Bautismo del Señor (A) – Homilías
/ 4 enero, 2017 / Tiempo de NavidadLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 42, 1-4. 6-7: Mirad a mi siervo, en quien me complazco
Sal 28, 1-4. 9-10: El Señor bendice a su pueblo con la paz
Hch 10, 34-38: Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo
Mt 3, 13-17: Se bautizó Jesús y vio que el Espíritu de Dios se posaba sobre él
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (11-01-1981): Hijos de Dios por el Bautismo
domingo 11 de enero de 1981"Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias" (Mt 3, 17).
Las palabras del Evangelio que acabamos de oír van a realizarse también en estos queridos niños a quienes me dispongo a administrar el bautismo. Jesús es el primogénito de muchos hermanos (cf. Rom 8, 29); lo que se realizó en El se repite misteriosamente en cada uno de los que seguimos sus huellas y llevamos su nombre, el nombre de cristianos.
Cuando Cristo entra en el Jordán, se oye la voz del Padre que lo llama predilecto suyo y se da cumplimiento así a la profecía del Siervo de Yavé que Isaías proclama en la primera lectura; y desciende el Espíritu Santo en forma de paloma para dar comienzo visible y solemne a la misión mesiánica del Hijo de Dios. Como en El, así también ha ocurrido en nosotros; así va a suceder en estos pequeños que están aquí ante nosotros, generación nueva del Pueblo de Dios destinada a crecer continuamente en el mundo gracias a las familias cristianas. También sobre ellos el Padre va a dejar oír su voz: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias". El Padre se complace en estos recién nacidos porque verá impresa en su espíritu la huella inmortal de su paternidad, la semejanza íntima y verdadera con su Hijo: hijos en el Hijo. Y al mismo tiempo descenderá el Espíritu Santo invisible y a la vez presente como entonces, para colmar a estas pequeñas almas de la riqueza de sus dones, para convertirlos en morada suya, templos suyos, manifestadores suyos que deberán irradiar su presencia y testimoniarlo a lo largo de la vida, vida que nosotros no sabemos todavía cómo será, pero que El ya ve en toda su plenitud.
Vamos a poner los cimientos de nuevas vidas cristianas amadas del Padre, redimidas por Cristo, marcadas por el Espíritu Santo, objeto de una predilección eterna que se proyecta ya desde ahora hacia el futuro y a la eternidad entera en un Amor sin fin que los abraza desde ahora: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias".
Sobre estos hijos predilectos, que dentro de poco serán los brotes nuevos de la Iglesia, blancos con la inocencia total de la gracia simbolizada en el manto que les impondré luego, fuertes como auténticos atletas con la unción del óleo de los catecúmenos, santos con la santidad misma de Dios, invoco con vosotros la ayuda continua del Señor y hago votos para que sean fieles siempre durante toda la vida a esta nuestra común y estupenda vocación cristiana.
Con tal fin los confío a vosotros, padres cristianos, que con vuestro amor y entrega mutuos les habéis dado la vida, convirtiéndoos en colaboradores de la creación de Dios. Los habéis traído aquí siendo hijos de la naturaleza, y os los lleváis a casa hijos de la gracia. De vosotros depende gran parte de su realización plena según los planes de Dios, ¡a vosotros los confío en nombre de Dios Trinidad!
Y los confío también a vosotros, padrinos y madrinas, con la misma finalidad de que garanticéis su crecimiento cristiano completo.
Sobre todos descienda la bendición del Señor, de la que es prenda y auspicio mi bendición apostólica.
Homilía (10-01-1999): Jesús entre la multitud penitente
domingo 10 de enero de 19991. «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias» (Mt 3, 17).
En la fiesta del Bautismo del Señor, que estamos celebrando, resuenan estas palabras solemnes. Nos invitan a revivir el momento en que Jesús, bautizado por Juan, sale de las aguas del río Jordán y Dios Padre lo presenta como su Hijo unigénito, el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo. Se oye una voz del cielo, mientras el Espíritu Santo, en forma de paloma, se posa sobre Jesús, que comienza públicamente su misión salvífica; misión que se caracteriza por el estilo del siervo humilde y manso, dispuesto a compartir y entregarse totalmente: «No gritará, no clamará. (...) No quebrará la caña cascada, no apagará el pabilo vacilante. Promoverá fielmente el derecho» (Is 42, 2-3).
La liturgia nos hace revivir la sugestiva escena evangélica: entre la multitud penitente que avanza hacia Juan el Bautista para recibir el bautismo está también Jesús. La promesa está a punto de cumplirse y se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, que aparentemente no es diferente de todos los demás, en realidad es Dios, que viene a nosotros para dar a cuantos lo reciban el poder de «convertirse en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios» (Jn 1, 12-13).
2. «Éste es mi Hijo amado; escuchadle» (Aleluya).
Hoy, este anuncio y esta invitación, llenos de esperanza para la humanidad, resuenan particularmente para los niños que, dentro de poco, mediante el sacramento del bautismo, se convertirán en nuevas criaturas. Al participar en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, se enriquecerán con el don de la fe y se incorporarán al pueblo de la nueva y definitiva alianza, que es la Iglesia. El Padre los hará en Cristo hijos adoptivos suyos, revelándoles un singular proyecto de vida: escuchar como discípulos a su Hijo, para ser llamados y ser realmente sus hijos.
Sobre cada uno de ellos bajará el Espíritu Santo y, como sucedió con nosotros el día de nuestro bautismo, también ellos gozarán de la vida que el Padre da a los creyentes por medio de Jesús, el Redentor del hombre. Esta riqueza tan grande de dones les exigirá, como a todo bautizado, una única tarea, que el apóstol Pablo no se cansa de indicar a los primeros cristianos con las palabras: «Caminad según el Espíritu» (Ga 5, 16), es decir, vivid y obrad constantemente en el amor a Dios.
Expreso mis mejores deseos de que el bautismo, que hoy reciben estos niños, los convierta a lo largo de toda su vida en valientes testigos del Evangelio. Esto será posible gracias a su empeño constante. Pero también será necesaria vuestra labor educativa, queridos padres, que hoy dais gracias a Dios por los dones extraordinarios que concede a estos hijos vuestros, del mismo modo que será necesario el apoyo de sus padrinos y sus madrinas.
3. Amadísimos hermanos y hermanas, aceptad la invitación que la Iglesia os hace: sed sus «educadores en la fe», para que se desarrolle en ellos el germen de la vida nueva y llegue a su plena madurez. Ayudadles con vuestras palabras y, sobre todo, con vuestro ejemplo.
Que aprendan pronto de vosotros a amar a Cristo, a invocarlo sin cesar, y a imitarlo con constante adhesión a su llamada. En su nombre habéis recibido, con el símbolo del cirio, la llama de la fe: cuidad de que esté continuamente alimentada, para que cada uno de ellos, conociendo y amando a Jesús, obre siempre según la sabiduría evangélica. De este modo, llegarán a ser verdaderos discípulos del Señor y apóstoles alegres de su Evangelio.
Encomiendo a la Virgen María a cada uno de estos niños y a sus respectivas familias. Que la Virgen ayude a todos a recorrer con fidelidad el camino inaugurado con el sacramento del bautismo.
Homilía (13-01-2002): La grandeza de ser padres
domingo 13 de enero de 20021. "Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto" (Mt 3, 17).
Acabamos de escuchar de nuevo en el evangelio las palabras que resonaron en el cielo cuando Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán. Las pronunció una voz desde lo alto: la voz de Dios Padre. Revelan el misterio que celebramos hoy, el bautismo de Cristo. El Hombre sobre el que desciende, en forma de paloma, el Espíritu Santo es el Hijo de Dios, que tomó de la Virgen María nuestra carne para redimirla del pecado y de la muerte.
¡Grande es este misterio de salvación! Misterio en el que se insertan hoy los niños que presentáis, queridos padres, padrinos y madrinas. Al recibir en la Iglesia el sacramento del bautismo, se convierten en hijos de Dios, hijos en el Hijo. Es el misterio del "segundo nacimiento".
2. Queridos padres, me dirijo con afecto especialmente a vosotros, que habéis dado la vida a estas criaturas, colaborando en la obra de Dios, autor de la vida y, de modo singular, de toda vida humana. Los habéis engendrado y hoy los presentáis a la fuente bautismal, para que vuelvan a nacer por el agua y por el Espíritu Santo. La gracia de Cristo transformará su existencia de mortal en inmortal, liberándola del pecado original. Dad gracias al Señor por el don de su nacimiento y del nuevo nacimiento espiritual de hoy.
Pero ¿cuál fuerza permite a estos inocentes e inconscientes niños realizar un "paso" espiritual tan profundo? Es la fe, la fe de la Iglesia, profesada en particular por vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas. Precisamente en esta fe son bautizados vuestros hijos. Cristo no realiza el milagro de regenerar al hombre sin la colaboración del hombre mismo, y la primera cooperación de la criatura humana es la fe, con la que, atraída interiormente por Dios, se abandona libremente en sus manos.
Estos niños reciben hoy el bautismo sobre la base de vuestra fe, que dentro de poco os pediré profesar. ¡Cuánto amor, amadísimos hermanos, cuánta responsabilidad implica el gesto que realizaréis en nombre de vuestros hijos!
3. En el futuro, cuando sean capaces de comprender, ellos mismos deberán recorrer, personal y libremente, un camino espiritual que, con la gracia de Dios, los llevará a confirmar, en el sacramento de la confirmación, el don que reciben hoy.
Pero ¿podrán abrirse a la fe si los adultos que los rodean no les dan un buen testimonio? Estos niños os necesitan, ante todo, a vosotros, queridos padres; os necesitan también a vosotros, queridos padrinos y madrinas, para aprender a conocer al verdadero Dios, que es amor misericordioso. A vosotros os corresponde introducirlos en este conocimiento, en primer lugar a través del testimonio de vuestro comportamiento en las relaciones con ellos y con los demás, relaciones que se han de caracterizar por la atención, la acogida y el perdón. Comprenderán que Dios es fidelidad si pueden reconocer su reflejo, aunque sea limitado y débil, ante todo en vuestra presencia amorosa.
Es grande la responsabilidad de la cooperación de los padres en el crecimiento espiritual de sus hijos. Eran muy conscientes de esa responsabilidad los beatos esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi, a los que recientemente tuve la alegría de elevar al honor de los altares y que os exhorto a conocer mejor y a imitar. Si ya es grande vuestra misión de ser padres "según la carne", ¡cuánto más lo es la de colaborar en la paternidad divina, dando vuestra contribución para modelar en estas criaturas la imagen misma de Jesús, Hombre perfecto!
4. Nunca os sintáis solos en esta misión tan comprometedora. Os conforte, ante todo, la confianza en el ángel de la guarda, al que Dios ha encomendado su singular mensaje de amor para cada uno de vuestros hijos. Además, toda la Iglesia, a la que tenéis la gracia de pertenecer, está comprometida a asistiros: en el cielo velan los santos, en particular aquellos cuyos nombres tienen estos niños y que serán sus "patronos". En la tierra está la comunidad eclesial, en la que es posible fortalecer la propia fe y la propia vida cristiana, alimentándola con la oración y los sacramentos. No podréis dar a vuestros hijos lo que vosotros no habéis recibido y asimilado antes.
Además, todos tenemos una Madre según el Espíritu: María santísima. A ella le encomiendo a vuestros hijos, para que lleguen a ser cristianos auténticos; a María os encomiendo también a vosotros, queridos padres, queridos padrinos y madrinas, para que transmitáis siempre a estos niños el amor que necesitan para crecer y para creer. En efecto, la vida y la fe caminan juntas.
Que así sea en la existencia de cada bautizado con la ayuda de Dios.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (13-01-2008): Ungido con el Espíritu Santo
domingo 13 de enero de 2008Queridos hermanos y hermanas:
Con la fiesta del Bautismo del Señor, que celebramos hoy, se concluye el tiempo litúrgico de Navidad. El Niño, a quien los Magos de Oriente vinieron a adorar en Belén, ofreciéndole sus dones simbólicos, lo encontramos ahora adulto, en el momento en que se hace bautizar en el río Jordán por el gran profeta Juan (cf. Mt 3, 13). El Evangelio narra que cuando Jesús, recibido el bautismo, salió del agua, se abrieron los cielos y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma (cf. Mt 3, 16). Se oyó entonces una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3, 17). Esa fue su primera manifestación pública, después de casi treinta años de vida oculta en Nazaret.
Testigos oculares de ese singular acontecimiento fueron, además del Bautista, sus discípulos, algunos de los cuales se convirtieron desde entonces en seguidores de Cristo (cf. Jn 1, 35-40). Se trató simultáneamente de cristofanía y teofanía: ante todo, Jesús se manifestó como el Cristo, término griego para traducir el hebreo Mesías, que significa "ungido". Jesús no fue ungido con óleo a la manera de los reyes y de los sumos sacerdotes de Israel, sino con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, junto con el Hijo de Dios aparecieron los signos del Espíritu Santo y del Padre celestial.
¿Cuál es el significado de este acto, que Jesús quiso realizar —venciendo la resistencia del Bautista— para obedecer a la voluntad del Padre? (cf. Mt 3, 14-15). Su sentido profundo se manifestará sólo al final de la vida terrena de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección. Haciéndose bautizar por Juan juntamente con los pecadores, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como Cordero de Dios que "quita" el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Obra que consumó en la cruz, cuando recibió también su "bautismo" (cf. Lc 12, 50). En efecto, al morir se "sumergió" en el amor del Padre y derramó el Espíritu Santo, para que los creyentes en él pudieran renacer de aquel manantial inagotable de vida nueva y eterna.
Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarnos en el Espíritu Santo, para librarnos de la esclavitud de la muerte y "abrirnos el cielo", es decir, el acceso a la vida verdadera y plena, que será "sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría" (Spe salvi, 12).
Es lo que sucedió también a los trece niños a los cuales administré el sacramento del bautismo esta mañana en la capilla Sixtina. Invoquemos sobre ellos y sobre sus familiares la protección materna de María santísima. Y oremos por todos los cristianos, para que comprendan cada vez más el don del bautismo y se comprometan a vivirlo con coherencia, testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Homilía (13-01-2008): El misterio de la vida
domingo 13 de enero de 2008Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de hoy es siempre para mí motivo de especial alegría. En efecto, administrar el sacramento del bautismo en el día de la fiesta del Bautismo del Señor es, en realidad, uno de los momentos más expresivos de nuestra fe, en la que podemos ver de algún modo, a través de los signos de la liturgia, el misterio de la vida. En primer lugar, la vida humana, representada aquí en particular por estos trece niños que son el fruto de vuestro amor, queridos padres, a los cuales dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo a los padrinos, a las madrinas y a los demás parientes y amigos presentes. Está, luego, el misterio de la vida divina, que hoy Dios dona a estos pequeños mediante el renacimiento por el agua y el Espíritu Santo. Dios es vida, como está representado estupendamente también en algunas pinturas que embellecen esta Capilla Sixtina.
Sin embargo, no debe parecernos fuera de lugar comparar inmediatamente la experiencia de la vida con la experiencia opuesta, es decir, con la realidad de la muerte. Todo lo que comienza en la tierra, antes o después termina, como la hierba del campo, que brota por la mañana y se marchita al atardecer. Pero en el bautismo el pequeño ser humano recibe una vida nueva, la vida de la gracia, que lo capacita para entrar en relación personal con el Creador, y esto para siempre, para toda la eternidad.
Por desgracia, el hombre es capaz de apagar esta nueva vida con su pecado, reduciéndose a una situación que la sagrada Escritura llama "segunda muerte". Mientras que en las demás criaturas, que no están llamadas a la eternidad, la muerte significa solamente el fin de la existencia en la tierra, en nosotros el pecado crea una vorágine que amenaza con tragarnos para siempre, si el Padre que está en los cielos no nos tiende su mano.
Este es, queridos hermanos, el misterio del bautismo: Dios ha querido salvarnos yendo él mismo hasta el fondo del abismo de la muerte, con el fin de que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el cielo, pueda encontrar la mano de Dios a la cual asirse a fin de subir desde las tinieblas y volver a ver la luz para la que ha sido creado. Todos sentimos, todos percibimos interiormente que nuestra existencia es un deseo de vida que invoca una plenitud, una salvación. Esta plenitud de vida se nos da en el bautismo.
Acabamos de oír el relato del bautismo de Jesús en el Jordán. Fue un bautismo diverso del que estos niños van a recibir, pero tiene una profunda relación con él. En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra: "bautismo", que en griego significa "inmersión". El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se "sumergió" en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida: se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el "bautismo de conversión", que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto público, como acabamos de escuchar, fue bajar al Jordán, entre los pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre (cf. Mt 3, 13-15).
¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf. Jn 1, 29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre desde el cielo lo proclamaba "Hijo predilecto" (Mt 3, 17). Por tanto, desde aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la humanidad en el Espíritu Santo: venía a traer a los hombres la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto originario para el cual fue creado.
El fin de la existencia de Cristo fue precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación. Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6, 3-4). Y por eso mismo los padres cristianos, como hoy vosotros, tan pronto como les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida espiritual a sus hijos.
Queridos padres, juntamente con vosotros doy gracias al Señor por el don de estos niños e invoco su asistencia para que os ayude a educarlos y a insertarlos en el Cuerpo espiritual de la Iglesia. A la vez que les ofrecéis lo que es necesario para el crecimiento y para la salud, vosotros, con la ayuda de los padrinos, os habéis comprometido a desarrollar en ellos la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes teologales que son propias de la vida nueva que han recibido con el sacramento del bautismo.
Aseguraréis esto con vuestra presencia, con vuestro afecto; y lo aseguraréis, ante todo y sobre todo, con la oración, presentándolos diariamente a Dios, encomendándolos a él en cada etapa de su existencia. Ciertamente, para crecer sanos y fuertes, estos niños y niñas necesitarán cuidados materiales y muchas atenciones; pero lo que les será más necesario, más aún indispensable, es conocer, amar y servir fielmente a Dios, para tener la vida eterna. Queridos padres, sed para ellos los primeros testigos de una fe auténtica en Dios.
En el rito del bautismo hay un signo elocuente, que expresa precisamente la transmisión de la fe: es la entrega, a cada uno de los bautizandos, de una vela encendida en la llama del cirio pascual: es la luz de Cristo resucitado que os comprometéis a transmitir a vuestros hijos. Así, de generación en generación, los cristianos nos transmitimos la luz de Cristo, de modo que, cuando vuelva, nos encuentre con esta llama ardiendo entre las manos.
Durante el rito, os diré: "A vosotros, padres y padrinos, se os confía este signo pascual, una llama que debéis alimentar siempre". Alimentad siempre, queridos hermanos y hermanas, la llama de la fe con la escucha y la meditación de la palabra de Dios y con la Comunión asidua de Jesús Eucaristía.
Que en esta misión estupenda, aunque difícil, os ayuden los santos protectores cuyos nombres recibirán estos trece niños. Que estos santos les ayuden sobre todo a ellos, los bautizandos, a corresponder a vuestra solicitud de padres cristianos. En particular, que la Virgen María los acompañe a ellos y a vosotros, queridos padres, ahora y siempre. Amén.
Ángelus (09-01-2011): Obra de la Trinidad
domingo 9 de enero de 2011Queridos hermanos y hermanas:
Hoy la Iglesia celebra el Bautismo del Señor, fiesta que concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. Este misterio de la vida de Cristo muestra visiblemente que su venida en la carne es el acto sublime de amor de las tres personas divinas. Podemos decir que desde este solemne acontecimiento la acción creadora, redentora y santificadora de la santísima Trinidad será cada vez más manifiesta en la misión pública de Jesús, en su enseñanza, en sus milagros, en su pasión, muerte y resurrección. En efecto, leemos en el Evangelio según san Mateo que «bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco»» (3, 16-17). El Espíritu Santo «mora» en el Hijo y da testimonio de su divinidad, mientras la voz del Padre, proveniente de los cielos, expresa la comunión de amor. «La conclusión de la escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta «unción» verdadera, que él es el Ungido [el Cristo] esperado» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 49), como confirmación de la profecía de Isaías: «He aquí mi siervo que yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma» (Is 42, 1). Verdaderamente es el Mesías, el Hijo del Altísimo que, al salir de las aguas del Jordán, establece la regeneración en el Espíritu y da, a quienes lo deseen, la posibilidad de convertirse en hijos de Dios. De hecho, no es casualidad que todo bautizado adquiera el carácter de hijo a partir del nombre cristiano, signo inconfundible de que el Espíritu Santo hace nacer «de nuevo» al hombre del seno de la Iglesia. El beato Antonio Rosmini afirma que «el bautizado sufre una operación secreta pero potentísima, por la cual es elevado al orden sobrenatural, es puesto en comunicación con Dios» (Del principio supremo della metodica..., Turín 1857, n. 331). Todo esto se ha verificado de nuevo esta mañana, durante la celebración eucarística en la Capilla Sixtina, donde he conferido el sacramento del Bautismo a veintiún recién nacidos.
Queridos amigos, el Bautismo es el inicio de la vida espiritual, que encuentra su plenitud por medio de la Iglesia. En la hora propicia del sacramento, mientras la comunidad eclesial reza y encomienda a Dios un nuevo hijo, los padres y los padrinos se comprometen a acoger al recién bautizado sosteniéndolo en la formación y en la educación cristiana. Es una gran responsabilidad, que deriva de un gran don. Por esto, deseo alentar a todos los fieles a redescubrir la belleza de ser bautizados y pertenecer así a la gran familia de Dios, y a dar testimonio gozoso de la propia fe, a fin de que esta fe produzca frutos de bien y de concordia.
Lo pedimos por intercesión de la santísima Virgen María, Auxilio de los cristianos, a quien encomendamos a los padres que se están preparando al Bautismo de sus hijos, al igual que a los catequistas. Que toda la comunidad participe de la alegría del renacimiento del agua y del Espíritu Santo.
Homilía (09-01-2011): Comunión plena con la humanidad
domingo 9 de enero de 2011Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra daros una cordial bienvenida, en particular a vosotros, padres, padrinos y madrinas de los 21 recién nacidos a los que, dentro de poco, tendré la alegría de administrar el sacramento del Bautismo. Como ya es tradición, también este año este rito tiene lugar en la santa Eucaristía con la que celebramos el Bautismo del Señor. Se trata de la fiesta que, en el primer domingo después de la solemnidad de la Epifanía, cierra el tiempo de Navidad con la manifestación del Señor en el Jordán.
Según el relato del evangelista san Mateo (3, 13-17), Jesús fue de Galilea al río Jordán para que lo bautizara Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para escuchar la predicación de este gran profeta, el anuncio de la venida del reino de Dios, y para recibir el bautismo, es decir, para someterse a ese signo de penitencia que invitaba a convertirse del pecado. Aunque se llamara bautismo, no tenía el valor sacramental del rito que celebramos hoy; como bien sabéis, con su muerte y resurrección Jesús instituye los sacramentos y hace nacer la Iglesia. El que administraba Juan era un acto penitencial, un gesto que invitaba a la humildad frente a Dios, invitaba a un nuevo inicio: al sumergirse en el agua, el penitente reconocía que había pecado, imploraba de Dios la purificación de sus culpas y se le enviaba a cambiar los comportamientos equivocados, casi como si muriera en el agua y resucitara a una nueva vida.
Por esto, cuando Juan Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, va para que lo bautice, se sorprende; al reconocer en él al Mesías, al Santo de Dios, a aquel que no tenía pecado, Juan manifiesta su desconcierto: él mismo, el que bautizaba, habría querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús lo exhorta a no oponer resistencia, a aceptar realizar este acto, para hacer lo que es conveniente para «cumplir toda justicia». Con esta expresión Jesús manifiesta que vino al mundo para hacer la voluntad de Aquel que lo mandó, para realizar todo lo que el Padre le pide; aceptó hacerse hombre para obedecer al Padre. Este gesto revela ante todo quién es Jesús: es el Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre; es aquel que «se rebajó» para hacerse uno de nosotros, aquel que se hizo hombre y aceptó humillarse hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 7). El bautismo de Jesús, que hoy recordamos, se sitúa en esta lógica de la humildad y de la solidaridad: es el gesto de quien quiere hacerse en todo uno de nosotros y se pone realmente en la fila con los pecadores; él, que no tiene pecado, deja que lo traten como pecador (cf. 2 Co 5, 21), para cargar sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, también de nuestra culpa. Es el «siervo de Dios» del que nos habló el profeta Isaías en la primera lectura (cf. 42, 1). Lo que dicta su humildad es el deseo de establecer una comunión plena con la humanidad, el deseo de realizar una verdadera solidaridad con el hombre y con su condición. El gesto de Jesús anticipa la cruz, la aceptación de la muerte por los pecados del hombre. Este acto de anonadamiento, con el que Jesús quiere uniformarse totalmente al designio de amor del Padre y asemejarse a nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad y de fines que existe entre las personas de la santísima Trinidad. Para ese acto de amor, el Espíritu de Dios se manifiesta como paloma y baja sobre él, y en aquel momento el amor que une a Jesús al Padre se testimonia a cuantos asisten al bautismo, mediante una voz desde lo alto que todos oyen. El Padre manifiesta abiertamente a los hombres —a nosotros— la comunión profunda que lo une al Hijo: la voz que resuena desde lo alto atestigua que Jesús es obediente en todo al Padre y que esta obediencia es expresión del amor que los une entre sí. Por eso, el Padre se complace en Jesús, porque reconoce en las acciones del Hijo el deseo de seguir en todo su voluntad: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17). Y esta palabra del Padre alude también, anticipadamente, a la victoria de la resurrección y nos dice cómo debemos vivir para complacer al Padre, comportándonos como Jesús.
Queridos padres, el Bautismo que hoy pedís para vuestros hijos los inserta en este intercambio de amor recíproco que existe en Dios entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por este gesto que voy a realizar, se derrama sobre ellos el amor de Dios, y los inunda con sus dones. Mediante el lavatorio del agua, vuestros hijos son insertados en la vida misma de Jesús, que murió en la cruz para librarnos del pecado y resucitando venció a la muerte. Por eso, inmersos espiritualmente en su muerte y resurrección, son liberados del pecado original e inicia en ellos la vida de la gracia, que es la vida misma de Jesús resucitado. «Él se entregó por nosotros —afirma san Pablo— a fin de rescatarnos de toda iniquidad y formar para sí un pueblo puro que fuese suyo, fervoroso en buenas obras» (Tt 2, 14).
Queridos amigos, al darnos la fe, el Señor nos ha dado lo más precioso que existe en la vida, es decir, el motivo más verdadero y más bello por el cual vivir: por gracia hemos creído en Dios, hemos conocido su amor, con el cual quiere salvarnos y librarnos del mal. La fe es el gran don con el que nos da también la vida eterna, la verdadera vida. Ahora vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, pedís a la Iglesia que acoja en su seno a estos niños, que les dé el Bautismo; y esta petición la hacéis en razón del don de la fe que vosotros mismos, a vuestra vez, habéis recibido. Todo cristiano puede repetir con el profeta Isaías: «El Señor me plasmó desde el seno materno para siervo suyo» (cf. 49, 5); así, queridos padres, vuestros hijos son un don precioso del Señor, el cual se ha reservado para sí su corazón, para poderlo colmar de su amor. Por el sacramento del Bautismo hoy los consagra y los llama a seguir a Jesús, mediante la realización de su vocación personal según el particular designio de amor que el Padre tiene pensado para cada uno de ellos; meta de esta peregrinación terrena será la plena comunión con él en la felicidad eterna.
Al recibir el Bautismo, estos niños obtienen como don un sello espiritual indeleble, el «carácter», que marca interiormente para siempre su pertenencia al Señor y los convierte en miembros vivos de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Mientras entran a formar parte del pueblo de Dios, para estos niños comienza hoy un camino que debería ser un camino de santidad y de configuración con Jesús, una realidad que se deposita en ellos como la semilla de un árbol espléndido, que es preciso ayudar a crecer. Por esto, al comprender la grandeza de este don, desde los primeros siglos se ha tenido la solicitud de dar el Bautismo a los niños recién nacidos. Ciertamente, luego será necesaria una adhesión libre y consciente a esta vida de fe y de amor, y por esto es preciso que, tras el Bautismo, sean educados en la fe, instruidos según la sabiduría de la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, a fin de que crezca en ellos este germen de la fe que hoy reciben y puedan alcanzar la plena madurez cristiana. La Iglesia, que los acoge entre sus hijos, debe hacerse cargo, juntamente con los padres y los padrinos, de acompañarlos en este camino de crecimiento. La colaboración entre la comunidad cristiana y la familia es más necesaria que nunca en el contexto social actual, en el que la institución familiar se ve amenazada desde varias partes y debe afrontar no pocas dificultades en su misión de educar en la fe. La pérdida de referencias culturales estables y la rápida transformación a la cual está continuamente sometida la sociedad, hacen que el compromiso educativo sea realmente arduo. Por eso, es necesario que las parroquias se esfuercen cada vez más por sostener a las familias, pequeñas iglesias domésticas, en su tarea de transmisión de la fe.
Queridos padres, junto con vosotros doy gracias al Señor por el don del Bautismo de estos hijos vuestros; al elevar nuestra oración por ellos, invocamos el don abundante del Espíritu Santo, que hoy los consagra a imagen de Cristo sacerdote, rey y profeta. Encomendándolos a la intercesión materna de María santísima, pedimos para ellos vida y salud, para que puedan crecer y madurar en la fe, y dar, con su vida, frutos de santidad y de amor. Amén.
Francisco, papa
Ángelus (12-01-2014): Los cielos se abrieron
domingo 12 de enero de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy es la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he bautizado a treinta y dos recién nacidos. Doy gracias con vosotros al Señor por estas criaturas y por cada nueva vida. A mí me gusta bautizar a los niños. ¡Me gusta mucho! Cada niño que nace es un don de alegría y de esperanza, y cada niño que es bautizado es un prodigio de la fe y una fiesta para la familia de Dios.
La página del Evangelio de hoy subraya que, cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el río Jordán, «se abrieron los cielos» (Mt 3, 16). Esto realiza las profecías. En efecto, hay una invocación que la liturgia nos hace repetir en el tiempo de Adviento: «Ojalá rasgases el cielo y descendieses!» (Is 63, 19). Si el cielo permanece cerrado, nuestro horizonte en esta vida terrena es sombrío, sin esperanza. En cambio, celebrando la Navidad, la fe una vez más nos ha dado la certeza de que el cielo se rasgó con la venida de Jesús. Y en el día del bautismo de Cristo contemplamos aún el cielo abierto. La manifestación del Hijo de Dios en la tierra marca el inicio del gran tiempo de la misericordia, después de que el pecado había cerrado el cielo, elevando como una barrera entre el ser humano y su Creador. Con el nacimiento de Jesús, el cielo se abre. Dios nos da en Cristo la garantía de un amor indestructible. Desde que el Verbo se hizo carne es, por lo tanto, posible ver el cielo abierto. Fue posible para los pastores de Belén, para los Magos de Oriente, para el Bautista, para los Apóstoles de Jesús, para san Esteban, el primer mártir, que exclamó: «Veo los cielos abiertos» (Hch 7, 56). Y es posible también para cada uno de nosotros, si nos dejamos invadir por el amor de Dios, que nos es donado por primera vez en el Bautismo. ¡Dejémonos invadir por el amor de Dios! ¡Éste es el gran tiempo de la misericordia! No lo olvidéis: ¡éste es el gran tiempo de la misericordia!
Cuando Jesús recibió el Bautismo de penitencia de Juan el Bautista, solidarizándose con el pueblo penitente —Él sin pecado y sin necesidad de conversión—, Dios Padre hizo oír su voz desde el cielo: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco» (v. 17). Jesús recibió la aprobación del Padre celestial, que lo envió precisamente para que aceptara compartir nuestra condición, nuestra pobreza. Compartir es el auténtico modo de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y comparte con nosotros. Así, nos hace hijos, juntamente con Él, de Dios Padre. Ésta es la revelación y la fuente del amor auténtico. Y, ¡este es el gran tiempo de la misericordia!
¿No os parece que en nuestro tiempo se necesita un suplemento de fraternidad y de amor? ¿No os parece que todos necesitamos un suplemento de caridad? No esa caridad que se conforma con la ayuda improvisada que no nos involucra, no nos pone en juego, sino la caridad que comparte, que se hace cargo del malestar y del sufrimiento del hermano. ¡Qué buen sabor adquiere la vida cuando dejamos que la inunde el amor de Dios!
Pidamos a la Virgen Santa que nos sostenga con su intercesión en nuestro compromiso de seguir a Cristo por el camino de la fe y de la caridad, la senda trazada por nuestro Bautismo.
Homilía (12-01-2014): Bendijo todas las aguas
domingo 12 de enero de 2014Jesús no tenía necesidad de ser bautizado, pero los primeros teólogos dicen que, con su cuerpo, con su divinidad, en su bautismo bendijo todas las aguas, para que las aguas tuvieran el poder de dar el Bautismo. Y luego, antes de subir al Cielo, Jesús nos pidió ir por todo el mundo a bautizar. Y desde aquel día hasta el día de hoy, esto ha sido una cadena ininterrumpida: se bautizan a los hijos, y los hijos después a los hijos, y los hijos... Y hoy también esta cadena prosigue.
Estos niños son el eslabón de una cadena. Vosotros padres traéis a bautizar al niño o la niña, pero en algunos años serán ellos los que traerán a bautizar a un niño, o un nietecito... Así es la cadena de la fe. ¿Qué quiere decir esto? Desearía solamente deciros esto: vosotros sois los que transmitís la fe, los transmisores; vosotros tenéis el deber de transmitir la fe a estos niños. Es la más hermosa herencia que vosotros les dejaréis: la fe. Sólo esto. Llevad hoy a casa este pensamiento. Debemos ser transmisores de la fe. Pensad en esto, pensad siempre cómo transmitir la fe a los niños.
Hoy canta el coro, pero el coro más bello es este de los niños, que hacen ruido... Algunos llorarán, porque no están cómodos o porque tienen hambre: si tienen hambre, mamás, dadles de comer, tranquilas, porque ellos son aquí los protagonistas. Y ahora, con esta conciencia de ser transmisores de la fe, continuemos la ceremonia del Bautismo.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Ceder a Cristo
«Juan trataba de impedírselo». Con toda su buena voluntad, Juan intenta evitar que el Hijo de Dios pase a los ojos de los hombres como un pecador. Él tenía su lógica, pero según unos criterios que no coincidían con los de Dios. Si hubiera logrado impedírselo, nos habríamos quedado sin esta grandiosa revelación que el evangelio de hoy nos ofrece, no se habrían abierto los cielos y en definitiva habría impedido a Jesús manifestarse como Hijo del Padre y Ungido por el Espíritu Santo.
Del mismo modo, también nosotros ¡cuántas veces entorpecemos los planes de Dios porque no se ajustan a nuestras ideas! Olvidamos que los pensamientos de Dios no coinciden con los nuestros y que sus planes superan infinitamente los nuestros (Is 55, 8-9). Deberíamos al menos tener la humildad de Juan para ceder a los deseos de Cristo aunque no los entendamos, pues ellos le llevan a manifestar su gloria, mientras los nuestros la oscurecen. Deberíamos hacer caso a la palabra de Dios: «Confía en el Señor con toda el alma y no te fíes de tu propia inteligencia» (Prov 3,5).
«Conviene que cumplamos todo lo que Dios quiere». Son las primeras palabras de Jesús que el evangelio de san Mateo nos refiere. Ellas constituyen una consigna, un programa de vida para el Hijo de Dios. Toda su vida va a estar marcada por esta decisión de «cumplir», de llevar hasta el final lo que es justo a los ojos de Dios, lo que es voluntad del Padre. Así comienza su vida pública junto al Jordán y así terminará en Getsemaní.
También para nosotros, nuestra realidad de hijos de Dios debe manifestarse en esta adhesión incondicional a la voluntad de Dios. No como una carga que uno arrastra pesadamente, con resignación, sino como la expresión infinitamente amorosa de lo que Dios quiera para nuestro bien, que se abraza con gozo y se vive con entrega y fidelidad.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. Todo lo que Dios quiere.
En el evangelio, Juan, el precursor, no se atreve a bautizar al que viene detrás de él y ha sido anunciado por él; pero Jesús insiste porque debe cumplirse todo lo que Dios quiere (la justicia). La justicia es la que Dios ha ofrecido al pueblo en su alianza y que se cumple cuando el pueblo elegido le corresponde perfectamente. Esto es lo que sucede precisamente aquí, donde Jesús será la alianza consumada entre Dios y la humanidad, pero no sin la cooperación de Israel, que ha caminado en la fe hacia su Mesías y que debe incluir esta su fe en el acto divino de la gracia. Teniendo en cuenta la humildad del Bautista, parecía más conveniente dejar a Dios solo la gracia del cumplimiento, pero ahora es más adecuado que resplandezca su obediencia. Muchos años después de la primera epifanía con la adoración de los Magos, tiene lugar ahora la segunda epifanía con la apertura del mismo cielo: el Dios unitrino confirma el cumplimiento de la alianza; la voz del Padre muestra a Jesús como su hijo predilecto y el Espíritu Santo desciende sobre él para ungirlo como Mesías desde el cielo.
2. La luz sobre Israel.
Isaías, en el texto elegido como primera lectura, habla del elegido de Dios, que no es Israel como pueblo, sino una figura determinada. Esto queda definitivamente claro cuando Dios dice: «Te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones». La alianza con Israel está ya pactada desde hace mucho tiempo, pero Israel la rompió, y ahora este elegido viene a concluir la alianza con Israel de un modo nuevo y definitivo. Jesús es la epifanía de la alianza cumplida: es hijo de Dios y de una mujer judía, Dios y hombre a la vez, la alianza concluida indestructiblemente. Y como tal es la luz de los pueblos paganos a la vez que encarna en sí mismo el destino de Israel: llevar la salvación de Dios hasta los confines de la tierra. Jesús llevará a cabo esta potente iluminación del mundo en la humildad y el silencio de un hombre concreto, «no gritará», no actuará con violencia porque «no apagará el pábilo vacilante»; pero precisamente en este silencio «no vacilará» hasta que la justicia de la alianza de Dios se implante en toda la tierra. El es la luz que se eleva sobre la trágica historia de Israel, pero también sobre la trágica historia del mundo en su totalidad: él «abre los ojos de los ciegos», saca a la luz a los que están encerrados en sí mismos, a los que habitan en las tinieblas.
3. Salvación universal.
En la segunda lectura Pedro nos dice que la unción de Jesús por el Espíritu Santo, cuando fue bautizado por Juan, era el preludio no sólo de su actividad en Israel, sino también de su actividad por toda la humanidad. Pedro pronuncia estas palabras después de haber bautizado al centurión pagano Cornelio y haber comprendido «verdaderamente que Dios acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea». También la actividad mesiánica de Jesús en Israel -donde «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él»- estaba ya concebida para todo el mundo, como lo muestran los evangelios, que informan sobre todo esto y están escritos para todos los pueblos y para todos los tiempos. En la acción bautismal del Bautista, Israel crece más allá de sí mismo: por una parte se convierte en el «amigo del Esposo», en la medida en que se alegra de haber colaborado para que Cristo encontrara a la Iglesia universal como su esposa; pero por otra parte está dispuesto a «disminuir» para que el Amigo "crezca", y, en esta humilde «disminución» dentro de la Nueva Alianza, se equipara a la «disminución» de Jesús hasta la cruz, concretamente visible en la degollación del Bautista.