Solemnidad de la Ascensión del Señor (C)
/ 25 abril, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 1, 1-11: Lo vieron levantarse
Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9: Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas
Heb 9, 24-28; 10, 19-23: Cristo ha entrado en el mismo cielo
Lc 24, 46-53: Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (28-05-1992)
jueves 28 de mayo de 1992Amados hermanos en el episcopado,
queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles:
1. «A sí como en la solemnidad de Pascua la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su ascensión al cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo... hasta compartir el trono de Dios Padre» (San León Magno, Sermo II de Ascensione Domini, 1). Con estas palabras el papa san León Magno resumía el significado de la presente solemnidad de la Ascensión del Señor, que nos reúne hoy en torno al altar, celebrando la sagrada liturgia en Rito Hispano–Mozárabe.
[...]
2. San Lucas, en la segunda lectura (Hch 1, 1-11), evoca los aspectos centrales del misterio de esta solemnidad de la Ascensión. El Señor Jesús promete el don del Espíritu Santo, que había de dar a los discípulos la fuerza necesaria para ser sus testigos hasta los confines del mundo. Esta escena, descrita con elementos típicos de las grandes teofanías del Antiguo Testamento, no es únicamente una conclusión solemne y hierática de la vida del Señor. La Ascensión, como la relata el libro de los Hechos de los Apóstoles, señala el momento de la transición del tiempo de Jesús de Nazaret al tiempo de los Apóstoles y de la Iglesia. Con la subida a los cielos termina la presencia visible del Señor entre los hombres y comienza la misión de los Apóstoles que, guiados y fortalecidos por el Espíritu, están llamados a ser testigos de la resurrección, depositarios de la Palabra y de la promesa de Jesús, para hacer resonar el anuncio solemne del Reino de Dios en todo el mundo.
3. La solemnidad que hoy celebramos invita al cristiano a una actitud de superación y de maduración en la fe, pues con la venida del Espíritu, que el Señor promete, se nos abre el camino de la plenitud futura. «Os conviene que yo me vaya –dice Jesús en el Evangelio que hemos escuchado– porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. ...Cuando venga él, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 5.13). Nosotros, los que formamos parte de la Iglesia y hemos recibido el don del Espíritu Santo, estamos hoy llamados a continuar la tarea que el Señor confió a los Apóstoles.
La dimensión eclesial de la Ascensión del Señor queda, pues, subrayada con énfasis en las diversas plegarias que serán utilizadas en esta Eucaristía. Con insistencia se nos presenta el misterio de la Ascensión como un regreso de Cristo al Padre, para sentarse a su derecha en el santuario del cielo, como nos recuerda la primera lectura del Apocalipsis (Ap 4, 1-11). Los signos sagrados con que la Liturgia renueva el misterio de nuestra redención, a lo largo de la historia de la Iglesia, se han expresado con unas formas que, de alguna manera, respondían a los auténticos valores humanos y culturales de quienes los celebraban.
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Homilía (23-05-1998)
sábado 23 de mayo de 1998«A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días» (Hch 1, 3).
1. ¡Cuarenta días! La solemnidad de la Ascensión de Cristo al cielo concluye el período de cuarenta días a partir del domingo de Resurrección. Existe un significativo paralelismo litúrgico entre el tiempo cuaresmal y el pascual, una singular convergencia espiritual, que abre a nuevos horizontes para la vida cristiana: la Cuaresma lleva a la Resurrección; los cuarenta días después de la Pascua son la preparación para la Ascensión.
La Cuaresma, al remitirse idealmente a los cuarenta años de camino de Israel hacia la Tierra prometida, muestra en el Nuevo Testamento el itinerario de los creyentes hacia el misterio pascual, culminación y punto clave de la historia de la humanidad y de la economía de la salvación. Los cuarenta días que preceden a la Ascensión simbolizan el camino de la Iglesia en la tierra hacia la Jerusalén celestial, en la que entrará al fin junto con su Señor.
En los acontecimientos pascuales, Jesús revela la plenitud de la vida inmortal. En la cruz, vence a la muerte, y, mediante su sacrificio, ilumina con una luz nueva toda la existencia humana. Esto es lo que ponen de relieve los textos litúrgicos de la solemnidad de la Ascensión y, especialmente, el pasaje de la carta a los Hebreos que acabamos de escuchar: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio» (Hb 9, 27). Cristo resucitado y transfigurado en la gloria, como sacerdote eterno de la nueva Alianza, no entra «en un santuario hecho por mano de hombre (...), sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24).
Esta conciencia aumenta en la contemplación de los misterios sagrados y da un sentido nuevo a la vida diaria, proyectándola constantemente hacia las realidades últimas y eternas. El cielo es nuestra morada definitiva, como sugiere el apóstol Pablo: «Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Col 3, 1-2).
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6. Volvamos a la Ascensión: «Mientras los bendecía, (Jesús) se separó de ellos y fue llevado al cielo» (Lc 24, 51).
El encuentro del Resucitado con sus discípulos concluye con dos gestos, que san Lucas refiere al final de su evangelio, mientras narra el acontecimiento de la Ascensión: la despedida del Señor resucitado que bendice a los Apóstoles y la actitud de éstos.
La bendición de Cristo glorioso suscita en los discípulos la adoración y la alegría. Así, el misterio de la Ascensión asume el tono solemne de una liturgia armoniosa. Los discípulos reconocen en Jesús al Señor victorioso sobre la muerte y, al mismo tiempo, comprenden el significado profundo de su misión.
Su corazón está embargado de estupor y alabanza; no es la melancolía de un adiós, sino el gozo por la certeza de una presencia renovada. Jesús se oculta a los ojos físicos de sus discípulos, para hacerse presente a los ojos de su corazón; se libera de los límites del espacio y del tiempo, para hacerse presente al hombre de todos los tiempos y lugares, y ofrecerles a todos el don de la salvación.
Como los Apóstoles, como san Eusebio, como la multitud de los santos y beatos de esta ilustre Iglesia, a la que hoy se añade don Secondo Pollo, también nosotros tenemos la certeza de su presencia.
Sí. Cristo está con nosotros, dentro de nosotros; está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.
Homilía (27-05-2001)
domingo 27 de mayo de 20011. "Dios asciende entre aclamaciones" (Antífona del Salmo responsorial). Estas palabras de la liturgia de hoy nos introducen en la solemnidad de la Ascensión del Señor. Revivimos el momento en que Cristo, cumplida su misión terrena, vuelve al Padre. Esta fiesta constituye el coronamiento de la glorificación de Cristo, realizada en la Pascua. Representa también la preparación inmediata para el don del Espíritu Santo, que sucederá en Pentecostés. Por tanto, no hay que considerar la Ascensión del Señor como un episodio aislado, sino como parte integrante del único misterio pascual.
En realidad, Jesús resucitado no deja definitivamente a sus discípulos; más bien, empieza un nuevo tipo de relación con ellos. Aunque desde el punto de vista físico y terreno ya no está presente como antes, en realidad su presencia invisible se intensifica, alcanzando una profundidad y una extensión absolutamente nuevas. Gracias a la acción del Espíritu Santo prometido, Jesús estará presente donde enseñó a los discípulos a reconocerlo: en la palabra del Evangelio, en los sacramentos y en la Iglesia, comunidad de cuantos creerán en él, llamada a cumplir una incesante misión evangelizadora a lo largo de los siglos.
3. Amadísimos hermanos y hermanas... La liturgia nos exhorta hoy a mirar al cielo, como hicieron los Apóstoles en el momento de la Ascensión, pero para ser los testigos creíbles del Resucitado en la tierra (cf. Hch 1, 11), colaborando con él en el crecimiento del reino de Dios en medio de los hombres. Nos invita, además, a meditar en el mandato que Jesús dio a los discípulos antes de subir al cielo: predicar a todas las naciones la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24, 47). Es un mandato que nos impulsa a reflexionar sobre lo que [estamos] tratando de realizar con fidelidad a Cristo, para influir eficazmente en la sociedad y en la cultura contemporánea.
6. "Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido" (Lc 24, 49). Jesús habla aquí de su Espíritu, el Espíritu Santo. También nosotros, al igual que los discípulos, nos disponemos a recibir este don en la solemnidad de Pentecostés. Sólo la misteriosa acción del Espíritu puede hacernos nuevas criaturas; sólo su fuerza misteriosa nos permite anunciar las maravillas de Dios. Por tanto, no tengamos miedo; no nos encerremos en nosotros mismos. Por el contrario, con pronta disponibilidad colaboremos con él, para que la salvación que Dios ofrece en Cristo a todo hombre lleve a la humanidad entera al Padre.
Permanezcamos en espera de la venida del Paráclito, como los discípulos en el Cenáculo, juntamente con María. Al llegar a vuestra iglesia he visto una columna que sostiene la imagen de la Virgen con la inscripción: "No pases sin saludar a María". Sigamos siempre este consejo. María, a la que recurrimos con confianza sobre todo en este mes de mayo, nos ayude a ser dignos discípulos y testigos valientes de su Hijo en el mundo. Que ella, como Reina de nuestro corazón, haga de todos los creyentes una familia unida en el amor y en la paz.
Benedicto XVI, papa
Regina Caeli (16-05-2010)
domingo 16 de mayo de 2010Queridos hermanos y hermanas:
Hoy en Italia y otros países se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua... En la liturgia se narra el episodio de la última vez que el Señor Jesús se separó de sus discípulos (cf. Lc 24, 50-51; Hch 1, 2.9); pero no se trata de un abandono, porque él permanece para siempre con ellos —con nosotros— de una forma nueva. San Bernardo de Claraval explica que la Ascensión de Jesús al cielo se realiza en tres grados: «El primero es la gloria de la resurrección; el segundo, el poder de juzgar; y el tercero, sentarse a la derecha del Padre» (Sermo de Ascensione Domini, 60, 2: Sancti Bernardi Opera, t. VI, 1, 291, 20-21). Inmediatamente antes de este acontecimiento tuvo lugar la bendición de los discípulos, que los preparó a recibir el don del Espíritu Santo, para que la salvación fuera proclamada en todas partes. Jesús mismo les dijo: «Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre» (Lc 24, 48-49).
El Señor atrae la mirada de los Apóstoles —nuestra mirada— hacia el cielo para indicarles cómo recorrer el camino del bien durante la vida terrena. Sin embargo, él permanece en la trama de la historia humana, está cerca de cada uno de nosotros y guía nuestro camino cristiano: acompaña a los perseguidos a causa de la fe, está en el corazón de los marginados, se halla presente en aquellos a los que se niega el derecho a la vida. Podemos escuchar, ver y tocar al Señor Jesús en la Iglesia, especialmente mediante la palabra y los sacramentos. A este propósito, exhorto a los muchachos y jóvenes que en este tiempo pascual reciben el sacramento de la Confirmación a permanecer fieles a la Palabra de Dios y a la doctrina que han aprendido, como también a acercarse asiduamente a la Confesión y a la Eucaristía, conscientes de haber sido elegidos y constituidos para testimoniar la Verdad. Renuevo también mi invitación especial a los hermanos en el sacerdocio a que «con su vida y sus obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal) y sepan utilizar con sabiduría también los medios de comunicación, para dar a conocer la vida de la Iglesia y ayudar a los hombres de hoy a descubrir el rostro de Cristo (cf. Mensaje para la 44ª Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 2010).
Queridos hermanos y hermanas, el Señor, al abrirnos el camino del cielo, nos permite saborear ya en esta tierra la vida divina. Un autor ruso del siglo XX, en su testamento espiritual, escribió: «Observad más a menudo las estrellas. Cuando tengáis un peso en el alma, mirad las estrellas o el azul del cielo. Cuando os sintáis tristes, cuando os ofendan, ... deteneos a mirar el cielo. Así vuestra alma encontrará la paz» (N. Valentini - L. Žák (ed.), Pavel A. Florenskij. Non dimenticatemi. Le lettere dal gulag del grande matematico, filosofo e sacerdote russo, Milán 2000, p. 418). Doy gracias a la Virgen María, a quien en los días pasados pude venerar en el santuario de Fátima, por su materna protección durante la intensa peregrinación a Portugal. A ella, que vela por los testigos de su Hijo amado, dirigimos con confianza nuestra oración.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
El texto de la carta de los Efesios nos da la clave para entender el significado verdadero de la ascensión: en Cristo, Dios Padre ha desplegado todo su poder, sentándolo a su derecha y sometiéndolo todo. La ascensión pone de relieve que Cristo es «Señor», que todo –absolutamente todo– está bajo su dominio soberano. Y este dominio se traduce en influjo vital sobre la Iglesia, hasta el punto de que toda la vida de la Iglesia le viene de su Señor, de Cristo glorioso, al cual debe permanecer fielmente unida.
El evangelio nos subraya que, después de la ascensión, los discípulos se volvieron llenos de alegría. Es la alegría de contemplar la victoria total y definitiva de Cristo; la alegría de entender el plan de Dios completo y de descubrir el sentido de la humillación, de los padecimientos y de la muerte de Cristo. Es la alegría de saber que Cristo glorioso sigue misteriosamente presente en su Iglesia, infundiéndole su propia vida.
En el momento de la ascensión, Cristo reitera su promesa: plenamente glorificado, derrama en su Iglesia el Espíritu Santo. Esta semana es semana de cenáculo. Toda la Iglesia sólo tiene esta tarea que realizar: permanecer con María a la espera del Espíritu, que viene con su fuerza poderosa para hacernos testigos de Cristo.
Raniero Cantalamessa
Homilía (20-05-2007): Seréis mis testigos
domingo 20 de mayo de 2007Si no queremos que la Ascensión se parezca más a un melancólico «adiós» que a una verdadera fiesta, es necesario comprender la diferencia radical que existe entre una desaparición y una partida. Con la Ascensión, Jesús no partió, no se ha «ausentado»; sólo ha desaparecido de la vista. Quien parte ya no está; quien desaparece puede estar aún allí, a dos pasos, sólo que algo impide verle. En el momento de la ascensión Jesús desaparece, sí, de la vista de los apóstoles, pero para estar presente de otro modo, más íntimo, no fuera, sino dentro de ellos. Sucede como en la Eucaristía; mientras la hostia está fuera de nosotros la vemos, la adoramos; cuando la recibimos ya no la vemos, ha desaparecido, pero para estar ya dentro de nosotros. Se ha inaugurado una presencia nueva y más fuerte.
Pero surge una objeción. Si Jesús ya no está visible, ¿cómo harán los hombres para saber de su presencia? La respuesta es: ¡Él quiere hacerse visible a través de sus discípulos! Tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, el evangelista Lucas asocia estrechamente la Ascensión al tema del testimonio: «Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lc 24, 48). Ese «vosotros» señala en primer lugar a los apóstoles que han estado con Jesús. Después de los apóstoles, este testimonio por así decir «oficial», esto es, ligado al oficio, pasa a sus sucesores, los obispos y los sacerdotes. Pero aquel «vosotros» se refiere también a todos los bautizados y los creyentes en Cristo. «Cada seglar –dice un documento del Concilio- debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y señal del Dios vivo» ( Lumen gentium 38).
Se ha hecho célebre la afirmación de Pablo VI: «El mundo tiene necesidad de testigos más que de maestros». Es relativamente fácil ser maestro, bastante menos ser testigo. De hecho, el mundo bulle de maestros, verdaderos o falsos, pero escasea de testigos. Entre los dos papeles existe la misma diferencia que, según el proverbio, entre el dicho y el hecho... Los hechos, dice un refrán ingles, hablan con más fuerza que las palabras.
El testigo es quien habla con la vida. Un padre y una madre creyentes deben ser, para los hijos, «los primeros testigos de la fe» (esto pide para ellos la Iglesia a Dios, en la bendición que sigue al rito del matrimonio). Pongamos un ejemplo concreto. En este período del año muchos niños [y jóvenes] se acercan a la primera comunión y a la confirmación. Una madre o un padre creyentes pueden ayudar a su hijo a repasar el catecismo, explicarle el sentido de las palabras, ayudarle a memorizar las repuestas. ¡Hacen algo bellísimo y ojalá fueran muchos los que lo hicieran! Pero ¿qué pensará el niño si, después de todo lo que los padres han dicho y hecho por su primera comunión, descuidan después sistemáticamente la Misa los domingos, y nunca hacen el signo de la cruz ni pronuncian una oración? Han sido maestros, no testigos.
El testimonio de los padres no debe, naturalmente, limitarse al momento de la primera comunión o de la confirmación de los hijos. Con su modo de corregir y perdonar al hijo y de perdonarse entre sí, de hablar con respeto de los ausentes, de comportarse ante un necesitado que pide limosna, con los comentarios que hacen en presencia de los hijos al oír las noticias del día, los padres tienen a diario la posibilidad de dar testimonio de su fe. El alma de los niños es una placa fotográfica: todo lo que ven y oyen en los años de la infancia se marca en ella y un día «se revelará» y dará sus frutos, buenos o malos.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Desde su Ascensión a los cielos, Jesús tiene transferido a su Iglesia el mandato de seguir realizando su obra de evangelización y salvación hasta el fin de los tiempos.
Oigamos a San León Magno, que en sus Sermones 73 y 74 expuso el Misterio de la Ascensión del Señor:
«El misterio de nuestra salvación, que el Creador del universo estimó en el precio de su Sangre, se fue realizando, desde el día de su nacimiento hasta el fin de su Pasión, mediante su humildad. Aunque bajo la forma de siervo, se manifestaron muchas señales de su divinidad; con todo, su acción durante este tiempo estuvo encaminada a mostrar la verdad de su naturaleza humana. Pero, después de su Pasión, libre ya de las ataduras de la muerte, las cuales habían perdido su fuerza al sujetar a Aquel que estaba exento de todo pecado, la debilidad se convirtió en valor, la mortalidad en inmortalidad, la ignominia en gloria. Esta gloria la declaró nuestro Señor Jesucristo, mediante muchas y manifiestas pruebas (Hch 1,3), en presencia de muchos, hasta que el triunfo de la victoria conseguida con la muerte fue patente con su Ascensión a los cielos.
«Por lo mismo, así como la Resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría en la solemnidad pascual, así su Ascensión a los cielos es causa del gozo presente, ya que nosotros recordamos y veneramos debidamente este día, en el cual la humildad de nuestra naturaleza, sentándose con Jesucristo en compañía de Dios Padre, fue elevada sobre los órdenes de los ángeles, sobre toda la milicia del cielo y la excelsitud de todas las potestades (Ef 1,21). Gracias a esta economía de las obras divinas, el edificio de nuestra salvación se levanta sobre sólidos fundamentos... Lo que fue visible a nuestro Redentor ha pasado a los sacramentos (a los ritos sagrados) y, a fin de que la fe fuese más excelente y firme, la visión ha sido sustituida por una enseñanza, cuya autoridad, iluminada con resplandores celestiales, han aceptado los corazones de los fieles» (Sermón 74,1-2).
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «Mientras los bendecía, se separó de ellos»
Lucas nos cuenta hoy, al final de su evangelio y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, la ascensión del Señor: en el evangelio con una mirada retrospectiva que conduce al mismo tiempo a la misión en el futuro; y en los Hechos de los Apóstoles, eliminando las falsas concepciones para hacer sitio a la futura misión de la Iglesia. En el evangelio el Señor remite a la quintaesencia de la Sagrada Escritura: la pasión y la resurrección del Mesías, y esto es lo que se anunciará de ahora en adelante a todos los pueblos. Los discípulos han sido y siguen siendo los testigos oculares de esta quintaesencia de toda la revelación, y esta gracia única («¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros véis!») los convierte en los «testigos» privilegiados. Pero el testigo principal es el propio Dios, su Espíritu Santo, que conferirá a sus palabras humanas «la fuerza de lo alto». Los discípulos han de esperar a este Espíritu de Dios, de modo que su misión exigirá una obediencia permanente al Espíritu Santo. La ascensión de Jesús hacia el Padre está precedida de una bendición final que envuelve a todo el futuro de la Iglesia, una bendición cuya eficacia durará siempre y bajo la que hemos de poner toda nuestra actividad.
2. «Mis testigos hasta los confines del mando».
La primera lectura, el comienzo de los Hechos de los Apóstoles, elimina las limitadas expectativas de los discípulos, que siguen esperando todavía la restauración del reino de Israel, y amplía expresamente el campo misionero de la Iglesia, que parte de Jerusalén, pasa por Judea y el país herético de Samaría, y llega hasta los confines de la tierra. La reconciliación operada por Dios en Cristo afecta al mundo entero, todos los pueblos han de conocerla. Los apóstoles no hacen propaganda de una religión determinada, sino que anuncian un acontecimiento divino que concierne a todos desde el principio, que de hecho ya les ha afectado, lo sepan o no. Pero todos deben conocerlo, pues entonces podrán poner su vida bajo esta nueva luz que le da sentido y ordenarla en consecuencia. La universalidad de la verdad de Cristo exige que su verdad objetiva sea afirmada también subjetivamente por los hombres. Afirmada o negada, rechazada: lo que es también una forma de ser conocida.
3. «Un camino nuevo y vivo a través de la cortina».
La segunda lectura subraya el carácter único y definitivo del acontecimiento de Cristo. Si este acontecimiento fuera repetible, no tendría una validez universal. La Antigua Alianza estaba bajo el signo de la repetición, porque la ofrenda de la sangre de los animales no podía producir una expiación definitiva ante Dios; pero la autoinmolación de Jesús fue tan irrepetible y suficiente que en virtud de ella podemos entrar en el santuario de Dios a través de la cortina, que anteriormente era siempre un elemento separador: lo que parecía separarnos de Dios, nuestra carne mortal, se ha convertido precisamente, con la ascensión de Cristo, en lo que ha penetrado hasta el Padre, ha purificado nuestra «mala conciencia» y nos ha dado «la firme esperanza que profesamos» en la «fidelidad» de Dios, ahora definitivamente demostrada.