decisión de no pretender apoyarme en palabras, en el peligroso juego del aparentar, sino cimentarme en la Palabra del Señor, fuente de seguridad y protección. Entonces incluso podré olvidar mis obras buenas: «Tuve hambre y me disteis de comer, sed y me disteis de beber» (Mt 25,35), manteniéndome lejos de cualquier autocomplacencia. De este modo experimentaré la verdad de lo que dice el Apocalipsis: «Dice el Espíritu, podrán descansar de sus trabajos, porque van acompañados de sus obras» (Ap 14,13). De hecho, a quien se gloría únicamente en la bondad del Señor se le abren las puertas de la «ciudad fuerte» y el Padre le concede la entrada en el Reino, como hijo amado.
ORATIO
¡Señor, eres la roca eterna y tus palabras son verdad y vida!
Ayúdame a construir mi vida en tus palabras, sólo así descubriré el cimiento que no vacila, un roca en la que estaré firme, un refugio seguro en las vicisitudes de mi existencia, una lámpara para mis pasos y luz en mi camino.
Perdona mi necedad por cuantas veces he buscado mi plenitud en otra parte, mi cimiento lejos de ti; por cuantas veces he construido sobre arenas movedizas mis proyectos sin confrontarlos con los tuyos, ilusionándome con la autosuficiencia de mis palabras en vez de con una amorosa y gozosa obediencia a tu voluntad.
Señor, acepta mi alma arrepentida y mi corazón humillado, ya que deseo ser y no aparentar, quiero llegar a ser, contando con tu ayuda, un miembro vivo de tu pueblo y anhelo caminar contigo en humildad y justicia, para poder morar en tu ciudad santa.
CONTEMPLATIO
«Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los albañiles» (Sal 126,l). Sois templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en vosotros. Ésta es la casa y éste el templo de Dios, lleno de enseñanzas y prodigios de Dios, morada capaz de la santidad del corazón de Dios. Dios es quien debe construir esta casa (...). Debe levantarse con piedras vivas, aglutinada por la piedra angular, crecer con el cemento de la comprensión mutua, hacia el estado del hombre perfecto a la medida del cuerpo de Cristo, y adornada con la hermosura y esplendor de las gracias espirituales.
El sencillo comienzo de la edificación está lejos de su final, pero continuando en la construcción se llegará al culmen de la perfección (Hilario de Poitiers, Tratado sobre los salmos, 126,7-10, passim).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,21).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Es el tiempo del adviento del Señor, en el que Dios viene al encuentro del hombre para redimirlo, liberarlo, justificarlo, hacerle feliz. Por eso en este tiempo sagrado debemos practicar el bien con mayor celo para merecer con su gracia ser visitados más intensamente.
Esforcémonos, hermanos, por penetrar en la casa de nuestro corazón, apresurémonos a abrir las ventanas, limpiar las telarañas con la humillación de nuestro orgullo, barrer la era con la confesión de las culpas, poner tapices en las paredes con el ejercicio de la virtud, a revestirnos de gala con la práctica de las buenas obras, y preparar un banquete con la lectura y meditación de la Sagrada Escritura (Hugo de San Víctor, Sermón quinto de Adviento).