Domingo XXIX Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 2 octubre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ex 17, 8-13: Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel
Sal 120, 1-2. 3-4. 5-6. 7-8: El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra
2 Tm 3, 14 —4, 2: El hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena
Lc 18, 1-8: Dios hará justicia a sus elegidos que le gritan
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (18-10-1998): La fe nos interpela personalmente
domingo 18 de octubre de 19981. «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?» (Lc 18, 8).
Esta pregunta, que Cristo hizo un día a sus discípulos, en el arco de los dos mil años de la era cristiana ha interpelado muchas veces a los hombres que la divina Providencia ha llamado a desempeñar el ministerio petrino. Pienso en este momento en todos mis predecesores, lejanos y cercanos. Pienso, de manera especial, en mí mismo y en lo que sucedió el 16 de octubre de 1978. Con esta celebración doy gracias al Señor, junto con todos vosotros, por estos veinte años de pontificado.
Me viene a la memoria el 26 de agosto de 1978, cuando en la capilla Sixtina resonaron las palabras del cardenal primero en el orden de precedencia, dirigidas a mi inmediato predecesor: «¿Aceptas tu elección canónica como Sumo Pontífice?». «Acepto», respondió el cardenal Albino Luciani. «¿Cómo quieres ser llamado?», prosiguió el cardenal Villot. «Juan Pablo», fue la respuesta.
¿Quién podía pensar entonces que, sólo después de algunas semanas, me dirigirían a mí las mismas preguntas, como su sucesor? A la primera pregunta: «¿Aceptas?», respondí: «En la obediencia de la fe ante Cristo, mi Señor, abandonándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto». Y a la pregunta sucesiva: «¿Cómo quieres ser llamado?», yo también dije: «Juan Pablo».
Después de su resurrección, Cristo preguntó tres veces a Pedro: «¿Me amas?» (cf. Jn 21, 15-17). El Apóstol, consciente de su debilidad, respondió: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo», y recibió de él el mandato: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 17). El Señor confió esta misión a Pedro y, en él, a todos sus sucesores. Esas mismas palabras las dirigió también a quien hoy os habla, en el momento en que se le encomendaba la misión de confirmar la fe de sus hermanos.
¡Cuántas veces he pensando en las palabras de Jesús que san Lucas nos ha conservado en su evangelio! Poco antes de afrontar la pasión, Jesús dice a Pedro: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32). «Confirmar en la fe a los hermanos» es, por tanto, uno de los aspectos esenciales del servicio pastoral encomendado a Pedro y a sus sucesores. En la liturgia de hoy, Jesús hace esta pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». Es una pregunta que interpela a todos, pero especialmente a los sucesores de Pedro.
«Cuando venga, encontrará...?». Cada año se acerca su venida. Al celebrar el santo sacrificio de la misa, después de la consagración, repetimos siempre: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?
2. Las lecturas litúrgicas de este domingo pueden sugerir una doble respuesta a esta pregunta.
La primera nos la da la exhortación que san Pablo dirige a su fiel colaborador Timoteo. Escribe el Apóstol: «Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía» (2Tm 4, 1-2).
Aquí se halla sintetizado un programa preciso de acción. En efecto, el ministerio apostólico, y especialmente el ministerio de Pedro, consiste en primer lugar en la enseñanza. Como escribe también el Apóstol a Timoteo, quien enseña la verdad divina debe «permanecer en lo que ha aprendido y se le ha confiado» (2Tm 3, 14).
El obispo, y con mayor razón el Papa, debe volver continuamente a las fuentes de la sabiduría que llevan a la salvación. Debe amar la palabra de Dios. Al cabo de veinte años de servicio en la sede de Pedro, hoy no puedo menos de hacerme algunas preguntas: ¿has mantenido todo esto?, ¿has sido un maestro diligente y vigilante de la fe de la Iglesia?, ¿has tratado de acercar a los hombres de hoy la gran obra del concilio Vaticano II?, ¿has procurado responder a las expectativas de los creyentes en la Iglesia y saciar el hambre de verdad que se siente en el mundo, fuera de la Iglesia?
Y resuena en mi corazón la invitación de san Pablo: «Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos —y también te juzgará a ti —, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra» (2 Tm 4, 1-2). ¡Proclamar la Palabra! Ésta es mi misión, haciendo todo lo posible para que, cuando venga el Hijo del hombre, pueda encontrar fe en la tierra.
3. La primera lectura bíblica, tomada del libro del Éxodo, nos brinda una segunda respuesta. Presenta la imagen significativa de Moisés en oración con las manos levantadas al cielo, a la vez que desde una cima sigue la batalla de su pueblo contra los amalecitas. Mientras Moisés tenía elevadas las manos, Israel prevalecía. Dado que a Moisés le pesaban los brazos, le pusieron una piedra para que se sentara, al tiempo que Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Él permaneció en oración hasta la puesta del sol, hasta la derrota de Amalec por parte de Josué (cf. Ex 17, 11-13).
Éste es un icono de extraordinaria fuerza expresiva: el icono del pastor orante. Es difícil encontrar una referencia más elocuente para todas las situaciones en las que el nuevo Israel, la Iglesia, tiene que combatir contra los diferentes «amalecitas». En cierto sentido, todo depende de las manos de Moisés levantadas al cielo.
La oración del pastor sostiene a la grey. Esto es seguro. Pero también es verdad que la oración del pueblo sostiene a quien tiene la misión de guiarlo. Así ha sido desde el principio. Cuando Pedro es encarcelado en Jerusalén para ser condenado a muerte, como Santiago, después de las fiestas, toda la Iglesia rezaba por él (cf. Hch 12, 1-5). Los Hechos de los Apóstoles narran que fue liberado milagrosamente de la cárcel (cf. Hch 12, 6-11).
Así ha sucedido innumerables veces a lo largo de los siglos. Yo mismo soy testigo de ello por haberlo experimentado personalmente. La oración de la Iglesia es una gran fuerza.
4. Quisiera aquí dar las gracias a todos los que durante estos días me han expresado su solidaridad. Gracias por los numerosos mensajes de felicitación que me han enviado; gracias, sobre todo, por su constante recuerdo en la oración. Pienso de manera especial en los enfermos y en los que sufren, que están cerca de mí con el ofrecimiento de sus dolores. Pienso en los conventos de clausura y en los numerosos religiosos y religiosas, en los jóvenes y en las familias que elevan incesantemente al Señor su oración por mí y por mi ministerio universal. Durante estos días he sentido latir junto a mí el corazón de la Iglesia.
Gracias a todos vosotros presentes aquí, en la plaza de San Pedro, que hoy os unís a mi oración de alabanza al Señor por mis veinte años de servicio a la Iglesia y al mundo como Obispo de Roma...
[...] Estoy conmovido por la presencia tan numerosa de cardenales, arzobispos y obispos y, especialmente, de sacerdotes de la diócesis de Roma y de la Curia, que toman parte en esta solemne celebración eucarística. En este momento quisiera deciros a todos, queridos hermanos, cuán valioso ha sido para mí vuestro apoyo durante estos años de servicio a la Iglesia en la cátedra de Pedro. Quisiera testimoniar mi gratitud por el afecto con que la ciudad de Roma e Italia me han acogido ya desde los primeros días de mi ministerio petrino. Pido al Señor que os recompense generosamente por cuanto habéis hecho y hacéis para facilitar la misión que se me ha confiado.
Amadísimos hermanos y hermanas de Roma, de Italia y del mundo, éste es el significado de nuestra asamblea de oración en la plaza de San Pedro: dar gracias a Dios por la providencial solicitud con que guía y sostiene continuamente a su pueblo en camino a lo largo de la historia; renovar, por mi parte, el «sí» que pronuncié hace veinte años, confiando en la gracia divina; y ofrecer, por vuestra parte, el compromiso de rezar siempre por este Papa, para que pueda cumplir plenamente su misión.
Renuevo de todo corazón la consagración de mi vida y de mi ministerio a la Virgen María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia. A ella le repito con abandono filial: Totus tuus! Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (21-10-2007): Fuerza que cambia el mundo
domingo 21 de octubre de 2007Con gran alegría he aceptado la invitación a visitar la comunidad cristiana que vive en esta histórica ciudad de Nápoles...
Al meditar en las lecturas bíblicas de este domingo y al pensar en la realidad de Nápoles, me ha impresionado el hecho de que hoy la palabra de Dios tiene como tema principal la oración, más aún, "la necesidad de orar siempre sin desfallecer" (cf. Lc 18, 1), como dice el Evangelio. A primera vista, podría parecer un mensaje poco pertinente, poco realista, poco incisivo con respecto a una realidad social con tantos problemas como la vuestra. Pero, si se reflexiona bien, se comprende que esta Palabra contiene un mensaje que ciertamente va contra corriente, pero está destinado a iluminar en profundidad la conciencia de vuestra Iglesia y de vuestra ciudad.
Se puede resumir así: la fe es la fuerza que en silencio, sin hacer ruido, cambia el mundo y lo transforma en el reino de Dios, y la oración es expresión de la fe. Cuando la fe se colma de amor a Dios, reconocido como Padre bueno y justo, la oración se hace perseverante, insistente; se convierte en un gemido del espíritu, un grito del alma que penetra en el corazón de Dios. De este modo, la oración se convierte en la mayor fuerza de transformación del mundo.
Ante realidades sociales difíciles y complejas, como seguramente es también la vuestra, es preciso reforzar la esperanza, que se funda en la fe y se expresa en una oración incansable. La oración es la que mantiene encendida la llama de la fe. Como hemos escuchado, al final del evangelio, Jesús pregunta: "Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?" (Lc 18, 8). Es una pregunta que nos hace pensar. ¿Cuál será nuestra respuesta a este inquietante interrogante? Hoy queremos repetir juntos con humilde valentía: Señor, tu venida a nosotros en esta celebración dominical nos encuentra reunidos con la lámpara de la fe encendida. Creemos y confiamos en ti. Aumenta nuestra fe.
Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos presentan algunos modelos en los que podemos inspirarnos para hacer nuestra profesión de fe, que es siempre también profesión de esperanza, porque la fe es esperanza, abre la tierra a la fuerza divina, a la fuerza del bien. Son las figuras de la viuda, que encontramos en la parábola evangélica, y la de Moisés, de la que habla el libro del Éxodo. La viuda del evangelio (cf. Lc 18, 1-8) nos impulsa a pensar en los "pequeños", en los últimos, pero también en tantas personas sencillas y rectas que sufren por los atropellos, se sienten impotentes ante la persistencia del malestar social y tienen la tentación de desalentarse. A ellos Jesús les repite: observad con qué tenacidad esta pobre viuda insiste y al final logra que un juez injusto la escuche. ¿Cómo podríais pensar que vuestro Padre celestial, bueno, fiel y poderoso, que sólo desea el bien de sus hijos, no os haga justicia a su tiempo?
La fe nos asegura que Dios escucha nuestra oración y nos ayuda en el momento oportuno, aunque la experiencia diaria parezca desmentir esta certeza. En efecto, ante ciertos hechos de crónica, o ante tantas dificultades diarias de la vida, de las que los periódicos ni siquiera hablan, surge espontáneamente en el corazón la súplica del antiguo profeta: "¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que tú me escuches, clamaré a ti: "¡Violencia!" sin que tú me salves?" (Ha 1, 2).
La respuesta a esta apremiante invocación es una sola: Dios no puede cambiar las cosas sin nuestra conversión, y nuestra verdadera conversión comienza con el "grito" del alma, que implora perdón y salvación. Por tanto, la oración cristiana no es expresión de fatalismo o de inercia; más bien, es lo opuesto a la evasión de la realidad, al intimismo consolador: es fuerza de esperanza, expresión máxima de la fe en el poder de Dios, que es Amor y no nos abandona.
La oración que Jesús nos enseñó y que culminó en Getsemaní, tiene el carácter de "combatividad", es decir, de lucha, porque nos pone decididamente del lado del Señor para combatir la injusticia y vencer el mal con el bien; es el arma de los pequeños y de los pobres de espíritu, que repudian todo tipo de violencia. Más aún, responden a ella con la no violencia evangélica, testimoniando así que la verdad del Amor es más fuerte que el odio y la muerte.
Esto se puede ver también en la primera lectura, la célebre narración de la batalla entre los israelitas y los amalecitas (cf. Ex 17, 8-13). Fue precisamente la oración elevada con fe al verdadero Dios lo que determinó el desenlace de aquella dura batalla. Mientras Josué y sus hombres afrontaban en el campo a sus adversarios, en la cima del monte Moisés tenía levantadas las manos, en la posición de la persona en oración. Las manos levantadas del gran caudillo garantizaron la victoria de Israel. Dios estaba con su pueblo, quería su victoria, pero condicionaba su intervención a que Moisés tuviera en alto las manos.
Parece increíble, pero es así: Dios necesita las manos levantadas de su siervo. Los brazos elevados de Moisés hacen pensar en los de Jesús en la cruz: brazos extendidos y clavados con los que el Redentor venció la batalla decisiva contra el enemigo infernal. Su lucha, sus manos alzadas hacia el Padre y extendidas sobre el mundo piden otros brazos, otros corazones que sigan ofreciéndose con su mismo amor, hasta el fin del mundo.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos pastores de la Iglesia que está en Nápoles, haciendo mías las palabras que san Pablo dirige a Timoteo y hemos escuchado en la segunda lectura: permaneced firmes en lo que habéis aprendido y en lo que creéis. Proclamad la palabra, insistid en toda ocasión, a tiempo y a destiempo, reprended, reprochad, exhortad con toda paciencia y doctrina (cf. 2 Tm 3, 14. 16; 4, 2). Y, como Moisés en el monte, perseverad en la oración por y con los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral, para que juntos podáis afrontar cada día el buen combate del Evangelio.
Y ahora, iluminados interiormente por la palabra de Dios, volvamos a mirar la realidad de vuestra ciudad, donde no faltan energías sanas, gente buena, culturalmente preparada y con un vivo sentido de la familia. Pero para muchos vivir no es sencillo: son numerosas las situaciones de pobreza, de carencia de viviendas, de desempleo o subempleo, de falta de perspectivas de futuro. Además, está el triste fenómeno de la violencia. No se trata sólo del deplorable número de delitos de la camorra, sino también de que, por desgracia, la violencia tiende a convertirse en una mentalidad generalizada, insinuándose en los entresijos de la vida social, en los barrios históricos del centro y en las periferias nuevas y anónimas, y corre el riesgo de atraer especialmente a la juventud, que crece en ambientes en los que prospera la ilegalidad, la economía sumergida y la cultura del "apañarse".
¡Cuán importante es, por tanto, intensificar los esfuerzos con vistas a una seria estrategia de prevención, que se oriente a la escuela, al trabajo y a ayudar a los jóvenes a aprovechar el tiempo libre. Es necesaria una intervención que implique a todos en la lucha contra cualquier forma de violencia, partiendo de la formación de las conciencias y transformando las mentalidades, las actitudes y los comportamientos de todos los días. Dirijo esta invitación a todo hombre y a toda mujer de buena voluntad, mientras se celebra aquí, en Nápoles, el encuentro de los líderes religiosos por la paz, que tiene como tema: "Por un mundo sin violencia: religiones y culturas en diálogo".
Queridos hermanos y hermanas, el amado Papa Juan Pablo II visitó Nápoles por primera vez en 1979: era, como hoy, el domingo 21 de octubre. La segunda vez vino en noviembre de 1990: una visita que promovió el renacimiento de la esperanza. La Iglesia tiene la misión de alimentar siempre la fe y la esperanza del pueblo cristiano. Eso es lo que está haciendo con celo apostólico también vuestro arzobispo, que escribió recientemente una carta pastoral con el significativo título: "La sangre y la esperanza". Sí, la verdadera esperanza nace sólo de la sangre de Cristo y de la sangre derramada por él. Hay sangre que es signo de muerte; pero hay sangre que expresa amor y vida: la sangre de Jesús y de los mártires, como la de vuestro amado patrono san Jenaro, es manantial de vida nueva.
Concluyo haciendo mía una expresión contenida en la carta pastoral de vuestro arzobispo, que reza así: "La semilla de la esperanza es quizá la más pequeña, pero de ella puede surgir un árbol lozano y producir muchos frutos". Esta semilla existe y actúa en Nápoles, a pesar de los problemas y las dificultades. Oremos al Señor para que haga crecer en la comunidad cristiana una fe auténtica y una esperanza firme, capaz de contrastar eficazmente el desaliento y la violencia.
Ciertamente, Nápoles necesita intervenciones políticas adecuadas, pero antes aún necesita una profunda renovación espiritual; necesita creyentes que pongan plenamente su confianza en Dios y que, con su ayuda, se comprometan a difundir en la sociedad los valores del Evangelio. Para ello pidamos la ayuda de María y de vuestros santos protectores, en particular de san Jenaro. Amén.
Raniero Cantalamessa
Homilía (21-10-2007): La necesidad de orar
domingo 21 de octubre de 2007El evangelio [dominical] empieza así: «En aquel tiempo, Jesús les decía una parábola a sus discípulos para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer». La parábola es la de la viuda inoportuna. A la pregunta: «¿Cuántas veces hay que orar?», Jesús responde: ¡Siempre! La oración, como el amor, no soporta el cálculo de las veces. ¿Hay que preguntarse tal vez cuántas veces al día una mamá ama a su niño, o un amigo a su amigo? Se puede amar con grandes diferencias de conciencia, pero no a intervalos más o menos regulares. Así es también la oración.
Este ideal de oración continua se ha llevado cabo, en diversas formas, tanto en Oriente como en Occidente. La espiritualidad oriental la ha practicado con la llamada oración de Jesús: «Señor Jesucristo, ¡ten piedad de mí!». Occidente ha formulado el principio de una oración continua, pero de forma más dúctil, tanto como para poderse proponer a todos, no sólo a aquellos que hacen profesión explícita de vida monástica. San Agustín dice que la esencia de la oración es el deseo. Si continuo es el deseo de Dios, continua es también la oración, mientras que si falta el deseo interior, se puede gritar cuanto se quiera; para Dios estamos mudos. Este deseo secreto de Dios, hecho de recuerdo, de necesidad de infinito, de nostalgia de Dios, puede permanecer vivo incluso mientras se está obligado a realizar otras cosas: «Orar largamente no equivale a estar mucho tiempo de rodillas o con las manos juntas o diciendo muchas palabras. Consiste más bien en suscitar un continuo y devoto impulso del corazón hacia Aquél a quien invocamos».
Jesús nos ha dado Él mismo el ejemplo de la oración incesante. De Él se dice en los evangelios que oraba de día, al caer de la tarde, por la mañana temprano y que pasaba a veces toda la noche en oración. La oración era el tejido conectivo de toda su vida.
Pero el ejemplo de Cristo nos dice también otra cosa importante. Es ilusorio pensar que se puede orar siempre, hacer de la oración una especie de respiración constante del alma incluso en medio de las actividades cotidianas, si no reservamos también tiempos fijos en los que se espera a la oración, libres de cualquier otra preocupación. Aquel Jesús a quien vemos orar siempre es el mismo que, como todo judío de su tiempo, tres veces al día –al salir el sol, en la tarde durante los sacrificios del templo y en la puesta de sol– se detenía, se orientaba hacia el templo de Jerusalén y recitaba las oraciones rituales, entre ellas el Shema Israel, Escucha Israel. El Sábado participa también Él, con los discípulos, en el culto de la sinagoga y varios episodios evangélicos suceden precisamente en este contexto.
La Iglesia igualmente ha fijado, se puede decir que desde el primer momento de vida, un día especial para dedicar al culto y a la oración, el domingo. Todos sabemos en qué se ha convertido, lamentablemente, el domingo en nuestra sociedad; el deporte, en particular el fútbol, de ser un factor de entretenimiento y distensión, se ha transformado en algo que con frecuencia envenena el domingo... Debemos hacer lo posible para que este día vuelva a ser, como estaba en la intención de Dios al mandar el descanso festivo, una jornada de serena alegría que consolida nuestra comunión con Dios y entre nosotros, en la familia y en la sociedad.
Es un estímulo para nosotros, cristianos modernos, recordar las palabras que los mártires Saturnino y sus compañeros dirigieron, en el año 305, al juez romano que les había mandado arrestar por haber participado en la reunión dominical: «El cristiano no puede vivir sin la Eucaristía dominical. ¿No sabes que el cristiano existe para la Eucaristía y la Eucaristía para el cristiano?».
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: El poder de la oración
Por tercer domingo consecutivo el evangelio nos remite a la fe como realidad fundamental de nuestra vida cristina: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En este caso, se trata de una fe que desemboca en oración, de una oración empapada de fe. Para inculcarnos la necesidad de orar siempre sin desfallecer, Jesús nos propone la parábola del juez inicuo: Si este hombre sin sentimientos atiende a los ruegos de la viuda sólo para que le deje en paz, ¡cuánto más no atenderá Dios las súplicas de los elegidos que claman a él día y noche!
En consecuencia, la eficacia de la oración garantizada por el lado de Dios, pues la súplica se encuentra con un Padre infinitamente amoroso que siempre escucha a sus hijos, atiende a sus necesidades y acude en su socorro. Pero del lado nuestro requiere una fe firme y sencilla, que suplica sin vacilar, convencida de que lo que pide ya está concedido (Mc 11,24). Es esta fe la que hace orar con insistencia –clamando «día y noche»– y con perseverancia –«siempre sin desanimarse»–, aunque a veces parezca que Dios no escucha, con la certeza de que «el auxilio me viene del Señor».
Una ilustración de este poder de la oración lo tenemos en la primera lectura: «Mientras Moisés tenía en alto las manos vencía Israel». La oración es el arma más poderosa que nos ha sido dada. Ella es capaz de transformar los corazones y cambiar el curso de la historia. Una oración hecha con fe es invencible; ninguna dificultad se le resiste.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La oración perseverante alcanza todo lo que necesitamos (lecturas primera y tercera). La fe que recibimos en el bautismo ha de ser alimentada con la lectura de la Palabra de Dios. Así estaremos siempre dispuestos a irradiarla por todas partes (segunda lectura).
La oración, como permanente vivencia de la confianza y esperanza en Dios, nuestro Padre, es el modo más auténtico de vivir nuestro quehacer cotidiano conforme a su Voluntad divina y nuestro destino de salvación. La medida de la fidelidad a Dios se da en el cristiano, ante todo, por la constancia y la hondura de su vida de oración filial.
?Éxodo 17,8-13: La oración de Moisés obtuvo la victoria. La protección divina nos es siempre necesaria, pues sin ella de poco vale el propio esfuerzo humano. La oración constante es la que garantiza el sentido cristiano de nuestra vida y de nuestra lucha por la salvación. Moisés aparece en la Escritura como el gran intercesor. Dice Orígenes:
«Estas son las dos obras del pontífice: aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas frecuentemente, y enseñar al pueblo. Pero que enseñe las cosas que él aprende de Dios, no las de su propio parecer, ni las opiniones humanas, sino las que enseña el Espíritu Santo. Es precisamente lo que hace Moisés: él no va a la guerra, no lucha contra los enemigos. ¿Qué hace? Ora; y mientras él ora, vence el pueblo. Si se cansa y baja las manos, el pueblo es vencido y huye (Ex 17,8-14). Ore, pues, incesantemente el sacerdote de la Iglesia, para que el pueblo que le está encomendado venza a los enemigos invisibles, los amalecitas, los demonios que atacan a los que quieren vivir piadosamente en Cristo» (Homilía 8,6, sobre el Levítico).
?Con el Salmo 120 continuamos el mismo tema de la oración: «El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra. Levante mis ojos a los montes. No permitirá el Señor que resbale mi pie; Él no duerme, ni reposa. Es el guardián de Israel [de la Iglesia, de cada alma cristiana]. El Señor nos guarda en su sombra, está a nuestra derecha. Nos protege de día y de noche, nos guarda de todo mal ahora y siempre». Por eso acudimos a Él con toda confianza y vivimos en la paz.
?2 Timoteo 3,14-4,2: El hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena. La oración meditada de la Palabra de Dios nos ayuda en nuestra vida de creyentes y nos mantiene en tensión evangélica para el testimonio cristiano. San Vicente de Lerin enseña:
«La naturaleza de la religión exige que todo sea transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la que ha sido recibido de los padres, y que, además, no nos es lícito llevar y traer la religión por donde nos parezca, sino que más bien somos nosotros los que tenemos que seguirla por donde ella nos conduzca» (Conmonitorio 5).
San Gregorio Magno enseña:
«Quien se prepara para pronunciar una predicación verdadera, es preciso que tome de las sagradas Escrituras los argumentos, para que todo lo que hable se fundamente en la autoridad divina» (Morales sobre Job 18,26). Y
«¿Qué es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios omnipotente a su criatura?... Estudia, pues, por favor, y medita cada día las palabras de tu Creador. Aprende lo que es el corazón de Dios, penetrando en las palabras de ese Dios, para que anheles con más ardor las realidades eternas y tu alma se encienda en deseos más vivos de los gozos celestiales» (Carta a Teodoro, médico, 5,31).
«Lee muy a menudo las divinas Escrituras, o, por decirlo mejor, que nunca la lectura sagrada se te caiga de las manos. Aprende lo que has de enseñar, mantén firme la palabra de fe que es conforme a la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y convencer a los contradictores» (Carta a Nepociano 7).
?Lucas 18,1-8: Dios hará justicia al elegido, que clama a Él. La perseverancia en la oración es la mejor garantía para mantener nuestra fe viva y esperanzada para el día del Señor. Comenta San Agustín:
«La lectura del santo Evangelio nos impulsa a orar y a creer, y a no apoyarnos en nosotros mismos, sino en el Señor. ¿Qué mejor exhortación a la oración que el que se nos haya propuesto esta parábola sobre el juez inicuo?... Si, pues, escuchó quien no soportaba el que se le suplicara ¿de qué manera escuchará quien nos exhorta a que oremos?...
«Si la fe flaquea, la oración perece. ¿Quién hay que ore si no cree? Por esto el bienaventurado Apóstol, exhortando a orar, decía: ?cualquiera que invoque el nombre del Señor será salvo?. Y para mostrar que la fe es la fuente de la oración y que no puede fluir el río cuando se seca el manantial del agua, añade: ?¿y cómo van a invocar a Aquel de quien no oyeron?? (Rom 10,13-14). Creamos, pues, para poder orar. Y para que no decaiga la fe, mediante la cual oramos, oremos. De la fe fluye la oración, y la oración que fluye suplica firmeza para la misma fe» (Sermón 115,1).
Hemos de vivir en una oración perseverante, si no queremos frustrar los frutos de las celebraciones litúrgicas. Hemos de orar por nosotros, por la Iglesia y por todo el mundo.
Santos Benetti
Caminando por el Desierto: Perseverar, vivir, proclamar
1. Perseverar en la oración
La Palabra de Dios de este domingo gira en torno al tema de la perseverancia: perseverar en la oración (primera y tercera lecturas) y en la palabra divina que se nos ha transmitido (segunda lectura).
La parábola del Evangelio tiene una finalidad bien concreta señalada por el mismo evangelista: «Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola.» Si aquella pobre viuda pudo conseguir que el juez inicuo la escuchara con sus insistentes ruegos, con mucha mayor razón Dios escuchará a sus hijos que le reclaman justicia.
La parábola tiene un evidente trasfondo escatológico y parece referirse a la situación de la primitiva Iglesia, ansiosa por la segunda venida de Jesucristo y en constante peligro de sucumbir en un mundo hostil e injusto. El texto alude a que Dios hará justicia «sin tardar», quizá porque a los cristianos se les hacía demasiado pesado y largo ese tiempo de espera e inestabilidad.
En efecto, tarde o temprano el Hijo del Hombre vendrá, pero... ¿encontrará fe en la tierra cuando llegue?
De esta manera, el texto refleja muy bien la situación de la Iglesia, peregrina en el tiempo, que debe controlar su impaciencia por la justicia o la revancha contra sus adversarios, porque el juicio de los hombres es obra exclusiva de Dios, y a ella le corresponde, entre tanto, vivir en la fe y en la confianza.
Es comprensible que a menudo los cristianos -lo mismo que hombres de otras confesiones religiosas- sientan en carne propia el peso de la injusticia, de la opresión, de la persecución, etc., y, entonces, surja en su interior cierto resentimiento o cierta sed de justicia no del todo incontaminada de revanchismo y venganza.
La parábola -sin retorcer su sentido primario- expresa claramente que sólo el juez puede hacer justicia y que nadie puede arrogarse ese derecho por cuenta propia. Pero eso no significa que el creyente se quede con los brazos cruzados, aceptando pasivamente una estructura opresora. El evangelio de hoy insiste en la necesidad de orar y de perseverar en una actitud confiada y activa.
Una lectura superficial y rápida de la parábola podrá dejarnos la impresión de que la oración del cristiano es el grito de un hombre desesperanzado y falto de confianza en sí mismo, que no tiene más remedio que acudir finalmente al poder de Dios para resolver sus conflictos.
No ignoramos que, en gran medida, muchas veces así se entendieron en el cristianismo las cosas, con la consiguiente inmadurez de los cristianos y el posterior desprestigio de la religión ante un mundo que pelea con uñas y dientes por resolver sus problemas y por salir adelante «contra los adversarios» que le surjan al paso.
Pero entendemos que sería ridículo deducir, de esta sola parábola, cuál puede ser la actitud del cristiano ante la vida. Eso, en primer lugar. No olvidemos que la parábola alude a una viuda oprimida por un hombre superior a ella en fuerzas y capacidad. La viudez es el símbolo de su impotencia ante algo absolutamente superior; por lo tanto, la parábola alude a cierta situación-límite que vive la Iglesia y que sólo podrá ser resuelta desde la justicia soberana de Dios.
En segundo lugar, jamás en el Evangelio la oración consistió en un cruzarse de brazos para esperar que Dios haga lo que nosotros debemos hacer. Sobre eso ya hemos reflexionado muchas veces en domingos anteriores, y el mismo texto de hoy alude indirectamente a la fuerza y persistencia de aquella mujer que no teme enfrentarse con un juez injusto con tal de conseguir lo que le corresponde.
La oración cristiana -como se deduce de la frase final- es siempre una expresión de fe, de esa fe difícil que se empeña seriamente en servir al Reino de Dios en la lucha activa por la liberación total de los hombres de todas sus esclavitudes. Por eso la oración cristiana -ya lo veremos mejor el próximo domingo- no es fruto de la autosuficiencia ni del triunfalismo sino de una postura humilde de espera, de trabajo, de lucha y, ¿por qué no?, de caídas y riesgos.
No se trata, por lo tanto, de caer en ninguna posición radicalizada -como suele ser costumbre entre nosotros-, ni todo depende exclusivamente de un Dios absoluto y paternalista, ni todo queda librado a los hombres y su justicia. La fe cristiana pretende ser una buena síntesis entre esas dos posiciones antagónicas, aunque en la práctica la síntesis no sea tan fácil de conseguirla, al menos desde la larga experiencia de estos veinte siglos últimos de historia.
En el primer caso, se corre el evidente riesgo de caer en una religión opiácea y deshumanizada, incapaz por sí misma de presentar un ideal positivo a la humanidad y de desarrollar todas las potencialidades que el mismo Dios ha sembrado en quien es su semejanza e imagen visible en la tierra.
En el segundo caso, se llega inevitablemente a situaciones absurdas, ya que, al fin y al cabo, se terminará por justificar el triunfo del más fuerte, y de eso tenemos sobradas experiencias en estos agitados tiempos que vivimos.
Por eso -como fácilmente podemos entender ahora- la parábola presenta una visión de la vida desde una óptica de fe. Si Dios no es el papá bueno que hace lo que nos corresponde a nosotros, sí es la garantía de una justicia ulterior que pueda resolver el enigma de tanta injusticia que hombres y mujeres inocentes deben sufrir a lo largo de su vida.
Insistimos: no se trata de un consuelo barato para los momentos de crisis, sino de tener nosotros mismos un absoluto fundamento de justicia para practicar la justicia, en primer lugar, y para sentirnos últimamente protegidos contra la real injusticia de las estructuras opresoras, más poderosas que nosotros, en segundo lugar.
La confianza en un «dios que hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche» es lo que debe animarnos en estos tiempos duros y difíciles, para creer en ciertos valores que aunque no dan resultados inmediatos porque se apoyan en el amor y en el respeto a los demás, y no en la fuerza o en métodos coercitivos, han de crear a la larga un estilo de vida que nosotros sólo podemos vislumbrar, pero que ciertamente otras generaciones han de gozar. Fue esa confianza lo que mantuvo firmes a los primeros cristianos, aun cuando muchos frutos del Evangelio se recogerían siglos después.
En síntesis: el evangelio de hoy nos invita a confiar en un Dios fiel, a confiar en la fuerza del Evangelio, a confiar en Jesucristo, a confiar en la sabiduría de la Palabra de Dios cuya vivencia no se consigue en un año ni en un siglo, por lo que constituye la esencia del quehacer cristiano. Sobre esto nos alecciona la segunda lectura.
2. Vivir y proclamar la Palabra
Decíamos más arriba que la actitud cristiana no puede consistir en una oración con los brazos cruzados. El texto de la carta de Pablo a Timoteo lo dice mucho más positivamente: «Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado... La Sagrada Escritura puede darte la sabiduría que por la fe en Cristo Jesús conduce a la salvación. Toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la virtud: así el hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda obra buena.» Y el apóstol concluye con esta vibrante exhortación: «Ante Dios y ante Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, te conjuro por su venida en majestad: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprocha, exhorta con toda comprensión pedagogía.»
Es interesante observar que tanto el texto evangélico como la segunda lectura están enmarcados en un claro contexto escatológico, y que mientras el evangelio insiste en la oración confiada, la carta paulina nos conjura a mantener firme la enseñanza del Evangelio y en proclamar la Palabra de Cristo, pese a todos los contratiempos.
Por lo tanto, según Pablo, dos serían las tareas importantes del cristiano en estos tiempos difíciles -y todo tiempo de fe es difícil-, sin excluir por supuesto la oración, siempre recomendada por el apóstol y tan relacionada con la vivencia de la Palabra:
En primer lugar: Hacer de la Palabra de Dios -tal como la tenemos en la Biblia- un criterio rector de vida, un modo sabio de afrontar nuestra existencia, una permanente fuente de inspiración para el trato con nuestros hermanos. En la Palabra de Dios hemos de encontrar los cristianos nuestra regla, nuestro sistema de valores, nuestro modo de afrontar la vida. Pablo insiste en que «toda» Escritura es apta para ello, pues es evidente que a menudo nos gusta apoyarnos en ciertos textos preferidos o más acordes con nuestro modo de ser, para dejar a un lado los textos molestos o más exigentes. En segundo lugar: La oración del cristiano, bien resumida en aquellas expresiones tan típicas: «Ven, Señor Jesús», «Que venga tu Reino», debe traducirse necesariamente en la evangelización, ya que todo tiempo es apto para anunciar la Palabra de Dios, para denunciar las injusticias y para exhortar a un estilo de vida distinto y nuevo.
La espera del Señor -tan sentida en los primeros tiempos del cristianismo- es una postura activa, es casi provocar con la evangelización la instauración de un nuevo esquema de sociedad, aunque sin caer en cierto proselitismo intransigente que pretende imponer por la fuerza y coercitivamente -muchas veces con la ayuda del poder del Estado- un evangelio de amor y comprensión. Por eso dice Pablo: Evangeliza todo lo que quieras, pero "con comprensión y pedagogía", algo que nosotros hemos olvidado en más de una oportunidad. La evangelización no es una cruzada ni una conquista a tambor batiente, sino una llamada a la conciencia de los hombres, sin herir susceptibilidades, sin despreciar o desvalorar elementos culturales distintos a los nuestros, sin condenar al qUe no nos escucha.
Concluyendo: Como fácilmente puede colegirse, la Palabra de Dios de este domingo nos prepara ya para el tiempo de Adviento; no sólo para el tiempo litúrgico, sino para que asumamos esta vida, este momento histórico como un tiempo de exigencia, de lucha y de esperanza.
La historia avanza, los sucesos transcurren en forma vertiginosa e inesperada, la cultura cambia, los sistemas políticos evolucionan y todos tenemos conciencia de que se está gestando una nueva humanidad... Pero, ¿pervivirá la fe en la tierra?
He aquí una pregunta que nos compromete a todos: ¿Sabremos encontrar un estilo de fe cristiana que sepa conjugarse con estos tiempos nuevos? ¿Seremos capaces de anunciar el Evangelio de forma tal que represente algo positivo para los hombres de hoy? ¿Somos capaces de sentirnos cristianos, participando al mismo tiempo en la construcción de este mundo nuevo tan distinto al de nuestros padres y antecesores?
Estas preguntas, conscientemente respondidas, pueden transformarse en nuestra mejor oración.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo: La oración en la fe
-Orar sin desanimarse, centrados en la fe (Lc 18, 1-8)
La parábola apenas necesita aclaración. Es sencilla pero encierra importantes consecuencias. Si incluso un juez tan perezoso y negligente, por conseguir la tranquilidad acaba por hacer justicia a la pobre mujer que se la pide perseverantemente hace tanto tiempo, cuánto más el Padre de los cielos atenderá la oración paciente y perseverante de sus elegidos. Si leemos la parábola teniendo en cuenta las actitudes de Jesús, vemos que éste parece centrarse más bien en el juez. San Lucas, por el contrario, por la necesidad de sus fieles, parece insistir más en la viuda y su perseverancia en la oración, modelo para sus cristianos.
El último versículo se orienta hacia la parusía: Cuando Jesús venga, ¿encontrará todavía fe? Quizá san Lucas alude a las dificultades y persecuciones en medio de las que viven los cristianos. La oración debe mantenerlos en la fidelidad y en la espera de la venida del Señor. confiados en la eficacia de estas súplicas.
- Poder de intercesión de Moisés (Ex 18, 8-13)
Asistimos aquí a un combate entre Amalecitas e Israelitas. El signo de intercesión consiste para Moisés en mantener los brazos en alto. Tal fue su perseverancia, que hubo que sostenerle los brazos cuando éstos empezaron a pesarle. Y triunfa Josué. Moisés permanece en esta postura de intercesión hasta la puesta del sol. El buen resultado de su muda oración podía comprobarse: "Mientras Moisés tenía en alto sus brazos, vencía Israel; cuando los bajaba, vencía Amalec".
Indudablemente, el ejemplo de perseverancia es importante; por otra parte, entendido de forma ruda, podría dar una teología mecanicista de la oración.
Conviene añadir a este relato la reflexión final de Jesús en el evangelio de hoy a propósito de la fe, de la que también decía que puede mover montañas. La oración continua centrada en la fe y la sumisión a la voluntad de Dios ha sido el ideal de la Iglesia, y el "orad constantemente" (1 Tes 5, 17) se ha seguido en todo tiempo, con modalidades diversas. Hoy se invita al cristiano a que reflexione en su intensidad y su técnica de oración.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra: La obra buena
1. «Fijaos en lo que dice el juez injusto».
A menudo, como ocurre en el evangelio de hoy, Jesús toma como punto de partida en sus parábolas situaciones inmorales tal y como las que se dan en el mundo -aquí el juez injusto, en otros lugares el administrador astuto, el hijo pródigo, el rico necio, el rico epulón, los obreros de la viña-, lo que le permite, a partir de situaciones familiares para sus oyentes, elevarse hacia las leyes del reino de los cielos. El punto de comparación es aquí (como en la parábola del amigo importuno que llama a media noche) la insistencia de la súplica importuna, que no injusta. Si esto hacen los malos..., ¿qué no hará el Dios bueno? Jesús quiere hacérnoslo comprender claramente: Dios quiere hacerse de rogar, quiere incluso dejarse importunar por el hombre. Si Dios da libertad al hombre y hace incluso un pacto con él, entonces no solamente respeta su libertad, sino que incluso se ha unido a su partner en la alianza, sin perder por ello su libertad divina: dará siempre al que pide lo que sea mejor para él: «Cosas buenas» (Mt 7,11), el «Espíritu Santo» (Lc 11,12). El que pide algo a Dios en el Espíritu de Cristo es infaliblemente escuchado (Jn 14,13-14). Y el evangelio añade: «sin tardar»; Dios no escucha luego, más tarde, sino que escucha y corresponde en seguida con lo que mejor corresponde a la demanda. Pero la oración de petición presupone la fe, y aquí el evangelio termina con unas palabras que dan que pensar: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» Esta pregunta va dirigida a nosotros, que escuchamos aquí y ahora, y no a otros.
2. «Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel».
La imagen de las manos levantadas de Moisés durante la batalla con Amalec es sumamente elocuente en la primera lectura. Mientras Josué ataca, Moisés reza y al mismo tiempo hace penitencia, pues es ciertamente pesado y doloroso tener durante tantas horas las manos levantadas hacia Dios. Así está hecha la cristiandad: unos combaten fuera mientras otros -en el convento o en la soledad de su «cuarto»- rezan por los que luchan. Pero la imagen va aún más lejos: como a Moisés le pesaban las manos, Aarón y Jur tuvieron que sostener sus brazos hasta la puesta del sol, hasta que Israel venció finalmente en la batalla. Las manos levantadas de los orantes y contemplativos en la Iglesia deben ser sostenidas al igual que las de Moisés, porque sin oración la Iglesia no puede vencer, no en los combates del siglo, sino en las luchas espirituales que se le exigen. Todos nosotros debemos orar y ayudar a los demás a perseverar en la oración, y a no poner su confianza en la actividad externa, si es que queremos que la Iglesia no sea derrotada en los duros combates de nuestro tiempo.
3. «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo».
La Palabra de la que habla la segunda lectura no es la palabra de la pura acción, de la batalla de Josué, sino exactamente la palabra de la oración de petición, de las manos en alto de Moisés. «Permanece en lo que has aprendido», es decir, en lo que conoces de la «Sagrada Escritura», que en ningún sitio recomienda la pura ortopraxis. Sólo cuando «el hombre de Dios» es instruido por la «Escritura inspirada por Dios», está «perfectamente equipado para toda obra buena», y la primera "obra buena" es la oración, que debe recomendarse a los cristianos «con toda comprensión y pedagogía».