Domingo XXXI Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 2 noviembre, 2013 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Sab 11, 22—12, 2: Te compadeces, Señor, de todos, porque amas a todos los seres
Sal 144, 1bc-2. 8-9. 10-11. 13cd-14: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey
2 Tes 1, 11—2, 2: Que Cristo sea glorificado en vosotros, y vosotros en él
Lc 19, 1-10: El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (02-11-1980): El fruto de ver a Cristo
domingo 2 de noviembre de 1980[...] El fragmento del Evangelio de San Lucas, que la liturgia de hoy propone para meditar en el trigésimo primer domingo durante el año, recuerda el episodio que tuvo lugar, mientras Jesús estaba atravesando la ciudad de Jericó. Fue un acontecimiento tan significativo que, aunque ya lo sabemos de memoria, es preciso meditar otra vez con atención en cada uno de sus elementos. Zaqueo era no sólo un publicano (igual que lo había sido Leví, después el Apóstol Mateo), sino un "jefe de publicanos", y era muy "rico". Cuando Jesús pasaba cerca de su casa. Zaqueo, a toda costa, "hacía por ver a Jesús" (Lc 19, 3), y para ello —por ser pequeño de estatura— ese día se subió a un árbol (el Evangelista dice "a un sicómoro"), "para verle" (Lc 19, 4).
Cristo vio de este modo a Zaqueo y se dirigió a él con las palabras que nos hacen pensar tanto. Efectivamente, Cristo no sólo le dio a entender que le había visto (a él, jefe de publicanos, por lo tanto, hombre de una cierta posición) sobre el árbol, sino que además manifestó ante todos que quería "hospedarse en su casa" (cf. Lc 19, 5). Lo que suscitó alegría en Zaqueo y, a la vez, murmuraciones entre aquellos a quienes evidentemente no agradaban estas manifestaciones de las relaciones del Maestro de Nazaret con "los publicanos y pecadores".
Esta es la primera parte de la perícopa, que merece una reflexión. Sobre todo, es necesario detenerse en la afirmación de que Zaqueo "hacía por ver a Jesús" (Lc 19, 3). Se trata de una frase muy importante que debemos referir a cada uno de nosotros aquí presentes, más aún, indirectamente, a cada uno de los hombres. ¿Quiero yo "ver a Cristo"? ¿Hago todo para "poder verlo"? Este problema, después de dos mil años, es tan actual como entonces, cuando Jesús atravesaba las ciudades y los poblados de su tierra. Es el problema actual para cada uno de nosotros personalmente: ¿Quiero?, ¿quiero verdaderamente? O, quizá más bien, ¿evito el encuentro con El? ¿Prefiero no verlo o prefiero que El no me vea (al menos a mi modo de pensar y de sentir)? Y si ya lo veo de algún modo, ¿prefiero entonces verlo de lejos, no acercándome demasiado, no poniéndome ante sus ojos para no llamar la atención demasiado..., para no tener que aceptar toda la verdad que hay en El, que proviene de El, de Cristo?
Esta es una dimensión del problema que encierran las palabras del Evangelio de hoy sobre Zaqueo.
Pero hay también otra dimensión social. Tiene muchos círculos, pero quiero situar esta dimensión en el círculo concreto de vuestra parroquia. Efectivamente, la parroquia, es decir, una comunidad viva cristiana, existe para que Jesucristo sea visto constantemente en los caminos de cada uno de los hombres, de las personas, de las familias, de los ambientes, de la sociedad. Y vuestra parroquia, dedicada a los Mártires Canadienses, ¿hace todo lo posible para que el mayor número de hombres "quiera ver a Cristo Jesús"? ¿Como Zaqueo?
Y además: ¿qué más podría hacer para esto?
Detengámonos en estas preguntas. Más aún, completémoslas con las palabras de la oración, que encontramos en la segunda lectura de la Misa, tomada de la Carta de San Pablo a los Tesalonicenses: Hermanos... "sin cesar rogamos por vosotros, para que nuestro Dios os haga dignos de su vocación y con toda eficacia cumpla todo su bondadoso beneplácito y la obra de vuestra fe, y el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros y vosotros en El, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo" (2 Tes 1, 11-12). Es decir —hablando con el lenguaje del pasaje evangélico de hoy—, oremos para que vosotros tratéis de ver a Cristo (cf. Lc 19, 3), para que vayáis a su encuentro, como Zaqueo... y que, si sois pequeños de estatura, subáis, por este motivo, a un árbol.
Y Pablo continúa desarrollando su oración. pidiendo a los destinatarios de su carta que no se dejen demasiado fácilmente confundir y turbar, por supuestas inspiraciones... (cf. 2 Tes 2, 2). ¿Por qué "inspiraciones"? Acaso sencillamente por las "inspiraciones de este mundo". Digámoslo con lenguaje de hoy: por una oleada de secularización e indiferencia respecto a los mayores valores divinos y humanos. Después dice Pablo: "ni por palabras". Efectivamente, no faltan hoy las palabras que tienden a "confundir" o a "turbar" a los cristianos.
Zaqueo no se dejó confundir ni turbar. No se asustó de que la acogida de Cristo en la propia casa pudiese amenazar, por ejemplo, su carrera profesional o hacerle difíciles algunas acciones, ligadas con su actividad de jefe de publicanos. Acogió a Cristo en su casa y dijo: "Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si a alguien he defraudado en algo, le devuelvo el cuádruplo" (Lc 19, 8).
En este punto se hace evidente que no sólo Zaqueo "ha visto a Cristo", sino que al mismo tiempo, Cristo ha escrutado su corazón y su conciencia; lo ha radiografiado hasta el fondo. Y he aquí que se realiza lo que constituye el fruto propio de "ver" a Cristo, del encuentro con El en la verdad plena: se realiza la apertura del corazón, se realiza la conversión. Se realiza la obra de la salvación. Lo manifiesta el mismo Cristo cuando dice: "Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19, 9-10).
Y ésta es una de las expresiones más bellas del Evangelio.
Estas últimas palabras tienen una importancia particular. Descubren el universalismo de la misión salvífica de Cristo. De la misión que permanece en la Iglesia. Sin estas palabras sería difícil comprender la enseñanza del Vaticano II y en particular sería difícil comprender la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium.
Benedicto XVI, papa
Homilía (08-05-2011): Sintió el deseo de ir más allá
domingo 8 de mayo de 2011«Es necesario que hoy me quede en tu casa. Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento» (Lc 19, 5-6). ¡Cuántas veces, durante la visita pastoral, habéis escuchado y meditado estas palabras, que Jesús dirigió a Zaqueo! Estas palabras han sido el hilo conductor de vuestros encuentros comunitarios, ofreciéndoos un estímulo eficaz para acoger a Jesús resucitado, camino seguro para encontrar plenitud de vida y felicidad. De hecho, la auténtica realización del hombre y su verdadera alegría no se encuentran en el poder, en el éxito, en el dinero, sino sólo en Dios, que Jesucristo nos da a conocer y nos hace cercano.
Esta es la experiencia de Zaqueo. Este, según la mentalidad común, lo tiene todo: poder y dinero. Se puede definir como un «hombre realizado»: ha hecho carrera, ha conseguido lo que quería y, como el rico necio de la parábola evangélica, podría decir: «Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente» (Lc 12, 19). Por esto su deseo de ver a Jesús es sorprendente. ¿Qué lo impulsa a tratar de encontrarse con él? Zaqueo se da cuenta de que todo lo que posee no le basta; siente el deseo de ir más allá. Y precisamente Jesús, el profeta de Nazaret, pasa por Jericó, su ciudad. De él le ha llegado el eco de palabras inusuales: bienaventurados los pobres, los mansos, los afligidos, los que tienen hambre de justicia. Palabras extrañas para él, pero tal vez precisamente por eso fascinantes y nuevas. Quiere ver a este Jesús. Pero Zaqueo, aun siendo rico y poderoso, es bajo de estatura. Por eso, corre, sube a un árbol, a un sicómoro. No le importa hacer el ridículo: ha encontrado un modo de hacer posible el encuentro. Y Jesús llega, alza la mirada hacia él y lo llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5).
Nada es imposible para Dios. De este encuentro surge una vida nueva para Zaqueo: acoge a Jesús con alegría, descubriendo finalmente la realidad que puede llenar verdadera y plenamente su vida. Ha tocado la salvación con la mano, ya no es el de antes y, como signo de conversión, se compromete a dar la mitad de sus bienes a los pobres y a restituir el cuádruplo a quien había robado. Ha encontrado el verdadero tesoro, porque el Tesoro, que es Jesús, lo ha encontrado a él.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Una presencia que transforma
«Hoy tengo que alojarme en tu casa». Una vez más sorprende la actitud de Jesús que toma la iniciativa. Zaqueo no le ha pedido, simplemente tenía curiosidad por conocer a ese Jesús de quien probablemente había oído hablar. Pero Jesús se adelanta, se autoinvita. Él quiere vivir contigo, entrar en tu casa, permanecer en ella. ¿Le dejas? «Estoy a la puerta llamando; si alguno me oye y abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Jesús desea ante todo la intimidad contigo. Precisamente «hoy», ahora.
«...en casa de un pecador». Y una vez más Jesús rompe todas las barreras. Los fariseos –los más cumplidores y los maestros espirituales del pueblo judío– no osaban juntarse con los publicanos, pecadores públicos; cuánto menos entrar en sus casas: se contaminarían. Pero Jesús se acerca sin prejuicios, a pesar de las murmuraciones.
«Hoy ha sido la salvación de esta casa». La entrada de Jesús no le contamina; por el contrario, Jesús «contagia» a Zaqueo la salvación, porque donde entra el Salvador entra la salvación. Por eso Zaqueo, sorprendido por este amor gratuito e incondicional, le recibe «muy contento». Y cambia de vida. Sin que Jesús le exija nada, ni tan siquiera le insinúe. Ha sido vencido por la fuerza del amor. El que los fariseos daban por perdido –hasta el punto de no acercarse a él– ha sido salvado. Pues Jesús ha venido precisamente para eso: «a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Su sola presencia transforma. En la medida en que les dejes entrar en tu vida irás viendo cómo toda ella se renueva.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico: Tiempo de misericordia
Las lecturas primera y tercera nos proclaman hoy la misericordia de Dios con los pecadores. La segunda lectura nos exhorta a que nos atengamos a la fe. El tiempo nos ofrece la oportunidad del amor misericordioso de Dios, que llama al hombre a la conversión y la espera, urgiéndole a diario para que se santifique.
–Sabiduría 11,23-12,2: Te compadeces, Señor, de todos, porque amas a todos los seres. El tiempo es para el hombre un índice de su limitaciones como criatura y un don del amor misericordioso de Dios, que le espera para la conversión y la salvación. Tenemos aquí una enseñanza teológica, muy rica y profunda, de la omnipotencia y misericordia divinas, que de un modo paradójico, pero divinamente armónico, cooperan a hacer siempre más concreto y vivo entre los hombres el don salvífico divino, no obstante los límites y la falta de correspondencia de las criaturas.
El texto de la Sabiduría nos abre el corazón a una gran confianza y a un sano optimismo: nos lleva a ver en Dios no un dueño tiránico, siempre dispuesto a exigir y castigar, sino un Padre misericordioso que en todo y por todo busca siempre el bien de los hombres, elevados a la dignidad de hijos suyos.
–Por eso ensalzamos a Dios, nuestro Rey, con el Salmo 144. Bendecimos su nombre por siempre jamás; día tras días lo bendecimos y lo alabamos, porque es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad. Es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas. Esto nos mueve a procurar que todos se unan a nosotros para proclamar la gloria de su reinado y manifestar sus maravillas. El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus acciones, sostiene a los que van a caer y endereza a los que ya se doblan.
–2 Tesalonicenses 1,11–2,2: Que Jesús, nuestro Señor, sea vuestra gloria y que vosotros seáis la gloria de El. El Apóstol eleva oraciones a Dios para que su predicación pueda dar fruto en sus oyentes. San Agustín escribe:
«Quien pretende enseñar la palabra de Dios debe hacer cuanto esté de su parte para que se le escuche inteligentemente con gusto y docilidad. Pero no dude de que si logra algo, y en la medida en que lo logra, es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto orando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Y cuando se acerque la hora de hablar, antes de comenzara a hablar, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar de lo que bebió y exhalar de lo que se llenó» (Sobre la doctrina cristiana 4,15-32).
–Lucas 19,1-10: El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido. Cristo Jesús busca al hombre pecador: continúa a diario su misión de llamar, buscar y salvar al hombre, mediante la conversión y la nueva vida de santidad que El le ofrece. Y atraído por su gracia, el hombre pecador, como Zaqueo, busca a Jesús. San Agustín comenta:
«Reconoce a Cristo, que está lleno de gracia. Él quiere derramar sobre ti aquello de que está lleno y te dice: «busca mis dones, olvida tus méritos, pues si yo buscase tus méritos, no llegarías a mis dones. No te envanezcas, sé pequeño, sé Zaqueo». Pero vas a decir: «si soy como Zaqueo, no podré ver a Jesús a causa de la muchedumbre». No te entristezcas, sube al árbol del que Jesús estuvo colgado por ti y lo verás... Pon ahora los ojos en mi Zaqueo, mírale, te suplico, queriendo ver a Jesús en medio de la muchedumbre, sin conseguirlo. Él era humilde, mientras que la turba era soberbia; y la misma turba, como suele ser frecuente, se convertía en impedimento para ver bien al Señor. Él se levantó sobre la muchedumbre y vio a Jesús sin que ella se lo impidiera.
«En efecto, a los humildes, a los que siguen el camino de la humildad, a los que dejan en manos de Dios las injurias recibidas y no piden venganza para sus enemigos, a ésos los insulta la turba y le dice: «¡inútil, que eres incapaz de vengarte!» La turba te impide ver a Jesús; la turba que se gloría y exulta de gozo cuando ha podido vengarse, impide la visión de quien, pendiente de un madero, dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»... El Señor que había recibido a Zaqueo en su corazón, se dignó ser recibido por él... Y «llegó la salvación a aquella casa»» (Sermón 174,3).
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Aumentar la estatura.
La ciudad de Jericó, deliciosa villa en medio del desierto, a once kilómetros del río Jordán, con sus frescos manantiales y sus plantaciones de palmeras, está convulsionada. Jesús, el famoso Jesús, ha llegado, y toda la gente se vuelca para verlo. Sólo para verlo... Está el pueblo y están sus jefes espirituales y los hombres piadosos en tensión por descubrir entre el camino polvoriento al famoso "curandero" sobre quien corrían muchos dichos y leyendas.
También el diminuto Zaqueo busca un lugar para «ver» a Jesús. Zaqueo es un hombre odiado por todos, alguien a quien la sociedad lo califica de «pecador», agente de los romanos y rico por añadidura.
Zaqueo es bajo de estatura: un hombre ruín y pequeño ante los grandes del espíritu. Es un ser objeto de envidia y de resentimiento. Por eso se ha refugiado en la acumulación de riquezas, cualquiera que sea su precio y su riesgo. Zaqueo no ha podido crecer como hombre, y eso lo humilla ante sus propios ojos. Por eso tiene que subir a un árbol, para sentirse un poco más grande y poder así mirar de frente a los ojos de Jesús.
Zaqueo tiene lo que los otros envidian y lo que a él no le hace falta, porque vive insatisfecho de sí mismo, pero sin salida porque la sociedad ya lo ha condenado a ser el chivo expiatorio de los pecados de todos. Traidor a su patria y violador de la ley divina, la sociedad lo ha condenado a la más espantosa soledad, porque nadie se le acerca más que para pagar deudas y para mirarlo con odio.
Con mucho gusto cualquier grupo revolucionario lo hubiera elegido como candidato privilegiado para un secuestro o un atentado mortal.
Sin embargo, Jesús lo miró como quien elige al hombre que está buscando, al perdido Zaqueo. Jesús tuvo que alzar la vista, con una intencionalidad que no dejaba lugar a dudas sobre el significado de esa mirada.
Ese fue el encuentro de dos hombres que se estaban buscando desde hacía tiempo. Zaqueo buscaba a Jesús desde su mismo inconsciente, como si una voz misteriosa y aun confusa le dijera que era importante ver a Jesús no con la mirada superficial de los curiosos que se agolpaban en la estrecha calle, sino con esa mirada cargada de sentimientos, de preguntas, de búsqueda. Una mirada en la que estaba reflejada su vida, su aislamiento, ese Callejón sin salida en el que se había metido. Zaqueo quería ver a Jesús pero sin ser visto, con el sentimiento de aquella hemorroísa que quería ser curada por Jesús con sólo tocar su manto, mágica y mecánicamente.
En cambio, Jesús lo miró con plena conciencia porque la conversión o la curación de una persona no puede producirse por cierta emanación misteriosa de energía de su cuerpo, sino por un encuentro personal en el que cada interlocutor expresa todo lo que tiene dentro: miseria o misericordia, pecado o perdón. En Jesús hay conciencia plena de lo dicho por el libro de la Sabiduría (primera lectura): que el Señor se compadece de todos y cierra los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan; porque ama a todos los seres y no odia nada de lo que ha hecho. Por eso corrige poco a poco a los que caen, y a los que pecan les recuerda su pecado para que se conviertan y crean...
Zaqueo todavía no ha hecho consciente lo que está pasando en su interior. Por eso Jesús, ante el asombro y el escándalo del pueblo, lo invita a comer con él. O para ser más exactos: se invita a sí mismo para comer en la casa de Zaqueo, rompiendo todos los esquemas sociales; para comer y para alojarse en su casa, la casa del pecado. La iniciativa liberadora es la característica de Jesús: no sólo alzó la vista para ver y hablar con Zaqueo, sino que él mismo invita a Zaqueo, entre otros motivos, porque jamás Zaqueo se hubiera atrevido a invitar a Jesús a entrar en su casa. Porque Zaqueo es «bajo de estatura», es un ser convencido de su ruindad moral y espiritual; es alguien que ha asumido el papel que la sociedad le ha asignado. Zaqueo quisiera salir del trance, pero ha terminado por convencerse de que ya no hay remedio, porque ya está en la edad adulta y su estatura jamás podrá elevarse ni un centímetro más. Si Jesús hubiera pasado de largo o no hubiera hablado, Zaqueo se hubiera empequeñecido más aún en una muerte lenta e irreversible.
¿Qué pasó después? ¿De qué hablaron? ¿Qué más le dijo Jesús? No lo sabemos, aunque sería interesante imaginar cómo pudo haber sido aquel diálogo terapéutico cuyo final feliz nos transcribe Lucas. Seguramente los dos hombres se quedaron solos en algún rincón de la casa y tuvo lugar una larga charla, como la habida con la samaritana o con Nicodemo; quizá duró toda la noche, cuando aún flotaba sobre la ciudad la murmuración general: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.»
Lo cierto es que el encuentro llegó a su punto culminante cuando Zaqueo «se puso en pie»... Otro muerto que se levanta, otro perdido que comienza a vivir de nuevo, otro niño pequeño que se pone de pie sobre sus propias piernas y comienza a andar. Ya no es el hombre confuso que horas antes había buscado cómoda postura encima de un árbol. Es un hombre nuevo que decididamente tuerce radicalmente el rumbo de su vida y cambia sus esquemas, su modo de pensar, su sistema de valores, su relación con la gente..., en fin, su vida.
¡Y qué cambio! Reparte la mitad de sus bienes a los pobres y, a quienes ha estafado, devuelve cuatro veces más lo debido en justicia. Zaqueo ha descubierto que puede elevar su estatura si es capaz de relacionarse con los demás recaudando amor y dando amor. El sólo sabía usar y abusar del prójimo. Ahora está decidido a compartir su vida y sus bienes con los pobres. Antes estaba aislado, solo, resentido sobre un montón de monedas. Ahora ha aprendido a decir «nosotros». Se encontró a sí mismo en el encuentro con el otro. Ahora es un hombre «grande» y libre.
Tal es la primera reflexión que nos sugiere el hermoso evangelio de hoy: sólo podemos aumentar nuestra estatura a través del amor y del encuentro con el otro. De nada sirve que lo hagamos con subterfugios, subiéndonos a un árbol o aumentando nuestras riquezas. En una sociedad consumista y materialista como la nuestra, el evangelio de hoy puede suscitar mucha murmuración, cuando no risas y desprecio. Pero ésta es la grandeza del hombre de fe: la pobreza de un corazón disponible y abierto a la comunidad.
2. Liberar al opresor
La segunda reflexión nos viene de la actuación de Jesús. Lucas lo presenta como un hombre discreto, inmensamente respetuoso con la vida y la intimidad de quien estaba en boca de todos como objeto de odio y de desprecio. Jesús no hace más que tender una mano e inspirar confianza en este Zaqueo receloso y agresivo; pero, al mismo tiempo, desprotegido e inseguro de sí mismo. Quiso entrar en la casa de aquel hombre para ayudarlo a liberarse de sí mismo, de ese complejo de ser un hombre pequeño e inútil para la sociedad.
Jesús no teme provocar el escándalo y la mordaz crítica cuando se trata de salvar a alguien. Por eso le colocaron el apodo y cartelito: es un «come-con-pecadores». Es el cartel que tan pronto sacan a relucir los sectarios, los que sólo se reúnen con los que piensan como ellos, los que sólo hablan con aquellos que dicen amén a sus palabras. Porque hay muchos sectarismos: de izquierda y de derecha; el sectarismo de los que odian a los pobres y el sectarismo de los que odian a los ricos.
En el texto evangélico de hoy Jesús nos da un ejemplo de tremenda madurez. El sabe quién es, qué piensa, qué hace, por qué lo hace, y humildemente dice su verdad. Tiene identidad, tiene conciencia de sí mismo, y no teme perderla en el encuentro con unos o con otros. Por eso sabe encontrarse con el adversario ideológico, con el banquero y con el pobre, con las personas piadosas y con las de mal vivir; pero sin dejar de ser él, sin perder su dignidad y sin ofender la dignidad de nadie. Afronta la crítica de los virtuosos y la risa de los deshonestos, pero no cede. No vende su verdad al mejor postor; no busca el camino fácil ni trata de salvar la cara... o la vida. Su juego es limpio y desinteresado, porque su único interés es el bien y la libertad interior del otro. No hay trueque de mercancías: sólo hay oferta de su parte, porque quien actúa como Jesús, sólo juega a perder. Y así salva al hombre.
Por eso Jesús no se acomplejó frente a los ricos; menos aún los mitificó. También el rico y el explotador es un hombre; un hombre al que muchos desprecian y pocos comprenden. En Zaqueo vemos el drama de los hombres aparentemente felices, casi obligados por la sociedad a cumplir su papel de desdichados felices...
Jesús pudo encontrarse y hospedarse en la casa de Zaqueo porque no lo envidiaba. El era pobre, consciente y libremente pobre; y en esa pobreza condenaba al rico explotador, mientras intentaba salvar al hombre-pequeño- Zaqueo.
Porque no envidiaba a Zaqueo, no le tenía resentimiento ni odio; en todo caso lo compadecía. En realidad era un «pobre hombre», bajo de estatura, como dice Lucas. Y porque no lo envidiaba, pudo entrar en su casa sin doble intención: ni para volcar agresividad y rabia ni para pedirle dinero para sí y los suyos. Entró como hombre libre para expresar su verdad: porque Jesús no se vendió a Zaqueo ni le doró la píldora ni aguó su Evangelio. Le hizo descubrir por qué vivía tan angustiado, por qué no era feliz, por qué lo odiaban, por qué se sentía como un hombre pequeño, imposibilitado de crecer e impotente para romper la trampa en la que había caído.
Por eso la página de hoy es una página ejemplar del Evangelio; es la denuncia de todo tipo de sectarismo, por un lado, y por otro, es un modelo de discernimiento. La evangelización no es sólo para las clases sociales pobres, porque pobres-hombres los hay entre los ricos y entre los pobres, en las sociedades subdesarrolladas y en las superdesarrolladas. El evangelio de la liberación es algo más que un panfleto para distribuir entre las clases socialmente oprimidas; y en ningún caso es el grito de los resentidos... El Evangelio es tan noticia nueva para los pobres como para los ricos, para los explotados como para los explotadores. Es buena noticia para el hombre, cualquiera que sea la forma de su opresión. Paradójicamente, también el rico es un oprimido, quizá con una opresión mucho más inconsciente y sutil; por eso mismo se hace tan difícil, como repite el mismo Jesús, la conversión en el rico opresor.
Si reflexionáramos un poco más en este texto evangélico, la Iglesia de los países desarrollados y ricos, podría encontrar un buen motivo de existencia, siempre y cuando no envidiara a los ricos; es decir: siempre y cuando fuera una Iglesia espiritualmente pobre y libre.
Que no otro es el drama de nuestra Iglesia en muchas ocasiones: cuán difícil es evangelizar a los ricos cuando se vive en la misma riqueza -a costa de los pobres- o cuando se es pobre envidiando la riqueza y el poder de los ricos. En el primer caso se actuará con cobardía, disimulo e hipocresía; en el segundo, con resentimiento y agresividad. El evangelio liberador está más allá de estas dos posturas que sólo hablan de la falta de identidad y de la poca libertad interior con que se actúa.
Por eso, el evangelio de hoy no dejará quizá de suscitar en nosotros cierta murmuración, a la que responde Jesús: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que estaba perdido.»
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo: La compasión de un Dios que ama
-El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 1-10)
El relato de hoy es uno de los más conmovedores que pueda haber. Es rico en diversos aspectos y en lecciones morales. Pero su proclamación en conexión con la 1a lectura nos orienta en una dirección determinada. De hecho, no es tanto la ida de Jesús a la casa de Zaqueo lo central de hoy -como sería el caso en ocasión de la celebración de la consagración de una iglesia-, cuanto la salvación que Jesús vino a traer, particularmente la búsqueda del pecador y la larga paciencia de Dios que le espera y le transforma desde que ve sus primeros pasos de conversión.
Zaqueo es de baja estatura; se ve en dificultades en medio de la gente para poder ver al Señor que pasa. Es indudable que la curiosidad está en primer término en su proceso, pero bajo esta curiosidad se adivina un secreto deseo de encuentro y de cambio de vida. De hecho Zaqueo se siente aparte de la vida de sus conciudadanos. Trabaja por cuenta del ocupante y esa ocupación no ha dejado de producirle beneficios. Se tiene la impresión de que Zaqueo experimenta cierto disgusto de sí mismo que no es extraño a su curiosidad por ver a Jesús, de quien ha oído hablar.
Pero esto es suficiente, y ahora ya Jesús toma el asunto en sus manos. Zaqueo ha sido seguido por la paciencia de Dios; ha hecho un gesto, y ahora el Señor lo aprovecha. Con escándalo, por otro lado, de todos: "Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador". La conversión de Zaqueo es espectacular: da a los pobres la mitad de sus bienes, y si de alguno se ha aprovechado, está decidido a restituirle cuatro veces más.
La conclusión de Jesús es clara: Zaqueo también, y a pesar de lo que haya hecho, es un hijo de Abraham. "El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido". Es una conclusión querida de Lucas (15, 6.9.24.32).
Sería inútil desarrollar aquí los demás aspectos del relato, dado que la celebración litúrgica nos sitúa decididamente en otro camino.
-La larga paciencia de Dios que estimula la conversión (Sab 11, 23—12,2)
"Porque todo lo puedes"; por eso se compadece de todos los hombres y cierra los ojos a sus pecados para que se arrepientan.
Dios ha creado todo lo que existe; partiendo de ahí, ¿cómo podría sentir odio por el pecador? Por otra parte, nada puede subsistir si Dios no quiere. Creador y Dueño de la vida, él ama la vida.
Esto constituye una admirable teología de la "angustia" de Dios con respecto a la criatura, la suya, la que le ha negado; es el punto de partida de todas las búsquedas de Dios a través de la historia para recrear lo destruido por el pecado.
Pero el texto nos coloca sobre todo ante la larga paciencia de Dios. El no abandona a los que caen; los corrige poco a poco. El Señor no actúa brutalmente; respeta a su criatura aun cuando ésta le es infiel. Este respeto de Dios por el hombre agrada inmensamente a nuestra época. Dios respeta al hombre, aun al infiel. No le castiga ferozmente; además su primera actitud no es castigar, sino convertir. Hace caer en la cuenta, recuerda a los hombres en qué han pecado. Quiere que se aparten del mal y que puedan creer en él. Porque en el punto de partida de la conversión está esa inmensa fe en Dios que ha creado a sus criaturas y que lo puede todo para volver a tomarlas en sus manos.
La Iglesia describe hoy a los suyos toda la admirable pedagogía divina, en la que ella misma debe inspirarse constantemente. Podemos pensar que san Lucas, que sabe que en su comunidad se da a veces la experiencia del pecado, quiere enseñar a sus fieles que el pecado no ha de enfocarse en primer término desde el punto de vista de la justicia de Dios, sino precisamente desde la misericordia. El Nuevo Testamento, aunque en el pecado ve una falta contra Cristo, ve sobre todo en él la misericordia y el perdón.
El salmo 144 canta:
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad...
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan.
Esto no supone, ni para la Iglesia ni para nosotros, un estímulo a una indulgencia sin medida, sino una enseñanza sobre la actitud que debemos tener. La primera reacción ante el pecador y ante el pecado no puede ser ni la desesperación ni el castigo, sino el deseo de conversión. Esperar al pecador, saber encontrar la ocasión para reprenderle con dulzura, hablarle de la misericordia de Dios, comunicarle la confianza en el poder de Dios, que puede enderezar todo lo curvado con la fuerza de su Espíritu Santo.
La absolución, tal como la prevé el ritual actual, expresa adecuadamente esta misericordia de Dios:
"Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «A todos perdonas, porque son tuyos».
La maravillosa afirmación de la primera lectura es que Dios ama todo lo que ha creado, pues si no, no lo habría creado. Muchos hombres, incluso muchos cristianos, no quieren creer esto debido a los males innumerables que existen en el mundo. Pero la prueba que el libro de la Sabiduría aporta para sostener su afirmación es tan simple y clara que no se la puede rechazar sin negar a Dios o acusarlo de contradicción interna. «Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado». Ciertamente existe el pecado, que debe ser necesariamente castigado, pero como el pecador también pertenece a Dios, no es castigado según la pura justicia, sino que es «perdonado» y castigado de manera que puede reconocer en ello al mismo tiempo una exhortación a la conversión. La admirable sabiduría de este libro veterotestamentario se encuentra en la declaración de que Dios ama a todos los seres y por eso sólo castiga a los pecadores por amor y para propiciar su conversión al amor.
2. «No perdáis fácilmente la cabeza».
Parece como si la segunda lectura quisiera recordar la enseñanza de la primera. Dios, que «corrige, poco a poco a los pecadores», nos da tiempo para cumplir todos «los buenos deseos y la tarea de la fe». Por eso no hay que «alarmarse» por el anuncio del fin inminente del mundo, aunque esto se asegure mediante «supuestas» revelaciones o profecías, sino que hay que proseguir con tranquilidad y sin pánico alguno la tarea cristiana. El Señor no es solamente el que viene hacia nosotros desde el futuro como una amenaza («como un ladrón en medio de la noche»), sino también el que nos acompaña constantemente en nuestro camino hacia el cielo, nos ilumina con su presencia (como a los discípulos de Emaús) y nos libra de todo miedo que pudiera haber suscitado en nosotros.
3. «Zaqueo, baja en seguida».
El evangelio nos presenta una escena del todo singular: un hombre rico que se sube a una higuera para ver a Jesús. Zaqueo es considerado como un gran pecador, pues no en vano es «jefe de publicanos»; pero es precisamente en su casa donde Jesús quiere hospedarse. Y Jesús sabe que allí donde va, lleva consigo su gracia: «Hoy ha sido la salvación de esta casa». Y esto «porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». Jesús entra en casa de Zaqueo porque allí hay algo que salvar. Es decir, no porque allí se practiquen las buenas obras y haya que recompensarlas, sino porque «también este hombre es un hijo de Abrahán» que no está excluido de la fidelidad y del amor de Dios. Por eso resulta ocioso tratar de dilucidar si, cuando Zaqueo asegura que «da la mitad de sus bienes a los pobres», se está refiriendo a algo anterior o es una consecuencia de la gracia que le ha sido manifestada ahora. El evangelista no está interesado en eso, sino únicamente en la salvación que Jesús trae a esta casa. Es bueno saber que Jesús entra también en las casas de los ricos cuando debe llevarles la salvación cristiana. La bienaventuranza de los pobres no debe interpretarse sociológicamente, sino teológicamente. Hay pobres que son ricos en el espíritu (de codicia) y hay ricos que son pobres en el espíritu (y que «ayudan con sus bienes»: Lc 8,3).
Alessandro Pronzato
El Pan del Domingo (Ciclo C): Cristo creyó en él
La fe de Zaqueo nació "después". Precedió la fe de Cristo. Cristo ha creído en él, cuando los otros ya le habían juzgado y liquidado definitivamente como a alguien poco bueno, y de quien hay que guardar las distancias.
Hablé durante tres cuartos de hora -me lo han dicho los otros (se trata de una homilía predicada por el autor en una cárcel de la isla de Elba)- sin perder para nada de vista el perfil de Zaqueo.
Y terminé así: "Los hombres os han juzgado y condenado. Se han librado de vosotros. Muchos de vuestros familiares (y sabía a quién me refería) ya no creen en vosotros. Les habéis defraudado.
Vosotros mismos habéis perdido quién sabe dónde la confianza, no creéis en vosotros mismos. Pues bien, recordadlo -y aquí comencé a usar el "nosotros"- que cualquier cosa que hayamos hecho, aunque grande y abrumador sea el peso de nuestras miserias, aunque nuestro pasado sea oscuro, aunque nuestra vida hasta ahora haya sido desastrosa, existe alguien que, a pesar de todo, continúa obstinadamente creyendo en nosotros y esperando algo distinto de nosotros...
"Tener fe significa creer en uno que cree en nosotros". "Tenemos que bajarnos, como Zaqueo, del árbol de las resignaciones, de los remordimientos y de los miedos, responder a una voz que nos llama por nuestro nombre, para reprocharnos no nuestros yerros sino nuestras posibilidades todavía intactas". Al final, uno de ellos, con la poesía en la sangre, sintetizó mi predicación con un grito: "A pesar de lo que te hayamos hecho que sea día también para nosotros ¡oh Señor!". Zaqueo pasa de la curiosidad a la fe. Fe como respuesta a alguien que ha creído en él. Que se ha autoinvitado a su casa.
La fe de Zaqueo se manifiesta con dos características:
- liberación
- curación de la ceguera.
Jesús, ante todo, le libera de las cosas. Y después le abre los ojos. Por lo que ahora Zaqueo llega a ver a los otros. "Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.
Cosa extraña. Zaqueo no lleva al huésped ilustre -como hacemos nosotros- para que admire los cuadros, los muebles, las colecciones valiosas. Desde el momento en que Cristo entra en su casa, se diría que al propietario todo lo que tiene le fastidia, se convierte en un estorbo insoportable, un impedimento para "ver" al Maestro.
Y se libera de todo. No quiere que el "tener" sofoque e impida el crecimiento del ser que ahora apenas acaba de despuntar. Para él la fe se traduce inmediatamente en desprendimiento, en un tomar distancia de la riqueza acumulada. Acoger a Dios significa desembarazarse de los ídolos. Fiarse de Dios significa renegar de la mammona. Y Zaqueo descubre de improviso a los otros, precisamente en el momento en que éstos murmuran ante su puerta y tiran contra las ventanas las piedras de la murmuración: "Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador".
A través de los cristales rotos, Zaqueo ve finalmente al prójimo. Un prójimo que le es hostil. Su mirada, atrofiada por el egoísmo, se ha curado. Ya no ve a los demás como individuos a explotar, a quienes arramblar todo lo posible y todavía más, con todos los medios lícitos y también con aquellos no demasiado ortodoxos. Ahora ve a los otros como hermanos. Y empieza, por primera vez en su vida, a conjugar el verbo "compartir". Comienza, por primera vez, a usar las manos no para coger, arrebatar, tener, sino para dar. Las cosas, los bienes, el dinero ya no son objeto de conquista, de rapiña y posesión feroz, sino que se convierten en signo, sacramento de fraternidad y amistad. A causa de las riquezas acumuladas, Zaqueo era un excomulgado, un separado. Ahora, en el signo del compartir, se convierte en el hombre del encuentro. Porque alguien, primero, ha logrado "encontrarlo". La excomunión, en efecto, ha sido levantada, el muro de separación ha sido destruido por aquella mirada que le ha alcanzado, le ha, literalmente, "desanidado" mientras él estaba encaramado en la higuera.