Miércoles de Ceniza – Homilías
/ 5 marzo, 2014 / Tiempo de Cuaresma[lecturas parametros=»451|4|0|3|0″]
San Gregorio Magno
Homilía
Homilías sobre los evangelios, n. 16, 5
Cuarenta días para crecer en el amor de Dios y del prójimo
Empezamos hoy los santos cuarenta días de la cuaresma, y debemos examinar atentamente por qué esta abstinencia es observada durante cuarenta días. Moisés, para recibir la Ley una segunda vez, ayunó cuarenta días (Gn 34,28). Elías, en el desierto, se abstuvo de comer cuarenta días (1Re 19,8). El Creador mismo de los hombres, viniendo entre los hombres, no tomó el menor alimento durante cuarenta días (Mt 4,2). Esforcémonos, nosotros también, en cuanto nos sea posible, de frenar nuestro cuerpo por la abstinencia en este tiempo de la cuaresma, a fin de llegar a ser, según las palabras de Pablo, «una hostia viva» (Rm 12,1). El hombre es una ofrenda a la vez viva e inmolada (cf. Ap 5,6) cuando, sin dejar esta vida, hace morir en él los deseos de este mundo.
Es la satisfacción de la carne la que nos provocó al pecado (Gn 3,6); que la carne mortificada nos devuelva el perdón. El autor de nuestra muerte, Adán, transgredió los preceptos de vida, comiendo la fruta prohibida del árbol. Hace falta pues, que nosotros, que perdimos las alegrías del Paraíso por causa de un alimento, nos esforcemos en reconquistarlas por la abstinencia.
Pero quién se imagina que sólo la abstinencia nos baste. El Señor dice por la boca del profeta: «¿El ayuno que prefiero no consiste más bien en esto? Compartir tu pan con hambriento, recibir en tu casa a los pobres y los vagabundos, vestir al que ves sin ropa, y no despreciar a tu semejante» (Is 58,6-7). Este es el ayuno que Dios quiere: un ayuno realizado en el amor al prójimo e impregnado de bondad. Da pues a los otros, aquello de lo que tú te abstienes; así, tu penitencia corporal aliviará el bienestar corporal de tu prójimo, que está necesitado.
San Pedro Crisólogo
Sermón
Sermón 8: CCL 24, 59; PL 52, 208.
Ejercicios de la Cuaresma: ayuno, oración y limosna
Hermanos míos, hoy empezamos el gran viaje de la Cuaresma. Por lo tanto llevemos en nuestro barco todas nuestras provisiones de comida y bebida, colocando sobre el casco misericordia abundante que necesitaremos. Porque nuestro ayuno tiene hambre, nuestro ayuno tiene sed, sino se nutre de bondad, sino se sacia de misericordia. Nuestro ayuno tiene frío, nuestro ayuno falla, si la cabellera de la limosna no lo cubre, si el vestido de la compasión no lo envuelve.
Hermanos, lo que es la primavera para la tierra, la misericordia es para el ayuno: el viento suave de la primavera hace florecer todos los brotes de las llanuras; la misericordia del ayuno siembra nuestras semillas hasta la floración, estas dan fruto hasta la recolecta celestial. Lo que es el aceite para la lámpara, la bondad es para el ayuno.
Como la materia grasa del aceite mantiene encendida la luz de la lámpara y, también con un pequeño alimento, la hace brillar para consuelo de todos en la noche, así también la bondad hace resplandecer el ayuno: desprende rayos hasta que alcanza el pleno esplendor de la continencia. Lo que es el sol para el día, la limosna es para el ayuno: el esplendor del sol aumenta la plenitud del día, disipa la oscuridad de la noche; la limosna acompaña el ayuno santificando la santidad y, gracias a la luz de la bondad, purifica de nuestros deseos todo lo que podría ser mortífero. En una palabra, lo que es el cuerpo para el alma, la generosidad es para el ayuno: cuando el alma se retira del cuerpo, le ocasiona la muerte; si la generosidad se aleja del ayuno, es su muerte.
San Cirilo de Jerusalén, obispo y doctor de la Iglesia
Catequesis: La Cuaresma conduce a las aguas bautismales
Catequesis Bautismales, n. 1, 1.5.
«» (Mc ,).
[Pronunciada en Jerusalén, contiene una introducción a los que se aproximan al bautismo]. Vosotros que vais a ser bautizados, sois ya discípulos de la nueva Alianza y partícipes de los misterios de Cristo, ahora por vocación, pero dentro de poco también como un don: haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo… Pues el unigénito Hijo de Dios está plenamente dispuesto para vuestra redención y señala: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. Los que lleváis el pernicioso vestido de vuestras ofensas y estáis oprimidos por las cadenas de vuestros pecados, escuchad la voz del profeta que dice: “Lavaos, purificaos, quitad de delante de mis ojos las maldades de vuestra alma”, de modo que os aclame el coro de los ángeles: “Dichoso el que es perdonado de su culpa, y queda absuelto de su pecado”.
El tiempo presente es tiempo de confesión. Confiesa todo lo que hiciste, de palabra o de obra, tanto de noche como de día. Reconócelo en el tiempo aceptable, y recibe el tesoro celestial en el día de la salvación (cf. 2 Cor 6,12)… Suprime de tu pensamiento toda preocupación humana; ocúpate de tu alma… Abandona lo que tienes delante y ten fe en lo que ha de venir… “Rendíos y reconoced que yo soy Dios”… Limpia tu corazón (cf. Mt 23, 26) para que quepa en él una gracia más abundante; pues el perdón de los pecados se da a todos por igual pero la comunión del Espíritu Santo se concede según la medida de la fe de cada uno (Rm 12,6). Si poco trabajas, recibirás poco; pero si haces mucho, mucha será tu paga… Si tienes algo contra alguien, perdónale. Vas a recibir el perdón de los pecados: es necesario que también tú perdones a quien pecó contra ti.
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia
Homilía: Los ejercicios cuaresmales.
Homilía 10ª para la Cuaresma.
«Desgarren su corazón y no sus vestiduras, y vuelvan al Señor, su Dios» (Jl 2,13).
El Señor ha dicho: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9,13). Así pues, no está permitido a ningún cristiano odiar a quienquiera que sea, porque nadie se salva de ninguna otra manera sino por el perdón de los pecados… Que el pueblo de Dios sea santo, y que sea bueno: Santo para alejarse de lo que está prohibido, bueno para cumplir lo que está mandado. Ciertamente es una gran cosa tener una fe recta y una doctrina santa; es muy digno de alabanza reprimir la glotonería, tener una dulzura y una castidad irreprochables, pero todas estas virtudes, sin la caridad, no son nada…
Amados míos, todos los tiempos son buenos para realizar esta caridad, pero la cuaresma nos invita a ello de manera especial. Los que desean acoger la Pascua del Señor con santidad de espíritu y de cuerpo, ante todo deben esforzarse para adquirir ese don que contiene lo esencial de todas las virtudes y que “cubre la multitud de los pecados” (1P 4,8). Es por eso que, en el momento de celebrar el misterio que sobrepasa a todos los demás, el misterio por el cual la sangre de Jesucristo ha borrado todas nuestras faltas, preparamos en primer lugar los sacrificios de la misericordia. Eso que la bondad de Dios nos ha concedido, concedámoslo a los que han pecado contra nosotros. Que sean olvidadas las injusticias, que las faltas no se castiguen, y que todos los que nos han ofendido no teman ya ser pagados con la misma moneda…
Cada uno debe saber bien que él mismo es un pecador, y que para recibir el perdón, debe alegrarse de haber encontrado alguien a quien perdonar. Así, cuando según el mandamiento del Señor, diremos: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido” (Mt 6,12), podremos estar seguros de obtener la misericordia de Dios.
Sermón:
Sermón 4º para la Cuaresma, 1-2.
«Ahora es el tiempo de la gracia, ahora es el día de la salvación» (2Co 6,2).
«¡Este es el día de la salvación!» Ciertamente que no hay estación que no esté llena de los dones divinos; la gracia de Dios nos procura en todo tiempo el acceso a su misericordia. Sin embargo, es ahora que todos los corazones deben ser estimulados con más ardor a su crecimiento espiritual y animados a una confianza mayor, porque el día en que fuimos rescatados nos invita a todas las obras espirituales para su regreso. Así, con el cuerpo y el alma purificados, celebraremos el misterio que sobrepasa a todos los demás: el sacramento de la Pascua del Señor.
Tales misterios exigirían un esfuerzo espiritual constante…, para permanecer constantemente bajo la mirada de Dios, tal como debería encontrarnos la fiesta de Pascua. Pero esta fuerza espiritual se encuentra sólo en un reducido número de personas; a nosotros, en medio de las actividades de esta vida, a causa de la debilidad de la carne, el celo se afloja… El Señor, para devolver la pureza a nuestras almas ha previsto el remedio del entrenamiento durante cuarenta días en los cuales, las faltas cometidas en otro tiempo puedan ser rescatadas al precio de las buenas obras y hechas desaparecer por los santos ayunos… Procuremos con solicitud obedecer el mandamiento de san Pablo: «Purificaos de toda suciedad tanto de la carne como del espíritu» (2C 7,1).
Ahora bien, que nuestra forma de vivir esté en consonancia con nuestra abstinencia. El auténtico ayuno no supone tan sólo abstenerse de alimentos; no aprovecha nada quitar los alimentos al cuerpo si el corazón no se vuelve contra la injusticia, si la lengua no se abstiene de la calumnia… Este es el tiempo de la suavidad, de la paciencia, de la paz…; que hoy, el alma fuerte se acostumbre a perdonar las injusticias, a no tener en cuenta las afrentas, a olvidar las injurias… Pero que la penitencia espiritual no sea hecha con tristeza sino santa. Que nadie pueda oír el murmullo plañidero porque nunca faltará la consolación de las alegrías santas a los que viven como se ha dicho.
San Gregorio de Nisa, obispo
Homilía:
Homilía 6 sobre las bienaventuranzas.
«Crea en mí un corazón puro» (Sal 50,12).
«Bienaventurados los limpios de corazón, ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Creemos fácilmente que un corazón purificado nos hará conocer la felicidad suprema. Pero esta purificación del corazón parece tan ilusoria como la subida al cielo. ¿Qué escala de Jacob (Gn 28,12), qué carro de fuego semejante al que se llevó al profeta Elías al cielo (2R 2,11) encontraremos para llevar nuestro corazón hacia la bienaventuranza celeste y liberarlo de todo su peso terrestre?…
No alcanzamos sin dificultad la virtud: ¡Qué de sudores y de pruebas! ¡Qué de esfuerzos y de sufrimientos! La Escritura a menudo nos lo recuerda: «estrecha y angosta» es la puerta del Reino, mientras que el pecado nos lleva a la perdición por un camino ancho e inclinado (Mt 7,13-14). Y sin embargo la misma Escritura nos asegura que se puede llegar a esta existencia superior… ¿Cómo llegar a ser puro? El sermón de la montaña nos lo enseña por todas partes. Leed los mandamientos unos tras otros, y descubriréis el verdadero arte de la purificación del corazón…
Al mismo tiempo que Cristo nos promete la bienaventuranza, nos instruye y nos forma a la consecución de esta promesa. Sin duda no alcanzamos sin dificultad la bienaventuranza. Pero compara estas penas con la existencia de la vida de la que te alejan, y verás cómo el pecado es más penoso, si no inmediatamente, por lo menos en la vida futura… ¡Qué desgraciados son aquellos cuyo espíritu se obstina en las impurezas! Sólo verán la cara del Adversario. La existencia de un justo, al contrario, queda marcada con la efigie de Dios…
Sabemos qué consecuencias tiene, por un lado, una vida de pecado y, por otro, una vida de justicia, y ante la alternativa tenemos la libertad de escoger. Evitemos pues la cara del demonio, arranquemos su máscara odiosa y, revestidos de la imagen divina, purifiquemos nuestro corazón. Así poseeremos la felicidad y la imagen divina brillará en nosotros, gracias a nuestra pureza en Cristo Jesús nuestro Señor.
San Máximo de Turín, obispo
Sermón: Tiempo favorable para volver a la vida.
Sermón 28: PL 587.
«Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2Cor 6,2)
“En el momento favorable te escuché; el día de la salvación te auxilié” (cf Is 49,8). El apóstol Pablo continúa la cita por estas palabras: “Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación.” (2Cor 6,2). Por mi parte, os hago testimonios de que han llegado los días de salvación, ha llegado, de algún modo, el tiempo de la curación espiritual. Podemos cuidar todas las llagas de nuestros vicios, todas las heridas de nuestros pecados, si lo pedimos al médico de nuestras almas, si…no descuidamos ninguno de sus preceptos….
El médico es Nuestro Señor Jesucristo, quien dijo. “Soy yo quien da la vida y la muerte (Dt 32,39). El Señor primero da la muerte, luego la vida. Por el bautismo, el Señor destruye en nosotros el adulterio, el homicidio, los crímenes y robos. Luego, nos hace vivir como hombres nuevos en la inmortalidad eterna. Morimos a nuestros pecados, evidentemente, por el bautismo, volvemos a la vida gracias al Espíritu de vida… Entreguémonos a nuestro médico con paciencia para recobrar la salud. Todo lo que habrá descubierto en nosotros, como indigno, manchado por el pecado, comido por las úlceras, lo cortará, lo zanjará, lo retirará para que no quede nada de todo esto en nosotros, sino sólo lo que pertenece a Dios.
La primera prescripción suya es: consagrarse durante cuarenta días al ayuno, a la oración, a las vigilias. El ayuno cura la molicie, la oración alimenta el alma religiosa, las vigilias echan fuera las trampas del diablo. Después de este tiempo consagrado a estas observancias, el alma purificada y probada por tantas prácticas, llega al bautismo. Recobra fuerzas sepultándose en las aguas del Espíritu: todo lo que fue quemado por las llamas de las enfermedades renace en el rocío de la gracia del cielo… Por un nuevo nacimiento, nacemos transformados.
Isaac el Sirio, monje
Discursos:
Discursos espirituales, primera serie, 21.
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (Sal 50,12).
Está escrito que sólo la ayuda de Dios salva. Cuando un hombre se da cuenta que ya no hay salvación, se pone a orar. Y cuanto más ora, tanto más su corazón se humilla, ya que no se puede orar y pedir sino es con humildad. “Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.” (Sal 50,19) Mientras no adquiera un corazón humilde, el hombre está expuesto a la dispersión. La humildad recoge su corazón.
A un hombre humilde le envuelve la compasión y su corazón percibe la ayuda de Dios. Descubre una fuerza que se levanta en su interior, la fuerza de la confianza. Cuando el hombre experimenta así el auxilio de Dios, cuando le siente cercano y le ayuda, su corazón se llena de fe y comprende entonces que la oración es el refugio y el auxilio, fuente de salvación, tesoro de confianza, puerto seguro, luz de aquellos que viven en las tinieblas, sostén de los débiles, amparo en tiempos de prueba, ayuda en la enfermedad, escudo que libera del peligro en los combates, flecha disparada contra el enemigo. En una palabra, una multitud de bienes le viene al hombre por la oración. Su delicia será la oración. Su corazón queda iluminado por la confianza.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (25-02-2004)
1. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 4. 6. 18). Estas palabras de Jesús se dirigen a cada uno de nosotros al inicio del itinerario cuaresmal. Lo comenzamos con la imposición de la ceniza, austero gesto penitencial, muy arraigado en la tradición cristiana. Este gesto subraya la conciencia del hombre pecador ante la majestad y la santidad de Dios. Al mismo tiempo, manifiesta su disposición a acoger y traducir en decisiones concretas la adhesión al Evangelio.
Son muy elocuentes las fórmulas que lo acompañan. La primera, tomada del libro del Génesis: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19), evoca la actual condición humana marcada por la caducidad y el límite. La segunda recoge las palabras evangélicas: «Convertíos y creed el Evangelio» (Mc 1, 15), que constituyen una apremiante exhortación a cambiar de vida. Ambas fórmulas nos invitan a entrar en la Cuaresma con una actitud de escucha y de sincera conversión.
2. El Evangelio subraya que el Señor «ve en lo secreto», es decir, escruta el corazón. Los gestos externos de penitencia tienen valor si son expresión de una actitud interior, si manifiestan la firme voluntad de apartarse del mal y recorrer la senda del bien. Aquí radica el sentido profundo de la ascesis cristiana.
«Ascesis»: la palabra misma evoca la imagen de una ascensión a metas elevadas. Eso implica necesariamente sacrificios y renuncias. En efecto, hace falta reducir el equipaje a lo esencial para que el viaje no sea pesado; estar dispuestos a afrontar todas las dificultades y superar todos los obstáculos para alcanzar el objetivo fijado. Para llegar a ser auténticos discípulos de Cristo, es necesario renunciar a sí mismos, tomar la propia cruz y seguirlo (cf. Lc 9, 23). Es el arduo sendero de la santidad, que todo bautizado está llamado a recorrer.
3. Desde siempre, la Iglesia señala algunos medios adecuados para caminar por esta senda. Ante todo, la humilde y dócil adhesión a la voluntad de Dios, acompañada por una oraciónincesante; las formas penitenciales típicas de la tradición cristiana, como la abstinencia, el ayuno, la mortificación y la renuncia incluso a bienes de por sí legítimos; y los gestos concretos de acogida con respecto al prójimo, que el pasaje evangélico de hoy evoca con la palabra «limosna». Todo esto se vuelve a proponer con mayor intensidad durante el período de la Cuaresma, que representa, al respecto, un «tiempo fuerte» de entrenamiento espiritual y de servicio generoso a los hermanos.
4. A este propósito, en el Mensaje para la Cuaresma quise atraer la atención, en particular, hacia las difíciles condiciones en que viven tantos niños en el mundo, recordando las palabras de Cristo: «El que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18, 5). En efecto, ¿quién necesita ser defendido y protegido más que un niño inerme y frágil?
Son muchos y complejos los problemas que afectan al mundo de la infancia. Espero vivamente que a estos hermanos nuestros más pequeños, a menudo abandonados a sí mismos, se les preste la debida atención también gracias a nuestra solidaridad. Se trata de un modo concreto de expresar nuestro compromiso cuaresmal.
Amadísimos hermanos y hermanas, con estos sentimientos comencemos la Cuaresma, camino de oración, penitencia y auténtica ascesis cristiana. Nos acompañe María, la Madre de Cristo. Su ejemplo y su intercesión nos obtengan avanzar con alegría hacia la Pascua.
Homilía (05-03-2003
1. «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea» (Jl 2, 15-16).
Estas palabras del profeta Joel ponen de relieve la dimensión comunitaria de la penitencia. Ciertamente, el arrepentimiento debe brotar del corazón, sede, según la antropología bíblica, de las intenciones profundas del hombre. Sin embargo, es preciso vivir los actos penitenciales también juntamente con los miembros de la comunidad.
De modo especial en los momentos difíciles, tras una desgracia o frente a un peligro, la palabra de Dios, por boca de los profetas, solía exhortar a los creyentes a una movilización penitencial: se convoca a todos, ancianos y jóvenes, sin excluir a nadie; todos unidos para implorar a Dios compasión y perdón (cf. Jl 2, 16-18).
2. La comunidad cristiana escucha esta fuerte invitación a la conversión en el momento en que se dispone a emprender el itinerario cuaresmal, que comienza con el antiguo rito de laimposición de la ceniza. Ciertamente, este gesto, que algunos podrían considerar propio de otros tiempos, choca con la mentalidad del hombre moderno, pero esto nos impulsa a profundizar en su sentido, descubriendo su singular fuerza de impacto.
Al imponer la ceniza en la cabeza de los fieles, el celebrante repite: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». Volver al polvo es destino común de hombres y animales. Pero el ser humano no es sólo carne, sino también espíritu; si la carne tiene como destino el polvo, el espíritu está hecho para la inmortalidad. Además, el creyente sabe que Cristo resucitó, venciendo a la muerte también en su cuerpo. Hacia esta perspectiva también él camina en la esperanza.
3. Recibir la ceniza en la cabeza significa, por tanto, reconocer que somos criaturas, hechas de tierra y destinadas a la tierra (cf. Gn 3, 19); al mismo tiempo, significa proclamarse pecadores, necesitados del perdón de Dios para poder vivir de acuerdo con el Evangelio (cf. Mc 1, 15); y significa, por último, reavivar la esperanza del encuentro definitivo con Cristo en la gloria y en la paz del cielo.
Esta perspectiva de alegría compromete a los creyentes a hacer todo lo posible por anticipar en el tiempo presente algo de la paz futura. Eso supone la purificación del corazón y el fortalecimiento de la comunión con Dios y con los hermanos. Esto es lo que se busca con la oración y el ayuno, a los que, ante las amenazas de guerra que se ciernen sobre el mundo, he invitado a los fieles. Con la oración nos ponemos completamente en manos de Dios, y sólo de él esperamos la auténtica paz. Con el ayuno preparamos el corazón para recibir del Señor la paz, don por excelencia y signo privilegiado de la venida de su reino.
4. Con todo, la oración y el ayuno han de ir acompañados de obras de justicia; la conversión debe traducirse en acogida y solidaridad. Al respecto, exclama el antiguo profeta: «El ayuno que yo quiero es este: Abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos» (Is 58, 6).
No habrá paz en la tierra mientras perduren las opresiones de los pueblos, las injusticias sociales y los desequilibrios económicos aún existentes. Pero para los grandes cambios estructurales, tan deseados, no bastan iniciativas e intervenciones externas; se requiere, ante todo, una conversión de todos los corazones al amor.
5. «Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). Podríamos decir que el mensaje de esta celebración se condensa en esta apremiante exhortación de Dios a la conversión del corazón.
El apóstol san Pablo reafirma esa invitación en la segunda lectura: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. (…) Ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 5, 20; 6, 2).
Ahora es tiempo favorable, queridos hermanos y hermanas, para revisar nuestra actitud con respecto a Dios y a nuestros hermanos.
Ahora es el día de la salvación, en el que debemos examinar a fondo los criterios que nos orientan en la conducta diaria.
Ayúdanos, Señor, a volver con todo el corazón a ti, Camino que lleva a la salvación, Verdad que hace libres y Vida que no conoce la muerte.
Homilía (13-02-2002
1. «Rasgad vuestro corazón, no vuestras vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro; porque es compasivo y misericordioso» (Jl 2, 13).
Con estas palabras del profeta Joel, la liturgia de hoy nos introduce en la Cuaresma. Nos indica que la conversión del corazón es la dimensión fundamental del singular tiempo de gracia que nos disponemos a vivir. Sugiere, asimismo, la motivación profunda que nos impulsa a reanudar el camino hacia Dios: es la conciencia recuperada de que el Señor es misericordioso y de que todo hombre es un hijo amado por él y llamado a la conversión.
Con gran riqueza de símbolos, el texto profético recién proclamado recuerda que el compromiso espiritual ha de traducirse en opciones y en gestos concretos; que la auténtica conversión no debe reducirse a formas exteriores o a vagos propósitos, sino que exige la implicación y la transformación de toda la existencia.
La exhortación «convertíos al Señor Dios vuestro» implica el desprendimiento de lo que nos mantiene alejados de él. Este desprendimiento constituye el punto de partida necesario para restablecer con Dios la alianza rota a causa del pecado.
2. «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). La apremiante invitación a la reconciliación con Dios está presente también en el pasaje de la segunda carta a los Corintios, que acabamos de escuchar.
La referencia a Cristo, que se halla en el centro de toda la argumentación, sugiere que en él se da al pecador la posibilidad de una auténtica reconciliación. En efecto, «al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios» (2 Co 5, 21). Sólo Cristo puede transformar la situación de pecado en situación de gracia.
Sólo él puede convertir en «momento favorable» los tiempos de una humanidad inmersa y dañada por el pecado, turbada por las divisiones y el odio. En efecto, «él es nuestra paz. Él ha hecho de los dos pueblos uno solo, derribando el muro que los separaba: el odio. (…) Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz» (Ef 2, 14. 16).
¡Este es el momento favorable! Un momento ofrecido también a nosotros, que hoy emprendemos con espíritu penitente el austero camino cuaresmal.
3. «Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto» (Jl 2, 12).
La liturgia del miércoles de Ceniza, por boca del profeta Joel, exhorta a la conversión a ancianos, mujeres, hombres maduros, jóvenes y niños. Todos debemos pedir perdón al Señorpor nosotros y por los demás (cf. Jl 2, 16-17).
Amadísimos hermanos y hermanas, siguiendo la tradición de las estaciones cuaresmales, estamos hoy reunidos aquí, en la antigua basílica de Santa Sabina, para responder a esa apremiante exhortación. También nosotros, como los contemporáneos del profeta, tenemos ante los ojos y llevamos grabadas en el corazón imágenes de sufrimientos y de enormes tragedias, a menudo fruto del egoísmo irresponsable. También nosotros sentimos el peso del desconcierto de numerosos hombres y mujeres ante el dolor de los inocentes y las contradicciones de la humanidad actual.
Necesitamos la ayuda del Señor para recuperar la confianza y la alegría de la vida. Debemos volver a él, que nos abre hoy la puerta de su corazón, rico en bondad y misericordia.
4. En el centro de atención de esta celebración litúrgica hay un gesto simbólico, ilustrado oportunamente por las palabras que lo acompañan. Es la imposición de la ceniza, cuyo significado, que evoca con fuerza la condición humana, queda destacado en la primera fórmula del rito: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19). Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, recuerdan la caducidad de la existencia e invitan a considerar la vanidad de todo proyecto terreno, cuando el hombre no funda su esperanza en el Señor. La segunda fórmula que prevé el rito: «Convertíos y creed el Evangelio» (Mt 1, 15) subraya cuál es la condición indispensable para avanzar por la senda de la vida cristiana: se requieren un cambio interior real y la adhesión confiada en la palabra de Cristo.
Por tanto, la liturgia de hoy puede considerarse, en cierto modo, como una «liturgia de muerte», que remite al Viernes santo, en el que el rito actual alcanza su realización plena. En efecto, en Cristo, que «se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8), también nosotros debemos morir a nosotros mismos para renacer a la vida eterna.
5. Escuchemos la invitación que el Señor nos hace a través de los gestos y las palabras, intensas y austeras, de la liturgia de este miércoles de Ceniza. Acojámosla con la actitud humilde y confiada que nos propone el salmista: «Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces». Y también: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro; renuévame por dentro con espíritu firme…» (cf. Sal 50).
Ojalá que el tiempo cuaresmal sea para todos una renovada experiencia de conversión y de profunda reconciliación con Dios, con nosotros mismos y con nuestros hermanos. Nos lo obtenga la Virgen de los Dolores, a la que, a lo largo del camino cuaresmal, contemplamos unida al sufrimiento y a la pasión redentora de su Hijo.
Homilía (28-02-2001)
1. «Reconciliaos con Dios (…). Ahora es el momento favorable» (2 Co 5, 20; 6, 2).
Esta es la invitación que la liturgia nos dirige al inicio de la Cuaresma, exhortándonos a tomar conciencia del don de la salvación que, en Cristo, se ofrece a todo hombre.
Hablando del «momento favorable», el apóstol san Pablo se refiere a la «plenitud de los tiempos» (cf. Ga 4, 4), es decir, el tiempo en el que Dios, mediante Jesús, «escuchó» y «socorrió» a su pueblo, realizando plenamente las promesas de los profetas (cf. Is 49, 8). En Cristo se cumple el tiempo de la misericordia y del perdón, el tiempo de la alegría y de la salvación.
Desde el punto de vista histórico, el «momento favorable» es el tiempo en el que la Iglesia anuncia el Evangelio a los hombres de toda raza y cultura, para que se conviertan y se abran al don de la redención. De esa forma, la vida queda íntimamente transformada.
2. «Ahora es el momento favorable».
Dentro del año litúrgico, la Cuaresma, que comienza hoy, es un «momento favorable» para acoger con mayor disponibilidad la gracia de Dios. Precisamente por esto, suele definirse «signo sacramental de nuestra conversión» (Oración colecta del I domingo de Cuaresma): signo e instrumento eficaz de aquel radical cambio de vida que en los creyentes se ha de renovar constantemente. La fuente de ese extraordinario don divino es el Misterio pascual, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, del que brota la redención para todo hombre, para la historia y para el universo entero.
A este misterio de sufrimiento y amor alude, en cierto modo, el tradicional rito de la imposición de la ceniza, iluminado por las palabras que lo acompañan: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). También a ese mismo misterio se refiere el ayuno que hoy observamos, para iniciar un camino de verdadera conversión, en el que la unión con la pasión de Cristo nos permita afrontar y vencer el combate contra las fuerzas del mal (cf. Oración colecta del miércoles de Ceniza).
3. «Ahora es el momento favorable».
Con esta conciencia, emprendamos el itinerario cuaresmal, prosiguiendo idealmente el gran jubileo, que ha constituido para la Iglesia entera un extraordinario tiempo de penitencia y reconciliación. Ha sido un año de intenso fervor espiritual, durante el cual se ha derramado en abundancia sobre el mundo la misericordia divina. Para que este tesoro de gracia siga enriqueciendo espiritualmente al pueblo cristiano, en la carta apostólica Novo millennio ineunteofrecí indicaciones concretas sobre cómo actuar en esta nueva fase de la historia de la Iglesia.
Entre esas indicaciones, quisiera recordar aquí algunas que corresponden muy bien a las características peculiares del tiempo cuaresmal. La primera de todas es la contemplación del rostro del Señor: rostro que en Cuaresma se presenta como «rostro doliente» (cf. nn. 25-27). En la liturgia, en las Stationes cuaresmales, así como en la práctica piadosa del vía crucis, la oración contemplativa nos permite unirnos al misterio de Aquel que, aunque no tuvo pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros (cf. 2 Co 5, 21). Siguiendo el ejemplo de los santos, todo bautizado está llamado a seguir más de cerca a Jesús que, subiendo a Jerusalén y previendo su pasión, dice a sus discípulos: «Tengo que recibir un bautismo» (Lc 12, 50). Así, el camino cuaresmal se convierte para nosotros en seguimiento dócil del Hijo de Dios, que se hizo Siervo obediente.
4. El camino al que nos invita la Cuaresma se realiza, ante todo, con la oración: en estas semanas, las comunidades cristianas deben transformarse en auténticas «escuelas de oración». Otro objetivo privilegiado es acercar a los fieles al sacramento de la reconciliación, para que cada uno pueda «redescubrir a Cristo como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo» (Novo millennio ineunte, 37). Además, la experiencia de la misericordia de Dios no puede por menos de suscitar el compromiso de la caridad, impulsando a la comunidad cristiana a «apostar por la caridad» (cf.ib., IV). En la escuela de Cristo, la comunidad cristiana comprende mejor la exigente opción preferencial por los pobres, viviendo la cual «se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia» (ib, 49).
5. «En nombre de Cristo os lo pedimos: reconciliaos con Dios» (2 Co 5, 20).
En el mundo de hoy aumenta la necesidad de pacificación y perdón. En el Mensaje para esta Cuaresma destaqué ese deseo recurrente de perdón y reconciliación. La Iglesia, apoyándose en las palabras de Cristo, anuncia el perdón y el amor a los enemigos. Al hacerlo, «es consciente de que introduce en el patrimonio espiritual de la humanidad entera una nueva forma de relacionarse con los demás: una forma ciertamente ardua, pero llena de esperanza» (n. 4). He aquí el don que ofrece también a los hombres de nuestro tiempo.
«Reconciliaos con Dios»: resuenan con insistencia en nuestro corazón estas palabras. Hoy -nos dice la liturgia- es el «momento favorable» para nuestra reconciliación con Dios. Conscientes de ello, recibiremos la imposición de la ceniza, dando los primeros pasos en el itinerario cuaresmal.
Prosigamos con generosidad por ese camino, conservando la mirada fija en Cristo crucificado. En efecto, la cruz es la salvación de la humanidad: sólo partiendo de la cruz es posible construir un futuro de esperanza y de paz para todos.
Homilía (12-02-1997)
1. «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50, 12).
Estas palabras del Salmo responsorial contienen, en cierto sentido, el núcleo más profundo de la Cuaresma y expresan, al mismo tiempo, su programa esencial. Son palabras tomadas del salmo Miserere, en el que el pecador abre su corazón a Dios, confiesa su culpa e implora el perdón de sus pecados. «Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces (…). No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu » (Sal 50, 4-6.13).
Este salmo constituye un comentario litúrgico de notable eficacia al rito de la Ceniza. La ceniza es signo de la caducidad del hombre y de su sujeción a la muerte. En este tiempo, en el que nos preparamos para revivir litúrgicamente el misterio de la muerte en cruz del Redentor, debemossentir y vivir más profundamente nuestra mortalidad. Somos seres mortales y, a pesar de ello, nuestra muerte no significa destrucción y aniquilación. Dios ha inscrito en ella la profunda perspectiva de la nueva creación. Por eso el pecador que celebra el miércoles de Ceniza puede y debe clamar: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50, 12).
2. En la Cuaresma la certeza de esta nueva creación brota de la luz del misterio de Cristo: misterio de su pasión, muerte y resurrección. San Pablo, en la liturgia de hoy, afirma: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios» (2 Co 5, 20-21). Cristo, al aceptar experimentar en su carne el drama de la muerte humana, se hizo partícipe de la destructibilidad vinculada a la existencia temporal del hombre. El Apóstol habla de ello con gran claridad cuando afirma: «Dios lo hizo expiación por nuestro pecado». Eso significa que Dios trató a Cristo, «que no había pecado», como a un pecador, y eso para nuestro bien. En efecto, Cristo compartió nuestro destino de hombres agobiados por el pecado, para que nosotros, unidos a él, recibiéramos la justificación de Dios.
Por nuestra fe en Cristo podemos decir con el salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50, 12). ¿Para qué serviría la imposición de la ceniza, si no nos alumbrara la esperanza de la vida nueva, de la nueva creación, que nos concedió Dios en Cristo?
3. Durante todo el año litúrgico la Iglesia vive del sacrificio redentor de Cristo. Sin embargo, en el tiempo de Cuaresma, deseamos sumergirnos en él de un modo especialmente intenso, de acuerdo con la exhortación del Apóstol: «Ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2). En este tiempo fuerte, de modo muy especial, se nos reparten los tesoros de la Redención, que Cristo crucificado y resucitado nos ha merecido. La exclamación del salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» se transforma así, al inicio de la Cuaresma, en una fuerte llamada a la conversión.
Con las palabras del salmo Miserere, el pecador no sólo se acusa de sus culpas, sino que al mismo tiempo comienza un nuevo itinerario creativo, el camino de la conversión: «Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12), dice en nombre de Dios el profeta Joel en la primera lectura. «Convertirse» significa, por tanto, entrar en profunda intimidad con Dios, como propone también el evangelio de hoy.
Una auténtica conversión implica realizar todas las obras propias del tiempo de Cuaresma: la limosna, la oración y el ayuno. Sin embargo, no se deben vivir sólo como observancia exterior, sino también como expresión del encuentro íntimo, y en cierta medida desconocido a los hombres, con Dios mismo. La conversión conlleva un nuevo descubrimiento de Dios. En la conversión se experimenta que en él reside la plenitud del bien, que se nos reveló en el misterio pascual de Cristo y que se recibe a manos llenas en la íntima morada del corazón.
Esto es lo que Dios espera. Dios quiere crear en nosotros un corazón puro y renovarnos por dentro con espíritu firme. Y nosotros, al inicio de esta Cuaresma, queremos abrir nuestro espíritu a la gracia de Dios, para vivir intensamente el itinerario de conversión hacia la Pascua.
Homilía (28-02-1979)
1. «Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno… Convertíos a Yavé, vuestro Dios» (Jl 2, 12. 13).
He aquí que hoy anunciamos la Cuaresma con las palabras del Profeta Joel, y la comenzarnos con toda la Iglesia. Anunciamos la Cuaresma del año del Señor 1979 con un rito que es aún más elocuente que las palabras del Profeta. La Iglesia bendice hoy la ceniza obtenida de las palmas bendecidas el Domingo de Ramos del año pasado, para imponerla sobre cada uno de nosotros. Inclinemos, pues, nuestras cabezas. y reconozcamos en el signo de la ceniza toda la verdad de las palabras dirigidas por Dios al primer hombre: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3, 19).
¡Sí! Recordemos esta realidad, sobre todo, durante el tiempo de Cuaresma, al que nos introduce hoy la liturgia de la Iglesia. Es un «tiempo fuerte». En este período las verdades divinas deben hablar a nuestros corazones con una fuerza muy particular. Deben encontrarse con nuestra experiencia humana, con nuestra conciencia. La primera verdad proclamada hoy recuerda al hombre su caducidad, la muerte, que es el fin de la vida terrena para cada uno de nosotros. La Iglesia insiste mucho hoy sobre esta verdad, comprobada por la historia de cada hombre: Acuérdate de que «al polvo volverás». Acuérdate de que tu vida sobre la tierra tiene un límite.
2. Pero el mensaje del miércoles de ceniza no acaba aquí. Toda la liturgia de hoy advierte: Acuérdate de aquel límite; pero al mismo tiempo: ¡No te quedes en ese límite! La muerte no es sólo una necesidad «natural». La muerte es un misterio. Ciertamente, entramos en el tiempo particular en el que toda la Iglesia. más que nunca, quiere meditar sobre la muerte como misterio del hombre en Cristo. Cristo-Hijo de Dios aceptó la muerte como necesidad de la naturaleza, como parte inevitable de la suerte del hombre sobre la tierra. Jesucristo aceptó la muerte como consecuencia del pecado. Desde el principio, la muerte está unida al pecado: la muerte del cuerpo («al polvo volverás») y la muerte del espíritu humano a causa de la desobediencia a Dios, al Espíritu Santo. Jesucristo aceptó la muerte en señal de obediencia a Dios, para restituir al espíritu humano el don pleno del Espíritu Santo. Jesucristo aceptó la muerte para vencer al pecado. Jesucristo aceptó la muerte para vencer a la muerte en la esencia misma de su misterio perenne.
3. Por esto el mensaje del miércoles de ceniza se expresa con las palabras de San Pablo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortara por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios» (2Cor 5, 20-21).
¡Colaborad con El!
El significado del miércoles de ceniza no se limita a recordarnos la muerte y el pecado; es también una fuerte llamada a vencer el pecado, a convertirnos. Lo uno y lo otro expresan la colaboración con Cristo. ¡Durante la Cuaresma tenemos ante los ojos toda la «economía» divina de la gracia y de la salvación! En este tiempo de Cuaresma acordémonos de «no recibir en vano la gracia de Dios» (2Cor 6, 1).
Jesucristo mismo es la gracia más sublime de la Cuaresma. Es El mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio: de su palabra y de sus obras. Nos habla con la fuerza de su Getsemaní, del juicio ante Pilato, de la flagelación, de la coronación de espinas, del vía crucis, de su crucifixión, con todo aquello que puede conmover al corazón del hombre.
Toda la Iglesia desea estar particularmente unida a Cristo en este período cuaresmal, para que su predicación y su servicio sean aún más fecundos. «Este es el tiempo propicio, éste es el día de la salud» (2Cor 6. 2).
4. Vencido por la profundidad de la liturgia de hoy, te digo, pues, a Ti, Cristo, yo, Juan Pablo II, Obispo de Roma, con todos mis hermanos y hermanas en la única fe de tu Iglesia, con todos los hermanos y hermanas de la inmensa familia humana:
«Apiádate de mí, ¡oh Dios!, según tu benignidad. / Por vuestra gran misericordia borra mi iniquidad. Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro / y renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu presencia / y no quites de mí tu santo espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, / sosténgame un espíritu generoso» (Sal 50).
«Entonces Yavé, encendido en celo por su tierra, perdonó a su pueblo» (Jl 2, 18).
Amén.
Catequesis (16-02-1983)
Audiencia general, Miércoles 16 de febrero de 1983.
1. Esta audiencia general tiene lugar el primer día de Cuaresma: Miércoles de Ceniza. Día éste que abre un tiempo espiritual particularmente importante para el cristiano que quiere prepararse dignamente a la celebración del misterio pascual. esto es, al recuerdo de la pasión. muerte y resurrección del Señor.
Este tiempo fuerte del año litúrgico está marcado por el mensaje bíblico que se puede resumir en una sola palabra: «metanoeite», es decir, «convertíos». Este imperativo es evocado en la mente de los fieles por el rito austero de la imposición de las sagradas cenizas, rito que, con las palabras «Convertíos y creed el Evangelio», y con la expresión: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás», invita a todos a reflexionar sobre el deber de la conversión, recordando la inexorable caducidad y efímera fragilidad de la vida humana, sujeta a la muerte. Esto es lo que constatamos cada día y que, por desgracia, nos hace tocar con la mano frecuentemente dolorosos episodios, entre los cuales bastará mencionar las dos graves catástrofes del domingo pasado. acaecidas, una en Turín y la otra en el Valle de Aosta. Ellas han sumido en el llanto a numerosas familias, a las cuales renuevo cordialmente la expresión de mi profundo pésame, mientras ruego por los difuntos y dirijo a los heridos mi estímulo y mis mejores votos.
La sugestiva ceremonia de la ceniza eleva nuestra mente a la realidad eterna que nunca pasa, a Dios que es principio y fin, alfa y omega de nuestra existencia. Efectivamente, la conversión no es más que retornar a Dios, valorando las realidades terrenas a la luz indefectible de su verdad. Es una valoración que nos lleva a una conciencia cada vez más clara del hecho de que estamos de paso en las fatigosas vicisitudes de esta tierra, y que nos impulsa y estimula a realizar cualquier esfuerzo para que el reino de Dios se instaure dentro de nosotros y triunfe su justicia.
2. Sinónimo de conversión es también la palabra penitencia; la Cuaresma nos invita a practicar el espíritu de penitencia, no en su acepción negativa de tristeza y frustración, sino en la de elevación del espíritu, de liberación del mal, de apartamiento del pecado y de todos los condicionamientos que pueden obstaculizar nuestro camino hacia la plenitud de la vida. Penitencia como medicina, como reparación, como cambio de mentalidad, que predispone a la fe y a la gracia, pero que presupone voluntad, esfuerzo y perseverancia. Penitencia como expresión de libre y gozoso compromiso en el seguimiento de Cristo, que comporta la aceptación de las exigentes, pero fecundas palabras del Maestro: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
A estos pensamientos y a estos propósitos nos invita la Cuaresma.
5. […] [Cristo nos ha traído el Reino de Dios] … se hizo hombre por nuestra salvación, murió en la cruz y luego resucitó «según las Escrituras». Con Él tuvieron cumplimiento las figuras, las promesas y las esperanzas antiguas y se abrió en el mundo, para toda la humanidad, la fuente de la salvación. Con Él «se construyó un puente sobre el mundo» —como se expresaba Santa Catalina de Siena— para que a través de el todos puedan subir a Dios.
Nosotros, durante esta Cuaresma, queremos mirar a Cristo, nuestro Redentor, con renovado impulso de fe y de amor. Será el mejor modo de prepararnos a la celebración del Año Santo. «Tened vuestra esperanza completamente puesta —os digo con el Apóstol Pedro— en la gracia… considerando que habéis sido rescatados de vuestro vano vivir según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo…» (1Pe 1, 13-19). Este es el significado más profundo del Jubileo que nos invita a estar unidos a Cristo como «hostia viva, santa, grata a Dios» (Rm 12, 1).
Benedicto XVI, papa
Homilía (13-02-2013)
Hoy, Miércoles de Ceniza, comenzamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se extiende por cuarenta días y nos conduce al gozo de la Pascua del Señor, a la victoria de la vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima tradición romana de las stationes cuaresmales,nos hemos reunido para la celebración de la Eucaristía. Esta tradición establece que la primeraestación tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina, sobre la colina del Aventino. Las circunstancias han aconsejado que nos reunamos en la Basílica Vaticana. Somos un gran número en torno a la tumba del apóstol Pedro, para pedirle también su intercesión para el camino de la Iglesia en este momento particular, renovando nuestra fe en el Supremo Pastor, Cristo el Señor. Para mí, es una ocasión propicia para agradecer a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, al disponerme a concluir el ministerio petrino, y para pedir un recuerdo particular en la oración.
Las lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen algunos puntos que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertirlos en actitudes y comportamientos concretos en esta cuaresma. La Iglesia nos propone de nuevo, en primer lugar, la vehemente llamada que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice el Señor: convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto» (2,12). Hay que subrayar la expresión «de todo corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, desde la raíz de nuestras decisiones, elecciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. ¿Pero, es posible este retorno a Dios? Sí, porque existe una fuerza que no reside en nuestro corazón, sino que brota del mismo corazón de Dios. Es la fuerza de su misericordia. Continúa el profeta: «Convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas» (v. 13). El retorno al Señor es posible por la ‘gracia’, porque es obra de Dios y fruto de la fe que ponemos en su misericordia. Este volver a Dios solamente llega a ser una realidad concreta en nuestra vida cuando la gracia del Señor penetra en nuestro interior y lo remueve dándonos la fuerza de «rasgar el corazón». Una vez más, el profeta nos transmite de parte de Dios estas palabras: «Rasgad los corazones y no las vestiduras» (v. 13). En efecto, también hoy muchos están dispuestos a «rasgarse las vestiduras» ante escándalos e injusticias, cometidos naturalmente por otros, pero pocos parecen dispuestos a obrar sobre el propio «corazón», sobre la propia conciencia y las intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.
Aquel «convertíos a mí de todo corazón», es además una llamada que no solo se dirige al individuo, sino también a la comunidad. Hemos escuchado en la primera lectura: «Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión. Congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos. Congregad a muchachos y niños de pecho. Salga el esposo de la alcoba, la esposa del tálamo» (vv. 15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido «para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn11,52). El “nosotros” de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (cf. Jn 12,32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este tiempo de cuaresma: que cada uno sea consciente de que el camino penitencial no se afronta en solitario, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.
El profeta, por último, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: «No entregues tu heredad al oprobio, no la dominen los gentiles; no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su Dios?» (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y vida cristiana de cada uno de nosotros y de nuestras comunidades para mostrar el rostro de la Iglesia y de cómo en ocasiones este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la cuaresma en una más intensa y evidente comunión eclesial, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están lejos de la fe o son indiferentes.
«Ahora es tiempo favorable, ahora es día de salvación» (2 Cor 6,2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite abandonos o apatías. El término «ahora», que se repite varias veces, nos indica que no se puede desperdiciar este momento, que se nos ofrece como una ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se centra sobre la forma en que Cristo ha querido caracterizar su existencia como un compartir, asumiendo todo lo humano hasta el punto de cargar con el pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: «Dios lo hizo expiación por nuestro pecado». Jesús, el inocente, el Santo, «que no había pecado» (2 Cor 5,21), cargó con el peso del pecado compartiendo con la humanidad la consecuencia de la muerte y de una muerte de cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un altísimo precio, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En este descenso de Dios en el sufrimiento humano y en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación. El «retornar a Dios con todo el corazón» de nuestro camino cuaresmal pasa a través de la cruz, del seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino por el que cada día aprendemos a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestra cerrazón, para acoger a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo nos recuerda que el anuncio de la Cruz resuena gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamamiento a que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos.
En el texto del Evangelio de Mateo, que pertenece al denominado Sermón de la Montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicaciones tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de «retornar a Dios con todo el corazón». Pero lo que Jesús subraya es que lo que caracteriza la autenticidad de todo gesto religioso es la calidad y la verdad de la relación con Dios. Por esto denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las actitudes que buscan el aplauso y la aprobación. El verdadero discípulo no sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: «Y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6, 4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más eficaz cuanto menos busquemos nuestra propia gloria y seamos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con él para siempre (cf. 1 Cor13,12).
Queridos hermanos y hermanas, iniciamos confiados y alegres el itinerario cuaresmal. Escuchemos con atención la invitación a la conversión, a «retornar a Dios con todo el corazón», acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Que ninguno de nosotros sea sordo a esta llamada, que nos viene también del austero rito, tan simple y al mismo tiempo tan sugerente, de la imposición de la ceniza, que dentro de poco realizaremos. Que nos acompañe en este tiempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor. Amén.
Homilía (22-02-2012)
Con este día de penitencia y de ayuno —el miércoles de Ceniza— comenzamos un nuevo camino hacia la Pascua de Resurrección: el camino de la Cuaresma. Quiero detenerme brevemente a reflexionar sobre el signo litúrgico de la ceniza, un signo material, un elemento de la naturaleza, que en la liturgia se transforma en un símbolo sagrado, muy importante en este día con el que se inicia el itinerario cuaresmal. Antiguamente, en la cultura judía, la costumbre de ponerse ceniza sobre la cabeza como signo de penitencia era común, unido con frecuencia a vestirse de saco o de andrajos. Para nosotros, los cristianos, en cambio, este es el único momento, que por lo demás tiene una notable importancia ritual y espiritual. Ante todo, la ceniza es uno de los signos materiales que introducen el cosmos en la liturgia. Los principales son, evidentemente, los de los sacramentos: el agua, el aceite, el pan y el vino, que constituyen verdadera materia sacramental, instrumento a través del cual se comunica la gracia de Cristo que llega hasta nosotros. En el caso de la ceniza se trata, en cambio, de un signo no sacramental, pero unido a la oración y a la santificación del pueblo cristiano. De hecho, antes de la imposición individual sobre la cabeza, se prevé una bendición específica de la ceniza —que realizaremos dentro de poco—, con dos fórmulas posibles. En la primera se la define «símbolo austero»; en la segunda se invoca directamente sobre ella la bendición y se hace referencia al texto del Libro del Génesis, que puede acompañar también el gesto de la imposición: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19).
Detengámonos un momento en este pasaje del Génesis. Con él concluye el juicio pronunciado por Dios después del pecado original: Dios maldice a la serpiente, que hizo caer en el pecado al hombre y a la mujer; luego castiga a la mujer anunciándole los dolores del parto y una relación desequilibrada con su marido; por último, castiga al hombre, le anuncia la fatiga al trabajar y maldice el suelo. «¡Maldito el suelo por tu culpa!» (Gn 3, 17), a causa de tu pecado. Por consiguiente, el hombre y la mujer no son maldecidos directamente, mientras que la serpiente sí lo es; sin embargo, a causa del pecado de Adán, es maldecido el suelo, del que había sido modelado. Releamos el magnífico relato de la creación del hombre a partir de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo. Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que él había modelado» (Gn 2, 7-8). Así dice elLibro del Génesis.
Por lo tanto, el signo de la ceniza nos remite al gran fresco de la creación, en el que se dice que el ser humano es una singular unidad de materia y de aliento divino, a través de la imagen del polvo del suelo modelado por Dios y animado por su aliento insuflado en la nariz de la nueva criatura. Podemos notar cómo en el relato del Génesis el símbolo del polvo sufre una transformación negativa a causa del pecado. Mientras que antes de la caída el suelo es una potencialidad totalmente buena, regada por un manantial de agua (cf. Gn 2, 6) y capaz, por obra de Dios, de hacer brotar «toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer» (Gn 2, 9), después de la caída y la consiguiente maldición divina, producirá «cardos y espinas» y sólo a cambio de «dolor» y «sudor del rostro» concederá al hombre sus frutos (cf.Gn 3, 17-18). El polvo de la tierra ya no remite sólo al gesto creador de Dios, totalmente abierto a la vida, sino que se transforma en signo de un inexorable destino de muerte: «Eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3, 19).
Es evidente en el texto bíblico que la tierra participa del destino del hombre. A este respecto dice san Juan Crisóstomo en una de sus homilías: «Ve cómo después de su desobediencia todo se le impone a él [el hombre] de un modo contrario a su precedente estilo de vida» (Homilías sobre el Génesis 17, 9: pg 53, 146). Esta maldición del suelo tiene una función medicinal para el hombre, a quien la «resistencia» de la tierra debería ayudarle a mantenerse en sus límites y reconocer su propia naturaleza (cf. ib.). Así, con una bella síntesis, se expresa otro comentario antiguo, que dice: «Adán fue creado puro por Dios para su servicio. Todas las criaturas le fueron concedidas para servirlo. Estaba destinado a ser el amo y el rey de todas las criaturas. Pero cuando el mal llegó a él y conversó con él, él lo recibió por medio de una escucha externa. Luego penetró en su corazón y se apoderó de todo su ser. Cuando fue capturado de este modo, la creación, que lo había asistido y servido, fue capturada con él» (Pseudo-Macario,Homilías 11, 5: pg 34, 547).
Decíamos hace poco, citando a san Juan Crisóstomo, que la maldición del suelo tiene una función «medicinal». Eso significa que la intención de Dios, que siempre es benéfica, es más profunda que la maldición. Esta, en efecto, no se debe a Dios sino al pecado, pero Dios no puede dejar de infligirla, porque respeta la libertad del hombre y sus consecuencias, incluso las negativas. Así pues, dentro del castigo, y también dentro de la maldición del suelo, permanece una intención buena que viene de Dios. Cuando Dios dice al hombre: «Eres polvo y al polvo volverás», junto con el justo castigo también quiere anunciar un camino de salvación, que pasará precisamente a través de la tierra, a través de aquel «polvo», de aquella «carne» que será asumida por el Verbo. En esta perspectiva salvífica, la liturgia del miércoles de Ceniza retoma las palabras del Génesis: como invitación a la penitencia, a la humildad, a tener presente la propia condición mortal, pero no para acabar en la desesperación, sino para acoger, precisamente en esta mortalidad nuestra, la impensable cercanía de Dios, que, más allá de la muerte, abre el paso a la resurrección, al paraíso finalmente reencontrado. En este sentido nos orienta un texto de Orígenes, que dice: «Lo que inicialmente era carne, procedente de la tierra, un hombre de polvo, (cf. 1 Co 15, 47), y fue disuelto por la muerte y de nuevo transformado en polvo y ceniza —de hecho, está escrito: eres polvo y al polvo volverás—, es resucitado de nuevo de la tierra. A continuación, según los méritos del alma que habita el cuerpo, la persona avanza hacia la gloria de un cuerpo espiritual» (Principios 3, 6, 5: sch, 268, 248).
Los «méritos del alma», de los que habla Orígenes, son necesarios; pero son fundamentales los méritos de Cristo, la eficacia de su Misterio pascual. San Pablo nos ha ofrecido una formulación sintética en la Segunda Carta a los Corintios, hoy segunda lectura: «Al que no conocía el pecado, Dios lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21). La posibilidad para nosotros del perdón divino depende esencialmente del hecho de que Dios mismo, en la persona de su Hijo, quiso compartir nuestra condición, pero no la corrupción del pecado. Y el Padre lo resucitó con el poder de su Santo Espíritu; y Jesús, el nuevo Adán, se ha convertido, como dice san Pablo, en «espíritu vivificante» (1 Co 15, 45), la primicia de la nueva creación. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne (cf. Ez 36, 26). Lo acabamos de invocar con el Salmo Miserere: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 50, 12-13). El Dios que expulsó a los primeros padres del Edén envió a su propio Hijo a nuestra tierra devastada por el pecado, no lo perdonó, para que nosotros, hijos pródigos, podamos volver, arrepentidos y redimidos por su misericordia, a nuestra verdadera patria. Que así sea para cada uno de nosotros, para todos los creyentes, para cada hombre que humildemente se reconoce necesitado de salvación. Amén.
Homilía (09-03-2011)
Comenzamos hoy el tiempo litúrgico de Cuaresma con el sugestivo rito de la imposición de la ceniza, a través del cual queremos asumir el compromiso de orientar nuestro corazón hacia el horizonte de la Gracia. Por lo general, en la opinión de la mayoría, este tiempo corre el peligro de evocar tristeza, el tono gris de la vida. En cambio, es un don precioso de Dios, es un tiempo fuerte y denso de significado en el camino de la Iglesia; es el itinerario hacia la Pascua del Señor. Las lecturas bíblicas de la celebración de hoy nos ofrecen indicaciones para vivir en plenitud esta experiencia espiritual.
«Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). En la primera lectura, tomada del libro del profeta Joel, hemos escuchado estas palabras con las que Dios invita al pueblo judío a un arrepentimiento sincero, no ficticio. No se trata de una conversión superficial y transitoria, sino de un itinerario espiritual que concierne en profundidad a las actitudes de la conciencia, y supone un sincero propósito de enmienda. El profeta, con el fin de invitar a una penitencia interior, a rasgar el corazón, no las vestiduras (cf. 2, 13), se inspira en la plaga de la invasión de langostas que asoló al pueblo destruyendo los cultivos. Se trata, por tanto, de poner en práctica una actitud de auténtica conversión a Dios —volver a él—, reconociendo su santidad, su poder, su grandeza. Esta conversión es posible porque Dios es rico en misericordia y grande en el amor. Su misericordia es una misericordia regeneradora, que crea en nosotros un corazón puro, renueva por dentro con espíritu firme, devolviéndonos la alegría de la salvación (cf. Sal50, 14). Como dice el profeta, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11). El profeta Joel ordena, en nombre del Señor, que se cree un ambiente penitencial propicio: es necesario tocar la trompeta, convocar la asamblea, despertar las conciencias. El período cuaresmal nos propone este ámbito litúrgico y penitencial: un camino de cuarenta días en el que podamos experimentar de manera eficaz el amor misericordioso de Dios. Hoy resuena para nosotros la llamada: «Convertíos a mí de todo corazón». Hoy somos nosotros quienes recibimos la llamada a convertir nuestro corazón a Dios, siempre conscientes de que no podemos realizar nuestra conversión sólo con nuestras fuerzas, porque es Dios quien nos convierte. Él nos sigue ofreciendo su perdón, invitándonos a volver a él para darnos un corazón nuevo, purificado del mal que lo oprime, para hacernos partícipes de su gozo. Nuestro mundo necesita ser convertido por Dios, necesita su perdón, su amor; necesita un corazón nuevo.
«Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5, 20). En la segunda lectura, san Pablo nos ofrece otro elemento del camino de la conversión. El Apóstol invita a desviar la mirada de él, y a dirigir la atención hacia quien lo envió y al contenido de su mensaje: «Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (ib.). Un enviado transmite lo que escuchó de labios de su Señor y habla con la autoridad y dentro de los límites que ha recibido. Quien desempeña la función de enviado no debe atraer la atención sobre sí mismo, sino que debe ponerse al servicio del mensaje que debe transmitir y de quien lo envió. Así actúa san Pablo al desempeñar su ministerio de predicador de la Palabra de Dios y de Apóstol de Jesucristo. Él no se echa atrás ante la misión recibida, sino que la desempeña con entrega total, invitando a abrirse a la Gracia, a dejar que Dios nos convierta: «Como cooperadores suyos, —escribe— os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2 Co 6, 1). «La llamada de Cristo a la conversión —nos dice el Catecismo de la Iglesia católica— sigue resonando en la vida de los cristianos. (…) Es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que, “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación”. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal 51, 19), atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero» (n. 1428). San Pablo habla a los cristianos de Corinto, pero a través de ellos quiere dirigirse a todos los hombres. En efecto, todos tienen necesidad de la gracia de Dios, que ilumine la mente y el corazón. El Apóstol apremia: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2). Todos pueden abrirse a la acción de Dios, a su amor; con nuestro testimonio evangélico, los cristianos debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único Evangelio que los hombres de hoy todavía leen. He aquí nuestra responsabilidad siguiendo las huellas de san Pablo; he aquí un motivo más para vivir bien la Cuaresma: dar testimonio de fe vivida en un mundo en dificultad, que necesita volver a Dios, que necesita convertirse.
«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos» (Mt 6, 1). Jesús, en el Evangelio de hoy, hace una relectura de las tres obras de misericordia fundamentales previstas por la ley de Moisés. La limosna, la oración y el ayuno caracterizan al judío observante de la ley. Con el transcurso del tiempo, estas prescripciones cayeron en el formalismo exterior, o incluso se transformaron en un signo de superioridad. Jesús pone de relieve una tentación común en estas tres obras de misericordia. Cuando se realiza una obra buena, casi por instinto surge el deseo de ser estimados y admirados por la buena acción, es decir, se busca una satisfacción. Y esto, por una parte, nos encierra en nosotros mismos y, por otra, nos hace salir de nosotros mismos, porque vivimos proyectados hacia lo que los demás piensan de nosotros y admiran en nosotros. El Señor Jesús, al proponer de nuevo estas prescripciones, no pide un respeto formal a una ley ajena al hombre, impuesta como una pesada carga por un legislador severo, sino que invita a redescubrir estas tres obras de misericordia viviéndolas de manera más profunda, no por amor propio, sino por amor a Dios, como medios en el camino de conversión a él. Limosna, oración y ayuno: es el camino de la pedagogía divina que nos acompaña, no sólo durante la Cuaresma, hacia el encuentro con el Señor resucitado; un camino que hemos de recorrer sin ostentación, con la certeza de que el Padre celestial sabe leer y ver también en lo secreto de nuestro corazón.
Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y gozosos el itinerario cuaresmal. Cuarenta días nos separan de la Pascua; este tiempo «fuerte» del Año litúrgico es un tiempo favorable que se nos ofrece para esperar, con mayor empeño, en nuestra conversión, para intensificar la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina, para practicar con más generosidad la mortificación, gracias a la cual podamos salir con mayor liberalidad en ayuda del prójimo necesitado: un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el Misterio pascual.
Que María, nuestra guía en el camino cuaresmal, nos lleve a un conocimiento cada vez más profundo de Cristo, muerto y resucitado; nos ayude en el combate espiritual contra el pecado; y nos sostenga al invocar con fuerza: «Converte nos, Deus, salutaris noster», «Conviértenos a ti, oh Dios, nuestra salvación». Amén.
Homilía (17-02-2010)
«Tú amas a todas tus criaturas, Señor, y no odias nada de lo que has hecho;
cierras los ojos a los pecados de los hombres,
para que se arrepientan. Y los perdonas,
porque tú eres nuestro Dios y Señor» (Antífona de entrada)
Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:
Con esta conmovedora invocación, tomada del Libro de la Sabiduría (cf. Sb 11, 23-26), la liturgia introduce en la celebración eucarística del miércoles de Ceniza. Son palabras que, de algún modo, abren todo el itinerario cuaresmal, poniendo en su fundamento la omnipotencia del amor de Dios, su señorío absoluto sobre toda criatura, que se traduce en indulgencia infinita, animada por una constante y universal voluntad de vida. En efecto, perdonar a alguien equivale a decirle: no quiero que mueras, sino que vivas; quiero siempre y sólo tu bien.
Esta certeza absoluta sostuvo a Jesús durante los cuarenta días que pasó en el desierto de Judea, después del bautismo recibido de Juan en el Jordán. Ese largo tiempo de silencio y de ayuno fue para él un abandonarse completamente en el Padre y en su proyecto de amor; también fue un «bautismo», o sea, una «inmersión» en su voluntad, y en este sentido un anticipo de la pasión y de la cruz. Adentrarse en el desierto y permanecer allí largamente, solo, significaba exponerse voluntariamente a los asaltos del enemigo, el tentador que hizo caer a Adán y por cuya envidia entró en el mundo la muerte (cf. Sb 2, 24); significaba entablar con él la batalla en campo abierto, desafiarle sin otras armas que la confianza ilimitada en el amor omnipotente del Padre. Me basta tu amor, me alimento de tu voluntad (cf. Jn 4, 34): esta convicción habitaba la mente y el corazón de Jesús durante aquella «cuaresma» suya. No fue un acto de orgullo, una empresa titánica, sino una elección de humildad, coherente con la Encarnación y el bautismo en el Jordán, en la misma línea de obediencia al amor misericordioso del Padre, quien «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16).
Todo esto el Señor Jesús lo hizo por nosotros. Lo hizo para salvarnos y, al mismo tiempo, para mostrarnos el camino para seguirlo. La salvación, de hecho, es don, es gracia de Dios, pero para tener efecto en mi existencia requiere mi asentimiento, una acogida demostrada con obras, o sea, con la voluntad de vivir como Jesús, de caminar tras él. Seguir a Jesús en el desierto cuaresmal es, por lo tanto, condición necesaria para participar en su Pascua, en su «éxodo». Adán fue expulsado del Paraíso terrenal, símbolo de la comunión con Dios; ahora, para volver a esta comunión y por consiguiente a la verdadera vida, la vida eterna, hay que atravesar el desierto, la prueba de la fe. No solos, sino con Jesús. Él —como siempre— nos ha precedido y ya ha vencido el combate contra el espíritu del mal. Este es el sentido de la Cuaresma, tiempo litúrgico que cada año nos invita a renovar la opción de seguir a Cristo por el camino de la humildad para participar en su victoria sobre el pecado y sobre la muerte.
Desde esta perspectiva se comprende también el signo penitencial de la ceniza, que se impone en la cabeza de cuantos inician con buena voluntad el itinerario cuaresmal. Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: reconozco lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia. He aquí el pecado, enfermedad mortal que pronto entró a contaminar la tierra bendita que es el ser humano. Creado a imagen del Santo y del Justo, el hombre perdió su inocencia y ahora sólo puede volver a ser justo gracias a la justicia de Dios, la justicia del amor que —como escribe san Pablo— «se ha manifestado por medio de la fe en Cristo» (Rm 3, 22). En estas palabras del Apóstol me he inspirado para mi Mensaje, dirigido a todos los fieles con ocasión de esta Cuaresma: una reflexión sobre el tema de la justicia a la luz de las Sagradas Escrituras y de su cumplimiento en Cristo.
En las lecturas bíblicas del miércoles de Ceniza también está presente el tema de la justicia. Ante todo, la página del profeta Joel y el salmo responsorial —el Miserere— forman un díptico penitencial que pone de relieve cómo en el origen de toda injusticia material y social se encuentra lo que la Biblia llama «iniquidad», esto es, el pecado, que consiste fundamentalmente en una desobediencia a Dios, es decir, una falta de amor. «Sí —confiesa el salmista—, reconozco mi culpa, / tengo siempre presente mi pecado. / Contra ti, contra ti sólo pequé, / cometí la maldad que aborreces» (Sal 50, 5-6). El primer acto de justicia es, por tanto, reconocer la propia iniquidad, y reconocer que está enraizada en el «corazón», en el centro mismo de la persona humana. Los «ayunos», los «llantos», los «lamentos» (cf. Jl 2, 12) y toda expresión penitencial sólo tienen valor a los ojos de Dios si son signo de corazones sinceramente arrepentidos. Igualmente el Evangelio, tomado del «Sermón de la montaña», insiste en la exigencia de practicar la «justicia» —limosna, oración, ayuno— no ante los hombres, sino sólo a los ojos de Dios, que «ve en lo secreto» (cf. Mt 6, 1-6.16-18). La verdadera «recompensa» no es la admiración de los demás, sino la amistad con Dios y la gracia que se deriva de ella, una gracia que da paz y fortaleza para hacer el bien, amar hasta a quien no lo merece, perdonar a quien nos ha ofendido.
La segunda lectura, el llamamiento de san Pablo a dejarse reconciliar con Dios (cf. 2 Co 5, 20), contiene uno de los célebres pasajes paulinos que reconduce toda la reflexión sobre la justicia hacia el misterio de Cristo. Escribe san Pablo: «Al que no había pecado —o sea, a su Hijo hecho hombre—, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que viniéramos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21). En el corazón de Cristo, esto es, en el centro de su Persona divino-humana, se jugó en términos decisivos y definitivos todo el drama de la libertad. Dios llevó hasta las consecuencias extremas su plan de salvación, permaneciendo fiel a su amor aun a costa de entregar a su Hijo unigénito a la muerte, y una muerte de cruz. Como escribí en elMensaje cuaresmal, «aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana… Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia «mayor», que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10)» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma ensancha nuestro horizonte, nos orienta hacia la vida eterna. En esta tierra estamos de peregrinación, «no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro», dice la carta a los Hebreos (Hb 13, 14). La Cuaresma permite comprender la relatividad de los bienes de esta tierra y así nos hace capaces para afrontar las renuncias necesarias, nos hace libres para hacer el bien. Abramos la tierra a la luz del cielo, a la presencia de Dios entre nosotros. Amén.
Homilía (25-02-2009)
Hoy, miércoles de Ceniza, puerta litúrgica que introduce en la Cuaresma, los textos establecidos para la celebración trazan, de forma sumaria, toda la fisonomía del tiempo cuaresmal. La Iglesia se preocupa de mostrarnos cuál debe ser la orientación de nuestro espíritu, y nos proporciona los subsidios divinos para recorrer con decisión y valentía, iluminados ya por el esplendor del Misterio pascual, el singular itinerario espiritual que estamos comenzando.
«Convertíos a mí de todo corazón». El llamamiento a la conversión aflora como tema dominante en todos los componentes de la liturgia de hoy. Ya en la antífona de entrada se dice que el Señor olvida y perdona los pecados de quienes se convierten; y en la oración colecta se invita al pueblo cristiano a orar par que cada uno emprenda «un camino de verdadera conversión».
En la primera lectura, el profeta Joel exhorta a volver al Padre «de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto (…), porque es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (Jl 2, 12-13). La promesa de Dios es clara: si el pueblo escucha la invitación a convertirse, Dios mostrará su misericordia y colmará a sus amigos de innumerables favores. Con el salmo responsorial la asamblea litúrgica hace suyas las invocaciones del Salmo 50, pidiendo al Señor que cree en nosotros «un corazón puro», que nos renueve por dentro «con espíritu firme».
Luego, en el pasaje evangélico, Jesús, poniéndonos en guardia contra la carcoma de la vanidad que lleva a la ostentación y a la hipocresía, a la superficialidad y a la auto-complacencia, reafirma la necesidad de alimentar la rectitud del corazón. Al mismo tiempo, muestra el medio para crecer en esta pureza de intención: cultivar la intimidad con el Padre celestial.
En este Año jubilar, para conmemorar el bimilenario del nacimiento de san Pablo, resultan especialmente significativas las palabras de la segunda carta a los Corintios: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). Esta invitación del Apóstol resuena como un estímulo más a tomar en serio la exhortación cuaresmal a la conversión. San Pablo experimentó de modo extraordinario el poder de la gracia de Dios, la gracia del Misterio pascual, de la que vive la Cuaresma misma. Se nos presenta como «embajador» del Señor. Así pues, ¿quién mejor que él puede ayudarnos a recorrer de modo fructuoso este itinerario interior de conversión?
En la primera carta a Timoteo escribe: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo»; y añade: «Por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que habían de creer en él para obtener la vida eterna» (1 Tm 1, 15-16). Por tanto, el Apóstol es consciente de haber sido elegido como ejemplo, y esta ejemplaridad se refiere precisamente a la conversión, a la transformación de su vida que se produjo gracias al amor misericordioso de Dios. «Yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un violento —reconoce—, pero Dios tuvo compasión de mí (…). Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí» (1 Tm 1, 13-14).
Toda su predicación y, antes aún, toda su existencia misionera estuvieron sostenidas por un impulso interior que se podría explicar como la experiencia fundamental de la «gracia». «Por la gracia de Dios soy lo que soy —escribe a los Corintios— (…). He trabajado más que todos ellos (los apóstoles). Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Co 15, 10). Se trata de una conciencia que aflora en todos sus escritos y que fue como una «palanca» interior con la que Dios pudo actuar para impulsarlo hacia adelante, siempre hacia nuevos confines, no sólo geográficos, sino también espirituales.
San Pablo reconoce que todo en él es obra de la gracia divina, pero no olvida que es necesario aceptar libremente el don de la vida nueva recibida en el Bautismo. En el texto del capítulo 6 de la carta a los Romanos, que se proclamará durante la Vigilia pascual, escribe: «Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado como instrumentos del mal; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos del bien» (Rm 6, 12-13). En estas palabras se contiene todo el programa de la Cuaresma según su perspectiva bautismal intrínseca.
Por una parte, se afirma la victoria de Cristo sobre el pecado, obtenida una vez para siempre con su muerte y su resurrección; por otra, se nos exhorta a no poner nuestros miembros al servicio del pecado, o sea, por decirlo así, a no conceder espacio de revancha al pecado. El discípulo de Cristo debe hacer suya la victoria de Cristo y esto se realiza ante todo con el Bautismo, mediante el cual, unidos a Jesús, «de la muerte volvemos a la vida». Ahora bien, el bautizado, para que Cristo pueda reinar plenamente en él, debe seguir fielmente sus enseñanzas; nunca debe bajar la guardia, para no permitir que el adversario de algún modo recupere terreno.
Pero, ¿cómo realizar la vocación bautismal?, ¿cómo vencer en la lucha entre la carne y el espíritu, entre el bien y el mal, una lucha que marca nuestra existencia? En el pasaje evangélico de hoy, el Señor nos indica tres medios útiles: la oración, la limosna y el ayuno. Al respecto, en la experiencia y en los escritos de san Pablo encontramos también referencias útiles.
Con respecto a la oración, exhorta a «perseverar» y a «velar en ella, dando gracias» (Rm 12, 12, Col 4, 2), a «orar sin interrupción» (1 Ts 5, 17). Jesús está en el fondo de nuestro corazón. La relación con Dios está presente, permanece presente aunque estemos hablando, aunque estemos realizando nuestros deberes profesionales. Por eso, en la oración, está presente en nuestro corazón la relación con Dios, que se convierte siempre también en oración explícita.
Por lo que atañe a la limosna, ciertamente son importantes las páginas dedicadas a la gran colecta en favor de los hermanos pobres (cf. 2 Co 8-9), pero conviene subrayar que para él la caridad es la cumbre de la vida del creyente, el «vínculo de la perfección»: «Por encima de todo esto —escribe a los Colosenses— revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
Del ayuno no habla expresamente, pero a menudo exhorta a la sobriedad, como característica de quienes están llamados a vivir en espera vigilante del Señor (cf. 1 Ts 5, 6-8; Tt 2, 12). También es interesante su alusión a la «carrera» espiritual, que requiere templanza: «Los atletas se privan de todo —escribe a los Corintios—; y eso por una corona corruptible; nosotros, en cambio, por una incorruptible» (1 Co 9, 25). El cristiano debe ser disciplinado para encontrar el camino y llegar realmente al Señor.
Así pues, esta es la vocación de los cristianos: resucitados con Cristo, han pasado por la muerte, y su vida ya está escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3, 1-2). Para vivir esta «nueva» existencia en Dios es indispensable alimentarse de la Palabra de Dios. Para estar realmente unidos a Dios, debemos vivir en su presencia, estar en diálogo con él. Jesús lo dice claramente cuando responde a la primera de las tres tentaciones en el desierto, citando el Deuteronomio: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4; cf.Dt 8, 3).
San Pablo recomienda: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría; cantad agradecidos a Dios en vuestro corazón con salmos, himnos y cánticos inspirados» (Col 3, 16). También en esto el Apóstol es, ante todo, testigo: sus cartas son la prueba elocuente de que vivía en diálogo permanente con la Palabra de Dios: pensamiento, acción, oración, teología, predicación, exhortación, todo en él era fruto de la Palabra, recibida desde su juventud en la fe judía, plenamente revelada a sus ojos por el encuentro con Cristo muerto y resucitado, predicada el resto de su vida durante su «carrera» misionera».
A él le fue revelado que Dios pronunció en Jesucristo su Palabra definitiva, él mismo, Palabra de salvación que coincide con el misterio pascual, el don de sí en la cruz que luego se transforma en resurrección, porque el amor es más fuerte que la muerte. Así san Pablo pudo concluir: «En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Ga 6, 14). En san Pablo la Palabra se hizo vida, y su único motivo de gloria era Cristo crucificado y resucitado.
Queridos hermanos y hermanas, mientras nos disponemos a recibir la ceniza en nuestra cabeza como signo de conversión y penitencia, abramos nuestro corazón a la acción vivificadora de la Palabra de Dios. La Cuaresma, que se caracteriza por una escucha más frecuente de esta Palabra, por una oración más intensa, por un estilo de vida austero y penitencial, ha de ser estímulo a la conversión y al amor sincero a los hermanos, especialmente a los más pobres y necesitados. Que nos acompañe el apóstol san Pablo y nos guíe María, atenta Virgen de la escucha y humilde esclava del Señor. Así renovados en el espíritu, podremos llegar a celebrar con alegría la Pascua. Amén.
Homilía (01-03-2006)
La procesión penitencial, con la que hemos iniciado esta celebración, nos ha ayudado a entrar en el clima típico de la Cuaresma, que es una peregrinación personal y comunitaria de conversión y renovación espiritual. Según la antiquísima tradición romana de las «estaciones» cuaresmales, durante este tiempo los fieles, juntamente con los peregrinos, cada día se reúnen y hacen una parada —statio— en una de las muchas «memorias» de los mártires, que constituyen los cimientos de la Iglesia de Roma. En las basílicas, donde se exponen sus reliquias, se celebra la santa misa precedida por una procesión, durante la cual se cantan las letanías de los santos. Así se recuerda a los que con su sangre dieron testimonio de Cristo, y su evocación impulsa a cada cristiano a renovar su adhesión al Evangelio. A pesar del paso de los siglos, estos ritos conservan su valor, porque recuerdan cuán importante es, también en nuestros tiempos, acoger sin componendas las palabras de Jesús: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23).
Otro rito simbólico, gesto propio y exclusivo del primer día de Cuaresma, es la imposición de la ceniza. ¿Cuál es su significado más hondo? Ciertamente, no se trata de un mero ritualismo, sino de algo más profundo, que toca nuestro corazón. Nos ayuda a comprender la actualidad de la advertencia del profeta Joel, que recoge la primera lectura, una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras.
En efecto, ¿de qué sirve —se pregunta el autor inspirado— rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia? Lo que cuenta, en realidad, es volver a Dios, con un corazón sinceramente arrepentido, para obtener su misericordia (cf. Jl 2, 12-18). Un corazón nuevo y un espíritu nuevo es lo que pedimos en el Salmo penitencial por excelencia, el Miserere, que hoy cantamos con el estribillo «Misericordia, Señor: hemos pecado». El verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la alegría y la esperanza (cf. Sal 50, 3. 5. 12. 14).
Otro aspecto de la espiritualidad cuaresmal es el que podríamos llamar «agonístico», y se refleja en la oración colecta de hoy, donde se habla de «armas» de la penitencia y de «combate» contra las fuerzas del mal. Cada día, pero especialmente en Cuaresma, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo libró en el desierto de Judá, donde durante cuarenta días fue tentado por el diablo, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre.
Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que «hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves (…) y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte» (In Io. evang. 12, 13, 35).
Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que se deben usar las «armas» de la oración, el ayuno y la penitencia. Combatir contra el mal, contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético que todos los discípulos de Jesús están llamados a recorrer con humildad y paciencia, con generosidad y perseverancia.
El dócil seguimiento del divino Maestro convierte a los cristianos en testigos y apóstoles de paz. Podríamos decir que esta actitud interior nos ayuda también a poner mejor de relieve cuál debe ser la respuesta cristiana a la violencia que amenaza la paz del mundo. Ciertamente, no es la venganza, ni el odio, ni tampoco la huida hacia un falso espiritualismo. La respuesta de los discípulos de Cristo consiste, más bien, en recorrer el camino elegido por él, que, ante los males de su tiempo y de todos los tiempos, abrazó decididamente la cruz, siguiendo el sendero más largo, pero eficaz, del amor. Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor.
En la encíclica Deus caritas est quise presentar este amor como el secreto de nuestra conversión personal y eclesial. Comentando las palabras de san Pablo a los Corintios: «Nos apremia el amor de Cristo» (2 Co 5, 14), subrayé que «la conciencia de que en él Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para él y, con él, para los demás» (n. 33).
El amor, como reafirma Jesús en el pasaje evangélico de hoy, debe traducirse después en gestos concretos en favor del prójimo, y en especial en favor de los pobres y los necesitados, subordinando siempre el valor de las «obras buenas» a la sinceridad de la relación con el «Padre celestial», que «ve en lo secreto» y «recompensará» a los que hacen el bien de modo humilde y desinteresado (cf. Mt 6, 1. 4. 6. 18).
La concreción del amor constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos, a los que Jesús estimula a ser luz del mundo, para que los hombres, al ver sus «buenas obras», glorifiquen a Dios (cf. Mt 5, 16). Esta recomendación llega a nosotros muy oportunamente al inicio de la Cuaresma, para que comprendamos cada vez mejor que «la caridad no es una especie de actividad de asistencia social (…), sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (Deus caritas est, 25). El verdadero amor se traduce en gestos que no excluyen a nadie, a ejemplo del buen samaritano, el cual, con gran apertura de espíritu, ayudó a un desconocido necesitado, al que encontró «por casualidad» a la vera del camino (cf. Lc 10, 31).
[…] Entremos en el clima típico de este tiempo litúrgico con estos sentimientos, dejando que la palabra de Dios nos ilumine y nos guíe. En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos y creer en el Evangelio, y se nos invitará constantemente a abrir el espíritu a la fuerza de la gracia divina.
Aprovechemos estas enseñanzas que nos dará en abundancia la Iglesia durante estas semanas. Animados por un fuerte compromiso de oración, decididos a un esfuerzo cada vez mayor de penitencia, de ayuno y de solicitud amorosa por los hermanos, encaminémonos hacia la Pascua, acompañados por la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo de Cristo.
Catequesis (21-02-2007)
Audiencia general, Miércoles 21 de febrero de 2007, Miércoles de Ceniza.
Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles de Ceniza, que hoy celebramos, es para nosotros, los cristianos, un día particular, caracterizado por un intenso espíritu de recogimiento y de reflexión. En efecto, iniciamos el camino de la Cuaresma, tiempo de escucha de la palabra de Dios, de oración y de penitencia. Son cuarenta días en los que la liturgia nos ayudará a revivir las fases destacadas del misterio de la salvación.
Como sabemos, el hombre fue creado para ser amigo de Dios, pero el pecado de los primeros padres rompió esa relación de confianza y de amor y, como consecuencia, hizo a la humanidad incapaz de realizar su vocación originaria. Sin embargo, gracias al sacrificio redentor de Cristo, hemos sido rescatados del poder del mal. En efecto, como escribe el apóstol san Juan, Cristo se hizo víctima de expiación por nuestros pecados (cf. 1 Jn 2, 2); y san Pedro añade: murió una vez para siempre por los pecados (cf. 1 P 3, 18).
También el bautizado, al morir en Cristo al pecado, renace a una vida nueva, restablecido gratuitamente en su dignidad de hijo de Dios. Por esto, en la primitiva comunidad cristiana, el bautismo era considerado como «la primera resurrección» (cf. Ap 20, 5; Rm 6, 1-11; Jn 5, 25-28).
Por tanto, desde los orígenes, la Cuaresma se vive como el tiempo de la preparación inmediata al bautismo, que se administra solemnemente durante la Vigilia pascual. Toda la Cuaresma era un camino hacia este gran encuentro con Cristo, hacia esta inmersión en Cristo y esta renovación de la vida. Nosotros ya estamos bautizados, pero con frecuencia el bautismo no es muy eficaz en nuestra vida diaria. Por eso, también para nosotros la Cuaresma es un «catecumenado» renovado, en el que salimos de nuevo al encuentro de nuestro bautismo para redescubrirlo y volver a vivirlo en profundidad, para ser de nuevo realmente cristianos.
Así pues, la Cuaresma es una oportunidad para «volver a ser» cristianos, a través de un proceso constante de cambio interior y de progreso en el conocimiento y en el amor de Cristo. La conversión no se realiza nunca de una vez para siempre, sino que es un proceso, un camino interior de toda nuestra vida. Ciertamente, este itinerario de conversión evangélica no puede limitarse a un período particular del año: es un camino de cada día, que debe abrazar toda la existencia, todos los días de nuestra vida.
Desde esta perspectiva, para cada cristiano y para todas las comunidades eclesiales, la Cuaresma es el tiempo espiritual propicio para entrenarse con mayor tenacidad en la búsqueda de Dios, abriendo el corazón a Cristo. San Agustín dijo una vez que nuestra vida es un ejercicio del deseo de acercarnos a Dios, de ser capaces de dejar entrar a Dios en nuestro ser. «Toda la vida del cristiano fervoroso —dice— es un santo deseo». Si esto es así, en Cuaresma se nos invita con mayor fuerza a arrancar «de nuestros deseos las raíces de la vanidad» para educar el corazón a desear, es decir, a amar a Dios. «Dios —dice también san Agustín—, es todo lo que deseamos» (cf. Tract. in Iohn., 4). Ojalá que comencemos realmente a desear a Dios, para desear así la verdadera vida, el amor mismo y la verdad.
Es muy oportuna la exhortación de Jesús, que refiere el evangelista san Marcos: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). El deseo sincero de Dios nos lleva a evitar el mal y a hacer el bien. Esta conversión del corazón es ante todo un don gratuito de Dios, que nos ha creado para sí y en Jesucristo nos ha redimido: nuestra verdadera felicidad consiste en permanecer en él (cf. Jn 15, 4). Por este motivo, él mismo previene con su gracia nuestro deseo y acompaña nuestros esfuerzos de conversión.
Pero, ¿qué es en realidad convertirse? Convertirse quiere decir buscar a Dios, caminar con Dios, seguir dócilmente las enseñanzas de su Hijo, de Jesucristo; convertirse no es un esfuerzo para autorrealizarse, porque el ser humano no es el arquitecto de su propio destino eterno. Nosotros no nos hemos hecho a nosotros mismos. Por ello, la autorrealización es una contradicción y, además, para nosotros es demasiado poco. Tenemos un destino más alto. Podríamos decir que la conversión consiste precisamente en no considerarse «creadores» de sí mismos, descubriendo de este modo la verdad, porque no somos autores de nosotros mismos.
La conversión consiste en aceptar libremente y con amor que dependemos totalmente de Dios, nuestro verdadero Creador; que dependemos del amor. En realidad, no se trata de dependencia, sino de libertad. Por tanto, convertirse significa no buscar el éxito personal —que es algo efímero—, sino, abandonando toda seguridad humana, seguir con sencillez y confianza al Señor a fin de que Jesús sea para cada uno, como solía repetir la beata Teresa de Calcuta, «mi todo en todo». Quien se deja conquistar por él no tiene miedo de perder su vida, porque en la cruz él nos amó y se entregó por nosotros. Y precisamente, perdiendo por amor nuestra vida, la volvemos a encontrar.
En el mensaje para la Cuaresma publicado hace pocos días, puse de relieve el inmenso amor que Dios nos tiene, para que los cristianos de todas las comunidades se unan espiritualmente durante el tiempo de la Cuaresma a María y Juan, el discípulo predilecto, en la contemplación de Cristo, que en la cruz consumó por la humanidad el sacrificio de su vida (cf. Jn 19, 25).
Sí, queridos hermanos y hermanas, la cruz es la revelación definitiva del amor y de la misericordia divina también para nosotros, hombres y mujeres de nuestra época, con demasiada frecuencia distraídos por preocupaciones e intereses terrenos y momentáneos. Dios es amor y su amor es el secreto de nuestra felicidad. Ahora bien, para entrar en este misterio de amor no hay otro camino que el de perdernos, entregarnos: el camino de la cruz. «Si alguno quiere venir en pos de mí —dice el Señor—, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34). Por eso, la liturgia cuaresmal, además de invitarnos a reflexionar y orar, nos estimula a valorar más la penitencia y el sacrificio, para rechazar el pecado y el mal, y vencer el egoísmo y la indiferencia. De este modo, la oración, el ayuno y la penitencia, las obras de caridad en favor de los hermanos se convierten en sendas espirituales que hay que recorrer para volver a Dios, respondiendo a los repetidos llamamientos a la conversión, presente también en la liturgia de hoy (cf. Jl 2, 12-13; Mt 6, 16-18).
Queridos hermanos y hermanas, que el período cuaresmal, que hoy iniciamos con el austero y significativo rito de la imposición de la Ceniza, sea para todos una renovada experiencia del amor misericordioso de Cristo, que en la cruz derramó su sangre por nosotros.
Sigamos dócilmente su ejemplo para «volver a dar» también nosotros su amor al prójimo, especialmente a los que sufren y atraviesan dificultades. Esta es la misión de todo discípulo de Cristo, pero para cumplirla es necesario permanecer a la escucha de su Palabra y alimentarse asiduamente de su Cuerpo y de su Sangre. Que el itinerario cuaresmal, que en la Iglesia antigua era itinerario hacia la iniciación cristiana, hacia el bautismo y la Eucaristía, sea para nosotros, los bautizados, un tiempo «eucarístico», en el que participemos con mayor fervor en el sacrificio de la Eucaristía.
La Virgen María, que, después de compartir la pasión dolorosa de su Hijo divino, experimentó la alegría de la resurrección, nos acompañe en esta Cuaresma hacia el misterio de la Pascua, revelación suprema del amor de Dios.
¡Buena Cuaresma a todos!
Catequesis (06-02-2008): La Cuaresma, camino de auténtica conversión
Audiencia general, Miércoles de Ceniza, 6 de febrero de 2008.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, miércoles de Ceniza, volvemos a emprender, como todos los años, el camino cuaresmal animados por un espíritu más intenso de oración y de reflexión, de penitencia y de ayuno. Entramos en un tiempo litúrgico «fuerte» que, mientras nos prepara para las celebraciones de la Pascua —corazón y centro del año litúrgico y de toda nuestra vida—, nos invita, más aún, nos estimula a dar un impulso más decidido a nuestra vida cristiana.
Dado que los compromisos, los afanes y las preocupaciones nos hacen caer en la rutina y nos exponen al peligro de olvidar cuán extraordinaria es la aventura en la que nos ha implicado Jesús, necesitamos recomenzar cada día nuestro exigente itinerario de vida evangélica, recogiéndonos interiormente con momentos de pausa que regeneran el espíritu. Con el antiguo rito de la imposición de la ceniza, la Iglesia nos introduce en la Cuaresma como en un gran retiro espiritual que dura cuarenta días.
Entremos, por tanto, en el clima cuaresmal, que nos ayuda a redescubrir el don de la fe recibida con el Bautismo y nos lleva a acercarnos al sacramento de la Reconciliación, poniendo nuestro esfuerzo de conversión bajo el signo de la misericordia divina. En los orígenes, en la Iglesia primitiva, la Cuaresma era el tiempo privilegiado para la preparación de los catecúmenos a los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, que se celebraban en la Vigilia pascual. La Cuaresma se consideraba el tiempo para llegar a ser cristianos, lo cual no se lograba en un solo momento, sino que exigía un largo camino de conversión y renovación.
A esta preparación se unían también los que ya estaban bautizados, reactivando el recuerdo del sacramento recibido y disponiéndose a una renovada comunión con Cristo en la celebración gozosa de la Pascua. Así, la Cuaresma tenía, y sigue teniendo, el carácter de un itinerario bautismal, en el sentido de que ayuda a mantener despierta la conciencia de que ser cristianos se realiza siempre como un nuevo hacerse cristianos: nunca es una historia concluida que queda a nuestras espaldas, sino un camino que exige siempre un nuevo ejercicio.
Al imponer sobre la cabeza la ceniza, el celebrante dice: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (cf. Gn 3, 19), o repite la invitación de Jesús: «Convertíos y creed en el Evangelio» (cf. Mc 1, 15). Ambas fórmulas recuerdan la verdad de la existencia humana: somos criaturas limitadas, pecadores que siempre necesitamos penitencia y conversión. ¡Qué importante es escuchar y acoger este llamamiento en nuestro tiempo! El hombre contemporáneo, cuando proclama su total autonomía de Dios, se hace esclavo de sí mismo, y con frecuencia se encuentra en una soledad sin consuelo.
Por tanto, la invitación a la conversión es un impulso a volver a los brazos de Dios, Padre tierno y misericordioso, a fiarse de él, a abandonarse a él como hijos adoptivos, regenerados por su amor. La Iglesia, con sabia pedagogía, repite que la conversión es ante todo una gracia, un don que abre el corazón a la infinita bondad de Dios. Él mismo previene con su gracia nuestro deseo de conversión y acompaña nuestros esfuerzos hacia la plena adhesión a su voluntad salvífica. Así, convertirse quiere decir dejarse conquistar por Jesús (cf. Flp 3, 12) y «volver» con él al Padre.
La conversión implica, por tanto, aprender humildemente en la escuela de Jesús y caminar siguiendo dócilmente sus huellas. Son iluminadoras las palabras con que él mismo indica las condiciones para ser de verdad sus discípulos. Después de afirmar: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará», añade: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8, 35-36).
La conquista del éxito, la obsesión por el prestigio y la búsqueda de las comodidades, cuando absorben totalmente la vida hasta excluir a Dios del propio horizonte, ¿llevan verdaderamente a la felicidad? ¿Puede haber felicidad auténtica prescindiendo de Dios? La experiencia demuestra que no se es feliz por el hecho de satisfacer las expectativas y las exigencias materiales. En realidad, la única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios. De hecho, tenemos necesidad de la alegría infinita. Ni las preocupaciones diarias, ni las dificultades de la vida logran apagar la alegría que nace de la amistad con Dios.
La invitación de Jesús a cargar con la propia cruz y seguirle, en un primer momento puede parecer dura y contraria de lo que queremos; nos puede parecer que va contra nuestro deseo de realización personal. Pero si lo miramos bien, nos damos cuenta de que no es así: el testimonio de los santos demuestra que en la cruz de Cristo, en el amor que se entrega, renunciando a la posesión de sí mismo, se encuentra la profunda serenidad que es manantial de entrega generosa a los hermanos, en especial, a los pobres y necesitados. Y esto también nos da alegría a nosotros mismos.
El camino cuaresmal de conversión, que hoy emprendemos con toda la Iglesia, se convierte, por tanto, en la ocasión propicia, «el momento favorable» (cf. 2 Co 6, 2) para renovar nuestro abandono filial en las manos de Dios y para poner en práctica lo que Jesús sigue repitiéndonos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mc 8, 34), y así emprenda el camino del amor y de la auténtica felicidad.
En el tiempo de Cuaresma, la Iglesia, haciéndose eco del Evangelio, propone algunos compromisos específicos que acompañan a los fieles en este itinerario de renovación interior: la oración, el ayuno y la limosna. En el Mensaje para la Cuaresma de este año, publicado hace pocos días, he querido reflexionar sobre «la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales» (n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de febrero de 2008, p. 8).
Sabemos que, por desgracia, la sociedad moderna está profundamente invadida por la sugestión de las riquezas materiales. Como discípulos de Jesucristo, no debemos idolatrar los bienes terrenales, sino utilizarlos como medios para vivir y para ayudar a los necesitados. Al indicarnos la práctica de la limosna, la Iglesia nos educa a salir al paso de las necesidades del prójimo, a imitación de Jesús, que, como afirma san Pablo, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9).
«Siguiendo sus enseñanzas —escribí en el mencionado Mensaje—, podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándolo estaremos dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos». Y añadí: «¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? Por tanto, la práctica cuaresmal de la limosna se convierte en un medio para profundizar nuestra vocación cristiana. El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor» (n. 5).
Queridos hermanos y hermanas, pidamos a la Virgen, Madre de Dios y de la Iglesia, que nos acompañe en el camino cuaresmal, para que sea un camino de auténtica conversión. Dejémonos guiar por ella y llegaremos interiormente renovados a la celebración del gran misterio de la Pascua de Cristo, revelación suprema del amor misericordioso de Dios.
¡Buena Cuaresma a todos!
Catequesis (17-02-2010)
Audiencia general, Miércoles 17 de febrero de 2010, Miércoles de Ceniza.
Hoy, miércoles de Ceniza, comenzamos el camino cuaresmal: un camino que dura cuarenta días y que nos lleva a la alegría de la Pascua del Señor. En este itinerario espiritual no estamos solos, porque la Iglesia nos acompaña y nos sostiene desde el principio con la Palabra de Dios, que encierra un programa de vida espiritual y de compromiso penitencial, y con la gracia de los Sacramentos.
Las palabras del Apóstol san Pablo nos dan una consigna precisa: «Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios… Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación» (2 Co 6, 1-2). De hecho, en la visión cristiana de la vida habría que decir que cada momento es favorable y cada día es día de salvación, pero la liturgia de la Iglesia refiere estas palabras de un modo totalmente especial al tiempo de Cuaresma. Que los cuarenta días de preparación de la Pascua son tiempo favorable y de gracia lo podemos entender precisamente en la llamada que el austero rito de la imposición de la ceniza nos dirige y que se expresa, en la liturgia, con dos fórmulas: «Convertíos y creed en el Evangelio», «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás».
La primera exhortación es a la conversión, una palabra que hay que considerar en su extraordinaria seriedad, dándonos cuenta de la sorprendente novedad que implica. En efecto, la llamada a la conversión revela y denuncia la fácil superficialidad que con frecuencia caracteriza nuestra vida. Convertirse significa cambiar de dirección en el camino de la vida: pero no con un pequeño ajuste, sino con un verdadero cambio de sentido. Conversión es ir contracorriente, donde la «corriente» es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusorio que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal, o en cualquier caso prisioneros de la mediocridad moral. Con la conversión, en cambio, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús. Convertirse y creer en el Evangelio no son dos cosas distintas o de alguna manera sólo conectadas entre sí, sino que expresan la misma realidad. La conversión es el «sí» total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del «Evangelio de Dios»: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15).
El «convertíos y creed en el Evangelio» no está sólo al inicio de la vida cristiana, sino que acompaña todos sus pasos, sigue renovándose y se difunde ramificándose en todas sus expresiones. Cada día es momento favorable y de gracia, porque cada día nos impulsa a entregarnos a Jesús, a confiar en él, a permanecer en él, a compartir su estilo de vida, a aprender de él el amor verdadero, a seguirlo en el cumplimiento diario de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, incluso cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, incluso cuando tenemos la tentación de abandonar el camino del seguimiento de Cristo y de encerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor. En el reciente Mensaje para la Cuaresma he querido recordar que «hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo «mío», para darme gratuitamente lo «suyo». Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias al amor de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia «mayor», que es la del amor (cf. Rm 13, 8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que se pueda esperar» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2010, p. 11).
El momento favorable y de gracia de la Cuaresma también nos muestra su significado espiritual mediante la antigua fórmula: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás», que el sacerdote pronuncia cuando impone sobre nuestra cabeza un poco de ceniza. Nos remite así a los comienzos de la historia humana, cuando el Señor dijo a Adán después de la culpa original: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado; porque eres polvo y al polvo volverás» (Gn 3, 19). Aquí la Palabra de Dios nos recuerda nuestra fragilidad, más aún, nuestra muerte, que es su forma extrema. Frente al miedo innato del fin, y más aún en el contexto de una cultura que de muchas maneras tiende a censurar la realidad y la experiencia humana de la muerte, la liturgia cuaresmal, por un lado, nos recuerda la muerte invitándonos al realismo y a la sabiduría; pero, por otro, nos impulsa sobre todo a captar y a vivir la novedad inesperada que la fe cristiana irradia en la realidad de la muerte misma.
El hombre es polvo y al polvo volverá, pero a los ojos de Dios es polvo precioso, porque Dios ha creado al hombre destinándolo a la inmortalidad. Así la fórmula litúrgica «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» encuentra la plenitud de su significado en referencia al nuevo Adán, Cristo. También Jesús, el Señor, quiso compartir libremente con todo hombre la situación de fragilidad, especialmente mediante su muerte en la cruz; pero precisamente esta muerte, colmada de su amor al Padre y a la humanidad, fue el camino para la gloriosa resurrección, mediante la cual Cristo se convirtió en fuente de una gracia donada a quienes creen en él y de este modo participan de la misma vida divina. Esta vida que no tendrá fin comienza ya en la fase terrena de nuestra existencia, pero alcanzará su plenitud después de «la resurrección de la carne». El pequeño gesto de la imposición de la ceniza nos desvela la singular riqueza de su significado: es una invitación a recorrer el tiempo cuaresmal como una inmersión más consciente e intensa en el misterio pascual de Cristo, en su muerte y resurrección, mediante la participación en la Eucaristía y en la vida de caridad, que nace de la Eucaristía y encuentra en ella su cumplimiento. Con la imposición de la ceniza renovamos nuestro compromiso de seguir a Jesús, de dejarnos transformar por su misterio pascual, para vencer el mal y hacer el bien, para hacer que muera nuestro «hombre viejo» vinculado al pecado y hacer que nazca el «hombre nuevo» transformado por la gracia de Dios.
Queridos amigos, mientras nos disponemos a emprender el austero camino cuaresmal, invoquemos con particular confianza la protección y la ayuda de la Virgen María. Que ella, la primera creyente en Cristo, nos acompañe en estos cuarenta días de intensa oración y de sincera penitencia, para llegar a celebrar, purificados y completamente renovados en la mente y en el espíritu, el gran misterio de la Pascua de su Hijo.
¡Feliz Cuaresma a todos!
Homilías en Italiano para posterior traducción
San Juan Pablo II, papa
Omelia (16-02-1983):
PRIMA STAZIONE QUARESIMALE NELLA BASILICA DI SANTA SABINA ALL’AVENTINO
Mercoledì delle Ceneri, 16 febbraio 1983.
1. Oggi la Chiesa proclama la Quaresima, il grande tempo di penitenza di quaranta giorni. Nella Liturgia ascoltiamo le parole del profeta Gioele: “proclamate un digiuno” (Gl 2, 15). La Chiesa si riferisce a queste parole e si comporta secondo il loro tenore. Proclama il sacro digiuno che durante quaranta giorni deve prepararci alla Pasqua.
Desideriamo in questo modo imitare il modello dello stesso Cristo Signore, che all’inizio della sua missione messianica in Israele digiunò per quaranta giorni. Desideriamo anche far riferimento al cammino del popolo di Dio nel Vecchio Testamento, cammino che durante quaranta anni condusse questo popolo sotto il comando di Mosè dalla schiavitù d’Egitto alla Terra Promessa.
La Chiesa inizia quindi la Quaresima dell’Anno del Signore 1983 e la proclama oggi mediante il rito liturgico a cui partecipiamo. Le nostre teste vengono cosparse di cenere e il celebrante, facendo ciò, pronuncia le parole del libro della Genesi: “Ricordati che sei polvere, e in polvere ritornerai” (cf. Gen 3, 19), oppure le parole del Vangelo: “Convertitevi e credete al Vangelo” (Mc 1, 15).
2. Siamo chiamati a fare “opere di pietà”, particolarmente l’elemosina, la preghiera e il digiuno. Queste opere testimoniano sempre, nelle diverse epoche e anche nelle diverse religioni, di una sottomissione di ciò che c’è nell’uomo carnale ed esteriore a ciò che è spirituale ed interiore.
Il Signore Gesù nell’odierno Vangelo ci chiama anche a tali opere. E la Chiesa legge questo Vangelo all’inizio della Quaresima. L’abbiamo ascoltato poco fa.
È significativo che Cristo non tanto chiama all’elemosina, alla preghiera e al digiuno, quanto indica come bisogna compiere queste opere di pietà: “Guardatevi dal praticare le vostre buone opere davanti agli uomini per essere da loro ammirati, altrimenti non avrete ricompensa presso il Padre vostro che è nei cieli” (Mt 6, 1).
Quindi – sì – vi è in queste parole un incoraggiamento all’elemosina, alla preghiera e al digiuno. Ma prima di tutto vi è un appello a compiere tali opere “nel segreto“: dinanzi al Padre. “E il Padre tuo, che vede nel segreto, ti ricompenserà” (Mt 6, 4).
3. La Quaresima è dunque il tempo di entrare in se stessi. È il periodo di una particolare intimità con Dio nel segreto del proprio cuore e della propria coscienza. In una tale intimità interiore con Dio si attua l’essenziale opera della Quaresima: opera della conversione.
In un tale segreto interiore e nell’intimità con Dio stesso in tutta la verità del proprio cuore e della propria coscienza, risuonano parole come quelle del Salmo dell’odierna Liturgia: una tra le confessioni più profonde che l’uomo mai abbia fatto davanti al suo Dio: “Pietà di me, o Dio, secondo la tua misericordia; / nella tua grande bontà cancella il mio peccato. / Lavami da tutte le mie colpe, / mondami dal mio peccato. / Riconosco la mia colpa, / il mio peccato mi sta sempre dinanzi. / Contro di te, contro te solo ho peccato, / quello che è male al tuoi occhi, io l’ho fatto” (Sal 51, 1-6).
4. Sono parole purificanti. Parole trasformanti. Esse trasformano l’uomo interiormente, e sono una testimonianza della trasformazione. Recitiamole spesso durante la Quaresima. E soprattutto cerchiamo di rinnovare questo spirito che le vivifica; quel soffio interiore che proprio a queste parole ha legato la forza di conversione.
La Quaresima infatti è essenzialmente invito alla conversione. Le “opere di pietà” di cui parla il Vangelo aprono a ciò la strada. Compiamole per quanto è possibile. Ma, prima di tutto, adoperiamoci per un incontro interiore con Dio in tutta la nostra vita, in tutto ciò di cui essa è composta – e in vista di questa profondità di conversione a lui, che irradia dal Salmo penitenziale dell’odierna Liturgia.
5. “Vi supplichiamo in nome di Cristo: lasciatevi riconciliare con Dio”. Così scrive l’Apostolo al Corinzi (2 Cor 5, 20). E così parla la Chiesa, nostra madre, a tutti i suoi figli. Sia così oggi, primo giorno della Quaresima, come anche nel corso di tutto questo periodo.
“Lasciatevi riconciliare con Dio”, perché egli ha fatto tanto per questa riconciliazione da parte nostra. Egli trattò come se fosse il peccato in persona in nostro favore Colui che non aveva conosciuto peccato, perché noi potessimo diventare per mezzo di lui giustizia di Dio (cf. 2 Cor 5, 21). Quindi, “riconciliatevi”, vuol dire: entrate in questa giustizia di Dio che ci viene offerta in Cristo!
La Quaresima è proprio il tempo in cui dobbiamo rendere particolarmente presente questa giustizia di Dio in Gesù Cristo. Tutta la Chiesa deve renderla presente a se stessa. E ogni cristiano deve farlo nella comunità della Chiesa. Renderla presente. Collaborare con questa giustizia di Dio in Gesù Cristo.
“E poiché siamo suoi collaboratori, vi esortiamo a non rendere vana la grazia di Dio” (2 Cor 6, 1).
6. Oggi, mercoledì delle Ceneri, all’inizio della Quaresima 1983, durante la quale si aprirà la porta del Giubileo della Redenzione, dopo aver cosparso le teste con la cenere, preghiamo con umiltà, affinché la Grazia di questo Tempo Sacro, non sia in noi vana. Possiamo noi non accoglierla invano.