Domingo de Ramos (C) – Homilías
/ 8 marzo, 2016 / Semana Santa, Tiempo de CuaresmaHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (30-03-1980)
Domingo de Ramos. Plaza de San Pedro Domingo 30 de marzo de 1980
1. Cristo, junto con sus discípulos, se acerca a Jerusalén. Lo hace como los demás peregrinos, hijos e hijas de Israel; que en esta semana. precedente a la Pascua, van a Jerusalén. Jesús es uno de tantos.
Este acontecimiento, en su desarrollo externo, se puede considerar, pues, normal. Jesús se acerca a Jerusalén desde el Monte llamado de los Olivos, y por lo tanto viniendo de las localidades de Betfagé y de Betania. Allí da orden a dos discípulos de traerle un borrico. Les da las indicaciones precisas: dónde encontrarán al animal y cómo deben responder a los que pregunten por qué lo hacen. Los discípulos siguen escrupulosamente las indicaciones. A los que preguntan por que desatan al borrico, les responden: «El Señor tiene necesidad de él» (Lc 19, 31), y esta respuesta es suficiente. El borrico es joven; hasta ahora nadie ha montado sobre él. Jesús será el primero. Así, pues, sentado sobre el borrico, Jesús realiza el último trecho del camino hacia Jerusalén. Sin embargo, desde cierto momento, este viaje, que en sí nada tenía de extraordinario, se cambia en una verdadera «entrada solemne en Jerusalén».
Hoy celebramos el Domingo de Ramos, que nos recuerda y hace presente esta «entrada». En un especial rito litúrgico repetimos y reproducimos todo lo que hicieron y dijeron los discípulos de Jesús —tanto los cercanos como los más lejanos en el tiempo— en ese camino, que llevaba desde el Monte de los Olivos a Jerusalén. Igual que ellos, tenernos en las manos los ramos de olivo y decimos —o mejor, cantamos— las palabras de veneración que ellos pronunciaron. Estas palabras, según la redacción del Evangelio de Lucas, dicen así: «Bendito el que viene, el Rey, en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas» (Lc 19, 38).
En estas circunstancias, el simple hecho de Jesús, que junto con los discípulos sube hacia Jerusalén para la cercana solemnidad de la Pascua, asume claramente un significado mesiánico. Los detalles que forman el marco del acontecimiento, demuestran que en él se cumplen las profecías. Demuestran también que, pocos días antes de la Pascua, en ese momento de su misión pública, Jesús logró convencer a muchos hombres sencillos en Israel. Le seguían los más cercanos, los Doce, y además una muchedumbre: «Toda la muchedumbre de los discípulos», como dice el Evangelista Lucas (19, 37), la cual hacía comprender sin equívocos que veía en El al Mesías.
2. El Domingo de Ramos abre la Semana Santa de la pasión del Señor; de la que ya lleva en sí la dimensión más profunda. Por este motivo, leemos toda la descripción de la pasión del Señor según Lucas.
Jesús, al subir en ese momento hacia Jerusalén, se revela a Sí mismo completamente ante aquellos que preparan el atentado contra su vida. Por lo demás, se había revelado desde ya hacía tiempo, al confirmar con los milagros todo lo que proclamaba y al enseñar, como doctrina de su Padre, todo lo que enseñaba. Las lecturas litúrgicas de las últimas semanas lo demuestran de manera clara: la «entrada solemne en Jerusalén» constituye un paso nuevo y decisivo en el camino hacia la muerte, que le preparan los representantes de los ancianos de Israel.
Las palabras que dice «toda la muchedumbre» de peregrinos, que subían a Jerusalén con Jesús, no podían menos de reforzar las inquietudes del Sanedrín y de apresurar la decisión final.
El Maestro es plenamente consciente de esto. Todo cuanto hace, lo hace con esta conciencia, siguiendo las palabras de la Escritura, que ha previsto cada uno de los momentos de su Pascua. La entrada en Jerusalén fue el cumplimiento de la Escritura.
Jesús de Nazaret se revela, pues, según las palabras de los Profetas, que El sólo ha comprendido en toda su plenitud. Esta plenitud permaneció velada tanto a «la muchedumbre de los discípulos», cine a lo largo del camino hacia Jerusalén cantaban «Hosanna», alabando «a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto» (Lc 19, 37), como a esos Doce más cercanos a El. A estos últimos, el amor por Cristo no les permitía admitir un final doloroso; recordemos cómo en una ocasión dijo Pedro: «Esto no te sucederá jamás» (Mt 16; 22).
En cambio, para Jesús las palabras de los Profetas son claras hasta el fin, y se le revelan con toda la plenitud de su verdad; y El mismo se abre ante esta verdad con toda la profundidad de su espíritu. La acepta totalmente. No reduce nada. En las palabras de los Profetas encuentra el significado justo de la vocación del Mesías: de su propia vocación. Encuentra en ellas la voluntad del Padre.
«El Señor Dios me ha abierto los oídos, y yo no me resisto, no me echo atrás» (Is 50, 5).
De este modo la liturgia del Domingo de Ramos contiene ya en sí la dimensión plena de la pasión: la dimensión de la Pascua.
«He dado mis espaldas a los que me herían, mis mejillas a los que me arrancaban la barba. Y no escondí mi rostro ante las injurias y los esputos» (Is 50, 6).
«Al verme, se burlan de mí; hacen visajes, menean la cabeza… me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (Sal 21 [22], 8-17-19).
3. He aquí la liturgia del Domingo de Ramos: en medio de las exclamaciones de la muchedumbre, del entusiasmo de los discípulos que, con las palabras de los Profetas, proclaman y confiesan en El al Mesías, sólo El, Cristo, conoce hasta el fondo la verdad de su misión; sólo El, Cristo, lee hasta el fondo lo que sobre El han escrito los Profetas.
Y todo lo que han dicho y escrito se cumple en El con la verdad interior de su alma. El, con la voluntad y el corazón, está ya en todo lo que, según las dimensiones externas del tiempo, le queda todavía por delante. Ya en este cortejo triunfal, en su «entrada en Jerusalén», El es «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8).
Entre la voluntad del Padre, que lo ha enviado, y la voluntad del Hijo hay una profunda unión plena de amor, un beso interior de paz y de redención. En este beso, en este abandono sin límites, Jesucristo, que es de naturaleza divina, se despoja a Sí mismo y toma la condición de siervo, humillándose a Sí mismo (cf. Flp 2, 6-8). Y permanece en este abajamiento, en esta expoliación de su fulgor externo, de su divinidad y de su humanidad, llena de gracia y de verdad. El, Hijo del hombre, va, con este aniquilamiento y expoliación, hacia los acontecimientos que se cumplirán, citando su abajamiento, expoliación, aniquilamiento revistan precisas formas exteriores: recibirá salivazos, será flagelado, insultado, escarnecido, rechazado por el propio pueblo, condenado a muerte, crucificado, hasta que pronuncie el último: «todo está cumplido», entregando el espíritu en las manos del Padre.
Esta es la entrada «interior» de Jesús en Jerusalén, que se realiza dentro de su alma en el umbral de la Semana Santa.
4. En cierto momento, se le acercan los fariseos que no pueden soportar más las exclamaciones de la muchedumbre en honor de Cristo, que hace su entrada en Jerusalén, y dicen: «Maestro, reprende a tus discípulos»; Jesús contestó: «Os digo que si ellos callasen, gritarían las piedras» (Lc 19, 39-40).
Comenzamos hoy la Semana Santa de la pasión del Señor en Roma,, En esta ciudad no faltan las piedras que hablan de cómo ha llegado aquí la cruz de Cristo y de cómo ha echado sus raíces en esta capital del mundo antiguo.
Que las piedras no hagan ruborizarse a los hombres.
Que nuestros corazones y nuestras conciencias griten más fuerte que ellas.
Homilía (23-03-1986)
Primera Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 23 de marzo de 1986.
1. “¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel! ¡Hosanna en el cielo!” (Antífona de entrada).
Estas palabras se han proclamado precisamente hoy, el día en que la Iglesia celebra, cada año, este recuerdo: el Domingo de Ramos.
Estas palabras fueron pronunciadas con entusiasmo por los hombres que habían ido a Jerusalén para la fiesta de Pascua, como había ido también Jesús para celebrar su Pascua.
Según dice el texto litúrgico, estás palabras fueron proclamadas de modo particular por los jóvenes: “pueri hebraeorum”. La participación de los jóvenes en el acontecimiento del Domingo de Ramos es ya una tradición…
[…]
3. Hoy… todos nosotros miramos a Cristo —este Cristo— que (según la predicción del Profeta), viene a Jerusalén montado sobre un pollino, según la costumbre del lugar. Los Apóstoles han puesto sus vestidos encima, para que Jesús pudiera estar sentado. Y cuando se encontraba cerca de la bajada del Monte de los Olivos, todo el grupo de los discípulos, exultante, comenzó a alabar a Dios a voces, por los prodigios que había visto (cf. Lc 19, 37).
Efectivamente, en su tierra natal, Jesús había conseguido ya llegar con la Buena Nueva a mucha gente, a muchos hijos a hijas de Israel, a los ancianos y a los jóvenes, a las mujeres y a los niños. Y enseñaba actuando: haciendo el bien. Revelaba a Dios como Padre. Lo manifestaba con las obras y la palabra. Haciendo el bien a todos, de modo particular a los pobres y a los que sufren, preparaba en sus corazones el camino para la aceptación de la Palabra, aun cuando esta Palabra resultase, en un primer momento, incomprensible, como lo fue, por ejemplo, el primer anuncio de la Eucaristía; e incluso cuando esta Palabra era exigente, por ejemplo, sobre la indisolubilidad del matrimonio. Tal era y tal permanece.
Entre las palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret se encuentra también una dirigida a un joven, a un joven rico. A este coloquio he hecho referencia en la Carta del pasado año a los jóvenes y a las jóvenes. Es un diálogo conciso, contiene pocas palabras, pero qué denso, qué rico de contenido y qué fundamental es.
4. Así, pues, hoy contemplamos a Jesús de Nazaret, que viene a Jerusalén; su llegada está acompañada con el entusiasmo de los peregrinos. “¡Hosanna al Hijo de David!” (Mt 21, 9).
Sabemos, sin embargo, que el entusiasmo será sofocado dentro de poco. Ya entonces “algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos” (Lc 19, 39).
Qué expresiva es la respuesta de Jesús: “Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
Contemplamos, por lo tanto, “al que viene en nombre del Señor” (Mt 21, 9) en la perspectiva de la Semana Santa. “Mirad, subimos a Jerusalén y… el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y escarnecido, a insultado, y escupido, y después de haberle azotado le quitarán la vida…” (Lc 18, 31-33).
Así, pues, se acallarán los gritos de la muchedumbre del Domingo de Ramos. El mismo Hijo del hombre se verá obligado al silencio de la muerte. Y la víspera del sábado, lo bajarán de la cruz, lo depositarán en un sepulcro, pondrán una piedra a la entrada del mismo y sellarán la piedra.
Sin embargo, tres días más tarde esta piedra será removida. Y las mujeres que irán a la tumba, la encontrarán vacía. Igualmente los Apóstoles. Así, pues, esa “piedra removida” gritará, cuando todos callen. Gritará. Proclamará el misterio pascual de Jesucristo. Y de ella recogerán este misterio las mujeres y los apóstoles, que lo llevarán con sus labios por las calles de Jerusalén, y más adelante por los caminos del mundo de entonces. Y así, a través de las generaciones, “gritarán las piedras”.
5. ¿Qué es el misterio pascual de Jesucristo? Son los acontecimientos de estos días, particularmente de los últimos días de la Semana Santa. Estos acontecimientos tienen su dimensión humana, como dan testimonio de ello las narraciones de la pasión del Señor en los Evangelios. Mediante estos acontecimientos el misterio pascual se sitúa en la historia del hombre, en la historia de la humanidad.
Sin embargo, tales acontecimientos tienen, a la vez, su dimensión divina, y precisamente en ella se manifiesta el misterio.
Escribe concisamente San Pablo: “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6-7).
Esta dimensión del misterio divino se llama Encarnación. El Hijo de la misma sustancia del Padre se hace hombre y, como tal, se hace siervo de Dios: Siervo de Yavé, como dice el libro de Isaías. Mediante este servicio del Hijo del hombre, la economía divina de la salvación llega a su ápice, a su plenitud.
Continúa hablando San Pablo en la liturgia de hoy: “Actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2, 7-8).
Esta dimensión del misterio divino se llama Redención. La obediencia del Hijo del hombre, la obediencia hasta la muerte de cruz compensa con creces la desobediencia hacia el Creador y Padre contenida en el pecado del hombre desde el principio.
Así, pues, el misterio pascual es la única realidad divina de la Encarnación y de la Redención, introducida en la historia de la humanidad. Introducida en el corazón y en la conciencia de cada uno de nosotros. Cada uno de nosotros está presente en este misterio mediante la herencia del pecado, que de generación en generación conduce a la muerte. Cada uno de nosotros encuentra en ella la fuerza para la victoria sobre el pecado.
6. El misterio pascual de Jesucristo no se agota en el despojo de Cristo. No lo cierra la gran piedra puesta a la entrada del sepulcro tras la muerte en el Gólgota.
Al tercer día esta piedra será removida por la potencia divina y comenzará a “gritar”: comenzará a hablar acerca de lo que San Pablo expresa con estas palabras de la liturgia de hoy:
«Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble —en el cielo, en la tierra, en el abismo—, y toda lengua proclame: “¡Jesucristo es Señor!”, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 10-11). Redención significa también exaltación.
La exaltación, es decir, la resurrección de Cristo abre una perspectiva absolutamente nueva en la historia del hombre, en la existencia humana, sometida a la muerte a causa de la herencia del pecado. Por encima de la muerte está la perspectiva de la vida. La muerte forma parte de la dimensión del mundo visible; la vida está en Dios.
El Dios de la vida nos habla con la cruz y con la resurrección de su Hijo.
Esta es la última palabra de su Revelación. La última palabra del Evangelio. Justamente esta palabra está contenida en el misterio pascual de Jesucristo.
7. Mediante la cruz y la resurrección, mediante el misterio pascual, Cristo dirige a cada uno de nosotros la llamada: “Sígueme”.
La dirigió al joven del Evangelio en el camino de su peregrinación mesiánica, pero entonces la verdad sobre Él (sobre Cristo) no había sido aún revelada en su plenitud.
Ha de revelarse en su totalidad en estos días. Ha de ser complementada con su pasión, muerte y resurrección. Ha de convertirse en respuesta a los interrogantes más fundamentales del hombre. Ha de convertirse en desafío de la inmortalidad.
Precisamente en estos días, vosotros jóvenes habéis venido junto a los sepulcros de los Apóstoles. Aquí, donde Pedro y Pablo hace casi dos mil años dieron testimonio de Cristo, quien mediante la cruz ha venido a ser “el Señor, para gloria de Dios Padre”.
Hemos decidido celebrar en la Iglesia la Jornada de la Juventud precisamente en este domingo.
8. Realmente no quedaron decepcionados los que durante la entrada de Jesús en Jerusalén gritaban: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.
Tampoco quedaron decepcionados los jóvenes: “pueri hebraeorum”.
El viernes por la noche todo parecía testimoniar la victoria del pecado y de la muerte. Sin embargo, a los tres días, ha hablado de nuevo la “piedra removida” (“gritarán las piedras”).
Y no quedaron decepcionados. Todas las expectaciones del hombre, cargado con la herencia del pecado, han sido completamente superadas.
Dux vitae mortuus — regnat vivus.
No quedaron decepcionados.
Y por esto celebramos en este día la Jornada de la Juventud. En efecto, este día está vinculado a la esperanza que no decepciona (cf. Rm 5, 5). Las generaciones que siempre se renuevan necesitan esta esperanza. La necesitan cada vez más.
No quedaron decepcionados los que gritaron: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Sí. Llega. Entró en la historia del hombre. En Jesucristo Dios entró definitivamente en la historia del hombre. Vosotros jóvenes, debéis encontrarlo los primeros. Debes encontrarlo constantemente.
“La Jornada de la Juventud” significa precisamente esto: salir al encuentro de Dios, que entró en la historia del hombre mediante el misterio pascual de Jesucristo. Entró en ella de manera irreversible.
Y quiere encontraros antes a vosotros, jóvenes. Y a cada uno quiere decir: “Sígueme”.
Sígueme. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Amén.
Homilía (19-03-1989)
IV Jornada Mundial de la Juventud.
Domingo de Ramos 19 de marzo de 1989.
1. «Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40).
Así respondió Jesús cuando se le pidió que hiciera callar a sus discípulos, que habían ido con El a Jerusalén: “Reprende a tus discípulos” (Lc 19, 39).
Jesús no los reprendió.
Jesús, mientras bajaba del Monte de los Olivos, no impide a la multitud que lo salude aclamando: “¡Hosanna!”.
“¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto” (Lc 19, 28).
En otra ocasión Jesús se había alejado entre la multitud, que quería proclamarlo rey. Esto sucedió después de la milagrosa multiplicación de los panes, cerca de Cafarnaún. Esta vez los peregrinos pascuales “se pusieron a alabar a Dios a gritos por todos los milagros que habían visto” (cf. Lc 19, 37).
Ahora Jesús no se aleja de ellos. No hace prohibiciones. No hace callar a los que gritan. No impide que alfombren el camino con sus mantos. Más aún, replica a los fariseos: “Si éstos callan, gritarán las piedras”.
Jesús sabe que ha llegado el momento de que se deje oír este grito ante las puertas de Jerusalén. Sabe que ya ha “llegado su hora”.
2. Esta hora —su hora— está inscrita eternamente en la historia de Israel. Y está también inscrita en la historia de la humanidad, así como Israel está inscrito en esta historia: ¡El pueblo elegido!
“Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor”.
Este pueblo ha fijado en su memoria el paso de Dios. Dios ha entrado en su historia, comenzando por los patriarcas, por Abraham. Y después a través de Moisés.
Dios ha entrado en la historia de Israel corno Aquel que “Es” (cf. Ex 3, 14).
“Es” en medio de todo lo que pasa. Y “Es” con el hombre. “Es” con el pueblo que ha elegido.
Yahvé —Aquel que “Es”— hizo salir a su pueblo de Egipto, de la casa de esclavitud y de opresión. Mostró de forma visible el invisible “poder de su derecha”.
No es sólo el Dios lejano de majestad infinita, Creador y Señor de todas las cosas. Se ha convertido en el Dios de la Alianza.
Los peregrinos que se dirigen a Jerusalén —y entre ellos Jesús de Nazaret— van allí para las fiestas pascuales. Para alabar a Dios por el milagro de la noche pascual en Egipto. Por la noche del éxodo.
El Señor pasó por Egipto e Israel salió de la casa de la esclavitud. Este es el Dios que libera, el Dios-Salvador.
3. “Bendito el rey que viene en el nombre del Señor”.
¡Estas palabras las pronuncian los labios de los hijos y de las hijas de Israel! Este pueblo espera una nueva venida de Dios, una nueva liberación. Este pueblo espera al Mesías, al Ungido de Dios, en quien está la plenitud del reino de Dios entre los hombres. Este reino lo habían representado en la historia los reyes terrenos de Israel y de Judá, el mayor de los cuales fue David: el rey-profeta.
El Mesías tenía que significar la plenitud del reino de Dios entre los hombres.
¿Y acaso también el reino terreno? ¿Y acaso también la liberación de la esclavitud de Roma?
Los hombres que cantan: “Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor”, dan testimonio de la verdad. ¿Acaso no viene de Dios Aquel que ha manifestado en medio de ellos tantos signos del poder de Dios? ¿Aquel que tinos días antes resucité a Lázaro?
¡Bendito!
Dan testimonio de la verdad. No podía faltar este testimonio. Si éstos callasen, entonces gritarían las piedras.
4. Jesús entra en Jerusalén al son de este testimonio. Va hacia su “hora”, en la que se revela la plenitud del reino de Dios en la historia del hombre.
El mismo lleva dentro de Sí esta plenitud. Es comienzo del reino de Dios en la tierra. El mismo Padre le dio este signo. Ese reino debe crecer por El y para El entre los hombres, debe permanecer y crecer en toda la familia humana.
Jesús conoce bien el camino que conduce a El.
El sabe que, “a pesar de su condición divina” (Flp 2, 6), tenía que “despojarse de su rango, tomando la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (cf. Flp 2, 7).
Sabe que El —Hijo de la misma substancia del Padre, “Dios de Dios, Luz de Luz”, y al mismo tiempo verdadero hombre “y actuando como un hombre cualquiera” (Flp 2, 7)— debe “rebajarse hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz” (cf. Flp 2, 8).
Jesús sabe que ésta es precisamente su “hora”. Que esta “hora” ya está cerca. En efecto, precisamente para ella —para esa “hora”— El ha “venido al mundo” (cf. Jn 12, 27).
En su humillación, en su cruz, en su muerte oprobiosa, Dios, —“Aquel que es”— pasará por la historia del hombre. Pasará mucho más de cuanto haya pasado la noche del éxodo de la esclavitud de Egipto.
Y, mejor aún: liberará.
Precisamente por medio de esa obediencia filial hasta la muerte: liberará.
Esta será la liberación del mal fundamental que, a partir de la “desobediencia” originaria, pesa sobre el hombre como pecado y como muerte.
5. Por lo tanto, los labios de los hombres anuncian la verdad; las voces de los jóvenes dan testimonio de la verdad.
“Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor”.
Esto sucederá —dentro de unos días— cuando el Rey será coronado de espinas y lo verán agonizando en la cruz, que lleva la inscripción: “Este es Jesús, el rey de los judíos” (cf. Mt 27, 37).
Precisamente a través de este escarnio, a través de este oprobio, pasará Aquel que es.
Pasará mucho más, de modo aún más definitivo que la noche de la primera pascua en Egipto.
Pasará por la tumba, en la que depositarán al Crucificado. Y se revelará en el signo más grande: en el signo de la muerte vencida por la Vida.
Realmente en este signo se encierra la misma plenitud divina de su reinado. Cristo sigue su “hora”. Es la hora de la exaltación:
«Por eso Dios lo levantó… y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”» (Flp 2, 9).
“Bendito el que viene… en nombre del Señor”.
6. Desde entonces, desde su Resurrección Cristo vive.
Y, con su misterio pascual, “viene en el nombre del Señor” a las generaciones humanas siempre nuevas.
En El permanece, hasta el fin del mundo, la venida de Dios: de Aquel que es.
Todos vosotros que estáis reunidos en la Pascua de la Nueva y Eterna Alianza —sobre todo vosotros, jóvenes— estad junto a Jesucristo a lo largo de la Semana Santa. A lo largo de estos próximos días que contienen dentro de sí una especial memoria de “su hora”.
Es bueno que estéis aquí para “alabar a Dios” en el misterio de su paso pascual a través de la historia del hombre.
Es bueno que se deje oír vuestra voz.
¡Realmente, si vosotros calláis, gritarán las piedras!
Vuestra voz, hoy, aquí en Roma, será también un anuncio de la que queréis oír —estoy seguro— el próximo mes de agosto, con ocasión de la Jornada mundial de la Juventud, en el santuario de Santiago de Compostela, donde nos volveremos a encontrar juntos para ese importante acontecimiento eclesial. Así, hoy empezará, en cierto modo, ese “camino de Santiago” que habrá de convertiros a vosotros, queridos jóvenes, en otros peregrinos de la fe cristiana.
¡Aquel que Es, Dios, el Dios Vivo, espera vuestra voz, la voz de los hombres vivos, la voz de los jóvenes!
Homilía (12-04-1992)
VII Jornada Mundial de la Juventud.
Domingo de Ramos, 12 de abril de 1992
1. «Anunciaré tu nombre a mis hermanos» (Sal 22, 23).
Hoy las palabras del salmo se cumplen de una manera particular. En toda Jerusalén resuena la gloria del nombre de Dios. Del Dios que hizo salir a su pueblo de Egipto, de la situación de esclavitud.
Este pueblo espera la nueva venida de Dios. En Jesús de Nazaret se realiza el cumplimiento de sus esperanzas. Cuando Cristo se acerca a Jerusalén, yendo como peregrino junto con los demás para la fiesta de Pascua, es acogido como el que viene en el nombre del Señor. El pueblo, exultando, canta: «Hosanna».
Todos han captado con exactitud los signos que muestran que se han cumplido los anuncios de los profetas. También el signo del rey que tenía que llegar «montado en un asno» (cf. Zc 9, 9) había sido profetizado.
2. Pero la intuición colectiva tiene sus límites. Aquel que, según las palabras del salmista, viene para «anunciar el nombre de Dios a sus hermanos» es, al mismo tiempo —en este salmo— el abandonado, el escarnecido, el castigado.
«Al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: “Acudió al Señor, que le ponga a salvo; que lo libere, si tanto lo quiere”» (Sal 22, 8-9).
Después, él dice de sí mismo, como si hablara entre sí: «Me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos… Se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven de prisa a socorrerme» (Sal 22, 17-20). «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (ib., 2).
Sorprendente profecía! Estas palabras nos transportan ya al Gólgota; participamos en la agonía de Cristo en la cruz. Precisamente estas palabras del salmista se encuentran de nuevo en su boca cuando va a morir.
Cristo, que ha venido a Jerusalén para la fiesta de Pascua, ha leído hasta sus últimas consecuencias la verdad contenida en los salmos y en los profetas. Esta era la verdad sobre él. Ha venido para cumplir esta verdad hasta sus últimas consecuencias.
3. Mediante el evento del Domingo de Ramos se abre la perspectiva de los acontecimientos ya cercanos, en los que la verdad plena sobre Cristo-Mesías encontrará su total cumplimiento.
Aquel que «a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo,… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “nombre sobre todo nombre”… ¡Jesucristo es Señor!» para gloria de Dios. Padre» (Flp 2, 6-9. 11).
4. Esta es la verdad de Dios, contenida en los eventos de esta Semana Santa de Pascua. Los eventos tienen el carácter humano. Pertenecen a la historia del hombre. Pero este hombre «realmente… era Hijo de Dios» (Mt 27, 54). Los eventos humanos descubren el inescrutable misterio de Dios. Este es el misterio del amor que salva.
Cuando, después de la resurrección, Cristo dice a los Apóstoles: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva» (Mc 16, 15), en ese momento les da el mandato de predicar precisamente este misterio, cuya plenitud ha sido alcanzada en los acontecimientos de la Pascua de Jerusalén.
5. Estas mismas palabras del Redentor del mundo van dirigidas hoy a todos los jóvenes de Roma y de toda la Iglesia; y se convierten en el hilo conductor de la Jornada mundial de la juventud de este año.
Es necesario, queridísimos jóvenes, que la verdad salvífica del Evangelio sea asumida hoy por vosotros como, hace veinte siglos, fue asumida la verdad sobre el Hijo de David («el que viene en nombre del Señor») por los hijos e hijas de la ciudad santa. Es necesario que vosotros asumáis hoy esta verdad salvífica sobre Cristo crucificado y resucitado, y viviendo intensamente de ella os esforcéis por llegar al corazón del mundo contemporáneo.
«Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva» (Mc 16, 15): esta es la consigna que os dirige el mismo Cristo. Sobre este compromiso, que constituye el tema de la VII Jornada mundial de la juventud, habéis reflexionado y orado. Se trata de un compromiso que os afecta personalmente a cada uno. Todo bautizado es llamado por Cristo a convertirse en su apóstol en el propio ambiente en que vive y en todo el mundo.
¿Cuál será vuestra respuesta?
Que cada uno de vosotros sepa hacer suyas las palabras del salmista: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos».
Sí. ¡Tu nombre! Pues de ningún otro nombre bajo el cielo nos viene la salvación (cf. Hch 4, 12). Amén.
Homilía (09-04-1995)
X Jornada Mundial de la Juventud.
Domingo de Ramos, 9 de abril de 1995.
«¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).
1. Hoy, domingo de pasión o de Ramos, deseamos saludarte, Señor Jesucristo, como peregrino. Llegas a Jerusalén para la tiesta de Pascua, acompañado por muchos otros peregrinos.
En el Antiguo Testamento, Israel conservó siempre grabada en su memoria la peregrinación a través del desierto, bajo la guía de Moisés. Fue una experiencia constitutiva para Israel, el pueblo al que Dios sacó de la esclavitud de Egipto al servicio del Señor (cf. Dt 26, 1-11). Moisés hizo salir a su pueblo a través del mar Rojo y, a lo largo de un camino que duró cuarenta años, lo guié hasta la tierra prometida. Después, cuando los israelitas se establecieron en la patria que Dios les había asignado, el recuerdo de la peregrinación por el desierto se convirtió en parte viva y dinámica de su culto.
Los judíos solían ir en peregrinación a Jerusalén en diversas ocasiones, pero, sobre todo, para la fiesta de Pascua. También Jesús acudió allí como peregrino algunos días antes de la Pascua: peregrino del domingo de Ramos. Y nosotros, reunidos aquí, en la plaza de San Pedro, lo saludamos como al peregrino santísimo, que da un sentido definitivo a nuestro peregrinar.
2. La primera peregrinación de Jesús, cuando tenía 12 años, de Nazaret a Jerusalén, ¿no anunciaba ya ese cumplimiento? Por aquel entonces, habiendo llegado a la ciudad santa en compañía de su madre y de José, Jesús se sintió llamado a detenerse en el templo para «escuchar y preguntar» (cf. Lc 2, 46) a los doctores acerca de las cosas de Dios. Esa primera peregrinación lo implicó profundamente en la misión que marcaría toda su vida. Por eso, no ha de extrañarnos el hecho de que, cuando María y José lo encontraron en el templo, respondiera de modo significativo al reproche que le dirigió su madre: «¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).
Durante los años que siguieron a ese acontecimiento misterioso, Jesús, primero cuando era adolescente y luego siendo ya hombre maduro, subió muchas veces a Jerusalén como peregrino. Hasta que, el día que hoy celebramos, acudió allí por última vez. Por esa razón, la peregrinación del domingo de Ramos fue una peregrinación mesiánica en sentido pleno, en la que se cumplieron los oráculos de los profetas, en particular el de Zacarías, que anunciaba la entrada del Mesías en Jerusalén, montado en una cría de asna (cf. Za 9, 9) y rodeado por la multitud que lo aclamaba, por haber reconocido en él al enviado del Señor. Precisamente por eso, en el camino que Jesús estaba recorriendo, los discípulos y la gente extendían sus mantos, arrojaban palmas y ramos de olivo, y lo saludaban, cantando con entusiasmo palabras de fe y esperanza: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).
Eso sucedió antes de la fiesta de Pascua. Pocos días después, las aclamaciones de júbilo, que habían acompañado la entrada de Cristo peregrino a la ciudad santa, se transformarían en un grito rabioso: «¡Crucifícale, crucifícale!» (Lc 23, 21).
3. Acabamos de escuchar el relato de la pasión del Señor según san Lucas. Sabemos que hoy Jesús de Nazaret sube a Jerusalén por última vez. También por eso lo saludamos, de modo particular, como peregrino.
¡Es un peregrino extraordinario, único! Su peregrinación no se mide con categorías geográficas. Él mismo habla de ella con su lenguaje misterioso: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16, 28). ¡Esta es la justa dimensión de su peregrinación! Y la Semana santa, que comenzamos hoy, revela toda la «anchura y la longitud, la altura y la profundidad» (Ef 3, 18) de la peregrinación de Cristo.
Sube a Jerusalén para que se cumplan en él todas las profecías. Sube para humillarse y hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, y para experimentar, después de haberse despojado completamente de sí mismo, la exaltación por parte de Dios (cf. Flp 2, 8-9).
En todo el año litúrgico sólo a esta semana se la llama, con razón, santa: encierra la realización del misterio de Cristo, peregrino santísimo, «unido, en cierto modo, con todo hombre» (Gaudium et spes, 22), peregrino que camina en nuestra historia. En efecto, ¿se puede decir algo más iluminador que esto acerca del sentido del peregrinar del hombre?: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre». ¿No está precisamente en Cristo la dimensión plena y definitiva de toda peregrinación humana?
4. Por esta razón, desde hace diez años, el domingo de Ramos se ha convertido en el punto de referencia central de la grande y articulada peregrinación de los jóvenes cristianos en todo el mundo. Existen importantes motivos para que la Iglesia considere este domingo como la «Jornada de los jóvenes». Fueron los jóvenes quienes corrieron al encuentro de Jesús cuando se dirigía a Jerusalén para la fiesta de Pascua. Fueron ellos los que extendieron sus mantos y ramos en medio de la calle y le cantaron: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mt 21, 9).
Los jóvenes manifestaron así el entusiasmo de su descubrimiento juvenil, descubrimiento que, de generación en generación, siguen experimentando hasta hoy: Jesús es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Es él quien da el sentido definitivo a la peregrinación terrena del hombre. En efecto, dice: Salí del Padre y he venido al mundo, y con estas palabras indica el comienzo de ese itinerario. Luego añade: Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre, mostrando de esta forma la meta de nuestro camino siguiendo sus pasos.
5. Éste es el motivo, oh Cristo, peregrino santísimo de la historia de los hombres, por el que los jóvenes dirigen su mirada hacia a ti, que eres el camino, la verdad y la vida. Al final del segundo milenio cristiano, han emprendido una gran peregrinación que, bajo el signo de la cruz itinerante, los conduce por los senderos de la civilización del amor. Es un peregrinaje que se articula en múltiples niveles: parroquial, diocesano, nacional, continental y mundial. Hoy, en la plaza de San Pedro, están sobre todo los jóvenes de la diócesis de Roma. Amadísimos jóvenes, os saludo a todos y, junto con vosotros, saludo a los jóvenes de todo el mundo, que en tantos rincones de la tierra, en comunión con nosotros, celebran la Jornada mundial de los jóvenes.
Contemplándoos a vosotros, no puedo menos de evocar la experiencia extraordinaria del encuentro mundial de la juventud que se celebró hace tres meses en Manila, Filipinas. Nuestra mirada se dirige también a la peregrinación de la juventud europea a Loreto, programada para el próximo mes de septiembre; y, más allá todavía, nos espera la celebración de la XII Jornada mundial, en París, en 1997.
Te saludamos, oh Cristo, Hijo del Dios vivo, que te hiciste hombre y, como hombre, caminas con nosotros en peregrinación a través de la historia. Te saludamos, Peregrino divino, por los caminos del mundo. Delante de ti extendemos palmas y ramos de olivo, como los hijos y las hijas de Israel hicieron un día en Jerusalén. Movidos por un mismo impulso de fe y esperanza, también nosotros exclamamos: «¡Gloria a ti, rey de los siglos!».
Homilía (05-04-1998)
XIII Jornada Mundial de la Juventud.
Domingo de Ramos, 5 de abril de 1998
1. «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).
El domingo de Ramos nos hace revivir la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando se acercaba la celebración de la Pascua. El pasaje evangélico nos lo ha presentado mientras entra en la ciudad rodeado por una multitud jubilosa. Puede decirse que, aquel día, llegaron a su punto culminante las expectativas de Israel con respecto al Mesías. Eran expectativas alimentadas por las palabras de los antiguos profetas y confirmadas por Jesús de Nazaret con su enseñanza y, especialmente, con los signos que había realizado.
A los fariseos, que le pedían que hiciera callar a la multitud, Jesús les respondió: «Si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40). Se refería, en particular, a las paredes del templo de Jerusalén, construido con vistas a la venida del Mesías y reconstruido con gran esmero después de haber sido destruido en el momento de la deportación a Babilonia. El recuerdo de la destrucción y reconstrucción del templo seguía vivo en la conciencia de Israel, y Jesús hacía referencia a ese recuerdo, cuando afirmaba: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Así como el antiguo templo de Jerusalén fue destruido y reconstruido, así también el templo nuevo y perfecto del cuerpo de Jesús debía morir en la cruz y resucitar al tercer día (cf. Jn 2, 21-22).
2. Al entrar en Jerusalén, Jesús sabe, sin embargo, que el júbilo de la multitud lo introduce en el corazón del «misterio» de la salvación. Es consciente de que va al encuentro de la muerte y no recibirá una corona real, sino una corona de espinas.
Las lecturas de la celebración de hoy aluden al sufrimiento del Mesías y llegan a su punto culminante en la descripción que el evangelista san Lucas hace en la narración de la pasión. Este inefable misterio de dolor y de amor lo proponen el profeta Isaías, considerado como el evangelista del Antiguo Testamento, el Salmo responsorial y el estribillo que acabamos de cantar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Lo repite san Pablo en la carta a los Filipenses, en la que se inspira la aclamación que nos acompañará durante el «Triduo sacro»: «Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (cf. Flp 2, 8). En la Vigilia pascual añadiremos: «Por eso, Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre sobre todo nombre» (Flp 2, 9).
La Iglesia, en la celebración eucarística, todos los días conmemora la pasión, la muerte y la resurrección del Señor: «Anunciamos tu muerte —dicen los fieles después de la consagración—, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».
3. Desde hace más de diez años, el domingo de Ramos se ha convertido en una esperada cita para la celebración de la Jornada mundial de la juventud. El hecho de que la Iglesia dirija precisamente en este día su particular atención a los jóvenes es, de por sí, muy elocuente. Y no sólo porque hace dos mil años fueron los jóvenes —pueri Hebraeorum— quienes acompañaron con júbilo a Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén; sino también, y sobre todo, porque, al cabo de veinte siglos de historia cristiana, los jóvenes, guiados por su sensibilidad y por una certera intuición, descubren en la liturgia del domingo de Ramos un mensaje dirigido a cada uno de ellos.
Queridos jóvenes, a vosotros se os propone nuevamente hoy el mensaje de la cruz. A vosotros, que seréis los adultos del tercer milenio, se os encomienda esta cruz que, dentro de poco, un grupo de jóvenes franceses entregará a una representación de la juventud de Roma y de Italia. De Roma a Buenos Aires; de Buenos Aires a Santiago de Compostela; de Santiago de Compostela a Czéstochowa; de Jasna Góra a Denver; de Denver a Manila; de Manila a París, esta cruz ha peregrinado con los jóvenes de un país a otro, de un continente a otro. Vuestra opción, jóvenes cristianos, es clara: descubrir en la cruz de Cristo el sentido de vuestra existencia y la fuente de vuestro entusiasmo misionero.
A partir de hoy peregrinará por las diócesis de Italia, hasta la Jornada mundial de la juventud del año 2000, que se celebrará aquí, en Roma, con ocasión del gran jubileo. Luego, con la llegada del nuevo milenio, reanudará su camino por el mundo entero, mostrando de ese modo que la cruz camina con los jóvenes, y que los jóvenes caminan con la cruz.
4. ¡Cómo no dar gracias a Dios por esta singular alianza que une a los jóvenes creyentes! En este momento quisiera dar las gracias a todos los que, guiando a los jóvenes en esta iniciativa providencial, han contribuido a la gran peregrinación de la cruz por los caminos del mundo. Recuerdo con afecto y gratitud especialmente al amadísimo cardenal Eduardo Pironio, que falleció recientemente. Estuvo presente y presidió muchas celebraciones de la Jornada mundial de la juventud. Que el Señor lo colme de las recompensas celestiales prometidas a los servidores buenos y fieles.
Mientras, dentro de poco, la cruz pasará idealmente de París a Roma, permitid que el Obispo de esta ciudad exclame con la liturgia: Ave crux, spes unica! ¡Te saludamos, oh cruz santa! En ti viene a nosotros aquel que en Jerusalén, hace veinte siglos, fue aclamado por otros jóvenes y por la multitud: «Bendito el que viene en nombre del Señor».
Todos nos unimos a este canto, repitiendo: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Sí! Bendito eres tú, oh Cristo, que también hoy vienes a nosotros con tu mensaje de amor y de vida. Y bendita es tu santa cruz, de la que brota la salvación del mundo, ayer, hoy y siempre. Ave crux! ¡Alabado sea Jesucristo!
Homilía (08-04-2001)
XVI Jornada Mundial de la Juventud.
Domingo de Ramos 8 de abril de 2001.
1. «¡Hosanna!», «¡crucifícale!». Con estas dos palabras, gritadas probablemente por la misma multitud a pocos días de distancia, se podría resumir el significado de los dos acontecimientos que recordamos en esta liturgia dominical.
Con la aclamación: «Bendito el que viene», en un arrebato de entusiasmo, la gente de Jerusalén, agitando ramos de palma, acoge a Jesús que entra en la ciudad montado en un borrico. Con la palabra: «¡Crucifícale!», gritada dos veces con creciente vehemencia, la multitud reclama del gobernador romano la condena del acusado que, en silencio, está de pie en el pretorio.
Por tanto, nuestra celebración comienza con un «¡Hosanna!» y concluye con un «¡Crucifícale!». La palma del triunfo y la cruz de la Pasión: no es un contrasentido; es, más bien, el centro del misterio que queremos proclamar. Jesús se entregó voluntariamente a la Pasión, no fue oprimido por fuerzas mayores que él. Afrontó libremente la muerte en la cruz, y en la muerte triunfó.
Escrutando la voluntad del Padre, comprendió que había llegado la «hora», y la aceptó con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres: «Sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).
2. Hoy contemplamos a Jesús que se acerca al término de su vida y se presenta como el Mesías esperado por el pueblo, que fue enviado por Dios y vino en su nombre a traer la paz y la salvación, aunque de un modo diverso de como lo esperaban sus contemporáneos.
La obra de salvación y de liberación realizada por Jesús perdura a lo largo de los siglos. Por este motivo la Iglesia, que cree con firmeza que él está presente aunque de modo invisible, no se cansa de aclamarlo con la alabanza y la adoración. Por consiguiente, nuestra asamblea proclama una vez más: «¡Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor».
3. La lectura de la página evangélica ha puesto ante nuestros ojos las escenas terribles de la pasión de Jesús: su sufrimiento físico y moral, el beso de Judas, el abandono de los discípulos, el proceso en presencia de Pilato, los insultos y escarnios, la condena, la vía dolorosa y la crucifixión. Por último, el sufrimiento más misterioso: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?». Un fuerte grito, y luego la muerte.
¿Por qué todo esto? El inicio de la plegaria eucarística nos dará la respuesta: «El cual (Cristo), siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores, y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales. De esta forma, al morir, destruyó nuestra culpa, y al resucitar, fuimos justificados» (Prefacio).
Así pues, en esta celebración expresamos nuestra gratitud y nuestro amor a Aquel que se sacrificó por nosotros, al Siervo de Dios que, como había dicho el profeta, no se rebeló ni se echó atrás, ofreció la espalda a los que lo golpeaban, y no ocultó su rostro a insultos y salivazos (cf. Is 50, 4-7).
4. Pero la Iglesia, al leer el relato de la Pasión, no se limita a considerar únicamente los sufrimientos de Jesús; se acerca con emoción y confianza a este misterio, sabiendo que su Señor ha resucitado. La luz de la Pascua hace descubrir la gran enseñanza que encierra la Pasión: la vida se afirma con la entrega sincera de sí hasta afrontar la muerte por los demás, por Dios.
Jesús no entendió su existencia terrena como búsqueda del poder, como afán de éxito y de hacer carrera, o como voluntad de dominio sobre los demás. Al contrario, renunció a los privilegios de su igualdad con Dios, asumió la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y obedeció al proyecto del Padre hasta la muerte en la cruz. Y así dejó a sus discípulos y a la Iglesia una enseñanza muy valiosa: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).
5. El domingo de Ramos se celebra también, desde hace años, la Jornada mundial de la juventud, vuestra jornada, amadísimos jóvenes, que habéis venido de las diversas parroquias de la diócesis de Roma y de otras partes del mundo… Saludo en particular a los jóvenes de la delegación canadiense, encabezada por el arzobispo de Toronto, cardenal Ambrozic, que se encuentran entre nosotros para acoger la cruz en torno a la cual se reunirán los jóvenes de los cinco continentes durante la próxima Jornada mundial de 2002. A todos y a cada uno reafirmo una vez más con fuerza que la cruz de Cristo es el camino de vida y salvación, el camino para llegar a la palma del triunfo en el día de la resurrección.
¿Qué vemos en la cruz que se eleva ante nosotros y que, desde hace dos mil años, el mundo no deja de interrogar y la Iglesia de contemplar? Vemos a Jesús, el Hijo Dios que se hizo hombre para que el hombre vuelva a Dios. Él, sin pecado, está ahora ante nosotros crucificado. Es libre, aunque esté clavado al madero. Es inocente, a pesar de la inscripción que anuncia el motivo de su condena. No le han quebrantado ningún hueso (cf. Sal 34, 21), porque es la columna fundamental de un mundo nuevo. No han rasgado su túnica (cf. Jn 19, 24), porque vino para reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos por el pecado (cf. Jn 11, 52). Su cuerpo no será enterrado, sino puesto en un sepulcro excavado en la roca (cf. Lc 23, 53), porque no puede sufrir corrupción el cuerpo del Señor de la vida, que ha vencido a la muerte.
6. Amadísimos jóvenes, Jesús murió y resucitó, y ahora vive para siempre. Dio su vida. Pero nadie se la quitó; la entregó «por nosotros» (Jn 10, 18). Por medio de su cruz hemos recibido la vida. Gracias a su muerte y a su resurrección el Evangelio triunfó y nació la Iglesia.
Queridos jóvenes, mientras entramos confiados en el nuevo siglo y en el nuevo milenio, el Papa os repite las palabras del apóstol san Pablo: «Si morimos con él, viviremos con él; si sufrimos con él, reinaremos con él» (2 Tm 2, 11). Porque sólo Jesús es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6).
Entonces, ¿quién nos separará del amor de Cristo? El Apóstol dio la respuesta también por nosotros: «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 38-39).
¡Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, Verbo de Dios, salvador del mundo!
Homilía (04-04-2004)
XIX Jornada Mundial de la Juventud.
Domingo 4 de abril de 2004.
1. «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!» (Lc 19, 38).
Con estas palabras, la población de Jerusalén acogió a Jesús en su entrada en la ciudad santa, aclamándolo como rey de Israel. Sin embargo, algunos días más tarde, la misma multitud lo rechazará con gritos hostiles: «¡Que lo crucifiquen, que lo crucifiquen!» (Lc 23, 21). La liturgia del domingo de Ramos nos hace revivir estos dos momentos de la última semana de la vida terrena de Jesús. Nos sumerge en aquella multitud tan voluble, que en pocos días pasó del entusiasmo alegre al desprecio homicida.
2. En el clima de alegría, velado de tristeza, que caracteriza el domingo de Ramos, celebramos la XIX Jornada mundial de la juventud. Este año tiene por tema: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21), la petición que dirigieron a los Apóstoles «algunos griegos» (Jn 12, 20) que habían acudido a Jerusalén para la fiesta de Pascua.
Ante la multitud que se había congregado para escucharlo, Cristo proclamó: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Así pues, esta es su respuesta: todos los que buscan al Hijo del hombre, lo verán, en la fiesta de Pascua, como verdadero Cordero inmolado por la salvación del mundo.
En la cruz, Jesús muere por cada uno y cada una de nosotros. Por eso, la cruz es el signo más grande y elocuente de su amor misericordioso, el único signo de salvación para todas las generaciones y para la humanidad entera.
3. Hace veinte años, al concluir el Año santo de la redención, entregué a los jóvenes la gran cruz de aquel jubileo. En aquella ocasión, los exhorté a ser discípulos fieles de Cristo, Rey crucificado, que «se nos presenta como Aquel que (…) libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia» (Redemptor hominis, 12).
Desde entonces, la cruz sigue recorriendo numerosos países, como preparación para las Jornadas mundiales de la juventud. Durante sus peregrinaciones, ha recorrido los continentes: como antorcha que pasa de mano en mano, ha sido transportada de un país a otro; se ha convertido en el signo luminoso de la confianza que impulsa a las jóvenes generaciones del tercer milenio. Hoy se encuentra en Berlín.
4. Queridos jóvenes, celebrando el vigésimo aniversario del inicio de esta extraordinaria aventura espiritual, permitidme que os renueve la misma consigna de entonces: «Os confío la cruz de Cristo. Llevadla por el mundo como señal del amor de nuestro Señor Jesucristo a la humanidad, y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado está la salvación y la redención» (Clausura del Año jubilar de la Redención, 22 de abril de 1984: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 1984, p. 12).
Ciertamente, el mensaje que la cruz comunica no es fácil de comprender en nuestra época, en la que se proponen y buscan como valores prioritarios el bienestar material y las comodidades. Pero vosotros, queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de proclamar en toda circunstancia el evangelio de la cruz! ¡No tengáis miedo de ir contra corriente!
5. «Cristo… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó» (Flp 2, 6.8-9). El admirable himno de la carta de san Pablo a los Filipenses acaba de recordarnos que la cruz tiene dos aspectos inseparables: es, al mismo tiempo, dolorosa y gloriosa. El sufrimiento y la humillación de la muerte de Jesús están íntimamente unidos a la exaltación y a la gloria de su resurrección.
Queridos hermanos y hermanas; amadísimos jóvenes, tened siempre presente esta consoladora verdad. La pasión y la resurrección de Cristo constituyen el centro de nuestra fe y nuestro apoyo en las inevitables pruebas diarias.
María, la Virgen de los Dolores y testigo silenciosa del gozo de la Resurrección, os ayude a seguir a Cristo crucificado y a descubrir en el misterio de la cruz el sentido pleno de la vida.
¡Alabado sea Jesucristo!
Benedicto XVI, papa
Homilía (01-04-2007)
Plaza de San Pedro
XXII Jornada Mundial de la Juventud. Domingo 1 de abril de 2007.
Queridos hermanos y hermanas:
En la procesión del domingo de Ramos nos unimos a la multitud de los discípulos que, con gran alegría, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén. Como ellos, alabamos al Señor aclamándolo por todos los prodigios que hemos visto. Sí, también nosotros hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía para oponerse a la violencia y a la mentira, para difundir en el mundo la verdad; cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la enemistad.
La procesión es, ante todo, un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en el que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el corazón de Dios se nos ha abierto a todos. En el evangelio de san Lucas, la narración del inicio del cortejo cerca de Jerusalén está compuesta en parte, literalmente, según el modelo del rito de coronación con el que, como dice el primer libro de los Reyes, Salomón fue revestido como heredero de la realeza de David (cf. 1 R 1, 33-35). Así, la procesión de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero Salomón, el Rey de la paz y de la justicia.
Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica el camino, aquel del que nos fiamos y al que seguimos. Significa aceptar día a día su palabra como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en él la autoridad a la que nos sometemos. Nos sometemos a él, porque su autoridad es la autoridad de la verdad.
La procesión de Ramos es —como sucedió en aquella ocasión a los discípulos— ante todo expresión de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque él nos concede ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida. Pero esta alegría del inicio es también expresión de nuestro «sí» a Jesús y de nuestra disponibilidad a ir con él a dondequiera que nos lleve. Por eso, la exhortación inicial de la liturgia de hoy interpreta muy bien la procesión también como representación simbólica de lo que llamamos «seguimiento de Cristo»: «Pidamos la gracia de seguirlo», hemos dicho. La expresión «seguimiento de Cristo» es una descripción de toda la existencia cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto «seguir a Cristo»?
Al inicio, con los primeros discípulos, el sentido era muy sencillo e inmediato: significaba que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios, toda su vida, para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de discípulo. El contenido fundamental de esta profesión era ir con el maestro, dejarse guiar totalmente por él. Así, el seguimiento era algo exterior y, al mismo tiempo, muy interior. El aspecto exterior era caminar detrás de Jesús en sus peregrinaciones por Palestina; el interior era la nueva orientación de la existencia, que ya no tenía sus puntos de referencia en los negocios, en el oficio que daba con qué vivir, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente a la voluntad de Otro. Estar a su disposición había llegado a ser ya una razón de vida. Eso implicaba renunciar a lo que era propio, desprenderse de sí mismo, como podemos comprobarlo de modo muy claro en algunas escenas de los evangelios.
Pero esto también pone claramente de manifiesto qué significa para nosotros el seguimiento y cuál es su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la existencia. Me exige que ya no esté encerrado en mi yo, considerando mi autorrealización como la razón principal de mi vida. Requiere que me entregue libremente a Otro, por la verdad, por amor, por Dios que, en Jesucristo, me precede y me indica el camino. Se trata de la decisión fundamental de no considerar ya los beneficios y el lucro, la carrera y el éxito como fin último de mi vida, sino de reconocer como criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de la opción entre vivir sólo para mí mismo o entregarme por lo más grande. Y tengamos muy presente que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han convertido en persona. Siguiéndolo a él, entro al servicio de la verdad y del amor. Perdiéndome, me encuentro.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de Ramos. En ella la liturgia prevé como canto el Salmo 24, que también en Israel era un canto procesional usado durante la subida al monte del templo. El Salmo interpreta la subida interior, de la que la subida exterior es imagen, y nos explica una vez más lo que significa subir con Cristo. «¿Quién puede subir al monte del Señor?», pregunta el Salmo, e indica dos condiciones esenciales. Los que suben y quieren llegar verdaderamente a lo alto, hasta la altura verdadera, deben ser personas que se interrogan sobre Dios, personas que escrutan en torno a sí buscando a Dios, buscando su rostro.
Queridos jóvenes amigos, ¡cuán importante es hoy precisamente no dejarse llevar simplemente de un lado a otro en la vida, no contentarse con lo que todos piensan, dicen y hacen, escrutar a Dios y buscar a Dios, no dejar que el interrogante sobre Dios se disuelva en nuestra alma, el deseo de lo que es más grande, el deseo de conocerlo a él, su rostro…!
La otra condición muy concreta para la subida es esta: puede estar en el lugar santo «el hombre de manos inocentes y corazón puro». Manos inocentes son manos que no se usan para actos de violencia. Son manos que no se ensucian con la corrupción, con sobornos. Corazón puro: ¿cuándo el corazón es puro? Es puro un corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía; un corazón transparente como el agua de un manantial, porque no tiene dobleces. Es puro un corazón que no se extravía en la embriaguez del placer; un corazón cuyo amor es verdadero y no solamente pasión de un momento.
Manos inocentes y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y encontramos las purificaciones que nos llevan verdaderamente a la altura a la que el hombre está destinado: la amistad con Dios mismo.
El salmo 24, que habla de la subida, termina con una liturgia de entrada ante el pórtico del templo: «¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria». En la antigua liturgia del domingo de Ramos, el sacerdote, al llegar ante el templo, llamaba fuertemente con el asta de la cruz de la procesión al portón aún cerrado, que a continuación se abría. Era una hermosa imagen para ilustrar el misterio de Jesucristo mismo que, con el madero de su cruz, con la fuerza de su amor que se entrega, ha llamado desde el lado del mundo a la puerta de Dios; desde el lado de un mundo que no lograba encontrar el acceso a Dios.
Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el otro lado, el Señor llama con su cruz: llama a las puertas del mundo, a las puertas de nuestro corazón, que con tanta frecuencia y en tan gran número están cerradas para Dios. Y nos dice más o menos lo siguiente: si las pruebas que Dios te da de su existencia en la creación no logran abrirte a él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la Iglesia te dejan indiferente, entonces mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu Señor y tu Dios.
Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón. Que el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo, para que él, el Dios vivo, pueda llegar en su Hijo a nuestro tiempo y cambiar nuestra vida. Amén.
Homilía (28-03-2010)
Plaza de San Pedro
XXV Jornada Mundial de la Juventud
Celebración del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. Domingo 28 de marzo de 2010.
Queridos hermanos y hermanas;
queridos jóvenes:
El Evangelio de la bendición de los ramos, que hemos escuchado reunidos aquí en la plaza de San Pedro, comienza diciendo que «Jesús marchaba por delante subiendo a Jerusalén» (Lc 19, 28). En seguida al inicio de la liturgia de este día, la Iglesia anticipa su respuesta al Evangelio, diciendo: «Sigamos al Señor». Así se expresa claramente el tema del domingo de Ramos. Es el seguimiento. Ser cristianos significa considerar el camino de Cristo como el camino justo para ser hombres, como el camino que lleva a la meta, a una humanidad plenamente realizada y auténtica. De modo especial, quiero repetir a todos los jóvenes, en esta XXV Jornada mundial de la juventud, que ser cristianos es un camino, o mejor, una peregrinación, un caminar junto a Jesucristo, un caminar en la dirección que él nos ha indicado y nos indica.
Pero ¿de qué dirección se trata? ¿Cómo se encuentra esta dirección? La frase de nuestro Evangelio nos da dos indicaciones al respecto. En primer lugar, dice que se trata de una subida. Esto tiene ante todo un significado muy concreto. Jericó, donde comenzó la última parte de la peregrinación de Jesús, se encuentra a 250 metros bajo el nivel del mar, mientras que Jerusalén —la meta del camino— está a 740-780 metros sobre el nivel del mar: una subida de casi mil metros. Pero este camino exterior es sobre todo una imagen del movimiento interior de la existencia, que se realiza en el seguimiento de Cristo: es una subida a la verdadera altura del ser hombres. El hombre puede escoger un camino cómodo y evitar toda fatiga. También puede bajar, hasta lo vulgar. Puede hundirse en el pantano de la mentira y de la deshonestidad. Jesús camina delante de nosotros y va hacia lo alto. Él nos guía hacia lo que es grande, puro; nos guía hacia el aire saludable de las alturas: hacia la vida según la verdad; hacia la valentía que no se deja intimidar por la charlatanería de las opiniones dominantes; hacia la paciencia que soporta y sostiene al otro. Nos guía hacia la disponibilidad para con los que sufren, con los abandonados; hacia la fidelidad que está de la parte del otro incluso cuando la situación se pone difícil. Guía hacia la disponibilidad a prestar ayuda; hacia la bondad que no se deja desarmar ni siquiera por la ingratitud. Nos lleva hacia el amor, nos lleva hacia Dios.
Jesús «marchaba por delante subiendo a Jerusalén». Si leemos estas palabras del Evangelio en el contexto del camino de Jesús en su conjunto —un camino que prosigue hasta el final de los tiempos— podemos descubrir distintos niveles en la indicación de la meta «Jerusalén». Naturalmente, ante todo debe entenderse simplemente el lugar «Jerusalén»: es la ciudad en la que se encuentra el Templo de Dios, cuya unicidad debía aludir a la unicidad de Dios mismo. Este lugar anuncia, por tanto, dos cosas: por un lado, dice que Dios es uno solo en todo el mundo, supera inmensamente todos nuestros lugares y tiempos; es el Dios al que pertenece toda la creación. Es el Dios al que buscan todos los hombres en lo más íntimo y al que, de alguna manera, también todos conocen. Pero este Dios se ha dado un nombre. Se nos ha dado a conocer: comenzó una historia con los hombres; eligió a un hombre —Abraham— como punto de partida de esta historia. El Dios infinito es al mismo tiempo el Dios cercano. Él, que no puede ser encerrado en ningún edificio, quiere sin embargo habitar entre nosotros, estar totalmente con nosotros.
Si Jesús junto con el Israel peregrino sube hacia Jerusalén, es para celebrar con Israel la Pascua: el memorial de la liberación de Israel, memorial que al mismo tiempo siempre es esperanza de la libertad definitiva, que Dios dará. Y Jesús va hacia esta fiesta consciente de que él mismo es el Cordero en el que se cumplirá lo que dice al respecto el libro del Éxodo: un cordero sin defecto, macho, que al ocaso, ante los ojos de los hijos de Israel, es inmolado «como rito perenne» (cf. Ex 12, 5-6.14). Y, por último, Jesús sabe que su camino irá más allá: no acabará en la cruz. Sabe que su camino rasgará el velo entre este mundo y el mundo de Dios; que él subirá hasta el trono de Dios y reconciliará a Dios y al hombre en su cuerpo. Sabe que su cuerpo resucitado será el nuevo sacrificio y el nuevo Templo; que en torno a él, con los ángeles y los santos, se formará la nueva Jerusalén que está en el cielo y, sin embargo, también ya en la tierra, porque con su pasión él abrió la frontera entre cielo y tierra. Su camino lleva más allá de la cima del monte del Templo, hasta la altura de Dios mismo: esta es la gran subida a la cual nos invita a todos. Él permanece siempre con nosotros en la tierra y ya ha llegado a Dios; él nos guía en la tierra y más allá de la tierra.
Así, en la amplitud de la subida de Jesús se hacen visibles las dimensiones de nuestro seguimiento, la meta a la cual él quiere llevarnos: hasta las alturas de Dios, a la comunión con Dios, al estar-con-Dios. Esta es la verdadera meta, y la comunión con él es el camino. La comunión con él es estar en camino, una subida permanente hacia la verdadera altura de nuestra llamada. Caminar junto con Jesús siempre es al mismo tiempo caminar en el «nosotros» de quienes queremos seguirlo. Nos introduce en esta comunidad. Porque el camino hasta la vida verdadera, hasta ser hombres conformes al modelo del Hijo de Dios Jesucristo supera nuestras propias fuerzas; este caminar también significa siempre ser llevados. Nos encontramos, por decirlo así, en una cordada con Jesucristo, junto a él en la subida hacia las alturas de Dios. Él tira de nosotros y nos sostiene. Integrarnos en esa cordada, aceptar que no podemos hacerla solos, forma parte del seguimiento de Cristo. Forma parte de él este acto de humildad: entrar en el «nosotros» de la Iglesia; aferrarse a la cordada, la responsabilidad de la comunión: no romper la cuerda con la testarudez y la pedantería. El humilde creer con la Iglesia, estar unidos en la cordada de la subida hacia Dios, es una condición esencial del seguimiento. También forma parte de este ser llamados juntos a la cordada el no comportarse como dueños de la Palabra de Dios, no ir tras una idea equivocada de emancipación. La humildad de «estar-con» es esencial para la subida. También forma parte de ella dejar siempre que el Señor nos tome de nuevo de la mano en los sacramentos; dejarnos purificar y corroborar por él; aceptar la disciplina de la subida, aunque estemos cansados.
Por último, debemos decir también: la cruz forma parte de la subida hacia la altura de Jesucristo, de la subida hasta la altura de Dios mismo. Al igual que en las vicisitudes de este mundo no se pueden alcanzar grandes resultados sin renuncia y duro ejercicio; y al igual que la alegría por un gran descubrimiento del conocimiento o por una verdadera capacidad operativa va unida a la disciplina, más aún, al esfuerzo del aprendizaje, así el camino hacia la vida misma, hacia la realización de la propia humanidad está vinculado a la comunión con Aquel que subió a la altura de Dios mediante la cruz. En último término, la cruz es expresión de lo que el amor significa: sólo se encuentra quien se pierde a sí mismo.
Resumiendo: el seguimiento de Cristo requiere como primer paso despertar la nostalgia por el auténtico ser hombres y, así, despertar para Dios. Requiere también entrar en la cordada de quienes suben, en la comunión de la Iglesia. En el «nosotros» de la Iglesia entramos en comunión con el «tú» de Jesucristo y así alcanzamos el camino hacia Dios. Además, se requiere escuchar la Palabra de Jesucristo y vivirla: con fe, esperanza y amor. Así estamos en camino hacia la Jerusalén definitiva y ya desde ahora, de algún modo, nos encontramos allá, en la comunión de todos los santos de Dios.
Nuestra peregrinación siguiendo a Jesucristo no va hacia una ciudad terrena, sino hacia la nueva ciudad de Dios que crece en medio de este mundo. La peregrinación hacia la Jerusalén terrestre, sin embargo, puede ser también para nosotros, los cristianos, un elemento útil para ese viaje más grande. Yo mismo atribuí a mi peregrinación a Tierra Santa del año pasado tres significados. Ante todo, pensé que a nosotros nos podía suceder en esa ocasión lo que san Juan dice al inicio de su primera carta: lo que hemos oído, de alguna manera lo podemos contemplar y tocar con nuestras manos (cf. 1 Jn 1, 1). La fe en Jesucristo no es una invención legendaria. Se funda en una historia que ha acontecido verdaderamente. Esta historia nosotros, por decirlo así, la podemos contemplar y tocar. Es conmovedor encontrarse en Nazaret en el lugar donde el ángel se apareció a María y le transmitió la misión de convertirse en la Madre del Redentor. Es conmovedor estar en Belén en el lugar donde el Verbo se hizo carne, vino a habitar entre nosotros; pisar el terreno santo en el cual Dios quiso hacerse hombre y niño. Es conmovedor subir la escalera hacia el Calvario hasta el lugar en el que Jesús murió por nosotros en la cruz. Y, por último, estar ante el sepulcro vacío; rezar donde su cuerpo inerte descansó y donde al tercer día tuvo lugar la resurrección. Seguir los caminos exteriores de Jesús debe ayudarnos a caminar con más alegría y con una nueva certeza por el camino interior que él nos ha indicado y que es él mismo.
Pero cuando vamos a Tierra Santa como peregrinos, también vamos —y este es el segundo aspecto— como mensajeros de la paz, con la oración por la paz; con la fuerte invitación, dirigida a todos, a hacer en aquel lugar, que lleva en su nombre la palabra «paz», todo lo posible a fin de que llegue a ser verdaderamente un lugar de paz. Así esta peregrinación es al mismo tiempo —como tercer aspecto— un aliento para los cristianos a permanecer en el país de sus orígenes y a comprometerse intensamente por la paz allí.
Volvamos una vez más a la liturgia del domingo de Ramos. En la oración con la que se bendicen los ramos de palma rezamos para que en la comunión con Cristo podamos dar fruto de buenas obras. De una interpretación equivocada de san Pablo se desarrolló repetidamente, a lo largo de la historia y también hoy, la opinión de que las buenas obras no forman parte del ser cristianos, de que en cualquier caso son insignificantes para la salvación del hombre. Pero aunque san Pablo dice que las obras no pueden justificar al hombre, con esto no se opone a la importancia del obrar correcto y, a pesar de que habla del fin de la Ley, no declara superados e irrelevantes los diez mandamientos. No es necesario ahora reflexionar sobre toda la amplitud de la cuestión que interesaba al Apóstol. Es importante observar que con el término «Ley» no entiende los diez mandamientos, sino el complejo estilo de vida mediante el cual Israel se debía proteger contra las tentaciones del paganismo. Sin embargo, ahora Cristo ha llevado a Dios a los paganos. A ellos no se les impone esa forma de distinción. Para ellos la Ley es únicamente Cristo. Pero esto significa el amor a Dios y al prójimo y a todo lo que forma parte de ese amor. Forman parte de este amor los mandamientos leídos de un modo nuevo y más profundo a partir de Cristo, los mandamientos que no son sino reglas fundamentales del verdadero amor: ante todo y como principio fundamental la adoración de Dios, la primacía de Dios, que expresan los primeros tres mandamientos. Nos dicen: sin Dios no se logra nada como debe ser. A partir de la persona de Jesucristo sabemos quién es ese Dios y cómo es. Siguen luego la santidad de la familia (cuarto mandamiento), la santidad de la vida (quinto mandamiento), el ordenamiento del matrimonio (sexto mandamiento), el ordenamiento social (séptimo mandamiento) y, por último, la inviolabilidad de la verdad (octavo mandamiento). Todo esto hoy reviste máxima actualidad y precisamente también en el sentido de san Pablo, si leemos todas sus cartas. «Dar fruto con buenas obras»: al inicio de la Semana santa pidamos al Señor que nos conceda cada vez más a todos este fruto.
Al final del Evangelio para la bendición de los ramos escuchamos la aclamación con la que los peregrinos saludan a Jesús a las puertas de Jerusalén. Son palabras del Salmo 118, que originariamente los sacerdotes proclamaban desde la ciudad santa a los peregrinos, pero que, mientras tanto, se había convertido en expresión de la esperanza mesiánica: «Bendito el que viene en nombre del Señor» (Sal 118, 26; Lc 19, 38). Los peregrinos ven en Jesús al Esperado, al que viene en nombre del Señor, más aún, según el Evangelio de san Lucas, introducen una palabra más: «Bendito el que viene, el rey, en nombre del Señor». Y prosiguen con una aclamación que recuerda el mensaje de los ángeles en Navidad, pero lo modifican de una manera que hace reflexionar. Los ángeles habían hablado de la gloria de Dios en las alturas y de la paz en la tierra para los hombres a los que Dios ama. Los peregrinos en la entrada de la ciudad santa dicen: «Paz en el cielo y gloria en las alturas». Saben muy bien que en la tierra no hay paz. Y saben que el lugar de la paz es el cielo; saben que ser lugar de paz forma parte de la esencia del cielo. Así, esta aclamación es expresión de una profunda pena y, a la vez, es oración de esperanza: que Aquel que viene en nombre del Señor traiga a la tierra lo que está en el cielo. Que su realeza se convierta en la realeza de Dios, presencia del cielo en la tierra. La Iglesia, antes de la consagración eucarística, canta las palabras del Salmo con las que se saluda a Jesús antes de su entrada en la ciudad santa: saluda a Jesús como el rey que, al venir de Dios, en nombre de Dios entra en medio de nosotros. Este saludo alegre sigue siendo también hoy súplica y esperanza. Pidamos al Señor que nos traiga el cielo: la gloria de Dios y la paz de los hombres. Entendemos este saludo en el espíritu de la petición del Padre Nuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». Sabemos que el cielo es cielo, lugar de la gloria y de la paz, porque allí reina totalmente la voluntad de Dios. Y sabemos que la tierra no es cielo hasta que en ella se realice la voluntad de Dios. Por tanto, saludemos a Jesús que viene del cielo y pidámosle que nos ayude a conocer y a hacer la voluntad de Dios. Que la realeza de Dios entre en el mundo y así el mundo se colme del esplendor de la paz. Amén.
Ángelus (21-03-2010)
Plaza de San Pedro
Domingo 21 de marzo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos llegado al quinto domingo de Cuaresma, en el que la liturgia nos propone, este año, el episodio evangélico de Jesús que salva a una mujer adúltera de la condena a muerte (Jn 8, 1-11). Mientras está enseñando en el Templo, los escribas y los fariseos llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio, para la cual la ley de Moisés preveía la lapidación. Esos hombres piden a Jesús que juzgue a la pecadora con la finalidad de «ponerlo a prueba» y de impulsarlo a dar un paso en falso. La escena está cargada de dramatismo: de las palabras de Jesús depende la vida de esa persona, pero también su propia vida. De hecho, los acusadores hipócritas fingen confiarle el juicio, mientras que en realidad es precisamente a él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio, está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía.
El evangelista san Juan pone de relieve un detalle: mientras los acusadores lo interrogan con insistencia, Jesús se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. San Agustín observa que el gesto muestra a Cristo como el legislador divino: en efecto, Dios escribió la ley con su dedo en las tablas de piedra (cf. Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona. Y ¿cuál es su sentencia? «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13, 8-10). Es la justicia que salvó también a Saulo de Tarso, transformándolo en san Pablo (cf. Flp 3, 8-14).
Cuando los acusadores «se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos», Jesús, absolviendo a la mujer de su pecado, la introduce en una nueva vida, orientada al bien: «Tampoco yo te condeno; vete y en adelante no peques más». Es la misma gracia que hará decir al Apóstol: «Una cosa hago: olvido lo que dejé detrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Flp 3, 13-14). Dios sólo desea para nosotros el bien y la vida; se ocupa de la salud de nuestra alma por medio de sus ministros, liberándonos del mal con el sacramento de la Reconciliación, a fin de que nadie se pierda, sino que todos puedan convertirse.
En este Año sacerdotal, deseo exhortar a los pastores a imitar al santo cura de Ars en el ministerio del perdón sacramental, para que los fieles vuelvan a descubrir su significado y belleza, y sean sanados nuevamente por el amor misericordioso de Dios, que «lo lleva incluso a olvidar voluntariamente el pecado, con tal de perdonarnos» (Carta para la convocatoria del Año sacerdotal).
Queridos amigos, aprendamos del Señor Jesús a no juzgar y a no condenar al prójimo. Aprendamos a ser intransigentes con el pecado —¡comenzando por el nuestro!— e indulgentes con las personas. Que nos ayude en esto la santa Madre de Dios, que, exenta de toda culpa, es mediadora de gracia para todo pecador arrepentido.
Francisco, papa
Homilía (24-03-2013)
Plaza de San Pedrov
XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, Santa Misa del Domingo de Ramos y de la Pasión del Señor, Domingo 24 de marzo de 2013.
1. Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los discípulos lo acompaña festivamente, se extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38).
Gentío, fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma.
Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella escena, llena de luz – la luz del amor de Jesús, de su corazón –, de alegría, de fiesta.
Al comienzo de la Misa, también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo que nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo, viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.
2. Segunda palabra: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército, símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí… ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte.
3. Hoy están en esta plaza tantos jóvenes: desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y esta es la tercera palabra: jóvenes. Queridos jóvenes, os he visto en la procesión cuando entrabais; os imagino haciendo fiesta en torno a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y expresáis la alegría de estar con él. Vosotros tenéis una parte importante en la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: un corazón joven incluso a los setenta, ochenta años. Corazón joven. Con Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. Y vosotros no os avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí, en salir de uno mismo, y en que él ha triunfado sobre el mal con el amor de Dios. Lleváis la cruz peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de Jesús: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz. Queridos amigos, también yo me pongo en camino con vosotros, desde hoy, sobre las huellas del beato Juan Pablo II y Benedicto XVI. Ahora estamos ya cerca de la próxima etapa de esta gran peregrinación de la cruz de Cristo. Aguardo con alegría el próximo mes de julio, en Río de Janeiro. Os doy cita en aquella gran ciudad de Brasil. Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo entero. Los jóvenes deben decir al mundo: Es bueno seguir a Jesús; es bueno ir con Jesús; es bueno el mensaje de Jesús; es bueno salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de la existencia, para llevar a Jesús. Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.
Julio Alonso Ampuero: La pasión del Señor.
Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico, Fundación Gratis Date.
El relato de la pasión según san Lucas –que hemos de releer y meditar– quiere llevarnos a mirar a Jesús para aprender de Él a ser verdaderos discípulos. La traición de Judas, uno de los Doce, nos pone en guardia frente a nosotros mismos, que también podemos traicionar al Señor. Y lo mismo ocurre con la negación de Pedro, que desenmascara la tentación que aparece en cada corazón: no querer cuentas con el Maestro que se abaja hasta este punto. Sin embargo, la mirada de Jesús, que se vuelve hacia él, alcanza su conversión, y las lágrimas de Pedro, pecador arrepentido, indican la manera como el discípulo debe participar en la pasión del Salvador.
San Lucas insiste más que ningún otro evangelista en la inocencia de Jesús, para sacar así la lección de que los discípulos no deben extrañarse de que sean arrastrados a los tribunales por su fidelidad a la voluntad de Dios. Más aún, siendo inocente, Jesús muere perdonando a sus asesinos y confiando en el Padre, en cuyas manos se abandona totalmente. También los cristianos deberán seguir este doble ejemplo, asociándose de cerca a la pasión de su Salvador.
Finalmente, san Lucas subraya la eficacia del sacrificio de Cristo: la cruz de Jesús transforma el mundo produciendo la conversión de los corazones y abriendo a los hombres el Paraíso. Junto al buen ladrón, cada uno de nosotros es invitado a considerar los sufrimientos de Jesús y a hacer examen de conciencia –«lo nuestro nos lo hemos merecido, pero éste nada malo ha hecho»– para poder oír de labios del mismo Jesús: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo II: Tiempo de Cuaresma, Fundación Gratis Date.
Esta solemnidad se celebraba ya en Jerusalén en el siglo IV, según lo refiere la peregrina Egeria en su Diario. Y se hacía lo mismo que hizo el Señor en ese día. Luego se extendió por toda la cristiandad.
Entrada: «Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel. ¡Hosanna en el cielo!» (Mt 21,9).
Oraciones para la bendición de los ramos: «Dios Todopoderoso y eterno, santifica con tu bendición estos ramos, y a cuantos vamos a acompañar a Cristo aclamándole con cantos, concédenos, por él, entrar en la Jerusalén del cielo». O bien: «Acrecienta, Señor, la fe de los que en ti esperan y escucha las plegarias de los que a ti acuden, para que quienes alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos en él, dando frutos abundantes»
Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): «Dios Todopoderoso y eterno, Tú quisiste que nuestro Salvador se anonadase, haciéndose hombre y muriendo en la Cruz, para que todos nosotros sigamos su ejemplo; concédenos que las enseñanzas de su Pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos de su resurrección gloriosa».
Comunión: «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad « (Mt 26,42).
Postcomunión: «Fortalecidos con tan santos misterios, te dirigimos estas súplica, Señor: del mismo modo que la muerte de tu Hijo nos ha hecho esperar lo que nuestra fe nos promete, que su resurrección nos alcance la plena posesión de lo que anhelamos».
Comenta San Andrés de Creta:
«Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo que hoy vuelve de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa Pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres… Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su Pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros.
« Alegrémonos, pues, porque se nos ha presentado mansamente el que es manso y que asciende sobre el ocaso de nuestra ínfima vileza, para venir hasta nosotros y convivir con nosotros, de modo que pueda, por su parte, llevarnos hasta la familiaridad con Él… Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el que viene, como Rey, en nombre del Señor” (Sermón 9, sobre el Domingo de Ramos).
–Isaías 50,4-7: No oculté el rostro a insultos y sé que no quedaré avergonzado. El tercer canto de Isaías sobre el Siervo de Dios proclama la condición obediencial de Cristo Jesús, que le lleva hasta ofrecerse victimalmente por todos nosotros.
–Con el Salmo 21 clamamos: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?… Al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza».
–Filipenses 2,6-11: Se rebajó a Sí mismo, por eso Dios lo exaltó sobre todo. Esta obediencia redentora de Jesús ¡hasta la muerte y muerte de Cruz! ha hecho posible para nosotros el gran Misterio de la Redención pascual.
–Pasión de Cristo: Ciclo A: Mateo 26,14-27.66; Ciclo B: Marcos 14,1-15.47; Ciclo C: Lucas 22,14-23.56. La historia de la Pasión del Señor nos invita a identificarnos con los sentimientos redentores de Cristo Jesús. Toda ella es evidencia de su Amor glorificador del Padre y salvador de todos los hombres. Oigamos a San Cipriano:
«Durante la misma Pasión, antes de que llegara la crueldad de la muerte y la efusión de sangre, ¡cuántos insultos y cuántas injurias escuchadas por su paciencia! Soportó pacientemente los salivazos de quienes le insultaban, el mismo que pocos días antes había dado vista a un ciego con su saliva (Jn 9,6); sufrió azotes aquél en cuyo nombre azotan hoy sus servidores y ángeles al diablo; fue coronado de espinas el que corona a los mártires con eternas flores; fue abofeteado con garfios en el rostro el que da las verdaderas palmas al vencedor; despojado de su ropa terrena el que viste a todos con la vestidura de la inmortalidad; mitigada con hiel la sed del que da alimentos celestiales, y con vinagre el que propinó el licor de la salvación. El inocente, el justo, o mejor dicho, la misma inocencia y la misma justicia, oprimida por testimonios falsos; juzgado el que ha de juzgar, y la Palabra de Dios llevada al sacrificio sin despegar los labios… Todo lo soporta hasta el fin con firmeza y perseverancia, para que se consuma en la paciencia total y perfecta…» (Del bien de la paciencia, 7).
Homilías en Italiano para posterior traducción
San Giovanni Paolo II, papa
Omelia (27-03-1983)
CELEBRAZIONE DELLA DOMENICA DELLE PALME.
Domenica, 27 marzo 1983.
1. “Benedetto colui che viene nel nome del Signore: è il re d’Israele” (Antiphona ad Introitum Dominicae in Palmis).
Sul versante del monte degli Ulivi risuonano voci simili a quelle che, una volta, furono ascoltate nei campi vicini a Betlemme: “Pace in terra e gloria nel più alto dei cieli!” (Lc 19, 38).
Le stesse voci echeggiano nell’odierna liturgia. È la Domenica delle Palme. Seguiamo nello spirito la folla che salutava Gesù, mentre egli entrava a Gerusalemme. Essa avvertiva in lui il Messia: Colui che doveva venire dalla stirpe regale di Davide per salvare Israele.
Il sentimento del Popolo dell’antica alleanza è veramente adatto in questo giorno. E perciò noi lo seguiamo nella liturgia. E anche noi proclamiamo: “Osanna al figlio di Davide! Benedetto colui che viene nel nome del Signore!”.
2. Sulla prima parte della liturgia, che è processionale, se ne sovrappone una seconda. Essa parla oggi soprattutto col linguaggio del Vangelo di san Luca. Racconta gli avvenimenti dei giorni seguenti della settimana, che oggi inizia. Prima di tutto, gli avvenimenti dei giovedì e del venerdì.
Tra qualche giorno, il sublime “Osanna” si cambierà in un grido nefasto: “Crocifiggilo”. E questo grido prenderà realtà, diventerà un fatto concreto. Sull’altura del Calvario, fuori le mura di Gerusalemme, si solleverà la croce, sulla quale Gesù di Nazaret renderà la vita,
3. Il senso messianico di quel popolo, che durante l’ingresso di Gesù a Gerusalemme gridò “Osanna”, salutando il re che viene nel nome del Signore (cf. Lc 19, 38), è stato forse allora deluso? è stato indotto in errore? era forse, in sostanza, sbagliato?
No.
Il senso messianico si era soltanto fermato sulla soglia del mistero del Figlio dell’Uomo. Quest’Uomo faceva cose che nessuno prima di lui aveva compiute, ed egli parlava come uno che ha autorità, così come nessuno, prima di lui, aveva parlato (cf. Mt 7, 29). Quest’Uomo era anche discendente della stirpe di Davide. Ma non è tutto.
Chi era quest’Uomo?
4. L’Apostolo Paolo risponde con le parole della Lettera ai Filippesi; Cristo Gesù “pur essendo di natura divina, / non considerò un tesoro geloso / la sua uguaglianza con Dio; / ma spogliò se stesso, / assumendo la condizione di Servo / e divenendo simile agli uomini” (Fil 2, 6-7).
Ecco la piena verità messianica. Quindi, Gesù non era soltanto Uomo, discendente di Davide, ma Colui che esiste nella natura divina, il Figlio di Dio che assunse la condizione di servo e divenne simile agli uomini.
Questa è la piena verità messianica di Gesù Cristo. La verità, che Simone Pietro confessò, un giorno, nei pressi di Cesarea di Filippo: “Tu sei il Cristo, il Figlio del Dio vivente” (Mt 16, 16).
Gli abitanti di Gerusalemme erano forse capaci di proclamare questa verità nel giorno dell’arrivo di Gesù per la festa di Pasqua? Il senso messianico li ha portati, quel giorno, a un tale punto?
5. No. E perciò era necessario che Colui, che apparve in forma umana, umiliasse se stesso facendosi obbediente fino alla morte e alla morte di Croce (cf. Fil 2, 7-8). Soltanto allora, Dio, Dio stesso, lo ha esaltato (cf. Fil 2, 9): con la morte ha meritato la sua risurrezione e la vita gloriosa.
6. Questo è avvenuto mediante il mistero pasquale. In questo mistero, il senso messianico del Popolo di Dio ha trovato il suo compimento.
Oggi ci troviamo appena alla soglia di questo mistero. La Chiesa ritorna a questa soglia ogni anno, e parte da essa verso la Settimana Santa, settimana della morte e della risurrezione di Cristo.
In virtù del mistero pasquale, essa può ripetere non soltanto: “Osanna al Figlio di Davide”, ma può proclamare che “Gesù Cristo è il Signore, a gloria di Dio Padre” (Fil 2, 11). E in questa proclamazione la Chiesa non è sola.
Ecco, infatti, che nel nome di Gesù si piega ogni ginocchio nei cieli, sulla terra e sotto terra (cf. Fil 2, 10).
Così, dunque, la Chiesa nella Domenica delle Palme ripete: “Osanna”, e guarda attraverso la Croce l’esaltazione di Cristo nella potenza di Dio stesso.