Domingo XXVI Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 12 septiembre, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Am 6, 1a. 4-7: Los disolutos encabezarán la cuerda de cautivos
Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10: Alaba, alma mía, al Señor
1 Tm 6, 11-16: Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor
Lc 16, 19-31: Recibiste bienes y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tu padeces
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (29-09-2013)
domingo 29 de septiembre de 20131. «¡Ay de los que se fían de Sión,... acostados en lechos de marfil!» (Am 6,1.4); comen, beben, cantan, se divierten y no se preocupan por los problemas de los demás.
Son duras estas palabras del profeta Amós, pero nos advierten de un peligro que todos corremos. ¿Qué es lo que denuncia este mensajero de Dios, lo que pone ante los ojos de sus contemporáneos y también ante los nuestros hoy? El riesgo de apoltronarse, de la comodidad, de la mundanidad en la vida y en el corazón, de concentrarnos en nuestro bienestar. Es la misma experiencia del rico del Evangelio, vestido con ropas lujosas y banqueteando cada día en abundancia; esto era importante para él. ¿Y el pobre que estaba a su puerta y no tenía para comer? No era asunto suyo, no tenía que ver con él. Si las cosas, el dinero, lo mundano se convierten en el centro de la vida, nos aferran, se apoderan de nosotros, perdemos nuestra propia identidad como hombres. Fíjense que el rico del Evangelio no tiene nombre, es simplemente «un rico». Las cosas, lo que posee, son su rostro, no tiene otro.
Pero intentemos preguntarnos: ¿Por qué sucede esto? ¿Cómo es posible que los hombres, tal vez también nosotros, caigamos en el peligro de encerrarnos, de poner nuestra seguridad en las cosas, que al final nos roban el rostro, nuestro rostro humano? Esto sucede cuando perdemos la memoria de Dios. «¡Ay de los que se fían de Sión!», decía el profeta. Si falta la memoria de Dios, todo queda rebajado, todo queda en el yo, en mi bienestar. La vida, el mundo, los demás, pierden la consistencia, ya no cuentan nada, todo se reduce a una sola dimensión: el tener. Si perdemos la memoria de Dios, también nosotros perdemos la consistencia, también nosotros nos vaciamos, perdemos nuestro rostro como el rico del Evangelio. Quien corre en pos de la nada, él mismo se convierte en nada, dice otro gran profeta, Jeremías (cf. Jr 2,5). Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, no a imagen y semejanza de las cosas, de los ídolos.
2. Entonces, mirándoles a ustedes, me pregunto: ¿Quién es el catequista? Es el que custodia y alimenta la memoria de Dios; la custodia en sí mismo y sabe despertarla en los demás. Qué bello es esto: hacer memoria de Dios, como la Virgen María que, ante la obra maravillosa de Dios en su vida, no piensa en el honor, el prestigio, la riqueza, no se cierra en sí misma. Por el contrario, tras recibir el anuncio del Ángel y haber concebido al Hijo de Dios, ¿qué es lo que hace? Se pone en camino, va donde su anciana pariente Isabel, también ella encinta, para ayudarla; y al encontrarse con ella, su primer gesto es hacer memoria del obrar de Dios, de la fidelidad de Dios en su vida, en la historia de su pueblo, en nuestra historia: «Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque ha mirado la humillación de su esclava... su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (cf. Lc 1,46.48.50). María tiene memoria de Dios.
En este cántico de María está también la memoria de su historia personal, la historia de Dios con ella, su propia experiencia de fe. Y así es para cada uno de nosotros, para todo cristiano: la fe contiene precisamente la memoria de la historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el primero en moverse, que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de su Palabra que inflama el corazón, de sus obras de salvación con las que nos da la vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta. El catequista es precisamente un cristiano que pone esta memoria al servicio del anuncio; no para exhibirse, no para hablar de sí mismo, sino para hablar de Dios, de su amor y su fidelidad. Hablar y transmitir todo lo que Dios ha revelado, es decir, la doctrina en su totalidad, sin quitar ni añadir nada.
San Pablo recomienda a su discípulo y colaborador Timoteo sobre todo una cosa: Acuérdate, acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, a quien anuncio y por el que sufro (cf. 2 Tm 2,8-9). Pero el Apóstol puede decir esto porque él es el primero en acordarse de Cristo, que lo llamó cuando era un perseguidor de los cristianos, lo conquistó y transformó con su gracia.
El catequista, pues, es un cristiano que lleva consigo la memoria de Dios, se deja guiar por la memoria de Dios en toda su vida, y la sabe despertar en el corazón de los otros. Esto requiere esfuerzo. Compromete toda la vida. El mismo Catecismo, ¿qué es sino memoria de Dios, memoria de su actuar en la historia, de su haberse hecho cercano a nosotros en Cristo, presente en su Palabra, en los sacramentos, en su Iglesia, en su amor? Queridos catequistas, les pregunto: ¿Somos nosotros memoria de Dios? ¿Somos verdaderamente como centinelas que despiertan en los demás la memoria de Dios, que inflama el corazón?
3. «¡Ay de los que se fían de Sión», dice el profeta. ¿Qué camino se ha de seguir para no ser «superficiales», como los que ponen su confianza en sí mismos y en las cosas, sino hombres y mujeres de la memoria de Dios? En la segunda Lectura, san Pablo, dirigiéndose de nuevo a Timoteo, da algunas indicaciones que pueden marcar también el camino del catequista, nuestro camino: Tender a la justicia, a la piedad, a la fe, a la caridad, a la paciencia, a la mansedumbre (cf. 1 Tm 6,11).
El catequista es un hombre de la memoria de Dios si tiene una relación constante y vital con él y con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía verdaderamente de Dios y pone en él su seguridad; si es hombre de caridad, de amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de «hypomoné», de paciencia, de perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las pruebas y los fracasos, con serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre amable, capaz de comprensión y misericordia.
Pidamos al Señor que todos seamos hombres y mujeres que custodian y alimentan la memoria de Dios en la propia vida y la saben despertar en el corazón de los demás. Amén.
Raniero Cantalamessa
Homilía (30-09-2007): Un hombre rico vestía de púrpura y lino
domingo 30 de septiembre de 2007El tema principal que hay que sacar a la luz, a propósito de la parábola del rico epulón que se lee en el Evangelio del próximo domingo, es su actualidad, esto es, cómo la situación se repite hoy, entre nosotros, tanto a nivel mundial como a nivel local. A nivel mundial los dos personajes son los dos hemisferios: el rico epulón representa el hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual tamaño: el que llamamos «tercer mundo» representa de hecho «dos tercios del mundo». Se está afirmando la costumbre de llamarlo precisamente así: no «tercer mundo» (third world), sino «dos tercios del mundo» (two-third world).
El mismo contraste entre el rico epulón y el pobre Lázaro se repite dentro de cada una de las dos agrupaciones. Hay ricos epulones que viven codo a codo con pobres Lázaros en los países del tercer mundo (aquí, de hecho, su lujo solitario resulta todavía más estridente en medio de la miseria general de las masas), y hay pobres Lázaros que viven codo a codo con ricos epulones en los países del primer mundo. En todas las sociedades llamadas «del bienestar» algunas personas del espectáculo, del deporte, del sector financiero, de la industria, del comercio, cuentan sus ingresos y sus contratos de trabajo sólo en miles de millones (hoy en millones de euros), y todo esto ante la mirada de millones de personas que no saben cómo llegar con su escuálido sueldo o subsidio de desempleo a pagar el alquiler, las medicinas, los estudios de sus hijos.
La cosa más odiosa, en la historia relatada por Jesús, es la ostentación del rico, que éste haga alarde de su riqueza sin miramiento hacia el pobre. Su lujo se manifestaba sobre todo en dos ámbitos, la comida y la ropa: el rico celebraba opíparos banquetes y vestía de púrpura y lino, que eran, en aquel tiempo, telas de rey. El contraste no existe sólo entre quien revienta de comida y quien muere de hambre, sino también entre quien cambia de ropa a diario y quien no tiene un harapo que ponerse. Aquí, en un desfile de modas, se presentó una vez un vestido hecho de láminas de oro; costaba mil millones de las antiguas liras. Tenemos que decirlo sin reticencias: el éxito mundial de la moda italiana y el negocio que determina nos han afectado; ya no prestamos atención a nada. Todo lo que se hace en este sector, también los excesos más evidentes, gozan de una especie de trato especial. Los desfiles de moda que en ciertos períodos llenan los telediarios vespertinos a costa de noticias mucho más importantes, son como representaciones escénicas de la parábola del rico epulón.
Pero hasta aquí no hay, en el fondo, nada de nuevo. La novedad y aspecto único de la denuncia evangélica depende del todo desde el punto de vista de observación del suceso. Todo, en la parábola del rico epulón, se contempla retrospectivamente, desde el epílogo de la historia: «Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue sepultado». Si se quisiera llevar la historia a la pantalla, bien se podría partir (como se hace frecuentemente en las películas) de este final de ultratumba y mostrar toda la historia en flashback.
Se han hecho muchas denuncias similares de la riqueza y del lujo a lo largo de los siglos, pero hoy todas suenan retóricas o superficiales, pietistas o anacrónicas. Esta denuncia, después de dos mil años, conserva intacta su carga negativa. El motivo es que quien la pronuncia no es un hombre que esté de parte de ricos o pobres, sino uno que está por encima de las partes y se preocupa tanto de los ricos como de los pobres, incluso tal vez más de los primeros que de los segundos (¡a estos les sabe menos expuestos al peligro!). La parábola del rico epulón no se sugiere por el hastío hacia los ricos o por el deseo de ocupar su lugar, como tantas denuncias humanas, sino por una preocupación sincera de su salvación. Dios quiere salvar a los ricos de su riqueza.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Basta la palabra
He aquí uno de esos evangelios que no necesitan comentario. Todo él está marcado por el contraste entre la situación de esta vida y la después de la muerte. Mientras el pobre Lázaro es llevado al seno de Abrahán, del rico se dice simplemente que «lo enterraron» y ni se menciona su nombre; los tormentos son su herencia definitiva. ¿Hasta qué punto valoramos las cosas tal como son de verdad? ¿Realizamos nuestras opciones según los valores eternos? ¿O nos dejamos seducir por apariencias pasajeras y efímeras?
El texto sugiere que el rico es condenado precisamente por malgastar sus bienes y no atender al pobre que mendiga a sus pies. ¡Terrible aviso para nosotros, que tenemos algo –o mucho– del hombre rico de la parábola! Y es que el pobre es Cristo. Por eso, rechazar al pobre es rechazar a Cristo: «Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer» (Mt 25, 42-42).
Por otra parte, la condenación del rico esconde también otro rechazo: el desprecio de la palabra de Dios. Lo que parece una actitud dura de Abrahán, en realidad no lo es: los hermanos de rico podrán evitar la condenación si escuchan a Moisés y los profetas. Para el que quiere oír y obedecer a Dios, la palabra de Dios basta. En cambio, para el que está cerrado a Dios y a su palabra porque las riquezas han endurecido su corazón, ni el mayor prodigio puede abrir sus ojos que están embotados para ver (Mt 13,15), no hará caso «ni aunque resucite un muerto».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La primera y tercera lecturas enseñan que la vida de aquí abajo prepara la futura. La vida disoluta y egoísta no puede conducir a la gloria futura. La segunda lectura nos exhorta también a llevar una vida de fidelidad para con Dios,
Hemos de tener en cuenta los riesgos que el vivir cotidiano supone para cuantos, conscientes o irresponsables, olvidan temerariamente que todo hombre está llamado a rendir cuentas a Dios al final de su existencia temporal. El amodorramiento típico de las vidas ahogadas por el materialismo o por el egoísmo irresponsable, es la peor droga para nuestra conciencia cristiana. Hay que reaccionar a tiempo.
–Amós 6,1,4-7: Los que lleváis una vida disoluta, iréis al destierro. La frivolidad egoísta o la inconsciencia de nuestra irresponsabilidad ante Dios son caminos que llevan a la condenación.
Lo que se condena es el exceso de riqueza y, sobre todo, la insensibilidad egoísta que degenera en desinterés no solo religioso, sino también político y civil. A esto conduce el panorama actual consumista, que embota las potencias del alma y la encierra en lo puramente cuantitativo. Dios hizo todo para la utilidad del hombre. Lo que Dios no quiere es el desorden. La Iglesia nos recuerda en sus oraciones litúrgicas que de tal modo utilicemos las cosas temporales que no perdamos las eternas. San Ambrosio escribe:
«Los mundanos estiman las comodidades de la vida como grandes bienes; los cristianos las deben considerar como perjuicios y males. Porque aquellos que reciben bienes en este mundo, como sucedió al Rico avariento, se verán atormentados en el otro; mas los que aquí han sufrido males como Lázaro, hallarán en el cielo su consuelo y alegría» (Sobre los Oficios 19).
Y San Juan Crisóstomo:
«La vida presente es muy semejante a una comedia en la que uno hace el papel de emperador; otro, de general de ejército; otro, de soldado; otro de juez; y así los demás estados. Y cuando llega la noche y se acaba la comedia, el que representaba al emperador ya no es reconocido por emperador; el que hacía de juez, ya no es juez; y el capitán, ya no es capitán; lo mismo sucede en el día que dura esta vida, al fin de la cual cada uno de nosotros será tratado, no según el papel que representa, sino según las acciones que haya ejecutado» (Paranesis 3).
–El Salmo 145 nos presenta un programa de vida con la actuación de Dios: «Él hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, liberta a los cautivos, abre los ojos a los ciegos, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda... El Señor reina eternamente. Alaba, alma mía, al Señor».
–1 Timoteo 6,11-16: Guarda el mandamiento hasta la venida del Señor. Estamos destinados a la eternidad. El camino es la fe y la actitud de fidelidad amorosa a la Voluntad divina, aceptada con todas sus consecuencias. También nosotros tenemos que vivir la fidelidad al mensaje, custodiarlo intacto, mantener puro el testimonio.
El empeño de la conservación es esencial para todas las Iglesias. Conservar intacto el depósito de la fe quiere decir ser obediente y sumiso a toda la Palabra de Dios, no pretender jamás agotarla, pues es trascendental. En esta conservación, aunque parezca que es una paradoja, está la fuente de la permanente renovación de La Iglesia. El nº 10 de la Constitución Dei Verbum del Vaticano II es fundamental: la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia forman una gran unidad. Si se quita una de ellas, las otras dos se tambalean.
–Lucas 16,19-31: Tú recibiste bienes, y Lázaro males; ahora él encuentra consuelo, mientras tú padeces. En la muerte no se improvisa la salvación cristiana. La vida temporal no se vive más que una vez y, tras ella hay un juicio irrevocable (Heb 9,27).
Jesús no dice que todos los ricos van al infierno, ni que van por haber disfrutado de sus riquezas. El verdadero pecado está en la insensibilidad con respecto a los necesitados, a los pobres, y en el rechazo a una participación consciente y adecuada a los problemas de un pueblo o de una nación, como se dice en la primera lectura de este Domingo. Oigamos a San Ambrosio:
«Con toda intención, el Señor nos ha presentado aquí a un rico que gozó de todos los placeres de este mundo, y que ahora, en el infierno, sufre el tormento de un hambre que no saciará jamás; y no en vano presenta, como asociados a sus sufrimientos, a sus cinco hermanos, es decir, los cinco sentidos del cuerpo, unidos por una especie de hermandad natural, los cuales se estaban abrasando en el fuego de una infinidad de placeres abominables; y, por el contrario, colocó a Lázaro en el seno de Abrahán, como en un puerto tranquilo y en un asilo de santidad, para enseñarnos que no debemos dejarnos llevar de los placeres presentes ni, permaneciendo en los vicios o vencidos por el tedio, determinar una huida del trabajo. Trátase, pues, de ese Lázaro que es pobre en este mundo, pero rico delante de Dios, o de aquel otro hombre que, según el Apóstol, es pobre de palabra, pero rico en fe (Sant 2,5). En verdad, no toda pobreza es santa, ni toda riqueza reprensible» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VIII,13).
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Un inmenso abismo
La palabra de Dios de hoy continúa con la temática del domingo precedente, de la cual no es más que un ejemplo concreto en forma de parábola. La parábola tiene un esquema muy simple: el que en esta vida vivió como «rico» tendrá una vida pobre en el más allá; y a la inversa: el que vivió aquí como pobre gozará de la riqueza del Reino de Dios.
Como ya comentamos en anteriores oportunidades, no es la riqueza en sí misma la que condena al rico, sino la cerrazón de su corazón, que le impidió ayudar al pobre y transformar así su situación de hombre pudiente en un medio para granjearse la amistad de Dios y de los hombres, tal como expresaba la parábola del domingo pasado.
Hay una frase que nos llama poderosamente la atención en el diálogo entre Abraham y el rico. El patriarca, después de recordarle el motivo de sus sufrimientos, le dice: «Además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso...»
El abismo que separa a Abraham y Lázaro del rico opresor es el mismo abismo que separa en la tierra a los ricos poderosos de los pobres humillados. Un abismo que, si en el más allá es imposible ya de cubrir, la experiencia nos dice cuán difícil es cubrirlo aquí en la historia concreta de los hombres. Es el abismo que ha generado la espantosa división de la humanidad en clases sociales antagónicas, no sólo por las ideologías, sino por la posibilidad de acceder a los más elementales derechos de la persona. Es un abismo de humillación, de hambre. de esclavitud, de guerras y de incontables historias de opresiones de pueblos enteros.
Un abismo que aún hoy se mantiene a pesar de tantas declaraciones y planes humanitarios. Si nos atenemos a las estadísticas, de cada cien habitantes del planeta seis poseen la mitad del dinero del mundo; y de los noventa y cuatro restantes, veinte poseen prácticamente la otra mitad .
De cada cien, seis tienen 15 veces más posesiones materiales que los restantes 94 juntos. Seis tienen el 72 por ciento de la media de alimentos necesarios; dos tercios de los 94 tienen mucho menos de lo necesario, y muchos de ellos se están muriendo de hambre. Seis tienen un promedio de vida de setenta años, los otros 94 no pueden aspirar más que a una edad media de treinta y nueve años.
Estos datos fríos y otros muchos más que todos los días nos ofrece la prensa no son más que el signo de ese inmenso abismo que separa a quienes se han adueñado prácticamente de los bienes del mundo sin tener en cuenta, como en la parábola, la miseria de la inmensa mayoría que no reclama más que el derecho elemental a una vida digna.
¿Cómo es posible que este seis por ciento, entre los cuales quizá estemos nosotros, habitantes de los países del occidente cristiano, no pueda abrir los ojos y tratar de invertir la situación?
La parábola nos muestra que el problema no es nuevo y nos hace ver hasta qué punto la codicia de bienes -tanto materiales como culturales, espirituales, etc.- ciega al hombre contra toda evidencia, tanto de la razón como de las Sagradas Escrituras.
El rico es un verdadero insensato, pues no sólo se destruye a sí mismo como persona, sino que provoca una desgraciada situación colectiva que lleva a la humanidad a la trágica alternativa por la que atraviesa.
De ahí la insistencia del Evangelio de Lucas -insistencia desoída posteriormente por la Iglesia- en subrayar el poder alienante de la codicia y su absoluta incompatibilidad con el Reino de Dios. Hay un abismo insalvable entre la codicia opresora y los valores de Evangelio del Reino.
Por su parte el profeta Oseas denuncia la mentalidad de quienes, mientras pretenden fiarse de la religión como salvaguardia, viven en el derroche junto a los que se duelen en sus desastres.
Este es el escándalo clavado como una espina en el corazón de la Iglesia y de nuestras comunidades, un escándalo que a pesar de haber sido tantas veces denunciado no parece conmover -tal como anticipa la parábola- el corazón de los que se empeñan en afirmar su amor a Dios sobre el desprecio y el olvido de los pobres.
2. Volver a las Sagradas Escrituras
En efecto, el rico, al ver dónde fue a parar su holgada vida, parece preocuparse por sus hermanos, también ricos, para que no caigan en su trampa. Pero Jesús -en la voz de Abraham- es claro en su sentencia: basta mirar las Escrituras para darse cuenta inmediatamente de que la auténtica religión no puede existir sin amor a los pobres y sin desprendimiento de los propios bienes en beneficio de toda la comunidad.
A menudo a los cristianos nos encanta hablar del amor al prójimo, de la solidaridad en Cristo, etc., etc., pero esta parábola tan simple y rudimentaria nos vuelve a la cruda realidad: ese amor debe concretarse aquí y ahora. Como recuerda la Carta de Santiago, también los demonios creen en Dios y eso no cambia para nada su situación. De ahí que si la fe cristiana no nos lleva a eliminar toda acepción de personas y toda distinción de clases sociales, y si no nos induce a una fe fructífera en obras concretas en favor del desnudo y del hambriento, esa fe es absolutamente vacía y -añadimos nosotros- es un verdadero lastre en la sociedad (véase el capítulo 2 de dicha carta).
A menudo muchos cristianos, tanto laicos como miembros jerárquicos, han defendido su privilegiada posición, aludiendo hipócritamente a que la fe tiene que ir más allá de las cuestiones sociales o económicas, que la liberación de Jesucristo es fundamentalmente interior y espiritual, que la Iglesia no debe inmiscuirse en cuestiones temporales, etc. Si tales argumentos sirvieran para que la comunidad civil tuviera las manos más libres para dedicarse a sus cuestiones, la argumentación sería digna de loa.
Pero, desgraciadamente, la experiencia nos dice que esos argumentos se suelen emplear cuando hay que defender privilegios de todo tipo, pero que se los olvida tan pronto como la Iglesia se ve despojada de antiguos poderes sobre la sociedad.
Por eso Jesús reclama nuestra atención a lo escrito en la Biblia: allí descubrimos que toda la historia de la salvación está al servicio del pueblo esclavizado, de los humillados por los poderosos, de los pobres y de los desamparados aun en sus más elementales derechos humanos y cívicos.
¿Y qué podemos decir los cristianos cuando tenemos el testimonio de Jesucristo y el ejemplo y la predicación de la primitiva Iglesia? ¿Cómo es posible que mantengamos una praxis tan opuesta no sólo al espíritu sino hasta a la letra de lo que consideramos Palabra de Dios?
Una celebración litúrgica no es el momento para elaborar planes económicos o sociales, ni para buscar argumentación sociológica a nuestra fe. Hoy se nos reclama para que encontremos en la misma palabra de Dios una motivación tal que nos impulse a revertir la situación que estamos describiendo. Y si después de leer y reflexionar en la Sagrada Escritura seguimos en la postura del rico de la parábola, es porque realmente nuestra ceguera es tal, que el «inmenso abismo» jamás podrá ser franqueado.
Llama poderosamente la atención que los cristianos, después de dos mil años de lectura y meditación de la Palabra de Dios, aún no sepamos distinguir entre el rico y el pobre, que no sepamos condenar ese sistema que defiende a unos y destruye a los otros, que no hayamos abierto los ojos para darnos cuenta de que hasta la misma historia -los «signos de los tiempos»- está trazando -a menudo a sangre y fuego- el camino que en su momento trazara Jesucristo.
Y si esta ceguera nos entristece, eso no debe impedirnos que la condenemos porque es una ceguera consciente y responsable. Un cristiano tiene demasiados elementos en la palabra de Dios como para no querer ver lo que esta cruda parábola nos pone ante los ojos. Como bien concluye Jesús: "Si no escuchan a Moisés a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto".
Tan cierto es, que los cristianos seguimos afirmando nuestra fe en Cristo resucitado, sin que ello nos impida negar al pobre Lázaro las migajas que caen de nuestra mesa. Volvamos, pues, a las fuentes de nuestra fe, la Historia de la Salvación, para entender que hoy y aquí Dios sigue jugando sus cartas en favor de los pobres. Optar por Cristo es optar también por ellos. Si no lo hiciéramos, esa fe cristiana de la que nos enorgullecemos -mala fe en todo el sentido de la palabra- ya nos juzga como al rico de la parábola y nos declara culpables para toda la eternidad.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-Suerte final del rico y del pobre (Lc 16, 19-31)
La parábola de Lázaro y el rico es bien conocida y tiene antecedentes egipcios y judaicos bastante semejantes, con frecuencia citados en los comentarios. Los actores representan dos tipos opuestos y clásicos en los escritos del Antiguo Testamento: el rico y el pobre. La parábola tiene como finalidad fundamental presentar un cambio de situación: en el más-allá, el rico, en medio de los tormentos, ve a Lázaro en el seno de Abraham. Las condiciones generales de vida en ese más allá no interesan a la parábola, salvo en lo que toca de cerca a los dos actores principales cuya situación ahora ha dado la vuelta.
Nos hallamos ante el tema habitual del rico condenado y del pobre glorificado; inversión de situaciones presentada frecuentemente en el Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento hereda esta temática, según constatamos en las Bienaventuranzas.
El estado de los que se hallan en el más-allá es irrevocablemente definitivo, y se abre un abismo inmenso entre los que están en la vida dichosa y los otros, hasta el punto de no ser posible ninguna comunicación entre ellos. En medio de su desgracia, el rico sólo puede arriesgar una plegaria, implorando que se pre venga a sus amigos en la tierra para que piensen en convertirse.
Tocamos aquí el verdadero centro útil de toda la parábola. Por eso la petición del rico es artificiosa; no sirve más que para introducir la enseñanza central de la parábola: "Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen... Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto".
Dos puntos importantes emergen, por tanto, de esta parábola: escuchar y convertirse. CV/ESCUCHA:
Escuchar. Es, sin duda, privilegio de los humildes, de los pobres, poder escuchar sin verse entorpecidos por las riquezas y todas sus consecuencias, como por ejemplo el orgullo. La parábola, por otra parte, está toda ella construida teniendo en cuenta a los jefes de los fariseos; se trata, en efecto, de que habría que escuchar a Moisés y a los profetas. Pero ese es precisamente el drama que Jesús vive: los judíos no escuchan, están bloqueados por su seguridad y su orgullo. Si no escuchan a Moisés y a los profetas, ¿por qué habrían de escuchar a un muerto que viniera del más-allá para advertirles? Tal es la primera lección, dura y sin piedad, de la parábola.
Convertirse. Es el otro punto importante de la parábola: la urgencia de la conversión, tantas veces ya predicada en los evangelios. La conversión se anuncia porque el juicio está próximo. Son numerosos los pasajes en los que el tema es la necesidad de la conversión (Lc 3, 3; 10, 13; 11, 32; 13, 3.5; 24, 27). Los Hechos de los Apóstoles muestran que es el tema más frecuente de la predicación apostólica (Hch 2, 38; 3, 19; 5, 31; 11, 18; 14, 15; 17, 30; 26, 18). Como se ve, san Lucas considera este tema como capital para Israel.
-Una civilización podrida (Am 6, 1... 7)
El profeta Amós se alza vigoroso contra la vida de su tiempo Formula una dura crítica de los ricos y, en general, de la sociedad de su época, una sociedad que se entrega a todos los lujos y a todos los excesos con una increíble sensación de seguridad. La descripción corresponde admirablemente a la que nosotros podríamos hacer de ciertas sociedades de hoy día. Una vida a espaldas de la realidad, toda vez que no se ve entre estas personas ninguna preocupación por la situación real de Israel, que el profeta considera desastrosa. Porque esos ricos viven a costa de la sociedad y de los pobres sobre todo. Allí ya no se ven la fe de Israel ni su Ley; ¿dónde queda la Alianza en esta forma de vivir? Sin duda que el profeta no pretende condenar el aumento de bienestar, sino los abusos y la distancia demasiado grande entre diferentes condiciones de vida, viviendo unos del trabajo de los otros y de su indigencia. La protesta de Amós apunta sobre todo a los que viven en medio del abuso aun profesando externamente la religión de Israel. Aunque nos es difícil situar históricamente la historia social de Israel en ese momento, el texto mismo nos indica bastante de ella para entender a quién se dirige la dura crítica del profeta. Este se siente rebasado por la vida actual, en la que no ve relación alguna con los principios básicos de la Alianza. Es una vida pagana vivida por gentes que, sin embargo. están oficialmente incluidos en la Alianza. Esto constituye para él un escándalo que se resolverá con un castigo ejemplar: irán al destierro a la cabeza de los cautivos. "Se acabó la orgía de los disolutos".
La lectura no relaciona estos excesos con la vida futura, sino que predice castigos ya en este mundo. ¿Harán éstos reflexionar y podrán ser un signo para todos?
-Guardar el mandamiento del Señor hasta su vuelta (1 Tim 6, 11-16)
Cabe relacionar esta 2ª lectura con las otras dos; esta coincidencia fortuita puede constituir un enriquecimiento en lo que a la enseñanza de este domingo respecta. En efecto, sus elementos son convergentes con las lecciones que se desprenden de la lectura del evangelio y del profeta: Apostar por la fe y la caridad; en concreto, velar por la fe y luchar por ella; tener ante la vista el fin de los tiempos.
Hay que procurar ser justo y religioso, vivir sinceramente la personal búsqueda de Dios. Para san Pablo, practicar la justicia y la religión no es una apariencia; significa vivir en la fe, el amor, la paciencia y la delicadeza: las cualidades opuestas al retrato que Amós nos hace de la sociedad de su tiempo, y lo opuesto a la actitud del rico de la parábola.
Combatir por la fe. Es la principal actividad de todos en el intervalo que nos separa del último día. Hemos sido llamados a la vida eterna y vamos a ella mediante la fe, la que hemos profesado delante de muchos testigos.
Guardar los mandamientos. Porque la fe sola no salva, requiere las obras. Se trata de permanecer "sin mancha ni reproche, hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo". La vida entera es una preparación para el último día.
Ultimo día, porque el Señor de los Señores, el Rey de reyes, el que habita en una luz inaccesible, a quien nadie puede ver, mostrará a Cristo en tiempo oportuno.
Termina la lectura con una bellísima doxología, himno litúrgico de gloria, que afirma el poder y la gloria de aquel que da su verdadero sentido a toda vida.
Ciertamente, las lecturas de este día conectan con nuestras necesidades actuales: tener ante los ojos la parusía que llega, saber juzgar las cosas en su justo valor y, ante todo, mantenerse firme en la fe, ajustando a ella nuestra conducta, ese es el ideal cristiano. La verdad es que, con demasiada frecuencia, buscamos la seguridad y creemos hallarla en un bienestar ilusorio, mientras que podemos estar acercándonos a la catástrofe. Estamos hechos para el más-allá; no hay que pensar en ello con una cierta tristeza por abandonar valores que pasan, sino persuadidos de que quedaremos fijos en el bien o en el mal, según el fervor de nuestra búsqueda de Dios en la fe.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «Tumbados sobre las camas».
De nuevo la primera lectura de Amós es importante para comprender el evangelio. No solamente se echan pestes contra las posesiones y las riquezas, sino contra lo que éstas producen en el hombre con harta frecuencia: sibaritismo, holgazanería, borrachera de bienestar sin tener para nada en cuenta la situación del país (Israel estaba entonces seriamente amenazado, pero «no os doléis de los desastres de José»). Esta «despreocupación» egoísta y esta falsa «autoseguridad» son condenadas por el profeta: «Se acabó la orgía de los disolutos», «irán al destierro» los primeros.
2. «Se murió también el rico y lo enterraron».
El evangelio subraya ante todo la enorme fosa que se abre entre la opulencia de la vida del rico y la miseria del pobre, que está «echado en el portal», con lo que ve lo que ocurre dentro de la casa del epulón, sin que nadie se preocupe de sus llagas, excepto los perros sucios y vagabundos que se acercan a lamérselas. Jesús muestra solamente esto, y por eso no debemos tratar de matizar teológicamente la parábola en ningún sentido (por ejemplo, en los detalles de la concepción del más allá). Externamente, esta imagen no parece ir más allá de la de los profetas; pero Jesús, que definió mucho más concretamente el mandamiento del amor al prójimo, lleva el alcance del escandaloso contraste entre pobre y rico mucho más lejos que la Antigua Alianza: en el más allá esa fosa se convierte en un abismo definitivo en un «abismo inmenso que nadie puede cruzar»- entre el consuelo en el seno de Abrahán y los tormentos provocados por las llamas del infierno. Ese abismo es también infranqueable para Abrahán, y la petición que le hace el epulón de que mande al pobre Lázaro a casa de su padre para advertir a sus cinco hermanos, no tiene ningún sentido, porque si no escuchan a Moisés y a los profetas, ¡cómo van a hacer caso de un pobre hombre! Esta sencilla parábola no es más que una concreción de unas palabras de Jesús que quizá nos resulten difíciles de entender: «Dichosos los pobres. ¡Ay de vosotros, los ricos!» (Lc 6,20.24).
3. «Conquista la vida eterna».
La segunda lectura ensancha de nuevo la perspectiva. Hay dos actitudes radicalmente opuestas; ahora se trata de adoptar la única correcta, la que salva. Timoteo, el discípulo de Pablo, ha tomado ya su decisión, y esto públicamente, «ante muchos testigos», exactamente lo mismo que hizo Jesús cuando tomó su decisión y dio testimonio de ella ante Pilato y todo el pueblo. Lo que importa de ahora en adelante es perseverar en la elección que se ha hecho y «conquistar la vida eterna» por anticipado, aun cuando esta perseverancia exige un combate permanente, «el buen combate de la fe», que debe llevarse a cabo «sin mancha ni reproche» como encargo de Cristo y de la Iglesia. Pero «conquistar la vida eterna» no quiere decir tratar de aferrar o apresar a Dios; la conclusión doxológica es aquí importante: Dios, «que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver», sólo puede ser adorado, nunca aferrado o conquistado por el hombre. Decidirse por El, dar testimonio de El, significa por el contrario que se ha sido aferrado por él y que se cumple su encargo.
Alessandro Pronzato
El Pan del Domingo (Ciclo C)
Una parábola peligrosa por las simplificaciones abusivas a que puede dar lugar. Por ejemplo. Todo es remitido al más allá. Entonces se dará la vuelta completa a las situaciones presentes. Los ricos al infierno y los pobres al paraíso. Se hará justicia.
Por lo cual: los pobres deberán solamente tener un poco de paciencia. El tiempo justo para que los ricos terminen tranquilamente su banquete y se caven una hermosa sepultura...
Después, en el paraíso, los que pertenecen a la misma categoría que Lázaro se tomarán su estrepitosa revancha.
No hay una concepción más opuesta al espíritu de la Biblia que esta "resignación", que este dejar para el más allá la solución de las injusticias presentes.
La fe, no lo olvidemos, es también principio de indignación, de lucha, no sólo de resignación.
El juicio de Dios es leído y proclamado también en la historia presente, no remitido al último día. Intentemos, pues, comprender la parábola en su significado más genuino.
El pobre tiene un nombre bastante común en el judaísmo: Lázaro (de Eleazar, que significa "Dios ayuda", "Yahvé viene en ayuda"). El rico no tiene nombre. Según la concepción semita, el nombre expresa la realidad profunda de las personas, reasume su historia.
Entonces, este rico no tiene nombre porque no tiene historia. Ha construido su existencia en el vacío. Ha perdido el nombre porque ha perdido las verdaderas razones de vivir (no se puede vivir para banquetear todos los días).
No son pocas las personas que han perdido su nombre, porque lo han sustituido con nombres: "dinero", "carrera", "poder", "éxito", "trabajo", "negocio"... Y después, preguntémonos: ¿es verdad que la eternidad constituye el vuelco radical de la situación presente?. Al menos en el caso del rico, parece precisamente que no. Su suerte en el más allá no es otra que la fijación definitiva de lo que vive (o no vive) hoy, la prolongación de lo que es (o no es) en la tierra. El es un aislado. Un separado. La riqueza lo cierra en el egoísmo, lo separa de los otros. Empeñado en mirar en el plato colmado, no ve al pobre que está a su puerta. Los perros ven mejor que él.
Entonces, el infierno no es otra cosa que la "consagración" de este estado de separación, de lejanía. Separación de Dios y de sus amigos (Abraham, Lázaro), porque aquí abajo ha vivido lejos de los otros, separado de los valores verdaderos, aferrado únicamente al tener, apegado al placer egoísta, separado de su yo más auténtico. Condenación significa "privación". Pero el rico en cuestión era ya un "condenado" durante su existencia terrena, salpicada de frecuentes eructos. Porque estaba prisionero en su "privado". Porque estaba privado del sentido de la vida.
Se objetará: existen también tormentos. Mientras en la tierra el individuo ha gozado, se ha divertido, se ha dado buena vida. Al menos en esto, parecería, que la situación del más allá constituye un vuelco total. No estoy de acuerdo. ¿Están seguros de que el "banquetear" despreocupadamente, ponerse vestidos de gran lujo, acumular dinero, es fuente de felicidad?. Sostengo que no existe tormento mayor que una vida vacía o saturada de cosas inútiles, que es lo mismo. No existe tortura más lacerante que el aislamiento, el cerrarse a los demás, el no ver más allá de la propia puerta, el no saber usar las manos en el gesto del don, el sofocar las exigencias del espíritu. Y aunque este tormento lacerante, esta angustia, sean sofocados con la alegría y la despreocupación, con el ruido ensordecedor, la disipación. Si cayeran las máscaras, veríamos ponerse al descubierto heridas profundas, abismos de desesperación. Un infierno, precisamente. Ya en esta tierra. Un infierno dotado de todas las comodidades.
La parábola evangélica, más que describirnos la geografía del más allá, más que informarnos de lo que sucede en la otra vida, nos amonesta severamente que la suerte del hombre se juega hoy, aquí abajo, en este momento. Es el presente el que queda "fijado" en eternidad. Es el más acá el que se transforma en el más allá.
El rico parece caer en la cuenta de que tiene necesidad de los otros (de Abraham, y también de Lázaro) cuando ya ha "pasado el abismo", cuando ya no es tiempo. Y parece que se preocupa de los otros (de sus cinco hermanos ) con retraso. En realidad ha faltado el presente. Los encuentros serán aquí abajo. Las relaciones se estrechan en esta tierra, las citas decisivas son para hoy. Es solamente hoy, aquí, cuando pueden ser liberados del propio pasado, y garantizarse consiguientemente el futuro.
Y también nosotros tenemos, para esto, "a Moisés y los profetas", o sea, la palabra de Dios. No tenemos necesidad de milagros excepcionales, como el de un muerto que venga a amonestarnos (como quisiera el rico para con sus hermanos). La fe no nace de los milagros. No es un muerto resucitado, sino la palabra de Dios que resuena en nuestro corazón, la que puede hacernos abrir los ojos. La palabra es el verdadero milagro, que puede provocar una resurrección.
Ninguna conversión puede fundarse en un milagro espectacular, ni en el miedo. Cierto, la resurrección de Cristo es un milagro, el gran milagro. Y, aún así, este milagro se transforma para nosotros en palabra eficaz, en predicación. Y somos bienaventurados porque, aun no habiendo visto a Jesús salir del sepulcro, escuchando la palabra de Dios salimos de nuestro sepulcro y salimos a descubrir a los hermanos.
"Jesús no busca precisamente asustarnos con un infierno futuro o consolarnos con un paraíso futuro. Más bien pretende mostrarnos cómo el cielo comienza allí donde resuena la palabra de Dios que permite a un hombre encontrar al propio hermano" (A.Maillot).