Bautismo del Señor (C) – Homilías
/ 5 enero, 2016 / Tiempo de NavidadLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Is 40, 1-5. 9-11: Se revelará la gloria del Señor, y la verán todos
Sal 103, 1b-2. 3-4. 24-25. 27-28. 29-30: Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Tit 2, 11-14; 3, 4-7: Nos salvó con el baño del nuevo nacimiento y de la renovación del Espíritu Santo
Lc 3, 15-16. 21-22: Jesús se bautizó. Mientras oraba, se abrió el cielo
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (07-01-2001):
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR.
Domingo 7 de enero de 2001.
1. La fiesta de hoy, con la que concluye el tiempo navideño, nos brinda la oportunidad de ir, como peregrinos en espíritu, a las orillas del Jordán, para participar en un acontecimiento misterioso: el bautismo de Jesús por parte de Juan Bautista. Hemos escuchado en la narración evangélica: «mientras Jesús, también bautizado, oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y se escuchó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo predilecto, en ti me complazco»» (Lc 3, 21-22).
Por tanto, Jesús se manifiesta como el «Cristo», el Hijo unigénito, objeto de la predilección del Padre. Y así comienza su vida pública. Esta «manifestación» del Señor sigue a la de Nochebuena en la humildad del pesebre y al encuentro de ayer con los Magos, que en el Niño adoran al Rey anunciado por las antiguas Escrituras.
2. También este año tengo la alegría de administrar, en una circunstancia tan significativa, el sacramento del bautismo a algunos recién nacidos. Saludo a los padres, a los padrinos y madrinas, así como a todos los parientes que los han acompañado aquí.
Estos niños se convertirán dentro de poco en miembros vivos de la Iglesia. Serán ungidos con el óleo de los catecúmenos, signo de la suave fuerza de Cristo, que se les infundirá para que luchen contra el mal. Sobre ellos se derramará el agua bendita, signo eficaz de la purificación interior mediante el don del Espíritu Santo. Luego recibirán la unción con el crisma, para indicar que así son consagrados a imagen de Jesús, el Ungido del Padre. La vela encendida en el cirio pascual es símbolo de la luz de la fe que los padres, los padrinos y las madrinas deberán custodiar y alimentar continuamente, con la gracia vivificadora del Espíritu.
Por consiguiente, me dirijo a vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas. Hoy tenéis la alegría de dar a estos niños el don más hermoso y valioso: la vida nueva en Jesús, Salvador de toda la humanidad.
A vosotros, padres y madres, que ya habéis colaborado con el Señor al engendrar a estos pequeños, os pide una colaboración ulterior: que secundéis la acción de su palabra salvífica mediante el compromiso de la educación de estos nuevos cristianos. Estad siempre dispuestos a cumplir fielmente esta tarea.
También de vosotros, padrinos y madrinas, Dios espera una cooperación singular, que se expresa en el apoyo que debéis dar a los padres en la educación de estos recién nacidos según las enseñanzas del Evangelio.
3. El bautismo cristiano, corroborado por el sacramento de la confirmación, hace a todos los creyentes, cada uno según su vocación específica, corresponsables de la gran misión de la Iglesia.
Cada uno en su propio campo, con su identidad propia, en comunión con los demás y con la Iglesia, debe sentirse solidario con el único Redentor del género humano.
Esto nos remite a cuanto acabamos de vivir durante el Año jubilar. En él la vitalidad de la Iglesia se ha manifestado a los ojos de todos. Este acontecimiento extraordinario ha legado como herencia al cristiano la tarea de confirmar su fe en el ámbito ordinario de la vida diaria.
Encomendemos a la Virgen santísima a estas criaturas que dan sus primeros pasos en la vida. Pidámosle que nos ayude ante todo a nosotros a caminar de modo coherente con el bautismo que recibimos un día.
Pidámosle, además, que estos pequeños, vestidos de blanco, signo de la nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida cristianos auténticos y testigos valientes del Evangelio. ¡Alabado sea Jesucristo!
Homilía (11-01-1998):
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR.
Domingo 11 de enero de 1998.
1. «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» (Lc 3, 22).
Con estas palabras, que han resonado en la liturgia de hoy, el Padre señala a los hombres a su Hijo y revela su misión de consagrado de Dios, de Mesías.
En la Navidad hemos contemplado con admiración e íntima alegría la aparición de la «gracia salvadora de Dios a todos los hombres» (Tt 2, 11), gracia que ha asumido la fisonomía del Niño Jesús, Hijo de Dios, que nació como hombre de María virgen por obra del Espíritu Santo. Además, hemos ido descubriendo las primeras manifestaciones de Cristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), que brilló primero para los pastores en la noche santa, y después para los Magos, primicia de los pueblos llamados a la fe, que se pusieron en camino siguiendo la luz de la estrella que vieron en el cielo y llegaron a Belén para adorar al Niño recién nacido (cf. Mt 2, 2).
En el Jordán, además de la manifestación de Jesús, se produce la manifestación de la naturaleza trinitaria de Dios: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo, que baja y permanece sobre él.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, hoy tengo nuevamente la alegría de acoger a algunos recién nacidos, para administrarles el sacramento del bautismo. Este año son diez niños y nueve niñas, procedentes de Italia, Brasil, México y Polonia.
A vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, os dirijo un cordial saludo y os felicito vivamente. Ya sabéis que este sacramento, instituido por Cristo resucitado (cf. Mt 28, 18-19), es el primero de la iniciación cristiana y constituye la puerta de entrada en la vida del Espíritu. En él el Padre consagra al bautizado en el Espíritu Santo, a imagen de Cristo, hombre nuevo, y lo hace miembro de la Iglesia, su Cuerpo místico.
El bautismo se llama «baño de regeneración y de renovación en el Espíritu Santo» (Tt 3, 5), nacimiento por el agua y el Espíritu, sin el cual nadie «puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5).
También se llama iluminación, porque a quienes lo reciben «se les ilumina la mente» (san Justino, Apología, I, 61, 12: PG 6, 344). «El bautismo ―según san Gregorio Nacianceno― es el más hermoso y maravilloso de los dones de Dios (…). Lo llamamos (…) don, puesto que se da a quienes no tienen nada; gracia, porque se otorga también a los culpables; bautismo, porque el pecado se entierra en el agua; unción, porque es sagrado y regio (así son los ungidos); iluminación, porque es luz resplandeciente; vestido, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque nos lava; sello, porque nos conserva y es signo del señorío de Dios» (Discursos, 40, 3-4: PG 36, 361 C).
3. Contemplo con complacencia a estos niños, a quienes se confiere hoy el sacramento del bautismo, aquí en la capilla Sixtina. Su pertenencia a comunidades cristianas de diversos países pone de manifiesto la universalidad de la llamada a la fe.
Ellos son, como dice también san Agustín, «nuevo linaje de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, brote piadoso, nuevo pueblo, flor de nuestro corazón (…), mi gozo y mi corona » (Discursos, VIII, 1, 4: PL 46, 838).
Esta celebración nos invita a todos a pensar nuevamente en los compromisos asumidos con el bautismo, a renovar nuestra decisión de tener siempre encendida la antorcha de la fe, para llegar a ser cada vez más hijos predilectos del Padre.
Me dirijo especialmente a vosotros, queridos padres: con el apoyo de la comunidad cristiana y con la ayuda de los padrinos y las madrinas, educad a vuestros hijos en la fe y guiadlos en el camino hacia la plenitud de la madurez cristiana. Que en esta altísima misión os asista siempre la Sagrada Familia de Nazaret.
4. Dirijamos nuestra invocación al Espíritu Santo, a quien está dedicado este segundo año de preparación del jubileo del año 2000. Como bajó sobre Jesús en el río Jordán, así también baje hoy sobre cada uno de estos niños y los lleve, con su luz y su fuerza, a revivir las etapas de la vida de Cristo.
Encomendemos a estos recién nacidos y a sus familiares a María, santuario del Espíritu Santo. Que sean capaces de escuchar y seguir la palabra del Señor; que, alimentados con el Pan eucarístico, sepan amar a Dios y a su prójimo como el divino Maestro nos ha enseñado, y se conviertan así en herederos del reino de los cielos.
Homilía (13-01-1998):
MISA PARA LOS ALUMNOS DEL SEMINARIO REGIONAL DE MOLFETTA (ITALIA).
Capilla Paulina. Domingo 13 de enero de 1998.
[…] Quiero sacar de la liturgia de hoy del bautismo de Jesús alguna reflexión útil para esta formación vuestra.
1. En el episodio del bautismo de Jesús, relatado por los cuatro Evangelistas, es evidente el mensaje doctrinal, es decir, teológico-dogmático.
Como sabemos, el bautismo administrado por Juan era solamente un rito de purificación, con miras a la inminente venida del Mesías; también Jesús, quiso someterse a este bautismo, para reconocer públicamente la misión de Juan, último profeta del Antiguo Testamento y Precursor del Mesías, y para significar de manera evidente que, aun no teniendo pecado, se mezclaba entre los pecadores precisamente para redimir a los hombres del pecado.
En este episodio del Evangelio se revela la Santísima Trinidad en una solemne teofanía; se revelan la divinidad de Cristo, Hijo predilecto del Padre, y su misión salvífica, para la que se encarnó.
He aquí revelado en este episodio el fundamento absoluto de nuestra fe y por lo tanto de nuestra consagración: la divinidad de Cristo y su misión.
2. Juan Bautista, al anunciar al Mesías, decía: «El os bautizará en Espíritu Santo y en fuego». En estas palabras se contiene un mensaje que vale para toda la historia de los hombres. El fuego es el símbolo bíblico del amor. de Dios, que quema y purifica de todo pecado; el Espíritu Santo indica la vida divina, que Jesús ha traído mediante la «gracia». Puesto que Jesús es Dios, su Palabra permanece válida para siempre. Y para que la verdad revelada y los medios de salvación permaneciesen íntegros a través de las vicisitudes de loa tiempos, Jesús instituyó la Iglesia sobre los Apóstoles y sus sucesores, y dio a Pedro y a sus sucesores el mandato de confirmar en la fe a los hermanos, dejándoles la seguridad de su oración particular y la asistencia del Espíritu Santo.
Esta certeza debe impulsaros, queridísimos seminaristas, a la confianza total y absoluta en Jesús, en su palabra, en la Iglesia querida y fundada por El mismo. Jesús es la verdad; ha venido para dar testimonio de la verdad; nos ha consagrado en la verdad (cf. Jn 14, 6-8. 12; 8, 31-32; 17, 17-19; 18, 37). No puede, engañarnos; no puede abandonarnos en la niebla de las confusiones, en la espiral de la duda, en el abismo de la angustia; en la ansiedad de la incertidumbre.
Todo pasa, pero la verdad permanece; pasa la figura de este mundo, pero la Iglesia no pasa.
3. Ahora os encontráis en el seminario, atendidos con amor y desvelo por vuestro superiores y profesores, para ser después vosotros mismos los que bauticen «en fuego y en Espíritu Santo». Por esto también se pueden aplicar a vosotros las palabras del Señor referidas por el profeta Isaías: «Te he llamado en la justicia y te he tomado de la mano. Yo te he formado y te he puesto por alianza para mi pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del fondo del calabozo a los que moran en tinieblas» (Is 42, 6-7).
Dejaos conducir por la mano del Señor, porque El quiere realizar hoy la Redención por medio de vosotros. La Redención siempre es actual, porque siempre es actual la parábola del trigo y de la cizaña, siempre son actuales las bienaventuranzas. La humanidad siempre tiene necesidad de la Revelación y de la Redención de Cristo, y por esto os espera. Siempre hay almas a las que iluminar; pecadores a quienes perdonar, lágrimas que enjugar, desilusiones que consolar, enfermos a quienes animar, niños y jóvenes a quienes guiar: ¡existe y existirá siempre el hombre a quien amar y salvar en nombre de Cristo! Esta es vuestra vocación, que os debe hacer alegres y animosos.
Pero debéis prepararos con sentido de gran responsabilidad y de profunda y convencida seriedad: seriedad en la formación cultural, particularmente filosófica, bíblica, teológica, así como en la ascética y disciplinar, de manera que os consagréis total y gozosamente sólo a Jesús y a las almas, recordando lo que ya escribía San Juan Crisóstomo: «Es necesario que la belleza del alma del sacerdote brille en todas partes, para que pueda alegrar y, al mismo tiempo, iluminar las almas de quienes lo ven» (Diálogo del Sacerdocio, L. III. 10) y también: «conozco toda la grandeza del ministerio sacerdotal y las graves dificultades inherentes al mismo: el alma del sacerdote está sacudida por olas más impetuosas que las que levantan los vientos en el mar» (ib., L. III, 5).
Queridísimos superiores y alumnos:
El 8 de diciembre de 1942 Pío XII de venerada memoria, como signo de afecto y estima, donaba a vuestro seminario regional un fresco del siglo XIV, colocado en tela, en el que aparece representada la Madre de Dios, a la que vosotros invocáis justamente bajo el título de «Regina ‘Apuliae».
A Ella, a vuestra Reina, os confío y os encomiendo: rezadla cada día, amadla, confiad en Ella.
Mientras os aseguro un constante recuerdo en mi oración, con particular afecto os imparto la propiciadora bendición apostólica, que hago extensiva también a todas vuestras familias.
Benedicto XVI, papa
Homilía (07-01-2007):
SANTA MISA EN LA CAPILLA SIXTINA Y ADMINISTRACIÓN DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO
Fiesta del Bautismo del Señor
Domingo 7 de enero de 2007.
Nos volvemos a encontrar, también este año, para una celebración muy familiar: el bautismo de trece niños en esta estupenda capilla Sixtina, donde la creatividad de Miguel Ángel y de otros insignes artistas supo realizar obras maestras que ilustran los prodigios de la historia de la salvación. E inmediatamente quisiera saludaros a todos los presentes: a los padres, a los padrinos y madrinas, a los parientes y amigos que acompañan a estos recién nacidos en un momento tan importante para su vida y para la Iglesia. Cada niño que nace nos trae la sonrisa de Dios y nos invita a reconocer que la vida es don suyo, un don que es preciso acoger siempre con amor y conservar con esmero en todo momento.
El tiempo de Navidad, que se concluye precisamente hoy, nos ha hecho contemplar al Niño Jesús en la pobreza de la cueva de Belén, cuidado amorosamente por María y José. Cada hijo que nace Dios lo encomienda a sus padres; por eso, ¡cuán importante es la familia fundada en el matrimonio, cuna de la vida y del amor! La casa de Nazaret, donde vive la Sagrada Familia, es modelo y escuela de sencillez, paciencia y armonía para todas las familias cristianas. Pido al Señor que también vuestras familias sean lugares acogedores, donde estos pequeños puedan crecer, no sólo con buena salud, sino también en la fe y en el amor a Dios, que hoy con el bautismo los hace hijos suyos.
El rito del bautismo de estos niños tiene lugar en el día en que celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, con la que, como decía, se concluye el tiempo de Navidad. Acabamos de escuchar el relato del evangelista san Lucas, que presenta a Jesús mezclado con la gente mientras se dirige a san Juan Bautista para ser bautizado. Cuando recibió también él el bautismo, —escribe san Lucas— «estaba en oración» (Lc 3, 21). Jesús habla con su Padre. Y estamos seguros de que no sólo habló por sí, sino que también habló de nosotros y por nosotros; habló también de mí, de cada uno de nosotros y por cada uno de nosotros.
Después, el evangelista nos dice que sobre el Señor en oración se abrió el cielo. Jesús entra en contacto con su Padre y el cielo se abre sobre él. En este momento podemos pensar que el cielo se abre también aquí, sobre estos niños que, por el sacramento del bautismo, entran en contacto con Jesús. El cielo se abre sobre nosotros en el sacramento. Cuanto más vivimos en contacto con Jesús en la realidad de nuestro bautismo, tanto más el cielo se abre sobre nosotros.
Y del cielo —como dice el evangelio— aquel día salió una voz que dijo a Jesús; «Tú eres mi hijo predilecto» (Lc 3, 22). En el bautismo, el Padre celestial repite también estas palabras refiriéndose a cada uno de estos niños. Dice: «Tú eres mi hijo». En el bautismo somos adoptados e incorporados a la familia de Dios, en la comunión con la santísima Trinidad, en la comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Precisamente por esto el bautismo se debe administrar en el nombre de la santísima Trinidad. Estas palabras no son sólo una fórmula; son una realidad. Marcan el momento en que vuestros niños renacen como hijos de Dios. De hijos de padres humanos, se convierten también en hijos de Dios en el Hijo del Dios vivo.
Pero ahora debemos meditar en unas palabras de la segunda lectura de esta liturgia, en las que san Pablo nos dice: él nos salvó «según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tt 3, 5). Un baño de regeneración. El bautismo no es sólo una palabra; no es sólo algo espiritual; implica también la materia. Toda la realidad de la tierra queda involucrada. El bautismo no atañe sólo al alma. La espiritualidad del hombre afecta al hombre en su totalidad, cuerpo y alma. La acción de Dios en Jesucristo es una acción de eficacia universal. Cristo asume la carne y esto continúa en los sacramentos, en los que la materia es asumida y entra a formar parte de la acción divina.
Ahora podemos preguntarnos por qué precisamente el agua es el signo de esta totalidad. El agua es fuente de fecundidad. Sin agua no hay vida. Y así, en todas las grandes religiones, el agua se ve como el símbolo de la maternidad, de la fecundidad. Para los Padres de la Iglesia el agua se convierte en el símbolo del seno materno de la Iglesia.
En un escritor eclesiástico de los siglos II y III, Tertuliano, se encuentran estas sorprendentes palabras: «Cristo nunca está sin agua». Con estas palabras Tertuliano quería decir que Cristo nunca está sin la Iglesia. En el bautismo somos adoptados por el Padre celestial, pero en esta familia que él constituye hay también una madre, la madre Iglesia. El hombre no puede tener a Dios como Padre, decían ya los antiguos escritores cristianos, si no tiene también a la Iglesia como madre. Así de nuevo vemos cómo el cristianismo no es sólo una realidad espiritual, individual, una simple decisión subjetiva que yo tomo, sino que es algo real, algo concreto; podríamos decir, algo también material.
La familia de Dios se construye en la realidad concreta de la Iglesia. La adopción como hijos de Dios, del Dios trinitario, es a la vez incorporación a la familia de la Iglesia, inserción como hermanos y hermanas en la gran familia de los cristianos. Y sólo podemos decir «Padre nuestro», dirigiéndonos a nuestro Padre celestial, si en cuanto hijos de Dios nos insertamos como hermanos y hermanas en la realidad de la Iglesia. Esta oración supone siempre el «nosotros» de la familia de Dios.
Pero ahora debemos volver al evangelio, donde Juan Bautista dice: «Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo (…). Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3, 16). Hemos visto el agua; pero ahora surge la pregunta: ¿en qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista? Para ver esta realidad del fuego, presente en el bautismo juntamente con el agua, debemos observar que el bautismo de Juan era un gesto humano, un acto de penitencia; era el esfuerzo humano por dirigirse a Dios para pedirle el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar una nueva vida. Era sólo un deseo humano, un ir hacia Dios con las propias fuerzas.
Ahora bien, esto no basta. La distancia sería demasiado grande. En Jesucristo vemos que Dios viene a nuestro encuentro. En el bautismo cristiano, instituido por Cristo, no actuamos sólo nosotros con el deseo de ser lavados, con la oración para obtener el perdón. En el bautismo actúa Dios mismo, actúa Jesús mediante el Espíritu Santo. En el bautismo cristiano está presente el fuego del Espíritu Santo. Dios actúa, no sólo nosotros. Dios está presente hoy aquí. Él asume y hace hijos suyos a vuestros niños.
Pero, naturalmente, Dios no actúa de modo mágico. Actúa sólo con nuestra libertad. No podemos renunciar a nuestra libertad. Dios interpela nuestra libertad, nos invita a cooperar con el fuego del Espíritu Santo. Estas dos cosas deben ir juntas. El bautismo seguirá siendo durante toda la vida un don de Dios, el cual ha grabado su sello en nuestra alma. Pero luego requiere nuestra cooperación, la disponibilidad de nuestra libertad para decir el «sí» que confiere eficacia a la acción divina.
Estos hijos vuestros, a los que ahora bautizaremos, son aún incapaces de colaborar, de manifestar su fe. Por eso, asume valor y significado particular vuestra presencia, queridos padres y madres, y la vuestra, queridos padrinos y madrinas. Velad siempre sobre estos niños vuestros, para que al crecer aprendan a conocer a Dios, a amarlo con todas sus fuerzas y a servirlo con fidelidad. Sed para ellos los primeros educadores en la fe, ofreciéndoles, además de enseñanzas, también ejemplos de vida cristiana coherente. Enseñadles a orar y a sentirse miembros activos de la familia concreta de Dios, de la comunidad eclesial.
Para ello os puede ayudar mucho el estudio atento del Catecismo de la Iglesia católica o del Compendio de ese Catecismo. Contiene los elementos esenciales de nuestra fe y podrá ser un instrumento muy útil e inmediato para crecer vosotros mismos en el conocimiento de la fe católica y para poderla transmitir íntegra y fielmente a vuestros hijos. Sobre todo, no olvidéis que es vuestro testimonio, vuestro ejemplo, lo que más influirá en la maduración humana y espiritual de la libertad de vuestros hijos. Aun en medio del ajetreo de las actividades diarias, a menudo vertiginosas, no dejéis de cultivar, personalmente y en familia, la oración, que constituye el secreto de la perseverancia cristiana.
A la Virgen Madre de Jesús, nuestro Salvador, presentado en la liturgia de hoy como el Hijo predilecto de Dios, encomendemos a estos niños y a sus familias: que María vele sobre ellos y los acompañe siempre, para que realicen completamente el plan de salvación que Dios tiene para cada uno. Amén.
Homilía (10-01-2010):
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA Y ADMINISTRACIÓN DEL BAUTISMO A 14 BEBÉS
Capilla Sixtina, Domingo 10 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En la fiesta del Bautismo del Señor, también este año tengo la alegría de administrar el sacramento del Bautismo a algunos recién nacidos, cuyos padres presentan a la Iglesia. Bienvenidos, queridos padres y madres de estos niños, padrinos y madrinas, amigos y familiares que los acompañáis. Damos gracias a Dios que hoy llama a estas siete niñas y a estos siete niños a convertirse en sus hijos en Cristo. Los rodeamos con la oración y con el afecto, y los acogemos con alegría en la comunidad cristiana, que desde hoy se transforma también en su familia.
Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos. Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en el escenario público, después de haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita. En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante todo que el pueblo estaba «a la espera» (Lc 3, 15). Así subraya la espera de Israel; en esas personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos habituales, percibe el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras severas, comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que «bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lc 3, 16). De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que en ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y hacia el que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra ante Alguien más grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.
En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.
Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: «Si rompieses los cielos y descendieses», había invocado Isaías (Is 63, 19). En ese momento —parece sugerir san Lucas— esa oración es escuchada. De hecho, «se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo» (Lc 3, 21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: «Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco» (Lc 3, 22). Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, «ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia» (Discurso 39 en el Bautismo del Señor: PG 36). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
El alegre anuncio del Evangelio es el eco de esta voz que baja del cielo. Por eso, con razón, san Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe a Tito: «Hijo mío, se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres» (Tt 2, 11). De hecho, el Evangelio es para nosotros gracia que da alegría y sentido a la vida. Esa gracia, sigue diciendo el apóstol san Pablo, «nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad» (v. 12); es decir, nos conduce a una vida más feliz, más hermosa, más solidaria, a una vida según Dios. Podemos decir que también para estos niños hoy se abren los cielos. Recibirán el don de la gracia del Bautismo y el Espíritu Santo habitará en ellos como en un templo, transformando en profundidad su corazón. Desde este momento, la voz del Padre los llamará también a ellos a ser sus hijos en Cristo y, en su familia que es la Iglesia, dará a cada uno de ellos el don sublime de la fe. Este don, ahora que no tienen la posibilidad de comprenderlo plenamente, se depositará en su corazón como una semilla llena de vida, que espera desarrollarse y dar fruto. Hoy son bautizados en la fe de la Iglesia, profesada por sus padres, padrinos y madrinas, y por los cristianos presentes, que después los llevarán de la mano en el seguimiento de Cristo. El rito del Bautismo recuerda con insistencia el tema de la fe ya desde el inicio, cuando el celebrante recuerda a los padres que, al pedir el bautismo para sus hijos, asumen el compromiso de «educarlos en la fe». Esta tarea se exige de manera aún más fuerte a los padres y padrinos en la tercera parte de la celebración, que comienza dirigiéndoles estas palabras: «Tenéis la tarea de educarlos en la fe para que la vida divina que reciben como don sea preservada del pecado y crezca cada día. Por tanto, si en virtud de vuestra fe estáis dispuestos a asumir este compromiso (…), profesad vuestra fe en Jesucristo. Es la fe de la Iglesia, en la que son bautizados vuestros hijos». Estas palabras del rito sugieren que, en cierto sentido, la profesión de fe y la renuncia al pecado de padres, padrinos y madrinas representan la premisa necesaria para que la Iglesia confiera el Bautismo a sus hijos.
Inmediatamente antes de derramar el agua en la cabeza del recién nacido, se alude nuevamente a la fe. El celebrante dirige una última pregunta: «¿Queréis que este niño reciba el Bautismo en la fe de la Iglesia, que todos juntos hemos profesado?». Sólo después de la respuesta afirmativa se administra el sacramento. También en los ritos explicativos —unción con el crisma, entrega del vestido blanco y de la vela encendida, gesto del «effetá»— la fe representa el tema central. «Prestad atención —dice la fórmula que acompaña la entrega de la vela— para que vuestros niños (…) vivan siempre como hijos de la luz; y, perseverando en la fe, salgan al encuentro del Señor que viene»; «Que el Señor Jesús —sigue diciendo el celebrante en el rito del «effetá»— te conceda la gracia de escuchar pronto su palabra y de profesar tu fe, para alabanza y gloria de Dios Padre». Todo concluye, después, con la bendición final, que recuerda una vez más a los padres su compromiso de ser para sus hijos «los primeros testigos de la fe».
Queridos amigos, para estos niños hoy es un gran día. Con el Bautismo, al participar en la muerte y resurrección de Cristo, comienzan con él la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo. La liturgia la presenta como una experiencia de luz. De hecho, al entregar a cada uno la vela encendida en el cirio pascual, la Iglesia afirma: «Recibid la luz de Cristo». El Bautismo ilumina con la luz de Cristo, abre los ojos a su resplandor e introduce en el misterio de Dios a través de la luz divina de la fe. En esta luz los niños que van a ser bautizados tendrán que caminar durante toda la vida, con la ayuda de las palabras y el ejemplo de los padres, de los padrinos y madrinas. Estos tendrán que esforzarse por alimentar con palabras y con el testimonio de su vida las antorchas de la fe de los niños para que pueda resplandecer en este mundo, que con frecuencia camina a tientas en las tinieblas de la duda, y llevar la luz del Evangelio que es vida y esperanza. Sólo así, ya adultos, podrán pronunciar con plena conciencia la fórmula que aparece al final de la profesión de fe de este rito: «Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla en Cristo Jesús, nuestro Señor».
También en nuestros días la fe es un don que hay que volver a descubrir, cultivar y testimoniar. Que en esta celebración del Bautismo el Señor nos conceda a todos la gracia de vivir la belleza y la alegría de ser cristianos para que podamos introducir a los niños bautizados en la plenitud de la adhesión a Cristo. Encomendemos a estos pequeños a la intercesión materna de la Virgen María. Pidámosle a ella que, revestidos con el vestido blanco, signo de su nueva dignidad de hijos de Dios, sean durante toda su vida fieles discípulos de Cristo y valientes testigos del Evangelio. Amén.
Homilía (13-01-2013):
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR
CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA Y ADMINISTRACIÓN DEL BAUTISMO
Capilla Sixtina, Domingo 13 de enero de 2013.
Queridos hermanos y hermanas:
La alegría que brota de la celebración de la Santa Navidad encuentra hoy cumplimiento en la fiesta del Bautismo del Señor. A esta alegría se añade un ulterior motivo para nosotros, aquí reunidos: en el sacramento del Bautismo que dentro de poco administraré a estos neonatos se manifiesta la presencia viva y operante del Espíritu Santo que, enriqueciendo a la Iglesia con nuevos hijos, la vivifica y la hace crecer, y de esto no podemos no alegrarnos. Deseo dirigiros un especial saludo a vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, que hoy testimoniáis vuestra fe pidiendo el Bautismo para estos niños, a fin de que sean generados a la vida nueva en Cristo y entren a formar parte de la comunidad de creyentes.
El relato evangélico del bautismo de Jesús, que hoy hemos escuchado según la redacción de san Lucas, muestra el camino de abajamiento y de humildad que el Hijo de Dios eligió libremente para adherirse al proyecto del Padre, para ser obediente a su voluntad de amor por el hombre en todo, hasta el sacrificio en la cruz. Siendo ya adulto, Jesús da inicio a su ministerio público acercándose al río Jordán para recibir de Juan un bautismo de penitencia y conversión. Sucede lo que a nuestros ojos podría parecer paradójico. ¿Necesita Jesús penitencia y conversión? Ciertamente no. Con todo, precisamente Aquél que no tiene pecado se sitúa entre los pecadores para hacerse bautizar, para realizar este gesto de penitencia; el Santo de Dios se une a cuantos se reconocen necesitados de perdón y piden a Dios el don de la conversión, o sea, la gracia de volver a Él con todo el corazón para ser totalmente suyos. Jesús quiere ponerse del lado de los pecadores haciéndose solidario con ellos, expresando la cercanía de Dios. Jesús se muestra solidario con nosotros, con nuestra dificultad para convertirnos, para dejar nuestros egoísmos, para desprendernos de nuestros pecados, para decirnos que si le aceptamos en nuestra vida, Él es capaz de levantarnos de nuevo y conducirnos a la altura de Dios Padre. Y esta solidaridad de Jesús no es, por así decirlo, un simple ejercicio de la mente y de la voluntad. Jesús se sumergió realmente en nuestra condición humana, la vivió hasta el fondo, salvo en el pecado, y es capaz de comprender su debilidad y fragilidad. Por esto Él se mueve a la compasión, elige «padecer con» los hombres, hacerse penitente con nosotros. Esta es la obra de Dios que Jesús quiere realizar; la misión divina de curar a quien está herido y tratar a quien está enfermo, de cargar sobre sí el pecado del mundo.
¿Qué sucede en el momento en que Jesús se hace bautizar por Juan? Ante este acto de amor humilde por parte del Hijo de Dios, se abren los cielos y se manifiesta visiblemente el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras una voz de lo alto expresa la complacencia del Padre, que reconoce al Hijo unigénito, al Amado. Se trata de una verdadera manifestación de la Santísima Trinidad, que da testimonio de la divinidad de Jesús, de su ser el Mesías prometido, Aquél a quien Dios ha enviado para liberar a su pueblo, para que se salve (cf. Is 40, 2). Se realiza así la profecía de Isaías que hemos escuchado en la primera Lectura: el Señor Dios viene con poder para destruir las obras del pecado y su brazo ejerce el dominio para desarmar al Maligno; pero tengamos presente que este brazo es el brazo extendido en la cruz y que el poder de Cristo es el poder de Aquél que sufre por nosotros: este es el poder de Dios, distinto del poder del mundo; así viene Dios con poder para destruir el pecado. Verdaderamente Jesús actúa como el Pastor bueno que apacienta el rebaño y lo reúne para que no esté disperso (cf. Is 40, 10-11), y ofrece su propia vida para que tenga vida. Por su muerte redentora libera al hombre del dominio del pecado y le reconcilia con el Padre; por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna y le hace victorioso sobre el Maligno.
Queridos hermanos y hermanas: ¿qué acontece en el Bautismo que en breve administraré a vuestros niños? Sucede precisamente esto: serán unidos de modo profundo y para siempre con Jesús, sumergidos en el misterio de su potencia, de su poder, o sea, en el misterio de su muerte, que es fuente de vida, para participar en su resurrección, para renacer a una vida nueva. He aquí el prodigio que hoy se repite también para vuestros niños: recibiendo el Bautismo renacen como hijos de Dios, partícipes en la relación filial que Jesús tiene con el Padre, capaces de dirigirse a Dios llamándole con plena confianza: «Abba, Padre». También sobre vuestros niños el cielo está abierto y Dios dice: estos son mis hijos, hijos de mi complacencia. Introducidos en esta relación y liberados del pecado original, ellos se convierten en miembros vivos del único cuerpo que es la Iglesia y se hacen capaces de vivir en plenitud su vocación a la santidad, a fin de poder heredar la vida eterna que nos ha obtenido la resurrección de Jesús.
Queridos padres: al pedir el Bautismo para vuestros hijos manifestáis y testimoniáis vuestra fe, la alegría de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia. Es la alegría que brota de la conciencia de haber recibido un gran don de Dios, precisamente la fe, un don que ninguno de nosotros ha podido merecer, pero que nos ha sido dado gratuitamente y al que hemos respondido con nuestro «sí». Es la alegría de reconocernos hijos de Dios, de descubrirnos confiados a sus manos, de sentirnos acogidos en un abrazo de amor, igual que una mamá sostiene y abraza a su niño. Esta alegría, que orienta el camino de cada cristiano, se funda en una relación personal con Jesús, una relación que orienta toda la existencia humana. Es Él, en efecto, el sentido de nuestra vida, Aquél en quien vale la pena tener fija la mirada para ser iluminados por su Verdad y poder vivir en plenitud. El camino de la fe que hoy empieza para estos niños se funda por ello en una certeza, en la experiencia de que no hay nada más grande que conocer a Cristo y comunicar a los demás la amistad con Él; sólo en esta amistad se entreabren realmente las grandes potencialidades de la condición humana y podemos experimentar lo que es bello y lo que libera (cf. Homilía en la santa misa de inicio del pontificado, 24 de abril de 2005). Quien ha tenido esta experiencia no está dispuesto a renunciar a su fe por nada del mundo.
A vosotros, queridos padrinos y madrinas, la importante tarea de sostener y ayudar en la obra educativa de los padres, estando a su lado en la transmisión de las verdades de la fe y en el testimonio de los valores del Evangelio, en hacer crecer a estos niños en una amistad cada vez más profunda con el Señor. Sabed siempre ofrecerles vuestro buen ejemplo a través del ejercicio de las virtudes cristianas. No es fácil manifestar abiertamente y sin componendas aquello en lo que se cree, especialmente en el contexto en que vivimos, frente a una sociedad que considera a menudo pasados de moda y extemporáneos a quienes viven de la fe en Jesús. En la onda de esta mentalidad puede haber también entre los cristianos el riesgo de entender la relación con Jesús como limitante, como algo que mortifica la propia realización personal; «Dios es considerado una y otra vez como el límite de nuestra libertad, un límite que se ha de abatir para que el hombre pueda ser totalmente él mismo» (La infancia de Jesús, 92). ¡Pero no es así! Esta visión muestra no haber entendido nada de la relación con Dios, porque a medida que se procede en el camino de la fe se comprende cómo Jesús ejerce sobre nosotros la acción liberadora del amor de Dios, que nos hace salir de nuestro egoísmo, de estar replegados sobre nosotros mismos, para conducirnos a una vida plena, en comunión con Dios y abierta a los demás. «“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera Carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino» (Enc. Deus caritas est, 1).
El agua con la que estos niños serán signados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo les sumergirá en la «fuente» de vida que es Dios mismo, que les hará sus verdaderos hijos. Y la semilla de las virtudes teologales, infundidas por Dios, la fe, la esperanza y la caridad, semilla que hoy se pone en su corazón por el poder del Espíritu Santo, habrá de ser alimentada siempre por la Palabra de Dios y los Sacramentos, de forma que estas virtudes del cristiano puedan crecer y llegar a plena maduración, hasta hacer de cada uno de ellos un verdadero testigo del Señor. Mientras invocamos sobre estos pequeños la efusión del Espíritu Santo, les encomendamos a la protección de la Virgen Santa; que ella les custodie siempre con su materna presencia y les acompañe en cada momento de su vida. Amén.
Congregación para el Clero
«Tú eres mi Hijo, el amado: en ti he puesto mi complacencia» (Lc 3,22).
Celebrando el Bautismo del Señor, la Santa Iglesia nos lleva hoy a la orilla del Jordán, donde el Padre celestial descorre, solamente por un momento, el velo del Misterio, de manera que podamos contemplar al Espíritu que desciende sobre la Santísima Humanidad de Cristo y escuchemos de la boca del Padre quién es verdaderamente Él: “Tú eres mi hijo, el amado”.
La Iglesia nos introduce, al mismo tiempo, en el Misterio de la “sustitución vicaria” de Cristo: el Hijo eterno del Padre cuida de tal manera de nosotros que llega hasta hacerse libremente “cargo” de nuestra vida, tomando nuestro lugar hasta pagar personalmente por cada uno de nosotros.
Tal sustitución de Cristo en relación con nosotros, ya había comenzado en el seno de la Virgen María, cuando él asumió nuestra misma naturaleza humana: permaneciendo el Hijo Unigénito del Padre, como lo era desde la eternidad, gracias al sí de María se ha hecho, por amor nuestro, Hijo del hombre, dotado de una verdadera alma y de un real cuerpo humanos.
El Misterio comenzado en el seno de María hoy se profundiza. En la ribera del Jordán ocurre algo nuevo, que no pertenece al Misterio de la Encarnación como tal y, por esto, no podía ocurrir en la casa de María en Nazaret. Colocándose en la fila, junto con los pecadores, para recibir el bautismo de Juan, Jesús no comete un descuido y ni siquiera realiza un gesto de valor solamente exterior. Ningún gesto, por otra parte, tiene un valor meramente exterior, sino que siempre revela una realidad más profunda y una intención. Con este gesto, Cristo realiza una precisa elección y comunica una intención irrevocable.
Encarnándose, el Hijo de Dios hizo suya nuestra propia naturaleza humana creada, pero no se apropió de aquello que siempre ha estado en esta naturaleza, que no le ha sido solamente extraño sino, más aún, extremadamente nocivo: el pecado. Cristo se ha hecho semejante a nosotros, excepto en el pecado, puesto que la iniquidad nunca contaminó su Santísima Humanidad, y ni siquiera contaminó la purísima humanidad de la cual nació, la humanidad de María.
Cristo purísimo nació de María purísima y, precisamente por esta pureza, por esta constitutiva extrañeza del pecado, aun viviendo en nuestra misma condición humana, Jesucristo pudo llevar a cabo lo que nadie habría podido realizar: hacerse cargo del pecado.
Poniéndose en fila con los pecadores y haciéndose bautizar por su primo Juan, siguiendo a cuantos estaban necesitados de purificación, Jesús, el Cordero de Dios, el único verdaderamente justo, cargó sobre sí aquello de lo que los hombres, sin saber cómo, querían liberarse; nos sustituyó tomando nuestro lugar, para que en él, en su carne, fuese “borrado el pliego de cargos que nos era adverso (Col 2, 14), el documento del cual dirá San Pablo: “lo canceló clavándolo en la cruz” (Col 2,14).
«Nos convenía, en efecto, que el Sumo Sacerdote fuera santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y encumbrado por encima de los cielos» (Hebr 7,26).
De este modo, el único inocente, el único al cual la “justicia” le pertenecía por derecho, cuya vida era un altísimo y eterno canto de amor al Padre, hizo propia nuestra prevaricación, hizo suyo nuestro pecado, nuestro destino.
Cristo nos sustituyó a nosotros, cargando sobre sí, libremente, lo que no tendría que corresponderle por naturaleza. Pero, al mismo tiempo, nos ha hecho el regalo de darnos, de este modo, lo que jamás habría podido pertenecernos: en el misterio de la sustitución vicaria nos ha dado todo lo que, no sólo a causa del pecado, sino a causa de nuestro ser hombres, no nos competía. Sustituyéndonos, Cristo nos da la participación de la misma naturaleza divina.
Justificados por Cristo por medio del Espíritu Santo recibido en el Bautismo, atraídos dentro de él, hechos miembros de su Cuerpo, hemos llegados a ser partícipes de su misma vida eterna, que es la relación del Hijo Unigénito con el Padre Eterno, una relación que es Amor infinito, purísimo, originario, continuamente surgente.
Cristo toma por amor lo que no le pertenece, aún más, que es profundamente extraño a él, y nos hace partícipes, por la gracia, de lo que sólo le corresponde a él por derecho, de tal manera que ahora el Padre puede decirnos a cada uno de nosotros, hechos “uno” con Cristo: “¡Tú eres mi hijo, el amado!”.
Pidamos a la Santísima Virgen María, que más que ninguna otra criatura participó en el sacrificio de su Hijo, hasta el punto de recibir no sólo la palma del martirio, sino el título de “Reina de los mártires” y que más que ninguna otra criatura ahora participa de su gloria, la gracia de penetrar siempre más en este Misterio de la sustitución vicaria, para recibir siempre más abundantemente la gracia que contiene y llegar a cargar nuestra cruz, unidos a la Cruz de Cristo, ofreciendo nuestra misma vida por la salvación de los hermanos.
Imploremos a María esta gracia para cada uno de nosotros y, de modo especial, para los sacerdotes, que son hechos ministros de la sustitución vicaria. Amén.
Homilías en italiano, para posterior traducción
Giovanni Paolo II
Homilía (08-01-1995):
MESSA PER L’AMMINISTRAZIONE DEL BATTESIMO A 19 NEONATI.
Cappella Sistina – Domenica. 8 gennaio 1995.
Carissimi Fratelli e Sorelle.
1. Abbiamo sentito queste parole evangeliche: “Tu sei il mio figlio prediletto, in te mi sono compiaciuto”. La “voce” del Padre, che la liturgia di oggi pone al vertice della celebrazione della Parola, ci invita a contemplare il mistero d’amore celato in questo evento salvifico della vita di Gesù. Ci invita, altresì, ad inscrivere in questo stesso amore il sacramento del Battesimo che farà tra poco di questi bambini dei figli amati da Dio per sempre.
Nel mistero del Battesimo nel Giordano celebriamo la manifestazione di Gesù come Messia d’Israele e Figlio di Dio. Il Vangelo di Luca inserisce questo evento salvifico in un particolare contesto che esalta e chiarisce il senso dell’avvenimento. Presso il Giordano c’è innanzitutto il popolo in attesa con tante domande nel cuore, un popolo che sente la nostalgia di Dio e risponde all’invito alla conversione. C’è Giovanni che, intuendone gli interrogativi, coglie in essi un’occasione di servizio alla Verità: “Io vi battezzo con acqua – egli afferma rispondendo alla domanda delle folle –, ma viene uno che è più forte di me al quale io non son degno di sciogliere neppure il legaccio dei sandali: costui vi battezzerà in Spirito Santo e fuoco” (Lc 3, 16). Luca ci presenta, infine, Gesù, principale protagonista dell’evento, confuso con i peccatori e in preghiera: è Lui la risposta alle attese della gente, l’Agnello senza macchia che toglie i peccati del mondo.
La vita pubblica di Gesù inizia così tra segni ed eventi che preannunciano una nuova creazione: si apre il cielo che il peccato di Adamo aveva chiuso, scende su Gesù lo Spirito “in apparenza corporea come di colomba”, e viene ascoltata la Parola d’amore del Padre.
Da quel momento Gesù dà inizio al suo “cammino verso Gerusalemme”, che l’evangelista Luca ci presenta come risposta sempre più piena del Figlio alla volontà salvifica del Padre.
2. Ciò che era prefigurato nel battesimo di Giovanni, si realizza nella Pasqua di Cristo, che apre a tutti gli uomini le fonti del Battesimo. Questo sacramento, infatti, scaturisce dall’amore del Padre che ci ama nel suo Figlio Gesù, morto e risorto per la nostra salvezza.
Sarà proprio in virtù della morte e risurrezione di Cristo che questi bambini saranno oggi liberati dal peccato originale e rinasceranno a vita nuova. Incorporati a Cristo, diventeranno figli adottivi di Dio e, quindi, eredi della vita eterna, templi dello Spirito Santo; inseriti nella Chiesa, saranno chiamati a collaborare alla sua missione nel mondo.
3. Cari genitori, cari padrini e madrine! Oggi davanti a Dio e alla Chiesa voi assumete una grande responsabilità circa il futuro di questi bambini: siate educatori cristiani attenti e coraggiosi. Offrendo loro le ragioni di vita e di speranza attinte nell’incontro con il Signore, costruirete con loro il futuro autentico dell’umanità e la “civiltà dell’amore”.
Vi auguro di saper creare intorno a questi vostri figli il clima che, secondo il racconto di Luca, prepara il Battesimo di Gesù e l’inizio del suo ministero pubblico: un contesto di ricerca autentica del senso della vita, di amore per la Verità, di consapevolezza della propria fragilità, di solidarietà con gli altri. Tali valori quotidianamente sperimentati nella famiglia, permetteranno ai vostri bambini di ascoltare la voce del Signore e di seguirlo con gioia fino all’incontro supremo con Lui.
4. Quanto suggestiva è oggi questa liturgia nella Cappella Sistina! Non è certo abituale ritrovarsi qui per simili occasioni. Guardiamo insieme alla scena del Giudizio Universale che ci sta davanti. Essa presenta la gioia di chi ha scelto Cristo e lo ha seguito, come pure la disperazione di chi lo ha rifiutato: esistenze riuscite ed esistenze fallite; persone che la docilità alla grazia divina ha reso strumenti di bene e segni dell’amore di Dio per i fratelli, accanto a creature che, avendo disobbedito al Signore, si incamminano verso la dannazione eterna.
Carissimi Fratelli e Sorelle! Sia questa visione – resa anche più maestosa e solenne dai recenti restauri – un invito a riflettere e a camminare sulla strada della fedeltà a Cristo e al suo Vangelo.
Accanto a Gesù, nell’affresco michelangiolesco, è presente Maria, “Colei che ha creduto” (Lc 1, 45). La Vergine fedele e la Madre di Misericordia sia il modello a cui ispirare il vostro impegno di educatori. Sia Lei per voi genitori e per i vostri bambini la via che conduce a Gesù.
Questo è il mio augurio a tutti i presenti e a tutti quelli che oggi e in ogni tempo ricevono il Santo Battesimo.
Amen!
Omelia (12-01-1992):
SACRAMENTO DEL BATTESIMO A 42 BAMBINI.
Domenica, 12 gennaio 1992.
«È apparsa la grazia di Dio, apportatrice di salvezza per tutti gli uomini».
1. Abbiamo rivissuto con gioia questa «apparizione» della grazia di Dio celebrando il mistero dell’Incarnazione durante le festività natalizie, che oggi si concludono. Nella festa del Battesimo di Cristo, la Chiesa ci propone, attualizzandolo nella Liturgia, il momento in cui il Padre presenta all’umanità il Figlio sulle rive del Giordano, mentre, in atteggiamento penitenziale, Egli assume su di sé i peccati degli uomini. In tal modo, ancora una volta «appare» nel mondo la grazia di Dio, apportatrice di Salvezza.
Oggi, quella grazia «appare» nuovamente per questi bambini portati al Battesimo e, mediante il sacramento, li unisce come membra vive a Cristo Gesù, li incorpora alla Chiesa, li trasforma in figli di Dio, li arricchisce col dono della fede.
2. Porgo il mio saluto ai papà ed alle mamme di questi piccoli, condividendo con loro la gioia di questo giorno, nel quale i loro figli rinascono a vita nuova nella grazia di Dio. Saluto anche i padrini e le madrine, mentre auspico che, insieme con i genitori, essi siano presenti nel cammino di fede dei nuovi battezzati. È necessario che essi collaborino con parole sapienti e con premurosa cura alla loro crescita, aiutandoli a divenire sempre più consapevoli del tesoro di verità portato da Cristo e ad attuarne le esigenze nella loro condotta.
Riconosciamo i doni della grazia battesimale nelle parole del Vangelo: «Gesù . . . stava in preghiera . . . e scese su di lui lo Spirito Santo in apparenza corporea, come di colomba, e vi fu una voce dal cielo: Tu sei il mio Figlio prediletto».
Oggi, in forza del Battesimo, Dio Padre chiama suoi figli questi piccoli. Anche ad essi, infatti, la vita divina è comunicata realmente, così che anche in loro si manifesta «quale grande amore ci ha dato il Padre, per essere chiamati figli di Dio, e lo siamo realmente.
Il nostro comune augurio è che la sublime bellezza della partecipazione alla vita divina, oggi attuata in questi piccoli mediante il Battesimo, possa essere difesa ed alimentata in ogni giorno della loro vita.
3. Chiedo, perciò, a tutti voi, genitori e padrini, di raccogliere la raccomandazione insistente che la Chiesa oggi vi fa, invitandovi ad assumere il compito di educatori nella fede di questi vostri figli.
Da voi essi impareranno ad amare Cristo, mentre il vostro esempio conforterà in loro la speranza. Tenete accesa la fiamma della fede, che ad essi vien oggi consegnata nel simbolo del cero, così che nelle prove della vita possano operare sempre secondo la sapienza evangelica, come veri discepoli del Signore, a lode di Dio Padre.
Homilía (08-01-1989):
CONCELEBRAZIONE EUCARISTICA PER IL BATTESIMO DI 43 NEONATI.
Aula della Benedizione – Domenica, 8 gennaio 1989.
Cari genitori,
cari padrini e madrine!
1. Oggi la liturgia ci fa commemorare il Battesimo di Gesù, un avvenimento importante nella vita del Signore, perché dà inizio alla sua missione pubblica.
La scena riportata dal Vangelo di Luca è ricca di significati e di insegnamenti.
Vediamo prima di tutto Gesù, che si inserisce nella folla degli umili penitenti, per ricevere anche lui il battesimo da Giovanni Battista: il rito di immersione nelle acque del fiume Giordano era un simbolo di purificazione interiore, ed anche un gesto di adesione al messaggio del precursore. Il Messia, preannunziato ed atteso, è nato da un popolo ben noto e chiaramente presente nella storia: il popolo eletto, del quale accoglie la dottrina religiosa, portandola alla pienezza della Rivelazione. Nel Battesimo, poi, si manifesta in modo mirabile la divinità di Gesù quando, come narra il Vangelo, ricevuto anche lui il battesimo, mentre stava in preghiera “il cielo si apri e scese su di lui lo Spirito Santo in apparenza corporea, come di colomba, e vi fu una voce dal ciclo: «Tu sei il mio Figlio prediletto, in te mi sono compiaciuto»” (Lc 3, 21-22). Questa realtà è essenziale per la nostra fede: noi crediamo in Gesù Cristo e realizziamo i suoi comandi perché è il Verbo incarnato. La sua divinità, a cui aderiamo con tutta la nostra fede, dà pieno significato alla nostra vita cristiana.
Infine, appare anche evidente la missione redentrice di Cristo. Afferma infatti il Battista: “Io vi battezzo con acqua; ma viene uno che è più forte di me . . . Costui vi battezzerà in Spirito Santo e fuoco”. Dio si è fatto uomo in Cristo per redimerci dal peccato: Gesù infatti istituirà il suo proprio Battesimo, il cui contenuto sarà radicalmente cambiato, non essendo più soltanto un gesto simbolico, ma un’azione sacramentale, che distrugge il peccato inerente alla natura umana e dona la vita divina.
2. Oggi, noi siamo qui appunto per amministrare a questi bambini il Battesimo della fede cristiana.
Questo è innanzitutto un avvenimento fondamentale e trasformante, in cui si applicano all’uomo i meriti della Redenzione operata da Cristo con la Incarnazione e il sacrificio della Croce: il sacramento del Battesimo conferisce infatti la “grazia santificante”, che elimina il “peccato originale” e ridona la partecipazione alla stessa vita trinitaria di Dio; esso imprime inoltre un “carattere” indelebile, che è il primo stadio della partecipazione al sacerdozio di Cristo, e quindi una consacrazione radicale a Dio e un inserimento personale nel suo corpo mistico, che è la Chiesa.
Si tratta quindi di un evento decisivo e determinante nella vita di una persona perché le conferisce la vera dignità, l’autentica ricchezza, la sublime bellezza della partecipazione alla vita divina.
3. Carissimi genitori, padrini e madrine! Voi siete e sarete i primi responsabili dell’educazione cristiana di questi bambini! Voi dovrete far loro capire progressivamente i valori soprannaturali del battesimo che ora ricevono! Siate felici di questa vostra missione e di questa vostra responsabilità!
Rivolgete per loro ogni giorno la vostra preghiera a Maria santissima, all’angelo custode, al santo protettore di cui portano il nome, affinché la fede e la grazia, simboleggiate dalla candela accesa e dalla veste bianca, li accompagnino per tutta la vita, e siano così testimoni sereni e coerenti dell’amore di Dio e della salvezza in Cristo.
Homilía (12-01-1986):
CONFERIMENTO DEL SACRAMENTO DEL BATTESIMO A 42 BAMBINI.
Festa del Battesimo del Signore
Cappella Sistina – Domenica, 12 gennaio 1986.
“Costui vi battezzerà in Spirito Santo e fuoco” (Lc 3, 16).
1. In questa domenica, che segue immediatamente la solennità dell’Epifania, la Chiesa ricorda nella liturgia il Battesimo del Signore al Giordano. Tale ricorrenza offre ai cristiani il contesto spirituale per ricordare il loro Battesimo, tanto più se avviene di amministrare questo sacramento, che rappresenta la porta di ingresso nella comunità ecclesiale. Sono lieto perciò di accogliervi, cari genitori, padrini e madrine, in questa Cappella Sistina per celebrare con voi il sacrificio eucaristico e per conferire il Battesimo ai vostri cari bambini.
È una celebrazione, questa, che ha un valore essenziale, perché tocca la funzione principale, affidata alla Chiesa dal suo fondatore divino: “Andate dunque e ammaestrate tutte le nazioni, battezzandole nel nome del Padre e del Figlio e dello Spirito Santo, insegnando loro di osservare tutto ciò che vi ho comandato” (Mt 28, 19-20). La Chiesa vive e agisce nel mondo principalmente per questo: per donare agli uomini la salvezza che nasce da questo Sacramento, in virtù della venuta in mezzo a noi di Gesù Salvatore, che abbiamo contemplato in questi giorni nel mistero della grotta di Betlemme e nella sua manifestazione ai popoli, con la solennità dell’Epifania.
In questa cornice religiosa, porgo a voi tutti e ai vostri bambini il mio saluto più affettuoso e, per il vostro tramite, desidero estendere il mio pensiero a tutte le famiglie che oggi portano i loro piccoli nelle parrocchie per essere battezzati.
2. La liturgia, propria di questa domenica del Battesimo del Signore, richiama alla nostra mente le profonde realtà spirituali che riguardano questo Sacramento dell’iniziazione cristiana.
Anzitutto, ci ricorda la scena biblica in cui Luca (Lc 3, 21-22) ci presenta il Cristo, nelle acque del Giordano, al centro di una meravigliosa teofania: “Mentre Gesù, ricevuto anche lui il Battesimo, stava in preghiera, il cielo si aprì e scese su di lui lo Spirito Santo in apparenza corporea, come di colomba, e vi fu una voce dal cielo: Tu sei il mio Figlio prediletto in te mi sono compiaciuto”. La voce dal cielo è il segno di una rivelazione e di un intervento di Dio su Gesù, proclamato “Figlio suo” e presentato con i lineamenti della misteriosa figura del Servo di Jahvè, già annunciato come Messia dal profeta Isaia, ascoltato nella prima lettura: “Ecco il mio Servo che io sostengo, il mio eletto, in cui mi compiaccio” (Is 42, 1).
Difatti nella teofonia del Giordano il Padre vuole anzitutto presentare Gesù come il Messia atteso dalle genti, come colui che aprirà gli occhi ai ciechi e strapperà le catene ai prigionieri. A questo scopo il Padre lo ha investito pienamente del suo Spirito di potenza, e Giovanni Battista lo designa come “colui che è più forte di me” (Lc 3, 16).
Ma in quella teofonia battesimale il Padre, nel proclamare solennemente la divina filiazione, e nel dare formale investitura alla missione salvifica di Gesù, sancisce il passaggio definitivo dall’Antico al Nuovo Testamento; dal Battesimo di Giovanni, con la sola acqua e quale segno esterno, al Battesimo di Gesù “in Spirito Santo e fuoco” (Lc 3, 16), come segno salvifico. Lo Spirito Santo infatti nel Battesimo cristiano è l’artefice principale: è colui che brucia e distrugge il peccato originale, restituendo al battezzato la bellezza della grazia divina: è colui che trasforma il figlio delle tenebre in figlio della luce, lo schiavo del peccato nel libero cittadino del regno di Dio. Infatti, come afferma san Basilio Magno: “È lo Spirito che opera la reintegrazione nel paradiso, l’ingresso nel regno dei cieli, il ritorno all’adozione filiale. È lui che dona il santo ardire di chiamare Dio Padre, di partecipare alla grazia di Cristo, di essere chiamati figli della luce” (De Spiritu Sancto, 15, 36).
3. Cari fratelli e sorelle! A quali altezze e a quale dignità ci eleva il sacramento del Battesimo! “Quale grande amore ci ha dato il Padre per essere chiamati figli di Dio, e lo siamo realmente!”, esclama a questo proposito l’apostolo Giovanni nella sua prima Lettera (Gv 3, 1). E l’apostolo Paolo, il cantore delle meraviglie del Battesimo, come mistero pasquale di morte e di risurrezione, ci parla di una seconda nascita e di una “ineffabile filiazione adottiva mediante il lavacro di rigenerazione di rinnovamento nello Spirito Santo” (Tt 3, 5); rivolgendosi egli a ciascun battezzato, non esita a pronunciare queste solenni parole: “Non sei più schiavo, ma figlio; e se figlio sei anche erede” (Gal 4, 7).
Questa figliolanza divina impone al battezzato impegni e responsabilità. Il sacramento del Battesimo infatti è l’inizio di un processo spirituale destinato a trasformare tutta una vita. È un dono che richiede cooperazione nell’azione salvifica, comunicata ad ogni cristiano dal fermento della grazia sacramentale. Implica perciò una continua tensione e un impegno personale per conseguire una maturità spirituale fino alla piena conformità col Cristo. Si tratta di vivere veramente da figli di Dio: diventare di fatto ciò che già siamo di diritto per il Battesimo.
A questo proposito, il Concilio Vaticano II, di cui abbiamo ricordato recentemente i venti anni dalla sua conclusione, esorta tutti i cristiani, dovunque vivano, a “manifestare con l’esempio della loro vita e con la testimonianza della loro parola l’uomo nuovo di cui sono stati rivestiti nel Battesimo” (Ad Gentes, 11). Accogliamo questa esortazione e riaffermiamo con rinnovato ardore di fede gli impegni assunti un giorno per noi dai nostri genitori, padrini e madrine con le promesse battesimali. Rinnoviamo la nostra ferma e fervida adesione a Cristo e la volontà di lottare contro il male.
Impegnatevi con questo spirito davanti alla Chiesa per voi e per i vostri figli, che ora riceveranno il sacramento della fede, ed entreranno a far parte, con noi e come noi della comunità di coloro che sono stati “lavati, santificati e giustificati nel nome del Signore Gesù Cristo e nello Spirito del nostro Dio” (1 Cor 6, 11). Così sia!
Homilía (09-01-1983):
RITO DEL BATTESIMO A 20 BAMBINI NELLA CAPPELLA SISTINA.
Domenica 9 gennaio 1983.
“Tu sei il mio Figlio prediletto; in Te mi sono compiaciuto”.
1. In questa domenica dopo l’Epifania, carissimi genitori, padrini e madrine, la Chiesa celebra nella Liturgia la solennità del Battesimo del Signore e io sono lieto di accogliervi in questa Cappella per conferire il Battesimo ai vostri bambini. Questa cerimonia ha per me un grande valore, perché vuole significare, in modo semplice ma toccante, che la Chiesa vive ed agisce unicamente in funzione della salvezza eterna dell’umanità e nella prospettiva di donare agli uomini la “grazia”, cioè la vita divina, che Gesù, il Verbo Incarnato, è venuto a portare sulla terra, nascendo a Betlemme e morendo sul Calvario.
Porgo a voi e ai vostri bambini il mio saluto più affettuoso e, mediante la vostra presenza, desidero salutare anche tutti i genitori, i padrini e le madrine, che oggi portano i loro bambini alla Chiesa nelle rispettive parrocchie per essere battezzati.
2. La cerimonia, che in questa tipica domenica del ciclo liturgico stiamo per svolgere, richiama alla nostra mente alcune verità di essenziale importanza nella dottrina cristiana.
Prima di tutto ricorda l’episodio – letto nel Vangelo odierno – del Battesimo di Gesù, che volle inserirsi, come penitente, tra i seguaci di Giovanni Battista per ricevere da lui il battesimo di acqua. Tale rito era un segno di penitenza; ma Gesù volle assoggettarvisi, per dimostrare apertamente che egli accoglieva il messaggio religioso del popolo d’Israele, espresso in modo conclusivo dall’ultimo dei Profeti. Da Abramo a Mosè, a Elia, a Isaia, attraverso tutti i Profeti, fino a Giovanni Battista, lungo la misteriosa e drammatica “storia della salvezza” la “parola di Dio” aveva camminato con il popolo ebraico, fino a sfociare nell’arcana voce dal cielo che su Gesù, battezzato da Giovanni, diceva: “Tu sei il mio Figlio prediletto; in te mi sono compiaciuto” (Lc 3, 22). In Gesù, il Messia atteso dal popolo eletto, avveniva il passaggio definitivo dall’Antico al Nuovo Testamento e Giovanni Battista ne era l’austero e illuminato testimone.
Ma l’odierna Liturgia vuole insieme e soprattutto sottolineare il valore del nuovo Battesimo, istituito da Gesù. Giovanni Battista, annunziando la venuta del Messia, diceva: “Viene uno che vi battezzerà in Spirito Santo e fuoco”. Gesù, iniziando la nuova “economia” della salvezza, dice agli Apostoli: “Mi è stato dato ogni potere in cielo e in terra. Andate e ammaestrate tutte le Nazioni, battezzandole nel nome del Padre e del Figlio e dello Spirito Santo” (Mt 28, 18-19). Questo è il nuovo e definitivo Battesimo, che elimina dall’anima il “peccato originale”, inerente alla natura umana decaduta per il rifiuto di amore delle prime due creature razionali, e ridona all’anima la “grazia santificante”, e cioè la partecipazione alla stessa vita della Santissima Trinità. Tutte le volte che si conferisce il Battesimo avviene un fatto strepitoso e meraviglioso; il rito è semplice, ma il significato è sublime! Il fuoco dell’amore creatore e redentore di Dio brucia il peccato e lo distrugge e prende possesso dell’anima, che diventa abitazione dell’Altissimo! L’Evangelista san Giovanni afferma che Gesù ci ha dato il potere di diventare figli di Dio, perché da Dio siamo stati generati (cf. Gv 1, 12-13); e san Paolo parla ripetutamente della nostra grandezza e della nostra dignità di membra del Corpo di Cristo (Col 2, 19; Ef 3, 11. 17. 19-22; 4, 12).
3. Il Battesimo è dono soprannaturale, trasformazione radicale della natura umana, inserimento dell’anima nella vita stessa di Dio, realizzazione concreta e personale della Redenzione, perciò impegna conseguentemente il battezzato a vivere in modo nuovo, e cioè alla sequela di Cristo. Non è mai stato facile vivere da cristiani e tanto meno lo è nella società moderna. La Chiesa è lieta di accogliere questi fanciulli neo-battezzati; ma vuole che i genitori, i padrini e le madrine, e anche tutta la comunità, si assumano i gravi doveri del buon esempio, del retto insegnamento e dell’autentica formazione cristiana, in modo che il bambino nello sviluppo graduale della sua esistenza sia fedele ai suoi impegni battesimali.
4. Sant’Agostino, ricordando nelle Confessioni l’episodio del suo Battesimo, scrive: “In quei giorni, tutto pieno di straordinaria dolcezza, non mi saziavo di considerare la profondità del tuo consiglio per la salvezza del genere umano” (S. Agostino, Confessiones, IX, cap. VI). Questa immensa gioia interiore io auguro di cuore anche a voi e ai vostri bambini, ora e per sempre, mentre invoco la propiziatrice intercessione di Maria santissima, affinché per suo aiuto la luce e il candore del Battesimo, che questi piccoli ora ricevono, risplendano in essi per tutta la vita.